RACIONALISMO Descartes La nueva época y la crítica al pensamiento medieval El primer período de los tiempos modernos, el Renacimiento (S. XV y XVI), se caracteriza ante todo por ser una época de crítica al pasado inmediato, es decir a la Edad Media. El Renacimiento indica el momento en que el hombre occidental se ha desembarazado de la confianza en las creencias fundamentales sobre las que había vivido el mundo medieval. La época medieval se caracteriza por una concepción religiosa del mundo y de la vida, dirigida hacia la divinidad (Teocentrismo). El Renacimiento, en cambio, vuelve su mirada hacia este mundo, hacia la naturaleza (Naturalismo). Esto se aprecia en el amplio desarrollo que ganan las ciencias de la naturaleza. Por oposición al carácter religioso de la época anterior, la del Renacimiento es una concepción del mundo esencialmente profana (no sagrada). Pero si bien en el plano artístico y literario, el hombre renacentista pisa suelo nuevo, no ocurre exactamente lo mismo desde el plano filosófico y científico. Es cierto que la ciencia realiza notables avances; pero la verdad es que la ciencia y la filosofía, que van a estar muy estrechamente ligadas hasta fines del siglo XVIII, sólo cobran auténtico vigor y originalidad, al fundamentarse sobre bases esencialmente nuevas. Frente al siglo XVII, que representa la madurez de la Edad Moderna, (el siglo de Descartes, Galileo, Kepler, Hobbes), el Renacimiento es casi estéril desde el punto de vista filosófico, es una época de crisis, no sólo de crítica al pasado inmediato. Las viejas creencias están prácticamente muertas o duramente cuestionadas y urge reemplazarlas y esto ocurre primeramente en la vida cotidiana y en las imágenes que el arte elabora, pero no se consigue llevar al plano del concepto la nueva intuición del mundo que se agita, detrás de esa vida y ese arte. La época renacentista tiene clara conciencia de que los contenidos y modos del saber medieval son insuficientes, los critica los rechaza, pero no es capaz de inaugurar nuevos caminos de reflexión. De esto, se entiende el esfuerzo por renovar, reeditar a los pensadores antiguos. En una palabra, el Renacimiento es época de transición, especie de preparación de lo que luego vendrá con el siglo XVII. Un problema presente en el Renacimiento y luego en el siglo XVII, es el concerniente al método de la filosofía y de la ciencia. Una de las críticas al pensamiento medieval se centra en este punto, aquellos tenían un método inútil, ineficaz, que impide cualquier progreso científico. Por lo tanto, es necesario formularse dos preguntas: 1º- cuáles son las fallas del método criticado y 2º qué ofrece la Edad Moderna en su reemplazo (nos ocuparemos de esto al desarrollar la filosofía de Descartes). En relación al primer punto diremos que el proceder escolástico (medieval), se caracteriza por: a) el criterio de autoridad, b) el verbalismo extremo y c) la silogística. a) Criterio de autoridad, es decir se admitía que lo dicho por ciertas autoridades (la Biblia, la Iglesia, Aristóteles), era verdad por el solo hecho de que tales autoridades lo afirmasen; que ciertos libros, autores o instituciones no podían equivocarse, de modo que con citarlos se enunciaba la verdad, eximiéndose de cualquier explicación o crítica posterior. b) Verbalismo extremo, quiere decir que frecuentemente se enredaba en simples discusiones de palabras, en lugar de ir a las cosas mismas. c) La silogística, la ciencia y la filosofía escolástica se valieron en gran medida del silogismo. Se le objeta que con este en realidad no se amplía el saber de manera ninguna, porque lo que dice la conclusión ya está dicho en la premisa mayor, de modo que la conclusión no hace más que explicitar lo que decía la premisa mayor, además si el punto de partida es falso, e l silogismo funcionará igualmente bien. Si la premisa mayor dice “Todos los hombres son hijos de Dios”, “yo soy un hombre”, “yo soy hijo de Dios”, la conclusión: “yo soy hijo de Dios” está contenida en la premisa: Todos los hombres son hijos de Dios, por lo tanto no hay nueva información. Por lo tanto el Silogismo es un método de exposición, es decir para presentar verdades ya sabidas, pero no permite determinar la verdad de los conocimientos, ni obtener nuevos conocimientos, que los tiempos modernos exigen. La nueva época pretende acabar con las discusiones meramente verbales y proporcionar un método que permita ir a las cosas mismas y a su vez que cada individuo pueda lograr el conocimiento, por su propia cuenta y sin recurrir a ninguna autoridad, salvo la propia razón. A fines de esta época y sobre estas críticas es preciso situar a Descartes. Descartes, René (1596-1650) El mayor filósofo francés de todos los tiempos, padre de la filosofía moderna, e iniciador del racionalismo. Nació en La Haye, en Turena, en el seno de una familia de la pequeña burguesía. En 1606, ingresa en el colegio de los jesuitas de la Flèche, una «de las más celebres escuelas de Europa», y cuyas enseñanzas, en particular la filosofía escolástica aprendida de 1612 a 1614, Descartes enjuicia en su Discurso. Participa en la discusión entre el valor y sentido de la filosofía tradicional escolástica y los métodos innovadores de la «nueva ciencia» que, por aquel entonces, se hallaba mezclada con las llamadas «ciencias curiosas» (magia, alquimia, astrología) Frente a las confusiones y ambigüedades de la mezcla de la nueva ciencia con las ciencias curiosas, propia del Renacimiento, Descartes presenta los puntos esenciales de su método deductivo de razonar, esencialmente matemático, proponiendo como ciencia ideal aquella que primero justifica el método en que se fundamenta, cuyos puntos esenciales son: la intuición, la deducción, la enumeración o inducción y la memoria o recuento de todos los pasos dados. Tras una importante discusión pública, ante la flor y nata de todo París, en la que expone su método, que él denomina «método natural» de razonar, y en la que el cardenal de Bérulle le dedica grandes elogios y le anima a desarrollar una filosofía fundada en dicho método, Descartes se marcha a la región de Bretaña y luego, hacia 1629, se instala definitivamente en Holanda. En este país, extrañamente aislado, aunque en contacto epistolar con científicos y filósofos, con Mersenne sobre todo, y cambiando continuamente de lugar de residencia para no ser hallado, encuentra la paz de espíritu necesaria para desarrollar sus investigaciones, matemáticas primero y luego filosóficas, con la intención de hallar razonamientos filosóficos más evidentes que los geométricos. En 1637 aparece Discurso del método, junto con tres ensayos científicos, Dióptrica, Meteoros y Geometría, que él afirma que son ensayos hechos según su nuevo método. Mientras tanto, en 1633, el Santo Oficio condena las afirmaciones de Galileo sobre el movimiento de la tierra, por lo que Descartes interrumpe la redacción de su obra Mundo. En 1649 aceptó no de muy buen grado la invitación de la joven reina de Suecia, Cristina, interesada en su filosofía desde 1646, a trasladarse a su corte. El clima riguroso de Suecia y el horario intempestivo - las cinco de la mañana- de las lecciones que debía dar a la reina acabaron con la vida de René Descartes, que murió el 11 de febrero de 1650, a los 53 años de edad. Tras la muerte de Descartes, en las universidades holandesas comenzaba el cartesianismo. El núcleo de la filosofía cartesiana es el estudio del fundamento en que se basa el conocimiento humano, hasta el punto que se puede decir que con él aparece la epistemología o teoría del conocimiento como tema central de la filosofía moderna. ¿Cuáles son las verdades que podemos conocer con certeza? Ésta es la cuestión central del Discurso del método y, sobre todo, de la primera de las Meditaciones: La duda, fundamento de toda certeza “He advertido hace ya algún tiempo que, desde mi más temprana edad, había admitido como verdaderas muchas opiniones falsas, y que lo edificado después sobre cimientos tan poco sólidos tenía que ser por fuerza muy dudoso e incierto; de suerte que me era preciso emprender seriamente, una vez en la vida, la tarea de deshacerme de todas las opiniones a las que hasta entonces había dado crédito, y empezar todo de nuevo desde los fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en las ciencias. [...]. Ahora bien, para cumplir tal designio, no me será necesario probar que son falsas, lo que acaso no conseguiría nunca; sino que, por cuanto la razón me persuade desde el principio para que no dé más crédito a las cosas no enteramente ciertas e indudables que a las manifiestamente falsas, me bastará para rechazarlas todas con encontrar en cada una el más pequeño motivo de duda. Y para eso tampoco hará falta que examine todas y cada una en particular, pues sería un trabajo infinito; sino que, por cuanto la ruina de los cimientos lleva necesariamente consigo la de todo el edificio, me dirigiré en principio contra los fundamentos mismos en que se apoyaban todas mis opiniones antiguas”. Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, Meditación primera (Alfaguara, Madrid 1977, p. 17). Desechando la filosofía escolástica y aristotélica como incapaz de dar respuesta a las exigencias científicas de su época, Descartes se inspira en las matemáticas para desarrollar un método que aporte certeza al espíritu humano en todas las cuestiones. Tendrá por ciertas sólo aquellas ideas que se ofrezcan claras (ciertamente presentes a la conciencia) y distintas (bien analizadas) a la consideración de la mente. La búsqueda del fundamento parte de la duda. “Hacía tiempo que había advertido que, en relación con las costumbres, es necesario en algunas ocasiones seguir opiniones muy inciertas tal como si fuesen indudables. Pero puesto que deseaba entregarme solamente a la búsqueda de la verdad, opinaba que era preciso que hiciese todo lo contrario y que rechazase como absolutamente falso todo aquello en lo que pudiera imaginar la menor duda, con el fin de comprobar si, después de hacer esto, no quedaría algo en mi creencia que fuese enteramente indudable. Así pues, considerando que nuestros sentidos en algunas ocasiones nos inducen a error, decidí suponer que no existía cosa alguna que fuese tal como nos la hacen imaginar. Y puesto que existen hombres que se equivocan al razonar en cuestiones relacionadas con las más sencillas materias de la geometría y que incurren en paralogismos, juzgando que yo, como cualquier otro, estaba sujeto a error, rechazaba como falsas todas las razones que hasta entonces había admitido como demostraciones. Y, finalmente, considerando que hasta los pensamientos que tenemos cuando estamos despiertos pueden asaltarnos cuando dormimos, sin que ninguno en tal estado sea verdadero, me resolví a fingir que todas las cosas que hasta entonces había alcanzado mi espíritu no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños. Pero, inmediatamente después, advertí que, mientras deseaba pensar de este modo que todo era falso, era absolutamente necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa. Y dándome cuenta de que esta verdad: pienso, luego soy, era tan firme y segura que todas las más extravagantes suposiciones de los escépticos no eran capaces de hacerla tambalear juzgué que podía admitirla sin escrúpulo como el primer principio de la filosofía que yo indagaba”. Discurso del método (Alfaguara, Madrid 1981, p. 24-25). Es posible, dice, dudar de todas las percepciones de los sentidos, porque a veces engañan y, además, a los hombres nos sucede que en ocasiones no sabemos si lo que nos pasa es en sueños o estando despiertos, con lo que la duda abarca no sólo una determinada sensación, sino la misma vida corporal en conjunto: puede que todo no sea más que un sueño. De esta enorme duda asoma temporalmente una certeza: ni en sueños es posible dudar de las verdades matemáticas, según las cuales 2 y 3 hacen 5 -también durante el sueño- y un cuadrado no puede tener más de cuatro lados. Es decir, es posible dudar de todo cuanto se conoce a posteriori, pero no parece posible dudar de lo que conocemos a priori. No obstante, la duda metódica de Descartes busca otra alternativa a esta situación: el genio maligno: “Así pues, supondré que hay, no un verdadero Dios -que es fuente suprema de verdad-, sino cierto genio maligno, no menos artero y engañador que poderoso, el cual ha usado de toda su industria para engañarme. Pensaré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y las demás cosas exteriores no son sino ilusiones y ensueños, de los que él se sirve para atrapar mi credulidad. Me consideraré a mi mismo como sin manos, sin ojos, sin carne, sin sangre, sin sentido alguno, y creyendo falsamente que tengo todo eso. Permaneceré obstinadamente fijo en ese pensamiento, y si, por dicho medio, no me es posible llegar al conocimiento de alguna verdad, al menos está en mi mano suspender el juicio. Por ello, tendré sumo cuidado en no dar crédito a ninguna falsedad, y dispondré tan bien mi espíritu contra las malas artes de ese gran engañador que, por muy poderoso y astuto que sea, nunca podrá imponerme nada”. Meditaciones metafísicas, con objeciones y respuestas, Meditación primera (Alfaguara, Madrid 1977, p. 21). “Así, pues, supongo que todo lo que veo es falso; estoy persuadido de que nada de cuanto mi mendaz memoria me representa ha existido jamás; pienso que carezco de sentidos; creo que cuerpo, figura, extensión, movimiento, lugar, no son sino quimeras de mi espíritu. ¿Qué podré, entonces, tener por verdadero? Acaso esto solo: que nada cierto hay en el mundo. Pero, ¿qué sé yo si no habrá otra cosa, distinta de las que acabo de reputar inciertas, y que sea absolutamente indudable? ¿No habrá un Dios, o algún otro poder, que me ponga en el espíritu estos pensamientos? Ello no es necesario: tal vez soy capaz de producirlos por mí mismo. Y yo mismo, al menos, ¿no soy algo? Ya he negado que yo tenga sentidos ni cuerpo. Con todo, titubeo, pues, ¿qué se sigue de eso? ¿soy tan dependiente del cuerpo y de los sentidos que, sin ellos, no puedo ser? Ya estoy persuadido de que nada hay en el mundo; ni cielo, ni tierra ni espíritu, ni cuerpos, ¿y no estoy asimismo persuadido de que yo tampoco existo? Pues no: si yo estoy persuadido de algo, o meramente si pienso algo, es porque yo soy. Cierto que hay no sé qué engañador todopoderoso y astutísimo, que emplea toda su astucia para burlarme. Pero entonces no cabe duda de que, si me engaña, es que yo soy; y, engáñeme cuanto quiera, nunca podrá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo. De manera que, tras pensarlo bien y examinarlo todo cuidadosamente, resulta que es preciso concluir y dar como cosa cierta que esta proposición yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera, cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu”. Meditaciones metafísicas, con objeciones y respuestas, Meditación segunda (Alfaguara, Madrid 1977, p. 23-24). Nadie nos dice que sea imposible que estemos sometidos al dominio de un dios maligno, «artero, engañador y poderoso» que nos confunda en lo tocante a la certeza de las nociones matemáticas. Es decir, nuestra naturaleza puede ser tal que nos confunda cuando creemos entender que algo es verdadero o falso. También es posible, pues, dudar de la certeza de las matemáticas. Con todo, hay algo que escapa al poder del genio maligno y a la posibilidad misma de que la naturaleza humana funcione mal: si el dios maligno me engaña, existo; si me engaño a mí mismo, también existo. En resumen, la duda lleva a la conciencia de pensar, por lo que afirma: «pienso, por tanto existo» (cogito, ergo sum) “Así pues, considerando que nuestros sentidos en algunas ocasiones nos inducen a error, decidí suponer que no existía cosa alguna que fuese tal como nos la hacen imaginar. Y puesto que existen hombres que se equivocan al razonar en cuestiones relacionadas con las más sencillas materias de la geometría y que incurren en paralogismos, juzgando que yo, como cualquier otro, estaba sujeto a error, rechazaba como falsas todas las razones que hasta entonces había admitido como demostraciones. Y, finalmente, considerando que hasta los pensamientos que tenemos cuando estamos despiertos pueden asaltarnos cuando dormimos, sin que ninguno en tal estado sea verdadero, me resolví a fingir que todas las cosas que hasta entonces habían alcanzado mi espíritu no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños. Pero inmediatamente después, advertí que, mientras deseaba pensar de este modo que todo era falso, era absolutamente necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa. Y dándome cuenta de que esta verdad: pienso, luego soy, era tan firme y segura que todas las más extravagantes suposiciones de los escépticos no eran capaces de hacerla tambalear, juzgué que podía admitirla sin escrúpulo como el primer principio de la filosofía que yo indagaba”. Discurso del método, dióptrica, meteoros y geometría (Alfaguara, Madrid 1981, p. 25). “Así, pues, supongo que todo lo que veo es falso; estoy persuadido de que nada de cuanto mi mendaz memoria me representa ha existido jamás; pienso que carezco de sentidos; creo que cuerpo, figura, extensión, movimiento, lugar, no son sino quimeras de mi espíritu. ¿Qué podré, entonces, tener por verdadero? Acaso esto solo: que nada cierto hay en el mundo. Pero, ¿qué sé yo si no habrá otra cosa, distinta de las que acabo de reputar inciertas, y que sea absolutamente indudable? ¿No habrá un Dios, o algún otro poder, que me ponga en el espíritu estos pensamientos? Ello no es necesario: tal vez soy capaz de producirlos por mí mismo. Y yo mismo, al menos, ¿no soy algo? Ya he negado que yo tenga sentidos ni cuerpo. Con todo, titubeo, pues ¿qué se sigue de eso? ¿Soy tan dependiente del cuerpo y de los sentidos que, sin ellos, no puedo ser? Ya estoy persuadido de que nada hay en el mundo; ni cielo, ni tierra, ni espíritus, ni cuerpos, ¿y no estoy asimismo persuadido de que yo tampoco existo? Pues no: si yo estoy persuadido de algo, o meramente si pienso algo, es porque yo soy. Cierto que hay no sé qué engañador todopoderoso y astutísimo, que emplea toda su industria en burlarme. Pero entonces no cabe duda de que, si me engaña, es que soy; y, engáñeme cuanto quiera, nunca podrá hacer que yo no sea nada, mientras yo este pensando que soy algo. De manera que, tras pensarlo bien y examinarlo todo cuidadosamente, resulta que es preciso concluir y dar como cosa cierta que esta proposición yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera, cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu”. Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas (Alfaguara, Madrid 1977, p. 23-24). En el hecho de pensar se nos muestra, por intuición o por razonamiento inmediato, que existimos. Ésta es la primera verdad que el método de la duda cartesiana permite hallar, y éste es el inicio de la filosofía de Descartes, así como el fundamento de la filosofía racionalista moderna: la inmediatez de la propia conciencia o la subjetividad; de las ideas de las cosas se pasa inmediatamente al conocimiento de la existencia de las mismas. Conocida, según Descartes, la propia existencia como verdad primera y fundamental, se somete a análisis primero la razón por la que se acepta como verdadero que «pienso, por tanto existo», y luego la conciencia misma de pensar, con lo que el sujeto se conoce como sustancia pensante; del primer análisis surge el criterio de certeza o de evidencia: se aceptará como verdadera toda idea que sea clara y distinta; del segundo, que entre las ideas del sujeto pensante destacan las que Descartes denomina ideas innatas, que no proceden de la experiencia ni son simples imaginaciones mentales, y en realidad son las únicas claras y distintas. De ellas destaca la idea de Dios, como ser perfecto, de la que el espíritu humano parece que no puede prescindir. Pero no puede, sin más, aceptar cualquier idea que se le presente como evidente: el genio maligno, incapaz de hacerle dudar de la propia existencia, sí puede confundirle en cualquier otra idea que le parezca evidente. Ha de probar, pues, que no puede existir un genio maligno empeñado en estas tareas, sino que el hombre, y con él la razón humana, es obra de un Dios omnipotente y bueno. Esto tiene también una versión a la inversa: el verdadero conocimiento es el que se efectúa mediante el pensamiento. Por ello, Descartes no admite que sean los sentidos los que nos comunican verdadero conocimiento del mundo, y así lo explica con el ejemplo del trozo de cera (segunda Meditación) que podemos ver arder hasta consumirse del todo: sólo el entendimiento nos da una idea clara y distinta de lo que sucede: “Empecemos por considerar las cosas que, comúnmente, creemos comprender con mayor distinción, a saber: los cuerpos que tocamos y vemos. No me refiero a los cuerpos en general, pues tales nociones generales suelen ser un tanto confusas, sino a un cuerpo particular. Tomemos, por ejemplo, este pedazo de cera que acaba de ser sacado de la colmena: aún no ha perdido la dulzura de la miel que contenía; conserva todavía algo del olor de las flores con que ha sido elaborado; su color, su figura, su magnitud son bien perceptibles; es duro, frío, fácilmente manejable, y, si lo golpeáis, producirá un sonido. En fin, se encuentran en él todas las cosas que permiten conocer distintamente un cuerpo. Mas he aquí que, mientras estoy hablando, es acercado al fuego. Lo que restaba de sabor se exhala; el olor se desvanece; el color cambia, la figura se pierde, la magnitud aumenta, se hace líquido, se calienta, apenas se le puede tocar y, si lo golpeamos, ya no producirá sonido alguno. Tras cambios tales, ¿permanece la misma cera? Hay que confesar que sí: nadie lo negará. Pero entonces ¿qué es lo que conocíamos con tanta distinción en aquel pedazo de cera? Ciertamente, no puede ser nada de lo que alcanzábamos por medio de los sentidos, puesto que han cambiado todas las cosas que percibíamos por el gusto, el olfato, la vista, el tacto o el oído; y sin embargo, sigue siendo la misma cera.” Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, Meditación segunda (Alfaguara, Madrid 1977, p. 27-30). De igual manera, en general, sólo por el entendimiento podemos tener certeza de que existe un mundo material y cuáles son sus características esenciales. El mundo en principio lo captamos mediante las ideas adventicias, aquellas que parece que nos llegan de fuera a modo de representaciones de las cosas. Pero, ¿existen en verdad cosas? ¿No podemos imaginar que todo sea un sueño? Creer en la existencia real de tales objetos ha de poder fundamentarse en alguna idea clara y distinta. Para ello supone Descartes que son tres las posibilidades de explicar que tengamos ideas adventicias, que imaginamos son representaciones del mundo material. La causa de tales representaciones puede ser:1) uno mismo, 2) Dios, o 3) los objetos materiales. No somos nosotros mismos, porque sentimos que somos pasivos y receptivos al respecto; no es Dios, porque nos engañaríamos, y él sería responsable de este engaño, al creer, llevados por una «fortísima inclinación», que las ideas proceden de las cosas exteriores. Existen, pues, tales cosas externas y materiales, por lo menos en cuanto las percibimos con claridad y distinción; esto es, como sustancia extensa. He aquí el dualismo de Descartes: sólo existe sustancia pensante y sustancia extensa, pero el hombre es la vez ambas cosas. Descartes tuvo dificultades para explicar cómo interactúan en el hombre estas dos sustancias distintas, o cómo el hombre es a la vez mente y cuerpo. Los animales, pura sustancia extensa, no son más que partículas materiales en movimiento, igual que el cuerpo humano: pero el hombre es además espíritu, libre e inmortal según la religión cristiana, que domina sobre un cuerpo. Ha de haber algún punto de unión que explique la interacción entre alma y cuerpo en el hombre, y Descartes creyó verlo en el cerebro humano, más concretamente en la glándula pineal. La debilidad de esta solución al problema de la relación mente/cuerpo será el punto de partida de grandes discusiones en el cartesianismo posterior y en el mismo racionalismo. Selección de materiales y elaboración Prof. Jair Orique