La gran conquista de Ultramar

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Los niños que se convirtieron en cisnes
El conde Eustacio, vasallo del rey Liconberte, debe partir en ayuda de su señor. Antes
de ello deja a su mujer, a punto de dar a luz, al cuidado del caballero Randoval.
Después que el conde Eustacio fue en ayuda de su señor, el rey Liconberte el Bravo,
entre-tanto que estaba allá, llegó el tiempo que la dueña hubo de parir, y parió de aquel parto
siete infantes, todos varones, las más hermosas criaturas que en el mundo podrían ser. Y así
como cada tino nacía, venía un ángel del cielo y ponía a cada uno un collar de oro al cuello. Y el
caballero en cuyo poder había dejado el Conde a su mujer y toda su hacienda, desde que esto
vio, quedó muy maravillado; e pesole mucho, y hacíalo con razón, pues en ese tiempo, toda
mujer que de un parto pariese más tic una criatura era acusada de adulterio, y matábanla por
ello. Y por ello pesaba mucho al caballero en cuya encomienda' la dueña quedara; pero
conortaba él en sí por razón que él creía que los infantes nacían con los collares de oro, y
parecíale que era cosa que venía de la mano de Dios, y por ventura que no debía morir, sino
escapar de muerte por este milagro.
E hizo sus cartas para el Conde su señor, y trabajó en hacerlas lo mejor notadas' que él
pudo, y en cómo pariera la Condesa; y contole en ellas todo su hecho de ella y de lo que pariera, y enviolas al Conde con un su escudero. Y el escudero fue luego con ellas, y yéndose, hízose el camino por aquel castillo a donde estaba la madre del Conde; y fue así que hubo de verla.
Y la madre del Conde, cuando vio aquel escudero, fue muy alegre y contenta con él. Y sacolo
luego aparte y comenzole a preguntar, y la primera pregunta fue si había parido su nuera. Y el
escudero díjole que sí, y que había parido siete infantes, y cada uno de ellos había nacido con
un collar de oro al cuello y que tales cartas v tal mandado llevaba al Conde. Y la condesa
Ginesa, cuando esto oyó, túvolo por maravilla, y pesole mucho, porque entendió que era hecho
de Dios; pues no había placer de ningún bien que oyese decir que a su nuera viniese, y así lo
dio a entender, que no la quería bien, según adelante oiréis.
La Condesa, en cuanto hubo hechas sus preguntas al escudero, mandó llamar a su
mayordomo, y díjole que cuidase muy bien de aquel escudero, y le diese de comer y de beber
cuanto quisiese. Y en cuanto el escudero hubo bien comido, mandole dar a sabiendas de
muchos vinos, cada uno de una clase, con voluntad de embeodarle; y esto hacía la Condesa
por amor que en cuanto fuese beodo se le hurtasen las cartas que llevaba. Y el escudero,
después que fue bien harto, bebió demasiado: lo uno, por razón del vino que le daban, de
muchas guisas y le sabía todo muy bien; y lo otro, por razón que venía muy cansado del
camino bebió tanto, que se tuvo que dormir allí donde estaba. Y la Condesa, en cuanto vio
que el escudero dormía, fue a él y hurtole las cartas de la barjuleta donde las traía, y leyolas;
y mandó hacer otras contrarias de aquéllas para cl Conde, su hijo, en que dijo que le hacía
saber que su mujer había parido siete podencos, todos de un parto, y que cada podenco había
nacido con un collar de oropel al cuello. Y no quiso mentarle ninguna cosa de los collares de
oro; pues ella intentaba, en cuanto podía, deshacer el bien y lo que a la dueña su nuera
aprovechara. Y en cuanto estas cartas tuvo hechas y cerradas, metiolas en la misma barjuleta,
así como el escudero antes las llevaba.
Y cl escudero no sabía de esto ninguna cosa, ni pensaba en tal traición como ésta. Y
cuando amaneció, levantose muy seguro, sin sospechar de ningún daño semejante, y fue para
la Condesa a despedirse de ella, pues así le convenía hacer. Y dijo la Condesa que se fuese a
la gracia de Dios, y tratase cuanto pudiese en estar pronto con el Conde y llevarle bien y leal mente cl mensaje que le era encomendado; y mandole que a la vuelta viniese por ahí y no
hiciese otra cosa. Y cl escudero díjole que le placía y que lo haría de buena mente. Y
entonces comcnzóse de ir lo más pronto que yudo, como quien había gana de haber respuesta
de su señor; mas en esto iba él engañado.
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El escudero lleva las cartas al conde. Una vez que las lee, y movido por el inmenso
amor a su mujer, le pide a Bandoval que respete la vida de sus hijos y de su esposa. Pero en
el viaje de vuelta, el escudero vuelve a recalar en el castillo de la condesa, quien de nuevo le
cambia las cartas por otras en las que insta a Bandoval a que mate a toda la familia.
Aquel caballero Bandoval, después que hubo recibido las cartas, pensando que eran
de sil señor Conde, abriolas, y en cuanto las hubo leído, fue muy triste y muy cuitado por
aquello que en ellas mandaba que hiciese. Y pesole muy de corazón, que más no podría ser,
ya que le parecía gran crudeza matar dueña tan apuesta y tan hermosa; y además, que era
mujer de su señor, y su señora, y quedando a él encomendada. Y sabía él muy bien, como
quien la tenía en guarda, que ella era sin yerro y sin culpa para pasar por tal hecho, y en
matar también a aquellos siete infantes, que eran las más hermosas criaturas que en cl mundo
pudiesen ser. Y por estas razones fue secretamente el caballero a mostrar las cartas a la
dueña; y la dueña, en cuanto oyó aquel mandado tan cruel y tan mortal, fue por ello tan
triste, que en poco estuvo que no se le salió el alma. Y en cuanto entró en su acuerdo,
comenzó a rogar al caballero, diciéndole que por amor de Dios, que le hiciese tanto bien, que
si habían de morir algunos de sus hijos, que matasen a ella y no a ellos, pues si pena alguna
ahí había de haber, que ella la merecía, y que ella la padeciese, y no las criaturas, que no
habían pecado. Entonces dijo el caballero: -Señora, esto no era razón que yo lo hiciese; mas
atreviéndome en la merced de mi señor cl Conde, os dejaré a vos con vida, y mandaré matar
los infantes.
La dueña, cuando aquello oyó, fue muy triste, y obedecíale, pues en tiempo estaba
que no podía hacer otra cosa.
Oídas estas razones, aquel caballero Bandoval tomó los niños y mandolos llevar al
desierto; y fue con ellos, él llorando muy recio, porque le parecía gran crueldad matar
aquellos niños; mas él no podía hacer otra cosa sino cumplir cl mandado de su señor. Y en
este hecho andaba él engañado, aunque no tenía él ninguna culpa. Y en cuanto estuvieron en
el desierto con los niños él y los escuderos que los llevaban con él, comenzolos a mirar, y
pensando en el hecho que quería hacer, y cómo no se podía desviar, compadeciose mucho de
ellos, tanto, que no se decidía a degollarlos. Y catándolos muchas veces, viéndolos tan
hermosos y tan apuestos, tuvo mayor lástima de hacerlos matar. Entonces consideró para sí
que era mejor y mayor piedad dejarlos allí en el desierto a su ventura y a la voluntad de
Dios, que no matarlos y ensuciar sus manos y su alma. Y aunque la mala costumbre lo
mandase, los niños no habían hecho ninguna cosa por que debiesen morir. Y sobre todo, eran
hijos de su señor, como lo sabía él muy bien, que había tenido a su madre en guarda. Dejolos
entonces allí en el desierto, a los siete juntos, pues ellos no habían de poder separarse uno de
otro –como aquellos que no sabían aún andar, ni se podían levantar ni volver a ninguna
parte, ni otra cosa hacer sino estar llorando queditos–; y allí donde yacían, no se parecían a
otra cosa tanto como a lechigada de podencos, cuando nacen y yacen todos en su cama
envueltos unos con otros. Y dejolos allí de esta guisa, y encomendolos a Dios y fuese.
Dios envía una cierva para que alimente a los niños.
Y al cabo de días, pasó por ahí un ermitaño, que tenía por nombre Gabriel; y era
hombre de santa vida, y estaba en aquel desierto la ermita en que moraba. Y andando en esa
montaña y viniendo por allí, húbose de encontrar con aquellas criaturas y cuando las vio,
maravillose mucho, como aquel que nunca otra tal cosa viera en aquel lugar ni aun en otro, y
comenzose a santiguar mucho, pensando que eran pecados que le querían engañar; pero
todavía íbalos mirando, y llegose más hasta ellos. Y en cuanto se les llegó bien cerca, puso la
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mano en ellos uno a uno y entendió que eran cuerpos y cosa carnal, y pareciole que era
hecho de Dios. Y entonces tomolos todos en su hábito y comenzolos a llevar hacia aquella su
ermita donde él moraba y según los llevaba, comenzó la cierva a ir en pos de él, y él
maravillose mucho; y en cuanto vio que le seguía la cierva y que no se quería partir de su
rastro, pensó que aquella cierva había criado aquellas criaturas hasta aquel tiempo.
Y entonces puso los niños muy quedo e arrcdrósel3 de ellos un poco; y la cierva, en
cuanto vio que cl ermitaño había así dejado las criaturas allí, y le vio arredrado de ellos,
fuese luego para ellos. Y llegose muy quedo, c hincó los hinojos, como solía, y dioles de
mamar, así como hacía en el tiempo de hasta allí. Y en cuanto los hubo dado de mamar,
comenzoles a lamer y a limpiarlos muy bien; y arredrose de ellos un poco. Viendo todo esto
el ermitaño, entonces vino a ellos, y tornolos a llevar en su hábito v fuese con ellos para su
ermita. La cierva también comenzó a ir en pos de él, y vio todo aquello cl ermitaño y en
cuanto hubo andado un rato, entendió que las criaturas habrían gana de mamar. Púsolas
quedo en el campo, como la otra vez, y arredrose de ellos; y llegose la cierva luego y dioles
de mamar cuanto quisieron. Y así fue yendo en pos del ermitaño aquella cierva, gobernando
aquellas criaturas, hasta que el ermitaño llegó a su ermita. [...]
Y en cuanto vio que ya estaban para andar, por amor de ganar algo con ellos, dejó el
uno en casa y tomó los seis y salió y se los llevó consigo, para que anduviesen con él por
aquellos lugares por donde solía él andar, y pedía con ellos. Y dejando el uno de ellos que
era el mayor de cuerpo y más entendido, anduvo con los otros seis por la tierra. Y así
andando con ellos, al cabo de tiempo hubo de acaecer a venir en aquel castillo que decían
Castielforte, donde estaba la condesa Ginesa, madre de aquel conde Eustacio, padre de
estos siete niños. Y andando por la villa, la gente del castillo, que conocía al ermitaño (que
había allí venido otras veces, y nunca con él vieron otro andar, sino él solo),
maravilláronse adónde hubiera aquellos niños que venían tan apuestos y tan hermosos. Y
comenzábanle a preguntar muy afincadamente quién se los había dado o de quién eran
hijos y el ermitaño nunca lo quiso decir a hombre ninguno.
La condesa manda llamar al ermitaño y le pregunta dónde ha encontrado a los
niños. El ermitaño, que desconoce las malvadas intenciones de la condesa, le revela el
secreto y ella le pide entonces que le entregue a los niños para educarlos con todo
cuidado. No sin dolor, el ermitaño los deja en la corte y al poco tiempo la condesa
encarga a dos escuderos, Dransot y Frongit, que maten a las criaturas.
Dransot y Frongit, aquellos dos escuderos, por cumplir el mandado de su señora la
Condesa (pues era muy fuerte dueña y muy brava, y teníanla gran miedo), echaron mano a
los niños y comenzaron luego muy aprisa a quitarles los collares, para degollarlos luego y
cumplir lo que les era mandado. Mas tan deprisa no hubieron quitado los collares, que ellos
muy más deprisa no fueron hechos cisnes, y saliéronseles por entre las manos y fuéronse
aprisa por una ventana que había en la cámara de la condesa, donde se ponía ella a
solazarse, porque era aquella ventana de muy buena vista a todas partes.
Y cuando esto vieron Dransot y Frongit, pesoles mucho, no por los mozos que así
escapaban de aquella muerte tan desaguisada", mas por razón que no cumplieran ellos
aquello que les fuera mandado, con miedo de (a Condesa, que era muy brava, como es
dicho, y les haría algún mal. Y pesoles de esto a los escuderos, como decimos; m as mucho
más pesó a la Condesa, porque la su crueldad no se cumplía así como ella codiciaba. E
hiciéronse muy maravillados la Condesa y los escuderos de tan gran milagro como aquel
que aquella hora se hiciera ante sus ojos, viéndolo ellos, y en esto entendieron que aquello
no podía ser sino hecho de Dios. Mas, por todo eso, la Condesa no era movida" por aquella
maravilla, y quería dar cabo a aquella mala obra–si pudiese– que había comenzado: lo uno
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por el gran mal que quería a su nuera; lo otro, porque se temía de los mozos –que si
viviesen– que recibiría de ellos el galardón que debía, según aquello que ella contra ellos
había comenzado y había hecho ya; y por esto obraba ella de tan de gana el hecho, como ya
oísteis.
Y en todo esto, en cuanto vio el milagro que Dios hiciera, como era muy entendida
dueña en todo mal, creyó que en otra cosa no les podría hacer daño sino en mandar
deshacer aquellos collares, y que después perderían ellos la virtud que en ellos había. Y
envió luego por un platero" muy bueno y fueron por él, y él vino luego ante ella. Y ella
demandó los collares y trajéronselos. Y diolos al platero, y mandó que él hiciese de
aquellos seis collares una copa muy buena para su mesa y el platero tomolos y dijo que lo
haría. Y fuese para su casa con ellos, y comenzó luego a fundir un collar; y en fundiéndolo
comenzó el oro a crecer, y creció tanto, que semejaba que más oro había en aquél solo, que
no podía haber en todos los seis collares. Y cl platero, en cuanto vio que cl oro así creciera,
diole luego la voluntad que guardase los cinco collares y que no los fundiese, y que hiciese
la copa de aquel oro de aquel collar, pues que así creciera; y además, que entendió que esto
por Dios venía, y no quiso más fundir, y guardó muy bien los otros cinco que quedaban. E
hízolo como hombre bueno y entendido, en manera que hombre del mundo no se lo
entendiese. Y él era muy sutil maestro y sabía mucho de aquella arte. Y de aquel collar que
fundió, hizo la copa muy buena y muy sutil" Y muy bien labrada, y muy hermosa y grande.
Y en cuanto la hubo hecho, llevola ante la Condesa, y la Condesa fue muy pagada de
ella y maravillose mucho cómo era tan grande, pues le semejaba que en todos los seis
collares no podía haber tanto oro de que tan gran copa como aquella se hiciese. Y preguntó
entonces al maestro si metiera todos los seis collares en aquella copa, o si pusiera más oro de
lo suyo; y él dijo que todos los seis collares metiera en ella, y que de suyo no metiera
ninguna cosa. Entonces la Condesa le agradeció mucho la labor que él hiciera, y alabole
mucho la copa, que era muy grande y muy hermosa, y que le semejaba-que de tan poco oro
que hiciera muy grande y muy hermosa copa-como muy buen maestro y muy sutil. Y quedó
ella muy pagada, y prometió al platero que le haría mucha merced.
Y entonces hizo llamar allí a su copero, y mandole que de allí en adelante le diese a
beber con aquella copa, y no con otra ninguna. Y esto hacía ella porque la copa era muy bien
hecha y muy hermosa a gran maravilla, y tomaba muy gran placer en beber con ella. [...]
Aquellos cisnes, después que de la cámara de la Condesa fueron salidos, como es
dicho, dieron consigo en aquel lago muy grande y muy hondo, que estaba a la orilla de aquel
desierto donde ellos fueran criados con el ermitaño cuando eran niños. Y andando en aquel
lago gobernándose del pescado que en él hallaban –aunque tomaban gran enojo, pues no
fueron ellos criados a tal vianda–, estando ellos así allí, acaeció que el ermitaño tuvo que
salir a andar por la tierra, como solía, a ganar por los pueblos para pedir su limosna de que
viviese en su ermita. Y aquella vez llevaba consigo a aquel otro mozo, hermano de aquellos
cisnes, que había quedado en casa para que guardase la ermita, cuando dio los otros a la
Condesa. Y a la tornada, cuando se venían para la ermita, húboseles de hacer cl camino por
la ribera de aquel lago donde estaban aquellos cisnes y a la hora que emparejaron con el lago
y pasaban cerca de él por un sendero, como los vieron los cisnes, conociéronos luego, y
comenzaron todos a salir del lago muy aprisa e irse para ellos. Y cl ermitaño y el mozo, así
como los vieron de aquella forma venir a ellos, quedaron muy maravillados. Mas el moro,
con el placer grande que tenía de verlos, fuese a sentar cerca de ellos; y los cisnes, con cl
placer que habían del ermitaño, que conocían, fuéronse a subir, en cl regazo de ellos y en los
hombros de ellos, y comenzaron muy, fuertemente a herir de las alas y a hacer muy grandes
alegrías. Y cl mozo, en cuanto vio aquellas alegrías y que tan seguramente se acercaban a él,
metió mano a una talega en que traía pan y carne que les habían dado por Dios en aquellos
lugares por donde andaban, y comenzoles a dar de comer. Y los cisnes sabían comer de todas
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las viandas que les daba el mozo, pues a tales como aquellas fueron ellos criados. Y en
cuanto les hubo dado suficiente, dijo el ermitaño que se fuesen, pues era tiempo de acogerse
para su ermita. Y cl ermitaño, aunque no lo mostraba al mozo, maravillábase mucho de
aquellos cisnes, que así venían a ellos tan seguros; y además, que nunca en ningún tiempo
tales aves viera en aquel lugar ni en aquella tierra. Y pensaba para sí qué podría ser aquello
de aquellos cisnes; mas nunca en ello pudo caer. Pero después lo supo, y él los mostró al
conde Eustacio, su padre, según adelante oiréis. Y por amor de aquellos cisnes, cada vez que
salía para ir alguna parte, nunca por otro camino quería ir sino por allí, por amor de verlos y
de darlos de comer. Y cada vez que por allí pasaba, los cisnes salían luego a ellos a recibirlos
fuera del lago; y el mozo situábase cerca de ellos, y dábales a comer, y cuidaba bien de ellos
con aquello que traía. Y así los gobernaron un tiempo, hasta que vino de la hueste cl conde
Eustacio, su padre, con voluntad del Rey, su señor; pues mucho había caído en su saña,
como habéis oído. Y en cuanto llegó a su tierra, supo las nuevas y supo la verdad por la
virtud de Dios, que lo mostró, según lo contará la historia adelante.
Alfonso X el Sabio (coord..): La Gran Conquista de Ultramar, texto modernizado extraído de R. Rodríguez
Marín, J. Rubio Tovar y E. Soler Fiérez: Antología de textos literarios, vol. I, Madrid, Espasa Calpe, 1999.
Actividades
1. Resume el texto brevemente.
2. Recoge aquellas palabras y expresiones que estimes que sean medievales e intenta
extraer algunas características que tengan en común.
3. Considerando que este fragmento procede de un texto de carácter histórico, señala
algunas diferencias entre los textos históricos medievales y los actuales.
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