Martín-Santos

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Luis Martín Santos (1924-1964):
Tiempo de silencio 1962
Al llegar Don Pedro procedió, una vez desalojados los locales, como es de
rigor, a establecer el diagnóstico de la afección evidentemente hemorrágica
que aquejaba a la joven incubadora de sus ratones de experiencia. Durante
el viaje, había acariciado la idea de que quizá hubiera habido un contagio
virásico debido a la íntima convivencia y riñó cariñosamente al caballero
ganadero por la forma como había conseguido la perpetuación de la estirpe
a expensas de sus propias hijas y de sus calores vitales. Pero pronto hubo de
advertir la insólita realidad de los hechos y una luz asombrada golpeó en su
ingenuo cerebro. La sangre de doncella – otra vez – por un momento, le
mareó. Sintió un vahído de comprensión y de miedo. Se volvió airado al Muecas para decirle: “¡Canalla!”,
o para gritar: “¡Trae una ambulancia!”, o para pedir como los toreros: “¡Trasfusión!”, pero ya entraba
amador y blandía en el aire los instrumentos con los que, con la urgencia debida, él en aquel momento, a
pesar de su inexperiencia, debería cumplir con su deber. Se inclinó sobre la muchacha inmóvil. Ya no
gritaba. Dormía o estaba muerta. Descubrió el pecho. Aplicó el fonendoscopio. Allí estaban los mordiscos
de las ratoncitas. El corazón latía desde lejos. Levantó las gomas. Se quedó quieto. Amador a la oreja le
decía: “Hay que hacer un raspado”. Sí. (133)
“Cuando llegué, ya estaba muerta”, fue lo primero que contra toda evidencia dijo y se puso rojo de
vergüenza porque aquello no era más que una disculpa dirigida a calmar el odio de la madre. La cual no
había nacido para odiar, sino que intentó consolarle: “Usted hizo todo lo que pudo”, antes de empezar a
gritar, antes de arrojarse sobre la hija muerta y besar los labios que probablemente no había besado desde
que – cuando era una niña – tuvieron, tras haber mamado, el propio sabor de la propia leche, antes de
golpear al hombre que tenía al lado y de arañarle el rostro que hoy se dejaría arañar a pesar de su
naturaleza de señor que, mañana indeclinablemente, volvería a adoptar y que continuaría oprimiéndola
como un aro de hierro contra el suelo. (135f.)
[Parodie auf Ortega]
Pero ya el gran Maestro aparecía y el universo-mundo completaba la perfección de sus esferas.
Perseguidos por los siseos de los bien-indignados respetuosos, los últimos petimetres se deslizaron en sus
localidades extinguida la salva receptora. Los círculos del purgatorio (que como tal podemos designar a las
localidades baratas, sólo en apariencia más altas que el escenario) recibieron su carga de almas rezagadas y
solemne, hierático, consciente de sí mismo, dispuesto a abajarse hasta el nivel necesario, envuelto en la
suma gracia, con ochenta años de idealismo europeo a sus espaldas, dotado de una metafísica original,
dotado de simpatías en el gran mundo, dotado de una gran cabeza, amante de la vida, retórico, inventor de
un nuevo estilo de metáfora, catador de la historia, reverenciado en las universidades alemanas de
provincia, oráculo, periodista, ensayista, hablista, el-que-lo-había-dicho-ya-antes-que-Heidegger, comenzó
a hablar, haciéndolo poco más o menos de este modo:
”Señoras (pausa), señores (pausa), esto (pausa), que yo tengo en mi mano (pausa) es una manzana (gran
pausa). Ustedes (pausa) la están viendo (gran pausa). Pero (pausa) la ven (pausa) desde ahí, desde donde
están ustedes (gran pausa). Yo (gran pausa) veo la misma manzana (pausa) pero desde aquí, desde donde
estoy yo (pausa muy larga). La manzana que ven ustedes (pausa) es distinta (pausa), muy distinta (pausa) de
la manzana que yo veo (pausa). Sin embargo (pausa), es la misma manzana (sensación).”
Apenas repuesto su público del efecto de la revelación, condescendiente, siguió hablando con pausa para
suministrar la clave del enigma:
”Lo que ocurre (pausa), es que ustedes y yo (gran pausa), la vemos con distinta perspectiva (tableau).”
(163)
Benutzte Literatur:
Martín-Santos, Luis (198322): Tiempo de silencio. Barcelona: Editorial Seix Barral. (GR 86/MASS/1).
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