La búsqueda desesperada de la belleza Alejandro Bayer T., PhD Todos sabemos, de un modo u otro, que podemos contribuír con la satisfacción de nuestros anhelos. No solo que los tenemos, claro está, sino que ellos no se satisfacen solos y hay que trabajar para lograrlo. De allí que si se quiere vivir se busca el alimento; si se quiere saber se buscan respuestas; si lo que se quiere es darse a otro u otros se intenta servir, estar disponible, ayudar en cosas concretas; si se quiere ser amado se procura aparecer bien, ser simpático, ser amable… El más fuerte anhelo, según creo, es el de amar y ser amado; y el que parece acompañarlo, no menos fuerte, es el de engendrar en la belleza; anhelos ambos que se traducen en deseo de compañía, en atracción hacia el otro u otros con los cuales puede satisfacerse el anhelo, en un juicio sobre la belleza (el agrado que produce a nuestra mirada) de las personas conocidas, etc. Para satisfacer anhelo tan profundo y fuerte se hacen muchas cosas, algunas maravillosas y otras degradantes. Algunas de las más comunes son todos los “trabajos” dirigidos a atraer la mirada de los demás sobre nosotros, a revestirnos del “adorno” de la simpatía, a sonreír, a mirar de un modo u otro, y a tantos y tantos actos de servicio que son expresión del interés y la estimación que otro despierta. El peinado que escogemos, la ropa que usamos, el volumen de la voz con que hablamos, los esfuerzos por quedar bien y nunca hacer el ridículo, etc., son parte de todo un conjunto de acciones y actitudes que no tienen otro propósito que el de hacernos amables. En unos más y en otros menos, en todos opera ese propósito al hacer elecciones sobre el modo de aparecer ante los demás. Quizás en algunos está muy apagado, otros solo buscan presentarse del modo adecuado al papel que juegan en las circunstancias diversas de la vida, y en otros todo cuanto hacen no parece sino perseguir que se fijen en ellos y manifestarse tan atractivamente como sea posible. Esa obsesión por ser atractivo está más arraigada en unos que en otros, y a algunos los hace sufrir la desapacible esclavitud de lo que consideran que gusta a los demás, sobre todo a aquellos cuyas miradas buscan. Si algunos gastan sus minutillos ante el espejo para aplacar unos cuantos cabellos díscolos, otros gastan mucho tiempo, muchos dolores, mucho dinero, tratando de arreglar su figura para que se amolde a los modelos de atracción que llevan en su mente. Maquillajes, ropa especial, operaciones de senos, de cadera, de nariz, de orejas, de…: todas esas cosas no son nada distinto que la lucha de algunos por conquistar a otros. Eso es trabajo en el propio cuerpo, en el mero exterior. La realidad es que en muchísimos casos no suele ir acompañado por un esfuerzo hacia el interior, algo que se dirija a hacerse “bueno”; esas personas desesperadas por lucir bien (y dan risa y pena tantos y tantas cuyo trabajo es vano) solo buscan ser apetecibles, deseados, “sexy”. La prostituta indica con sus ropas (o con la ausencia de ellas), con su modo de caminar, con las fotos que publica en Internet y según los lugares en que espera o se ofrece, su condición de mujer en alquiler. El joven con cierto tipo de ropas y ciertos ademanes manifiesta su condición de homosexual que está a la caza de personas de su mismo sexo. La mujer sensual indica con sus ropas insinuantes que está a la búsqueda de miradas aprobatorias y la seducción de algunos que quieran satisfacer sus deseos… con ella. Todos ellos quieren ser aprobados por quienes buscan y lo hacen por medio de señales exteriores, captables por los sentidos de los demás. Pero ¿podrán encontrar quién los acoja completamente, los aprecie en todo su valor, los ame como ellos anhelan ser amados? ¿No distraerá a los demás ese modo de ofrecerse a sí mismos? ¿No los hará creer que no ofrecen más que lo que pueden mostrar? Mi experiencia de varón en medio de esta salvaje feria de vanidades me dice que una mujer atractiva que se desnuda insinuantemente ante las cámaras junto a cervezas, o luciendo prendas interiores en venta, o al lado de últimos modelos de carros, por más linda que sea no es querida y deseada como esposa, como madre de los propios hijos, como ama de casa, como mujer para amar y respetar por muchos años. La mirada que consigue de nosotros esa mujer (en ellas ese hombre, seguramente) es… la que busca: la del deseo: deseo de posesión, deseo de apropiación, deseo de uso, deseo de disfrute cuanto ve… Y eso consigue, sin duda. Algunas lo hacen así tal vez con ingenuidad. Otras, en cambio, con toda conciencia de querer eso que persiguen: ser usadas… o usar. Tal vez piensan que son “queridas”, apreciadas, amadas, pero yerran del todo, y tarde o temprano acaban odiando a las personas que abusan de ellas, las miradas lascivas que despiertan, las palabras soeces que les dirigen, los “piropos” vulgares que les “echan”. Incluso acaban odiando todo eso y pensando que “los hombres” son animales, mero instinto, criaturas incapaces de amarla como ellas quisieran. Pero eso era lo que buscaban y eso fue lo que consiguieron. La belleza que mostraban… no daba para más, pues en puro exterior se quedaba (se queda). Este escrito no se dirige a esas personas hueras y del todo vulgares que no quieren sino satisfacer sus deseos carnales, pues sé bien que son incapaces de la vida del espíritu (aunque puedan cambiar, claro está). Me dirijo más bien a los ingenuos; a los que buscan solo atraer la mirada y no buscan tener —para poder dar— algo distinto de lo que preparan: cuerpo. Como el amor no se puede hacer en una cama, sino en la tranquila tarea de enriquecimiento interior para una entrega completa del propio yo de modo indefinido, aquellos y aquellas que quieren ser amados de verdad (en última instancia todos) deberíamos aprender a acumular en nosotros mismos lo que todos queremos y apreciamos en los demás, y sobre todo en la esposa o esposo que se busca: buen trato, capacidad de servicio, cualidades para la convivencia, saberes deliciosos para la vida común: sonrisas reales, conversación agradable, el arte de cocinar, la capacidad de llevar una casa, las habilidades del trato con las cosas, el canto, el baile enriquecedor, la sabia disposición de las pertenencias, la sabiduría del ahorro… Si queremos ser amados debemos hacernos amables (persona que se puede amar, que invita a ser amado, que se deja amar). La belleza importa, claro, y mucho; pero la belleza del cuerpo es algo que viene dado por la naturaleza, imposible de adquirir en muchos casos y muy difícil de lograr —cuando se puede— sin caudales de dinero y una perfecta (y quizás tonta) disposición para sacrificios terribles que no traen felicidad. Pero esa belleza, tan maravillosa cuando es “natural”, es débil, no perdurable, y fácil de perder: por las acciones de la misma naturaleza (enfermedades), del azar (accidentes) o de la mano humana. Esa débil posesión que es la belleza muestra a las claras que es muchísimo más importante aquello que nosotros podemos hacer de nosotros mismos, pues quien consigue esto último, que también es belleza, da señales de discreción, de buen juicio, de sabiduría, de saberes realmente estimables, sin duda más valiosos que una nariz respingada, una seno llamativo, una cadera bien formada o cualquier otra cosa que le ha sido dado a uno. Lo que se conquista interiormente es duradero, permanente, imperecedero, imperdible: algo propio de verdad, posesión definitiva, algo realmente bueno que hace que el amor conseguido gracias a él indique, a su vez, lo valioso de quien ama por ello: hace reconocible la buena capacidad de juicio y el buen gusto que se manifiesta en semejante elección. ¡Pobres millones de seres ofuscados los que rondan por ahí en este alarde de cuerpo (habiendo tan pocos lindos de veras)! ¡Pobre Creador que ve así de perdida y confundida a su criatura predilecta! ¡Qué dicha y qué gozo la conquista de la verdadera belleza, aquella definitiva por la cual seremos al final gozo de ese Creador!