El Mundo Pictórico de Rosa Valbuena J.R. GOMEZ NAZABAL El Mundo pictórico de Rosa Valbuena Rosa María es un caso insólito en el más joven panorama plástico español. Ya sé que la edad no debe ser un valor pictórico y que, ante la maestría, cabe la admiración y hasta la emoción, pero no la pregunta sobre la edad del autor. Pero no deja de sorprender, para el que la sabe, que quién apenas ha concluido sus estudios y apura la veintena, pueda poseer tan poderoso dominio de todos los resortes de la creación plástica. Rosa Valbuena no fue, seguramente, una niña prodigio, pero casi niña, es ya un prodigio de intuición y conocimiento pictóricos. En una época en que las Escuelas oficiales de este viejo oficio prescinden casi absolutamente de la disciplina y el lento aprendizaje indispensables a cambio del estímulo al libre albedrío de cada aspirante; cuando el rigor en el dibujo y en el equilibrio compositivo se consideran un viejo lastre del pasado a sustituir por lo que cada cual haga a su antojo y a "la pata lallana", o cuando el furor por las rupturas o las construcciones de puro artificio reemplazan al trabajo honrado y a conciencia, Rosa Valbuena posee el oficio de un dibujo de virtuosa, que no es, ni más ni menos, que la libérrima virtud de poder exhibir ese dominio del medio, para hacer lo que le dé la real gana. Son pocos los que pueden permitirse ese lujo porque para entrevelar o romper el dibujo que se sabe, cuando se sabe mucho, nadie sabe la cantidad de artista que es necesario llevar dentro. La mayoría de quienes usan el lápiz o el pincel como herramienta, creen que las nuevas modas plásticas del "sin dibujo" o del simple mafarrinón, conseguirán evitar la percepción de sus carencias de base. Lo cierto es que se equivocan sin conseguir equivocar al contemplador. Porque bajo veinte velos y pared de mampostería a medio, es fácilmente distinguible la ruptura voluntaria de la ignorancia insuperable. Frente a esto último, Rosa Valbuena posee el mejor pulso dibujístico al que sea posible acceder. Un dominio sólido, con dificultades que ella misma se plantea y resuelve, y mágicas veladuras que alejan toda representación, de la simple visión figurativa a ultranza - frecuentemente, tan aburrida - e instalan en ella la atmósfera que logra que, como el ser humano, también el objeto transcrito tenga su propia capacidad de respiro. Wilde pensaba que existen dos formas de no amar el arte; una, sencillamente no amarlo; otra, amarlo sólo razonablemente. Rosa ama el arte como deben amarse las cosas para que el verbo pueda usarse con propiedad, o sea, desesperadamente. Y una es la explicación fundamental del mimo con el que cuida y hace que vivan y palpiten en el simple papel - el más sencillo y básico de los soportes -, sus representaciones lineales y tonales del blanco y negro. Pero este juicio no es una simple opinión gratuita y condescendiente, inventada para halago del artista. No caben demasiadas subjetividades en esto. El talento no es, como los colores o los sabores, algo que pueda uno inventarse a capricho. En la plástica, el buen o el mal hacer, está siempre transido de elementos objetivos, y de constatación cierta, casi matemática. Para distinguir a un gran dibujante de un mediocre pintamonas, es suficiente con abrir los ojos a la realidad. Y lo mismo que yo los han abierto, hasta el pasmo, tantos y tantos jurados que han otorgado a Rosa Valbuena los premios de Dibujo más prestigiosos y reconocidos de España. Pero para sorpresa de cualquiera, Rosa no pinta como dibuja, aunque sólo es posible pintar así cuando se dibuja como ella sabe hacerlo. Habitualmente, quien pone ese dominio y disposición para el dibujo, es difícil que prescinda visiblemente de esas capacidades como apoyatura para su obra en color. No es que no se quiera o no se sepa, es que, generalmente, no se puede; es psicológicamente muy complejo dar el salto que va del dominio de la línea y las gradaciones de luz como articuladoras de la estructura, hasta ese otro estadio en el que la obra es el resultado del simple juego de manchas de color. Por regla, se pinta como se dibuja, y suele ser identificable el cuadro de un autor con solo conocer su grafía de dibujo. Y a la inversa, claro. El principio suele operar con la fuerza, casi, de una razón genética, y para evadirla ni siquiera es bastante el talento; es preciso también, el valor y una plena seguridad del autor de sus propias capacidades plásticas. Pues ese salto, ese cambio de registros, es especialmente notable en el trabajo a la acuarela de Rosa Valbuena. La pintura al agua ha sido, tradicionalmente tenida, como un género menor, al parangonarse con el óleo. Yo creo que injustamente pero, al menos, es explicable el prejuicio. Se ha pensado frecuentemente que las posibilidades de la acuarela eran de trayecto limitado, un camino con parada y fin de viaje en cuanto se habían dominado todos los resortes y secretos del procedimiento. No cabía, como en el óleo, la experimentación o indagación de nuevas formas, ni siquiera un enriquecimiento en base a raspados, texturas u otros mecanismos ilimitados de "cocina" que poseía el óleo. También había algo de cierto en todo eso. En nuestro siglo y aún prescindiendo ahora del preciosismo de la acuarela del XIX, la habilidad técnica y la belleza lumínica y formal de la acuarela más reciente - los Olivé o Heredero, por citar alguno - hacía difícil imaginar una vía de salida al género. La perfección era ya meta conseguida. Pero la perfección en sí y ese completo dominio del medio, es siempre una llegada, y las llegadas, destino final de recta, incuban siempre en su esencia la falta de horizonte. Ellas son ya un horizonte, son aquí y ahora mismo lo de después. Contra eso, Rosa Valbuena y, también, hay que decirlo, otros meritísimos acuarelistas, han iniciado la experimentación y renovación de la pintura al agua, que ésta reclamaba a gritos, como agua de mayo. Rosa no prescinde de su dominio esencial del dibujo, aunque éste se disimule y desde su vigilia permanente, haga posible esa arriesgada ruptura de la tradición a la búsqueda de una nueva traducción plástica de la acuarela. Solo con esa permanente vela de la lección bien sabida, es posible que las vistas deshagan el modelo y lo recreen, que los límites lineales de lo real se confundan o invadan su entorno, que la incierta disposición de las manchas de color, o la variedad de las tonalidades de su pincel, compongan ese conjunto de gran belleza y armonía. Quien ama el Arte sabe, como sabía Wilde, que ese Arte es mucho más la belleza que la verdad. Que el Arte debe aportar siempre por una cierta "malformación", por una cierta desvirtuación del objeto. Esa es la recreación que deriva del ser personal y del "énfasis" del autor, y no hay nada más gratificante al ojo del contemplador que descubrir ese "énfasis", como sistema de sus vivencias y sensibilidades definitorias. Ese es su mundo pictórico. Y eso lo que califica al artista, frente a la mayor parte de los pintores presuntos, que en lugar de ese mundo en propiedad, no tienen otra cosa que una parcelita en donde posarse de por vida. Rosa Valbuena posee como suyo ese universo plástico. Lo posee en el dibujo, en la acuarela y también en su pintura al óleo. En esta última expresión, lo objetual se nos aparece poderoso, desprovisto de anécdotas o de ropajes inútiles, como si cincelara su autora a golpes de certeza. Las representaciones están construidas con perseverancia, aunque de alguna forma, ya preexistiesen en su mundo. A fin de cuentas, el arte es siempre esa búsqueda en la que el talento se afana por hacer aflorar, desde el universo interior, el mundo pictórico de su autor. Su pintura cobra en la traducción un cierto aire preparatorio, como de estudio previo. Pero sólo en la apariencia, porque en la plástica de Rosa Valbuena, como en las improvisaciones orales más felices, no hay nada más conseguido que lo que se prepara a conciencia. Ella está seguramente, en eso que se ha bautizado, con intencionada generalización y vaguedad, como "nueva figuración" o "nueva realidad", a la que ella dota de una gran fuerza gestual, de un cierto expresionismo contenido. Rastrea ella, sobre todo, la esencia del motivo, sin agobios ni recargos de taller, quizás porque sabe que de la exageración y el detalle de lo insistido, acaban por pasar y pesar en el ánimo del contemplador. Le es suficiente con la segura construcción de un motivo pictórico básico, con frecuencia en una o varias secuencias reiteradas, que distribuye asimétricamente en el soporte. Eso, y el complemento de grafismos, regatones de pintura licuada o barniz e irregularidades geométricas del "cuadro" que son los elementos, apenas perceptibles, de lo "informal". A Rosa Valbuena le sería de aplicación el pensamiento de Ruskin: "Razonamos sobre un gracioso edificio o sobre el desarrollo soberbio y hermosísimo de un árbol. Pero ambos ignoran su propia belleza". Es muy posible que Rosa prefiera, también, desconocer la existencia de ese riquísimo mundo pictórico que lleva dentro. Tendrá así asegurada la permanente satisfacción de descubrir día a día, quizás hasta impensadamente, la sensibilidad que es capaz de dar a luz, desde su universo plástico más íntimo. Y por mucho tiempo y con un horizonte al que aún no nos alcanza la vista. J.R. GOMEZ NAZABAL