ITINERARIOS DEL BARROCO EUROPEO

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ITINERARIOS DEL BARROCO EUROPEO
I
El estilo de Europa
José María Bermejo
El Barroco es, probablemente, el estilo que mejor define la identidad europea,
aunando la unidad formar con una adaptación prodigiosa a las particularidades de cada
país. En noviembre de 1988, el Consejo de Europa organizó en Queluz (Portugal) un
coloquio de expertos que dio origen al Itinerario Barroco, un ambicioso proyecto
destinado a rescatar y a difundir ese importante legado que, a través de la colonización,
dejó también una importante huella en otros continentes, como América y Asia,
especialmente en América del Sur y en la India. Dentro de ese vasto programa del
Consejo de Europa, que cuenta con la colaboración de la UNESCO, se han realizado
estudios específicos sobre el Barroco en Austria, Francia, Malta, Italia, República
Checa, Eslovenia y Lituania, sin olvidar otros aspectos tan interesantes como los
parques y jardines barrocos o la contribución de esa corriente artística a la arquitectura
rural y a otros itinerarios, como el Camino de Santiago o la Ruta de la Seda.
Nacido en Italia y alentado desde Roma por la Contrarreforma, el movimiento
cultural del Barroco se difundió rápidamente por toda Europa, entre los siglos XVI y
XVIII, gracias a la movilidad de los artistas reclamados por las diferentes cortes,
abarcando no sólo la arquitectura y las artes plásticas, sino también la música, la
literatura y el pensamiento.
Espectáculo y seducción
La arquitectura barroca se caracteriza por sus líneas curvas, su exceso
ornamental, su mezcla de géneros, su espectacularidad y su seducción. La Iglesia
católica, preocupada por el avance de la Reforma protestante que propugnaba la
austeridad, trató de reafirmar su grandeza y su vocación universal a través de un arte
emocional, exaltado, dramático y naturalista, capaz de seducir a los fieles y de avivar en
ellos el orgullo de ser católicos. Arquitectos italianos como Borromini, Pietro di
Cortona, Bernini –autor de la imponente columnata de San Pedro de Roma-, fueron
llamados por los papas para impulsar un movimiento que acabaría impregnando, con
numerosos elementos profanos, toda la geografía europea. La Compañía de Jesús,
fundada en 1540 por Ignacio de Loyola, asumió un papel realmente decisivo en la
propagación de ese ideal, sobre todo en España, exportando el modelo de la iglesia
romana del Gesú, con retablos dorados, perspectivas atrevidas y rica imaginería,
haciendo de los templos una especie de gigantesco teatro divino. La distorsión, la
asimetría, la yuxtaposición de estilos, el intenso colorido y los juegos de luz y sombra,
marcaron el arte de la época en todas sus vertientes, sirviendo no sólo a la exaltación del
catolicismo sino también al de los Estados absolutistas y al de la burguesía protestante,
aunando grandiosidad, imaginación, sensualidad y dinamismo.
No hay acuerdo en el origen de la palabra “barroco” (podría derivar del
portugués “barocco” o del castellano “barrueco”, que designa a un tipo de perlas de
forma irregular), pero a finales del siglo XVIII de signaba ya el estilo artístico del siglo
anterior, aunque con un matiz de cierto desprecio por su exceso y por su extravagancia,
identificándolo con “absurdo” o “grotesco”. En realidad, los comentaristas posteriores,
que defendían el retorno a los cánones del clasicismo, desdeñaban las audacias barrocas
como una lamentable falta de gusto. Willy Fleming insiste sobre el individualismo y la
personalidad netamente extrovertida del hombre de la época barroca, aun cuando este
rasgo queda de algún modo compensado por una vehemente fe en el más allá. “Esta
dicotomía –comenta el arquitecto Hans Scharoun- explica el estado de tensión que se
manifiesta tanto en la arquitectura como en el propio hombre, para arrastrar al universo
entero hacia esa corriente polarizadora que glorifica al individuo. Así pues, las curvas
de las elipses y parábolas reflejan la profunda inclinación del ser humano hacia la
búsqueda de un sistema capaz de encerrar la totalidad de este mundo inaprensible y sin
límites”.
El arte barroco expresa o refleja la tensión entre la sed de saber y la sed de
poder, entre la fe y la racionalidad. Movimiento, tensión y energía contribuyen, junto a
los contrastes de luces y sombras, a potenciar los efectos escenográficos en cuadros,
esculturas y obras arquitectónicas. Las escenas de éxtasis, martirios y apariciones
milagrosas suelen estar impregnadas de un fuerte misticismo, reforzado por la
expresividad naturalista de los rostros individualizados, lejos ya de los estereotipos de
épocas anteriores, que se aplica también a los temas mitológicos. Se busca el
movimiento, aun a costa de un cierto desequilibrio.
En definitiva, y de acuerdo con Wölfflin, uno de los más prestigiosos
historiadores del arte, el Barroco aporta una serie de innovaciones con respecto al canon
renacentista: frente a la visión plástica y el contorno, la visión pictórica y la apariencia;
frente a la composición en planos, la composición en profundidad; frente a las formas
cerradas, las formas abiertas; frente a la unidad compositiva, la subordinación al motivo,
y, finalmente, frente a la claridad absoluta de cada objeto, la claridad relativa.
El despliegue escenográfico implica no sólo a los edificios religiosos y
cortesanos, sino al urbanismo entero, incluidos los jardines, las fuentes y los espacios de
recreo, con grandes avenidas, espaciosas plazas, fachadas curvas ricamente
ornamentadas y amplias perspectivas visuales, origen del urbanismo moderno y
racional. La ciudad barroca es un reflejo del poder político, y cuando la ciudad
preexistente dificulta la expansión –como en París o en Roma- su busca una alternativa
en las nuevas residencias de los soberanos, como en Versalles. “Ciudades enteras –
escribe Gombrich- eran empleadas como escenarios, extensiones de terreno se
convertían en jardines, arroyos en cascadas, a los artistas se les dejaba rienda suelta para
que hicieran planos siguiendo su sentir, así como para trasladas sus más insólitas
visiones a la piedra y el estuco dorado. Con frecuencia se terminaba el dinero antes de
que sus proyector se convirtieran en realidad, pero cuando éstos llegaban a concluirse,
en esta erupción de creaciones extravagantes, transformaban el aspecto de muchas
ciudades y paisajes de la Europa católica”
Hace poco, el crítico Joao Adolfo Hansen cuestionaba la supuesta precisión del
término “barroco” como una categoría estética opuesta a los “clásico”, según la
propuesta de Wölfflin en 1888. En realidad, habría que hablar de la coexistencia de
estilos en una misma época, sobre todo si ampliamos el concepto a la literatura y
tenemos en cuenta las diferentes áreas culturales de Europa y América. Como advierte
Hansen para que la definición fuese pertinente, sería necesario que lo “barroco”
caracterizase a todas las obras de un contexto determinado.
II
Italia, la cuna del Barroco
La primacía de Italia en la creación y en la difusión del arte barroco es
indiscutible, debido, sobre todo, al impulso de la Contrarreforma y a la confluencia de
artistas europeos llegados a Italia para estudiar las obras maestras del Renacimiento y
confrontarse a las creaciones de sus contemporáneos, sin olvidar el constante reclamo
de las distintas cortes europeas, ansiosas de incorporar el dinamismo del Barroco a sus
nuevos proyectos, más allá incluso de las diferencias religiosas. Italia marca su poderosa
influencia no sólo en la arquitectura y el urbanismo, sino también en la pintura –a través
de Carracci y, sobre todo, de Caravaggio- y en la escultura –con el Éxtasis de Santa
Teresa, de Bernini, como referencia-.
Es indudable que la religión marcó muchas de las características del arte
barroco, en su vertiente más emotiva y exaltada, como instrumento eficaz para la
propagación de la fe y de la renovación impulsada por el Concilio de Trento. La Iglesia
católica se convirtió en uno de los mecenas más influyentes y, tras ella, los grandes
monarcas, como Luis XIV en Francia, o Felipe III y Felipe IV en España, deseosos
también de afirmar su legitimidad y su poder.
Un nuevo lenguaje
La transición de la arquitectura renacentista a la arquitectura barroca se inicia, en
Roma, con Carlo Maderna, autor de edificios religiosos como Santa Susana y Santa
María de la Victoria, y con Giacomo della Porta, que realiza la fachada del Gesù, hacia
1575-1577, introduciendo curvas y espirales en un esquema clásico. “Lo más sorprende
en esta fachada –escribe Gombrich- es que cada columna o pilastra está repetida, como
para enriquecer el conjunto de la estructura e incrementar su diversidad y solemnidad.
El segundo rasgo que advertimos es el cuidado del artistas en evitar la repetición y la
monotonía y en distribuir las partes de modo que culminen en el centro, donde la
entrada queda subrayada por un doble marco”.
El gran arquitecto del Barroco, Gian Lorenzo Bernini, formula ya, de manera
decidida, un nuevo lenguaje, tanto en la iglesia de San Andrés del Quirinal como en la
columnata de San Pedro del Vaticano y en el baldaquino, en cuyo altar introduce la
columna salomónica. La asimetría, el desequilibrio, la línea curva y la monumentalidad
recargada definen un estilo ya inconfundible, de larga influencia en toda Europa,
supeditando la escultura a la arquitectura. Como escultor, Bernini marca también un
nuevo lenguaje, más sensual y emotivo, en el Éxtasis de Santa Teresa, en la iglesia
romana de Santa María de la Victoria, modelo de un patetismo devocional que acabará
caracterizando las grandes obras plásticas del Barroco.
La influencia de la escultura de Bernini se extenderá al siglo XVIII, en obras
como la famosa Fontana de Trevi, de Pietro Bracci, en Roma.
Otro gran arquitecto, Francesco Borromini, intensifica la ruptura con los
cánones del clasicismo y concibe sus obras como grandes esculturas ondulantes,
dinamizando las plantas y las fachadas con enorme audacia (San Ivo, San Carlo, el
Oratorio de San Felipe Neri y el Palacio Barberini son ejemplos esclarecedores). Pietro
di Cortona sintetiza elementos de Bernini y de Borromini en obras como Santa María de
la Paz y Santa Martina. Poco a poco, las estridencias se irán serenando y algunos
arquitectos como Felipe Juvara –que trabajó también en España y en Portugal-, volverán
a buscar un cierto equilibrio que anticipa ya la corriente neoclásica.
La hegemonía de Venecia, tras el saqueo de Roma en 1527, vuelve a la Ciudad
Eterna, como lugar de peregrinación y centro del papado y de la Contrarreforma. La
ciudad entera queda marcada por un urbanismo escenográfico, donde se representa el
teatro de la vida, tendencia que se propaga rápidamente a otras ciudades de Italia y del
resto de Europa. El Palacio, con sus fachadas dinámicas y su juego de luces y sombras,
subraya el poderío de las grandes familias. La burguesía se va a agrupando en viviendas
unifamiliares cercadas y rodeadas de jardines. El templo, escenario del esplendor
litúrgico, se define como un espacio unitario, ricamente ornamentado, siguiendo la
tipología del Gesù, con planta de cruz latina y gran crucero cubierto por una cúpula que
ilumina la zona que rodea al altar mayor.
El efecto Caravaggio
Italia marca también las pautas del Barroco en pintura: primero Tiziano, y
después, de manera mucho más intensa y arrolladora, con Caravaggio, heredero del
naturalismo humanista de Miguel Ángel y creador del “tenebrismo”. Una de sus obras
maestras, la serie sobre San Mateo, en la iglesia romana de San Luis de los Franceses,
resume su genio atormentado y desafiante, ávido de verdad. A pesar de su carácter
independiente y altivo, y de su arte rabiosamente naturalista, el pintor contó con el
apoyo de decidido del cardenal Del Monte, embajador de los Medici en Roma.
Caravaggio no creará escuela –es demasiado independiente-, pero influirá en
toda la pintura europea, incluso más allá de su tiempo como uno de los genios
universales. Su huella es perceptible no sólo en pintores como Francisco de Ribalta o
José Ribera, seguidores director de su estilo, sino en otros grandes artistas, como
Velázquez, Rembrandt o Zurbarán. “Valiente imitador del natural”, como lo definió
Pacheco, Caravaggio se basa en personas reales y no desdeña la fealdad, pues entiende
que el arte ha de ser, ante todo, verdadero y enérgico, utilizando el claroscuro para
intensificar la verosimilitud y el dramatismo de sus personajes y ahondando en las
posibilidades de la perspectiva. En ocasiones, como en la Conversión de San Pablo,
Caravaggio sugiere la presencia divina a través de una luz cegadora que polariza hacia
ella todo el espacio en sobra. “Caravaggio –ha escrito Lionello Venturi- es capaz de
expresar los pliegues más sutiles del espíritu humano”, pero es capaz de plasmar al
mismo tiempo las cualidades de la materia, la transparencia del vidrio, la consistencia
del metal, el alma de las cosas. Y lo hace de manera directa, inaugurando, en cierto
modo, una manera de pintar que harán suya los impresionistas.
En contraste con el tenebrismo de Caravaggio, la pintura del veneciano Gian Battista
Tiepolo nos sorprende con una luz suave y alada que anticipa la gracia del “rococó”.
Venecia será cuna también de grandes paisajistas, como Guardi y Canaletto. En
Bolonia trabajan los Carracci, con un estilo mucho más clásico, de claridad y
equilibrio, centrado en el paisaje. Otro nombre importante, en el ámbito de la pintura
barroca italiana, es Lucas Jordán, que realizará casi toda su obra en España.
Variantes del Barroco en Europa
III
La fortuna del Barroco fue inmensa, y sigue marcando, como seña de identidad,
la arquitectura y el urbanismo de numerosas ciudades europeas, de norte a sus y de este
a oeste, con aricas modulaciones regionales respecto del modelo italiano. Roma, Praga,
París, Salamanca, Venecia, Dresde, Viena o San Petersburgo son, en gran medida,
ciudades barrocas. El arte europeo del siglo XVII se mueve en un contexto agitado de
convulsiones religiosa y cambios profundos en todos los órdenes, que tienen su origen
en el siglo anterior: el descubrimiento y la colonización del Nuevo Mundo y la
exploración de nuevas tierras en otras zonas geográficas, las teorías científicas de
Galileo y de Copérnico, y las teorías políticas de Maquiavelo, el auge de las
monarquías absolutistas, la difusión del protestantismo y la reacción de la
Contrarreforma, la difusión del saber a través de la imprenta y el constante trasvase de
artistas entre los distintos países...El arte acusa, en todas sus vertientes, esa profunda
conmoción en todos los órdenes y adquiere, por primera vez, una dimensión universal,
gracias, en gran parte, a la proyección del barroco español y portugués en América del
Sur.
En Europa, las innovaciones del Barroco –sobre todo por lo que se refiere al
gusto por el exceso- se matizan según las áreas de influencia política y religiosa. En loa
países de mayoría católica, se impone la pauta de la Iglesia triunfante dictada desde
Roma, con un arte grandioso y exaltado, que se afianza incluso en Bélgica; pero en
zonas de predominio protestantes, como Holanda o el norte de Alemania, se mantienen
una cierta austeridad, mientas que Francia expresa la glorificación del absolutismo
monárquico a través de un ate majestuoso pero contenido en un severo clasicismo, hasta
que, en el siglo XVIII, estalla la exuberancia decorativa del Rococó. En Alemania,
Austria e Inglaterra, el Barroco se mantiene también en una contención clasicista. En
Rusia, Pedro el Grande adopta el modelo europeo para la nueva capital del Imperio,
San Petersburgo, que empieza siendo barroca –en un tono más bien contenido-para
evolucionar luego hacia el Rococó fijarse, finalmente, en un clasicismo netamente ruso.
En general, hasta bien entrado el siglo XVIII, la Europa central sigue en
arquitectura las pautas del estilo italiano o francés, con grandes edificios de perfil curvo
y planta caprichosa en los que abundan la policromía, los efectos del claroscuro, las
columnas salomónicas. El barroco se extiende por todo el continente, siguiendo a la
expansión del absolutismo, la Reforma, la Contrarreforma y el auge de la burguesía.
Apoteosis de la pintura
Si enfocamos nuestra atención sobre la pintura, volvemos a encontrar grandes
contrastes. El racionalismo francés, por ejemplo, se muestra reticente antes las
exageraciones del arte que llega del sur, pero tanto en Bélgica como en los Países Bajos,
surgen pintores de primerísima talla, como Rubens y Rembrandt, que, junto a
Velázquez, serán los grandes genios del Barroco. De nuevo, la paradoja: Rubens
pertenece a un país que defiende el catolicismo, y Rembrandt, a un país protestante,
pero ambos se decantan por una pintura sensual y dinámica, rica en contrastes y en
colorido.
El caso de Rembrandt es muy llamativo y, probablemente, responde a la libertad
de su genio indomable, pues la pintura holandesa –que alcanza su cumbre en el siglo
XVII, gracias al desarrollo de la burguesía- se distingue por la precisión en el dibujo, los
colores fríos y una especie de “realismo mágico” que se basa en la vida real, con
especial atención a los interiores, al retrato, al paisaje y a las naturalezas muertas que,
muy expresivamente, son denominadas “vida interior”. En ese contexto, destacan las
obras de Frans Hals y, sobre todo, las de Jan Vermeer, otro genio tranquilo, que logra
combinar la sencillez cotidiana con el misterio. “¿Dónde está el secreto de Vermeer?” –
decíamos hace pco, comentando una de las últimas exposiciones en el Prado-. No hay
respuesta, sino asombrada perplejidad. La precisión de cada detalle, el equilibrio
natural, la luz que entra desde la izquierda para dar vida y hermosura a las cosas, la
delicadeza, el silencio.., todo eso, y mucho más que eso, no es sino un rodeo ardiente en
torno al misterio. Lo que nos queda es gozarlo, con la luminosa quietud con la que llega
hasta nuestros ojos. La Vista de Delft, que Proust consideraba como “el cuadro más
bello del mundo”, es, en el fondo, un cuadro íntimo, un interior vuelto del revés. No hay
contradicción, Vermeer es un poeta que nos revela, como Rilke, “el espacio interior del
mundo”. Se diría que estamos en las antípodas del Barroco más tópico, pero en realidad
estamos –como en el caso de Rubens, Rembrandt o Velázquez- en una “quinta
dimensión”, que es la del genio, inexplicable sin contexto histórico concreto, pero, al
mismo tiempo, intemporal.
La eterna duda
Durante mucho tiempo, el término “barroco” implicó un cierto desprecio, sobre
todo en lo que se refiere a la arquitectura y a las artes decorativas. Se consideraba como
sinónimo de artificio y de mal gusto, en relación con el sereno equilibrio del arte
clásico, no sólo con respecto a las artes plásticas, sino también con respecto a la
literatura y a la música. La crítica del siglo XX ha ido matizando y regenerando ese
viejo enfoque peyorativo, pero está claro que no podemos aplicar la expresión “barroco”
de una manera simplista y unívoca. El Barroco es mucho más que un estilo. Define, más
bien, una época importante y compleja de la historia del mundo occidental, llena de
vitalidad y, en consecuencia, de contradicciones. Pensemos, por ejemplo, que Góngora,
Bernini, Juan Sebastián Bach, Rembrandt, Velázquez y Vermeer, fueron –sonbarrocos. ¿Nos atreveríamos a despreciarlos, a reducir su genio a un esquema
mecanicista?
El Itinerario Barroco propuesto por el Consejo de Europa sugiere, más bien, una
enorme riqueza cultural a través de un hilo conductor que recorre prácticamente todas
las regiones del viejo continente. La vitalidad de aquella rebeldía contra el canon
esclerotizado supuso un soplo fértil de libertad, una búsqueda apasionada de la novedad
renovadora que llegó a trascender y a superar las consignas de un arte que tenía mucho
de proclama y de propaganda partidista. Como siempre, el genio logró sobreponerse a la
servidumbre de las consignas. Y hasta en el seno de la exageración, se fue abriendo
paso un fecundo equilibrio.
El Barroco hispánico
IV
En la historia de la acogida y difusión del barroco, España y Portugal destacan
de manera especial, gracias al mecenazgo del clero y de la nobleza y a su apuesta
decidida por los ideales de la Contrarreforma, exportándolo también a América. Aunque
predominan los edificios religiosos, la nueva estética se impone también en la
arquitectura civil ligada al poder y llegará a transformar de manera decisiva el
urbanismo: se crean grandes plazas rectangulares, se ensanchan las viejas ciudades y se
construyen otras nuevas. En España, destacan los arquitectos Alonso Cano, Ventura
Rodríguez, Juan Gómez de Mora y Francesco Sabatini. El palacio el Buen Retiro, la
Plaza Mayor de Madrid, la fachada de la catedral de Granada o el Colegio de los
Jesuitas en Salamanca son ejemplos bien expresivos. En el siglo XVIII se impone el
estilo churrigueresco, de ornamentación recargada, sobre todo en los exteriores. José
Benito de Churriguera, creador de ese estilo, es seguido por sus hermanos Joaquín y
Alberto, y por otros arquitectos notables, como Pedro de Ribera, Narciso Tomé y
Fernando de Casas Novoa. Los Churriguera dejan su huella en la ciudad de Nuevo
Baztán, en la Plaza Mayor y el colegio de Calatrava de Salamanca. Pedro de Ribera, en
el puente de Toledo y en el Hospicio de Madrid. Narciso Tomé, en el transparente de la
catedral de Toledo, y Fernando de Casas Novo, en la facha del Obradoiro de Santiago
de Compostela.
Por su parte, la corte de los Borbones adopta un estilo más clásico y austero,
siguiendo el modelo francés, en el que predomina el ritmo ordenado y claro, en la
Granja de San Ildefonso, residencia de verano de la Corte, como en Aranjuez. En esa
misma línea se incribe el Palacio Real de Madrid, obra de los italianos Filippo Juvara
y Giovanni Battista Sacchetti, y las realizaciones de Francesco Sabatini.
En Portugal, el estilo barroco se concentra especialmente en el interior de las
iglesias, con ricos retablos en madera dorada, aunque hay numerosos ejemplos de
edificios completos, como los Clérigos y el Colegio de la compañía en Oporto, obra de
Nicosa Nasoni; el palacio de Mafra, diseñado por el alemán Johann Friedrich
Ludwig, o la residencia veraniega de Queluz, una joya del arte rococó en la que
trabajaron Mateus Vicente y el arquitecto de jardines Jean Baptiste Robillon, sin
olvidar la arquitectura barroca tardía de la ciudad de Braga.
Proyección americana
Desde mediados del siglo XVII, la América colonial se incorpora a la corriente
del barroco, bajo el impulso de la Corona, la burguesía y las órdenes religiosas –sobre
todo, los jesuitas-, incorporando a la nueva estética el sustrato indígena y la tradición
mudéjar. La catedral de México será el paradigma de la arquitectura colonial, que tiene
su réplica en las catedrales de Puebla, Cuzco, Quito y Lima. En Lima –destruida por un
terremoto en 1746- surgirá una ciudad nueva, marcada por el nuevo estilo, con obras tan
representativas como el convento de San Francisco, del portugués Constantino de
Vasconcelos. En Arequipa, la influencia indígena se acusa en algunos conventos, como
el de Santo Domingo y el de San Agustín. Los arquitectos jesuitas Simón Schenherr y
Juan Graus –ambos de origen alemán- construyen importantes iglesias: el primero, en
Cartagena de Indias y Popayán (iglesia de los jesuitas), y el segundo, en Buenos Aires
(iglesia de San Ignacio).
Junto a la arquitectura religiosa, van surgiendo también casas señoriales y
amplias plazas, marcadas ya por el urbanismo importado de la Península Ibérica, pero
con el abigarramiento propio de los diferentes estilos indígenas, cercanos al espíritu del
rococó. Como ha observado el escritor mexicano Carlos Fuentes, “la rígida
contrarreforma católica también hubo de hacer una concesión a la sensualidad.., la
excepción expansiva y dinámica a un sistema religioso y político que quería verse a sí
mismo unificado, inmóvil y eterno”.
Un arte devocional
La escultura barroca, tanto en España como en el Nuevo Mundo, se concentra en
la imaginería de las tallas de madera policromada, con una rica iconografía religiosa,
realista y expresiva, que conecta con la sensibilidad devocional del pueblo. Los
escultores trabajan para gremios y cofradías de carácter religioso, centrándose en la
pasión de Cristo y en la representación de la virgen y de los santos. Pensemos, por
ejemplo, en las tallas del castellano Gregorio Fernández, expresionistas y descarnadas,
o en el idealismo figurativo, más íntimo, de los andaluces Juan Martínez Montañés,
Alonso Cano o Juan de Mena o en la delicadeza del murciano Salzillo, que realiza,
además de los “pasos” de Semana Santa, deliciosos belenes, con figuras llenas de gracia
y movimiento.
La pintura del barroco español vuelve a sorprendernos por su riqueza y
complejidad. La escuela valenciana recibe el influjo tenebrista de Caravaggio, con
seguidores tan destacados como Francisco de Ribalta y José de Ribera. En Andalucía
trabajan algunos pintores excepciones, como Zurbarán, Alonso Cano, Murillo y
Valdés Leal, en un amplio repertorio que abarca los temas mitológicos y religiosos,
desde la dulzura de las “Inmaculadas” de Zurbarán, hasta las interpretaciones macabras
de Valdés Leal, que expresa, de manera descarnada e incisiva, la vanidad de todo, tema
–por cierto- muy barroco.
En la escuela madrileña destacan los pintores de Corte –Sánchez Cotán,
Carreño de Miranda, Claudio Coello-, con Diego de Velázquez a la cabeza, como
genio absoluto e indiscutible. Goya, tan grande como él, llegó a decir: “Yo no he tenido
más que tres maestros: Rembrandt, Velázquez y la naturaleza”. Manet consideraba a
Velázquez “un pintor para los pintores”, quintaesencia de todo cuanto pueda aprenderse
en pintura, fuente inagotable de belleza y misterio, pero también de naturalidad y de
humanismo. Fue la cumbre del barroco español, pero ese título, tan obvio, resulta
insuficiente: fue y es una cumbre de arte universal. He ahí una demostración más de
cómo el concepto del “barroco” resulta insuficiente para resumir una época en la que
Europa afirmó su riquísima diversidad dentro de una cierta unidad que puede rastrearse
por todo el continente, desde Oporto hasta Praga y desde Roma a San Petersburgo.
(Revista Vida Nueva: 2 de agosto/9-16 de agosto/23-30 de agosto/6 de septiembre de
2003)
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