IQUITOS Un mirador para sentir La Ternura de los Pueblos

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La Ternura de los Pueblos
IQUITOS
Un mirador para sentir
Luis Pernía Ibáñez, Socio de ASPA.
IQUITOS
“¿Pero, es que solo la gente necesita tierra?
¿Y los monos y los venados no necesitan nada?”
(Reflexión de los indígenas ashánicas)
Iquitos es un balcón colgante sobre los ríos Nanay, Itaya y Amazonas. Por sus calles discurren viejos
autobuses e infinidad de triciclos motorizados, que hacen de esta ciudad, enclavada en plena selva e
incomunicada por carretera, una hervidero de tráfico ruidoso. El aire cálido, que invade al viajero al bajar
del avión, se hace sensual y plácido al contemplar el horizonte del Amazonas y el vaivén de
embarcaciones, que se mueven en su puerto de Belén. No solo son su árboles como el aguano, el tonillo
o el ishpingo, sus palmeras como el aguaje, la chambira o la chonta, sus plantas ornamentales como las
begonias, las orquídeas o la victoria regia, sino sus casas bellas coloniales, sus famosas casas de
asociación y habilitación, pintadas de azul y ocre, que recrean el esplendor de la época del caucho,
aquella época de “la fiebre del caucho”. Destaca el Hotel Palace, que comenzó a construirse en 1808 y se
terminó en 1912; todo, desde los planos, las escaleras de mármol, los balcones enrejados, los azulejos
moriscos, el mobiliario, incluyendo la vajilla, fue traído desde España. También lucen la sobriedad de la
Casa Cohen, la fresca y alegre Casa Khan, o la Original Casa de Hierro, comprada en la exposición de
París en 1889, y así hasta 92 casas Patrimonio Monumental de la Nación.
En la Plaza de Armas buscaba libros sobre esta determinante época, que tanto impacto produjo en la
Amazonía. Encontré algunas cosas, pero más que nada era leerlas a la sombra de estas bellísimas
casas, contemplando la panza plateada del Amazonas al atardecer.
En la oficina de patentes de los Estados Unidos, hay una, con el nº 3633, fechada el 15 de 1844, que dice
así: “yo, Charles Goodyear he inventado ciertas nuevas y útiles mejoras en la forma de preparar material
de caucho o goma elástica... Una principal mejora consiste en la combustión de azufre y albayalde con la
goma elástica y en la exposición del compuesto así formado a la acción del calor, a una temperatura
regulada...” Gracias a la vulcanización, el caucho o goma elástica se prestó a múltiples aplicaciones,
justificando el aumento de su demanda y valor comercial, que se proyectó en la llamada “fiebre del
caucho”.
Esta fiebre cursó de una manera especial en la Amazonía, primero en Brasil y luego en Perú. No es de
extrañar que esta tierra originaria del caucho, casi desconocida hasta ese momento, fuese invadida por
industriales, especialmente ingleses, que abrieron sus arcas crediticias, nombraron agentes, buscaron
socios y montaron todo un mecanismo comercial que penetró hasta lo más profundo de la selva. Oleadas
de inmigrantes, ávidos de chupar la sabia de la jabea tornaron la vida de aquellos lugares hasta ahora
pacífica en algo casi de vértigo. El ruido de los motores de las lanchas, junto al golpear de las hachas o el
disparo de las carabinas “Winchester” fue apagando el canto de las aves, el suave roce de la canoa al
cortar el agua y el monótono ruido del peque-peque. El antiguo regatón y patrón, así como el comerciante
y también el nuevo explotador cauchero pasaron a ser eslabones intermediarios de una cadena, cuyo
punto de arranque estaba en los centros de poder, particularmente ingleses y norteamericanos, y su final,
en los sufridos indígenas. En el años 1880 empieza para la selva peruana la época del auge del caucho,
que perdura hasta aproximadamente 1914. Las casas de habilitación de Iquitos brillaron con todo su
esplendor, hasta que el inglés Wickhan sacó clandestinamente las semillas a Malaos (Indonesia) y se
terminó un ciclo que trastocó sensiblemente a la selva y sus habitantes. “El cauchero era aventurero,
nómada, temerario, explotador, atrevido, sabio conocedor de la selva, capaz de vivir a sus expensas con
solo su machete, su escopeta y si hacha” (J. Pareja “Geografía del Perú”). Pero el cauchero, debido a las
grandes dificultades del oficio, comenzó pronto a escasear y la solución se buscó en la “caza del indio” y
las tristes “correrías”. Les buscaron en las playas del Ucayali para llevarlos como esclavos a bosques
lejanos para en cualquier trámite o como “traspaso de cuentas”, ser vendidos por 20 libras peruanas. Solo
la casa Arana llegó a contener a más de 12.000 indios. Las víctimas de esta historia fueron los indígenas
diezmados por las enfermedades, asesinatos y las célebres “correrías”. De forma indirecta fue toda la
selva, pues Inglaterra con sus libras esterlinas hipotecó la riqueza de la selva a la vez que la inundó de
productos europeos.
Pero Iquitos es sobretodo un mirador para sentir y cercarnos la Amazonía peruana, y la primera
sensación que percibe el viajero es su fragilidad, su gran vulnerabilidad. La selva representa el 57% del
territorio peruano, con 5 millones de especies de animales y 65.000 de plantas, de las cuales más de
3.000 son medicinales o alimenticias, pero no es objeto de atención, sino de codicia.
La selva amazónica es como la tarikaya esa hermosa tortuga peruana, que come huama o lentejas de
agua y pone sus huevos en las grandes playas de la bajada de los grandes ríos. Matsigencas, chipibos,
esé ejas... comían sus huevos, pero este podoenemis unifilis tan abundante antes, ahora está a punto de
desaparecer. También la selva.
La cultura indígena tiene forma de canoa vaciada al fuego desde el Urubamba al Amazonas, porque
desde la aparición de la canoa la economía de la zona se dinamizó, las distancias se acortaron, el trueque
se intensificó, las distancias. Pero su historia está marcada por una constante intromisión. Aquélla cultura
mítica, de rango lunar, de armonía con el entorno natural, aquella que podemos ubicar antes de 1542,
cimentada en unas relaciones socioeconómicas de “reciprocidad”, comienza a ser acosada desde
mediados del siglo XVI con la llegada de los conquistadores que imponen un estilo de relaciones
socioeconómicas de tipo individual. Es el período misional (1542-1769) que llega hasta la expulsión de los
jesuitas, donde el modo de vida se hace sedentario y es imbuido de otras cosmovisiones. Desde la
expulsión de los jesuitas hasta el caucho (1769-1880) se puede hablar de un período de retroceso, pues
el indígena hasta ahora protegido por los misioneros es vuelto a considerar salvaje y es objeto de la
violencia del naciente capitalismo y economía de mercado. El período del caucho (1880-1914) está
marcado por la caída de la selva bajo la dependencia del capitalismo industrial y extranjero, que crea
nuevas necesidades y una frontera colonizadora, de rango extractivo-económico del caucho, que presiona
sobre los nativos expulsándolos o “atrapándolos” como esclavos, definiendo, en definitiva, una estructura
socioeconómica esclavista. De 1914 a 1943, se puede hablar de un período de recesión, al derrumbarse
el mundo del caucho, que da pie a una crisis socioeconómica, que se intenta resarcir con fervores patrios
(obligatoriedad del servicio militar) y la entrega de la selva de manos inglesas a manos norteamericanas,
que inician un proyecto agrícola que va desde la extracción de madera a cultivos de algodón, café o
tabaco. Un período de integración de la selva a la vida nacional se puede establecer entre 1943 y 1970,
con la apertura de carreteras de penetración, presencia de la metrópoli en todos los niveles, aumento de
los caseríos y la población urbana; hay también una diversidad de la producción: búsqueda del palo de
rosa, peces ornamentales, madera, petróleo, yute e industrialización de Pucallpa e Iquitos. Un último
período que va desde 1970 hasta nuestros días culmina esta intromisión en la selva; un hito fue el 16 de
noviembre de 1971 cuando se perforó con éxito el primer pozo, el Corrientes X-1, a orillas del río
Corrientes, afluente del Tigre, y brotó el “oro negro” iniciándose el boom del petróleo. Es la época de los
“pueblos jóvenes” en Iquitos ( entre 1971-1980 se establecen en el entrono 36 nuevos asentamientos
humanos) y Pucallpa; y es la época del narcotráfico, especialmente en la década de los ochenta; en 1986
había una superficie de 81.675 hectáreas cultivadas, especialmente en el Alto Huallaga, con la
connivencia de Sendero Luminoso y el Departamento de San Martín, con el apoyo del MRTA, entre otros.
El mundo indígena peruano, en líneas generales, podemos decir que continúa marginado. No en vano, en
la reciente cumbre de jefes de Estado latinoamericanos ante la indicación del presidente de Brasil, Lula da
Silva, de que “su gente había esperado décadas para llegar al poder”, fue contestado por Alejandro
Toledo, presidente de Perú, advirtiendo “mi gente, en cambio, lleva 500 años esperando”. Los tiempos
que corren siguen haciendo realidad aquel titular periodístico “la Amazonía, el precio de la codicia”.
Codicia que rompe el devenir natural del ecosistema; no en vano en las últimas décadas se ha destruido
más selva tropical que en los 10.000 años anteriores. Y codicia con el aniquilamiento de las culturas y
presencia indígenas; el número de personas en Loreto es de 4 por Km2, 2 y 3 en Ucayali y 1 en Madre de
Dios.
Cerca de la escuela que visitaba, en forma de palafito y con techos hechos con hojas de palmera Iripay,
se escuchaba el sonar del manguaré (dos troncos huecos, que representan al hombre y la mujer, en los
árboles de charapilla y de la almendra respectivaamente) y no podía sino preguntarme sobre la educación
y sus numerosos escollos en la selva, no solo por el hecho de que los papas retiren a sus hijos de la
escuela bien para que se hagan cargo de sus hermanos menores o bien para buscar una ayudita a la
maltrecha economía familiar, sino debido a los componentes normales de la vida del escolar como la
anemia, el “aguita de yuca” o una frutita “no más” como único alimento y las largas caminatas que impiden
el rendimiento escolar. La escasa preparación de los profesores, que inician su labor terminada la
secundaria, los bajos salarios y los textos escolares articulados desde Lima, a la vez que los contenidos
teóricos de los programas oficiales, hacen imposible una promoción de las comunidades indígenas, con
una lengua propia y una cultura también propia.
Sin embargo el impacto de la globalización en relación a los pueblos indígenas puede considerarse en
cierto modo positivo en el sentido que a proporcionado poderosos aliados internacionales y una mayor
influencia política en su propio país. En el contexto latinoamericano recordemos que la Confederación de
Nacionalidades Indígenas de Ecuador se ha transformado en una fuerza política fundamental. En Bolivia,
el Movimiento al Socialismo se nutre fundamentalmente del apoyo indígena. El gobierno canadiense dio a
los indios tlicho un área muy rica en diamantes, equivalente al tamaño de Suiza. Los units, en Labrador,
lograron derechos sobre otra zona de más de 75.000 kilómetros cuadrados. Los grupos indígenas
también han ganado influencia política en Brasil, Chile, Colombia y Centroamérica. En México, la rebelión
de Chiapas aumentó el rol político de los grupos indígenas, y la guatemalteca Rigoberta Menchú,
ganadora del Premio Nóbel de la Paz, se ha convertido en un icono internacional que simboliza la lucha
de los derechos de los indígenas.
En el paisaje flotante de Belén, donde Luis Buñuel, el más genial de los creadores del cine surrealista,
encontró una fuente de inspiración alucinante y en la serenidad de la noche amazónica, donde el cielo
estrellado parece tocarse con la mano y el silencio se llena de una sinfonía inacabable de animales
diversos, el planeta Tierra aparece especialmente como un ser vivo en constante transformación, hecho
de agua, tierra y fuego, de espacios sagrados, únicos, irrepetibles, pero en muchos lugares, vulnerable,
frágil y amenazado. Este es el caso de la amazonía peruana, que parece invitar, a un grito universal, por
necesario, en su defensa.
Luis Pernía Ibáñez (A.S.P.A.)
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