Archivo: Revise la carta del minero británico Ken

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Roguemos por los mineros chilenos atrapados
Por Ken Capstick
(Publicado el 25 de Agosto de 2010 en el diario británico The Guardian; traducido
en Oxford, R.U., por Flor y Enrique Zapata con la autorización expresa de la
empresa Guardian News & Media)
Ken Capstick fue minero del carbón y vicepresidente de la Federación Nacional de
Mineros del Carbón de Yorkshire. Es ex Director de la revista The Miner, órgano
oficial de la Unión Nacional de Mineros de Gran Bretaña. En este artículo, desde su
propia experiencia, explica al público británico lo que significa ser minero y de qué
manera le ha afectado la situación de los trabajadores chilenos atrapados en la Mina
San José.
Los 33 mineros atrapados desde el 5 de agosto bajo tierra en la mina San
José en Chile, están sufriendo la peor pesadilla que pueden tener los mineros
en todo el mundo. Compartimos su dolor y el de sus familias, y deseamos de
todo corazón que los rescatadores tengan éxito en su misión.
Por 38 años de mi vida he sido minero del carbón, y me pasé muchas horas
trabajando bajo tierra. Nunca me olvidaré cuando terminé la escuela,
saltando de alegría por lo que creíamos era “el fin de la esclavitud”. Yo tenía
15 años y era la Semana Santa de 1956. Normalmente habríamos tenido una
semana de vacaciones, pero yo sólo tuve dos días y de pronto me encontré
aprisionado en lo que me pareció algo peor que cualquier mazmorra. En
adelante mi vida consistió en ruido ensordecedor y máquinas en constante
movimiento; con escasa visibilidad, un entorno desolador y el más duro
trabajo físico.
Me levantaba a las 4.30 de la madrugada para marchar hacia la faena con mi
padre. Las condiciones del tiempo, aunque fueran las peores, nunca
arredraron a mi padre ni a ningún otro minero. Los hombres se apretujaban
en la jaula, como era llamado el ascensor, y entonces nos precipitábamos en
repentina caída vertical casi mil metros hacia las profundidades de la tierra.
Los ladrillos de las paredes del pique eran apenas un borrón durante ese
largo descenso: cuatro torres de Blackpool puestas una sobre otra apenas
alcanzarían a llegar desde la superficie hasta el fondo.
La faena empezaba a las seis de la mañana y se trabajaba hasta la 13:30.
Recordando esos días me doy cuenta de lo peligroso que era nuestro trabajo.
Al final del turno me lavaba en los baños de la bocamina, y tomaba el bus
de la empresa, el que daba un rodeo por el pueblo minero dejando a cada
uno cerca de sus casas. Mi madre nos esperaba con la comida en la mesa.
Muchas veces me quedé dormido mientras comía.
Cuando termine mis primeros cinco días, de lunes a viernes, me pareció que
había pasado un año. Los sábados eran voluntarios en esos días y le dije a
mi padre que no iba a ir. El respondió: “¡Claro que vas a ir!”
El peligro era constante, y la supervisión de los mineros más viejos era
esencial. Ellos lo cuidaban a uno, pero no de la manera más suave: el
régimen era justo, pero podía ser brutal si no hacías lo que te decían, si eras
respondón o te las dabas de muy gallito.
Me hice electricista y trabajaba en cualquier lugar de la mina. Los demás
mineros lo consideraban como un trabajo cómodo. Y lo era, pero sólo en
comparación con el trabajo que hacían los demás. Las condiciones eran a
menudo estrechas, y nos arrastrábamos en cuatro patas, respirando un aire
hediondo, tosiendo y escupiendo desde lo profundo de nuestros pulmones un
desgarro negro de polvo de carbón.
Los mineros no éramos tipos bonachones: extraer carbón era un trabajo duro.
La temperatura variaba, en diferentes partes de la misma mina, desde el frío
que congelaba hasta el calor más agobiante. A menudo laborábamos
tendidos boca abajo, usando picota y pala todo el día; un duro trabajo que te
destrozaba. Los mineros terminaban con bronquitis y enfisema, con sordera
ocupacional, con brazos y piernas fracturados y con polvo en los pulmones;
y aún eran llamados codiciosos por gente que nunca podría entender.
Hemos sufrido desastres que han matado a cientos de mineros en un
instante. A veces eran hechos pedazos tras haber sido cogidos por una
máquina implacable, y después eran sacados en bolsas, como carne molida.
Todo ello era anunciado al pasar en las noticias.
Una vez ayudé a sacar a un amigo de la mina. Estaba muerto. Había
quedado enterrado tras un gran derrumbe. Trabajamos febrilmente para
sacarlo de allí. Eso sucedió hace 40 años. Hace poco puse una corona en el
altar erigido en su memoria. El siempre estará presente en mi memoria.
En los cuatro últimos años han muerto ocho mineros en las minas de carbón
británicas. En el desastre de la mina Lofthouse, en 1973, una súbita
inundación mato a siete compañeros. Sus camaradas trabajaron sin parar
durante dos semanas para rescatarlos, pero al final se vieron obligados a
dejarlos enterrados allí donde murieron.
Los mineros dependen unos de otros para su seguridad, lo que crea un lazo
de camaradería inquebrantable. A alguno podría parecerle extraño que en
las minas de carbón resonaran los ecos de las risas. Y sin embargo, si algo
echo de menos, es el buen humor de los trabajadores.
Un minero es un minero dondequiera que trabaje. Yo, que he pasado a
veces hasta 18 horas de un tirón en una mina de carbón, apenas puedo
imaginarme como será la situación de esos compañeros chilenos atrapados
en la inimaginable oscuridad de la mina de oro y cobre de San José.
La capacidad de liderazgo será un elemento esencial; alguien con
experiencia por quien los mineros sientan respeto y confianza, alguien que
posea autoridad y fortaleza mental para mantener tanto su propia moral como
la de los demás. He conocido muchos hombres de ese calibre. Y en San
José, a 670 metros bajo tierra, al parecer un líder natural ya ha emergido: el
jefe de turno Luis Urzúa, de 54 años.
Si usted alguna vez ha pensado mal de un minero, ruegue conmigo esta
noche por aquellos que en Chile, si los informes son correctos, han de
permanecer allí hasta Navidad.
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