A Silvia, a mis amigos, a mis compañeros de

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A Silvia, a mis amigos, a mis compañeros de trabajo que siempre me
alentaron.
CARLOS F. ARNEDO
MONTE LINDO GRANDE
SETIEMBRE
CARLOS FELIPE ARNEDO
CARLOS FELIPE ARNEDO
Nació en Adrogué, en 1946. Al año se trasladó con su familia a la
ciudad de Clorinda, al nordeste de la ciudad de Formosa. En 1969 se
recibió de agrimensor en la Universidad del Nordeste (U. N. N. E.,
Corrientes). Desde esa época se dedicó a la tarea que le brindó la
posibilidad de recoger experiencias, anécdotas del lugar, a las que
le dio forma literaria en los libros de cuentos Al sur del
Pilcomayo, Más allá del Bermejo y Monte Lindo Grande. Estos son
resultado de los viajes de investigación que realiza al interior de
la provincia para adentrarse en la naturaleza y estudiarla
directamente. Actualmente es Naturalista (EAN) y se desempeña en la
Casa de la Provincia de Formosa en Buenos Aires, asesorando al
público en turismo de aventura.
SAPUCAY GUARANÍ
Colección dirigida por Enrique D. Canteros
Editorial Setiembre
ISBN 987-9062-10-8
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en la Argentina
Printed in Argentina
Se terminó de imprimir el día 2 de abril de 1998
en Editorial Setiembre,
Manco Cápac 13334, Ciudad de Buenos Aires
PROLOGO
Los relatos del libro de Carlos Felipe Arnedo, Monte Lindo Grande,
a veces son verdaderos cuentos en todo el sentido literario; están
escritos de manera sencilla y vigorosa a un tiempo y tienen la
tarea y difícil virtud de atrapar al lector. Además lo entretiene,
alecciona, dejándole un gustito entre dulce y amargo. Dulce por sus
personajes y la descripción del paisaje, y amargo por las
peripecias que narra.
Sus historias —”mixturada” con la más cruda realidad— hablan de un
territorio que él conoce a fondo y describe mejor: Formosa y sus
aledaños, sus ríos y esteros, su flora y fauna y en especial, al
lugareño de la región
y su psicología. Sus mitos, leyendas y
creencias.
La pluma de Carlos Arnedo (en ocasiones con trazos gruesos y
violentos, no muy estilizados) sobrecoge y despierta. En ningún
instante nos deja indiferentes.
Este nuevo tomo de relatos con aire localista (sin por ello perder
lo universal de sus temas), posee la frescura y la sencillez de sus
libros anteriores. Sin embargo, se nota más oficio y madurez en sus
trabajos. Aunque si lo dejase añejar, acaso cobraría el peso exacto
de una obra cabalmente madura.
No obstante, debemos destacar que en ciertas ocasiones es preciso
liberar a los personajes que pueblan la mente del escritor y
dejarlos volar. Mostrarles el camino a recorrer y que solos
aprendan a soportar las críticas y los halagos.
Armando Almada Roche
YO,
EL MONTE LINDO GRANDE
Soy un riacho. Mi nacimiento se pierde en la historia de los
tiempos y en la variable geografía formoseña.
No soy de un gran caudal; pero en mi seno nace, crece, vive y
muere gran cantidad de seres, de las dos especies: las estáticas o
cuasi estáticas - vegetales - y las dinámicas - animales.
Recorro en mi vivencia gran parte de la provincia de Formosa,
contribuyendo a vivificar y hermosear esta región, la cual, si no
fuera por mi presencia y la de mis hermanos cercanos, el Tatú·
Pirú, el Pavao, el Porteño, el He He, sería inhóspita y desierta.
Desde que mi antecesor, el río Pilcomayo, rompiera su
milenaria unión con su cauce y se dividiera en cientos de pequeños
hilos de agua, muchos de los cuales desembocan en mí, he
acrecentado mi caudal y a hacerlo más estable todo el año. Mi
velocidad, por transitar una vasta llanura, es mínima y eso provoca
que todo tipo de animales gocen de mi preciado y cambiante cuerpo
-el agua-. También al ser poco belicoso, mis costados - las
barrancas - son firmes, y allí crece exuberante una rica flora de
todas las edades y tamaños. Enanitos caraguataes, gigantescos
urundais, guayaibíes, lecherones, ingaes etc., creando un marco de
seguridad y de alimentación a innumerables especies de animales
silvestres: monos, guazunchos, yacarés, carpinchos, lobitos de
ríos, coatíes; aves como el tuyuyú cuartelero, mbiguá mboy, martín
pescador, moitú, pueblan este rico monte que crece a mi vera; peces
como surubíes, bogas, moncholos, dorados, pacúes, conviven en
mi
ondulante cuerpo, en una persecución sin fin entre unos y otros,
configurando ciclos vitales de la naturaleza.
Finalmente, mi esencia se diluye para formar parte de un
grande de mi raza: el río Paraguay.
EL FRANCES
El Francés miró su reloj y se dio cuenta que no tenía mucho
tiempo. Si no apuraba el paso, el tren que venía de la ciudad de
Formosa rumbo a la provincia de Salta pasaría y lo dejaría a pie.
De ocurrir esto, se la vería en apuros, pues sólo le quedaba agua
para unas pocas horas. Para colmo, el sol picaba más que de
costumbre y lo hacía transpirar abundantemente.
Por suerte, le había quedado la brújula con la que se guiaba,
pues Gómez - el baquiano - había muerto durante la mañana anterior
como consecuencia de la picadura de una víbora Yarará.
A medida que pasaban las horas, aumentaba su sufrimiento; y
ya casi no veía la belleza del monte. Sólo le quedaba un cuarto del
contenido de su caramañola. Todo le pesaba, así que el primer
objeto que arrojó lejos de sí fue el fusil, luego ambos libros
sobre pájaros en los que había volcado su trabajo de meses; y por
último tuvo que despojarse de sus polainas, las cuales, a
consecuencia de la dureza que habían adquirido al haberse mojado y
secado repetidamente, le llagaron las piernas hasta tornarse
insoportables. La protección que le brindaban contra los ofidios
pasó a segundo término. Él hubiera querido conservarlas como
recuerdo de tan afanoso y aventurado viaje. Cualquier otro
problema, en este momento, lo consideraba de menor cuantía, ya que
si no llegaba a tiempo a las vías todo dejaría de importarle. No
habría salvación para él.
Alrededor de las cuatro de la tarde - el sol seguía cayendo a
plomo - el francés estrujaba la cantimplora en un vano intento de
extraerle una gota. Fuera de sí la arrojó lejos. El monte formoseño
y su verano empezaban a cobrar cara la osadía del extranjero.
Dos horas más tarde la terrible sed, aunada a la insolación el francés no usaba sombrero- lo descontroló, hasta el punto de que
ya ni la brújula le servía; caminó y caminó... sin rumbo fijo. Su
paso
cada vez más vacilante hacía que las ramas del tan - hace
poco tiempo- atractivo monte se volvieran como garras enfurecidas,
desnudándolo poco a poco, lastimando su piel. Gotitas de sangre se
entremezclaban con el sudor. La terrible conjunción de tantas cosas
en contra, culminó en un desvarío total traducido en machetazos
pegados a diestra y siniestra como si luchara contra un enemigo
oculto.
Al caer la noche, la sabia y cruel naturaleza terminó con sus
sufrimientos. Pasó a ser alimento de un... yaguareté.
EL VIEJO TIGRE
Él
era
muy
viejo.
Eso
le
ocasionaba
problemas
de
supervivencia. Ya no podía cazar chanchos del monte, ni guazunchos,
ni carpinchos. Su velocidad, acorde con sus fuerzas, no le permitía
agarrar una presa de mediano porte. Ya no lo intentaba siquiera. Se
contentaba con algún tatú mulita, un conejo a lo sumo, a los que
sorprendía usando la astucia que le dio el largo tiempo recorrido
en este mundo. Es así que deambulaba por los montes formoseños,
enflaqueciendo día a día. Su hambre se acrecentaba casi en la misma
proporción que perdía fuerzas.
Para colmo, los otros bichos que se mueven en dos patas - que
antes eran cobrizos y no tan peligrosos, lo cual le permitía
saborear uno de vez en cuando-, y ahora son blancos, que cuando te
miran con un ojo hacen un ruido espantoso y algo te golpea con
fuerza, lastimándote. Él andaba rengo por eso y cuando se
encontraba con ellos escapaba velozmente.
Ellos andaban siempre acompañados por perros, terribles
enemigos suyos, pues lo delataban de lejos, y por más fiereza que
fingiera, no lo dejaban y el que caminaba en dos patas, lo miraba
con su ojo terrible y su grito mortal. Ya había visto como mataron
a su - a veces enemigo, el puma-, al que los perros acorralaron, lo
obligaron a trepar a un árbol, y ahí el de dos patas lo miró y con
su grito, lo mató. Él lo vio todo desde lo alto de un algarrobo.
Así que evitaba encontrarlos.
Por eso, gran sorpresa tuvo, esa tarde en que oyó sonidos
distintos, y como eran ruidosos, no cautelosos, desesperados
quizás, se acercó al ocasionante, pensando en que sería alguna de
sus presas, herida. Comida en puerta pensó.
Cuando lo vio, casi se aleja, pero el hambre agotador lo
volvió más osado y decidió seguirlo. Pronto se dio cuenta que
estaba sólo, no había perros con él, y que algo pasaba. Su andar
vacilaba cada vez más.
Lo siguió confiado y seguro. Su presa marchaba cada vez más
dificultosamente, atropellando al monte, cuyas espinas al ser
embestidas,
contestaban
cruelmente,
desgarrando
al
pasante,
sangrándolo por muchas pequeñas heridas. Ese olor volvió loco al
viejo tigre, quién cuando llegó la noche, cayó sobre el dos patas y
de un zarpazo, lo mató.
Esa noche durmió plácidamente. ¿Soñando quizás?
ROJO DE FURIA, MARRON DE SUCIO
Mi padre nacido, criado, estudiado y recibido de médico en la
provincia de Córdoba, pasó a desempeñarse en su profesión en lo que
entonces era un villorrio. Hoy, ciudad de La Falda.
No tardó mucho tiempo en ganarse la simpatía y el respeto de
los pobladores, no sólo por su calidad de médico, muy responsable y
criterioso, sino también debido a la alegría que manaba de su
espíritu, al buen carácter y al estilo de vida que caracterizaba
todo su ser, que era el hecho de estar a disposición y en defensa
de todo aquel que lo necesitara. Más aún si su condición era
humilde, ya sea por razones de salud como también de injusticias.
Esta forma de vida la afirmaría mucho más, con ahínco, con
mayor dedicación y sacrificio en la provincia de Formosa, donde en
1947 inauguró el hospital de Clorinda; en aquel momento un pueblo
muy pequeño, hoy en día floreciente ciudad.
En La Falda vivía solo, soltero, todavía no había conocido a
mi madre. Su extraordinaria salud, su buen aspecto físico, todo
ello aunado al hecho de ser profesional de la medicina –en esa
época no abundaban- hacía que las mujeres desfilaran por su vida y
su morada.
Habitaba en una casa tipo chalet, pequeña; una sola
habitación, un living comedor, cocina y baño. También una especie
de sótano que habilitó como habitación. Allí dormían amigos que lo
visitaban asiduamente.
Una noche en que estaba “ocupado”, le cae un amigo al que
llamaba “el Rojo”. Lo derivó a la habitación-sótano.
Dormía el Rojo profundamente cuando, alrededor de la
madrugada, de noche aún, lo despertó un ruido apenas perceptible.
Al principio no le dio demasiada importancia, pero al repetirse
abrió los ojos y, silenciosamente, muerto de miedo, recorrió con la
mirada todo el recinto. Su temor aumentó cuando descubrió una tenue
luz que se movía.
Después de cavilar unos momentos se resolvió.
¡Ea, quién anda ahí!- gritó, a la vez que saltaba de la cama
hacia la luz.
El portador de la luz, que era un ladrón, corrió hacia la
escalera y empezó a subir por ella. Allí lo alcanzó el Rojo y lo
agarró de los pantalones con tanta fuerza que se los arrancó con
calzoncillos y todo.
Ocurrió lo peor. El caco de tan asustado se c... y lo ensució
en la cara al Rojo, que sin comprender lo que pasaba y menos
imaginárselo, aflojó la tensión semi-asfixiado, momento en que
aprovechó el ladrón para darse a la fuga.
Mi padre ante los gritos desesperados de ambos salió y
encontró al Rojo, rojo de furia y miedo, marrón de sucio. El ladrón
se había escapado.
Creo que todavía sigue corriendo.
Y el Rojo lavándose.
PIOCK
Palabra aborigen perteneciente a la etnia Pilagá, naturales
que habitan en la actualidad en el centro-oeste de la provincia de
Formosa y que significa, en nuestro idioma, perro.
Francisco, aborigen pilagá, oriundo de Pozo Molina, paraje de
muy difícil acceso, tenía un Piock, célebre entre sus paisanos por
la sagacidad y capacidad para la actividad cinegética. Además, su
expresión era tal, que si fuera un humano diría que era un ser
risueño. Por tal motivo, Francisco lo llevaba en su viaje mensual a
Las Lomitas - ciudad formoseña- y se pavoneaba con él, contándole a
quien se acercara, que el Piock era su principal fuente de
sustento.
Tanto entusiasmo ponía en su alocución, que le daba casi un
marco mágico a sus aventuras con el Piock.
Transcurrido un tiempo, el perro de Francisco, viejo y cansado
por tantos años de cacería, murió despanzurrado por los colmillos
de un majan (jabalí).
Un fatídico domingo del tórrido verano formoseño, Francisco
volvía a su rancho. El Piock, pese a su avanzada edad y al calor
reinante, iba adelante, olfateando cuanta huella encontrara a su
paso, parándose a ratos y, mientras sus orejas se movían en varias
direcciones, escuchando los diferentes sonidos del monte tratando
de diferenciarlos, sus ojos - más cerca de la ceguera que de la
visión óptima- se afanaban intentando horadar la espesura del
monte.
Francisco, cansado y abstraído en sus pensamientos, casi ni se
percataba de él. La cacería había sido muy pobre: sólo un cuero de
iguana colgaba de su cinturón y debía alimentar a su familia, que
estaba al borde del hambre. Siempre pasaba lo mismo en verano; el
maestro se iba y los problemas de comida se agravaban. El comedor
escolar era imprescindible en estos lugares, donde cada vez más la
fauna escaseaba. Sembrar era imposible, pues el verano todo lo
calcinaba y con la sola recolección de frutos del mistol y el
algarrobo no alcanzaba.
Sus instintos lo movían sólo para esquivar las ramas del
espinoso monte que atravesaba y a alguna yarará cascarrabias,
enloquecida por el viento norte. Su caminar cansino marcaba su
desánimo.
De golpe todo cambió. Su cuerpo se irguió cuan alto era, sus
músculos se tensaron. Su mirada antes mortecina, ahora brillaba y
lanzaba como rayos fulgurantes, tratando de seguir al Piock y a lo
que éste perseguía ladrando furiosamente. Su forma de ladrar fue lo
que alertó a Vicente y puso su maquinaria de guerra en marcha.
Seguramente, Piock perseguía un chancho del monte - alimento
codiciado- o varios. Debía apurarse, pues si éstos se empacaban, se
ponían más temibles que el yaguareté. Desechó a éste, porque Piock
no lo hubiera seguido; a los guazunchos no los perseguía y el león
(puma) o el coatí enseguida se suben a un árbol; y el perro ladraba
hacia abajo y avanzando. Tenía que ser un chancho del monte.
Se movió rápido por entre el sucio monte; no sentía los
numerosos arañazos que la flora - que en esa desesperada forma
trataba de salvar a la fauna- le ocasionaba a su transpirado y
recio cuerpo.
Luego de una corrida de unos veinte minutos, los ladridos se
escucharon en un solo lugar... y ya cerca.
Cuando sorpresivamente bordeó y sobrepasó unas matas, un
enorme majan se le vino encima apuntando sus afilados colmillos a
su pierna desnuda. Su instinto y magnífico estado atlético, más la
intervención de Piock lo salvaron. Saltó a una rama que resistió su
peso, aunque casi pierde la escopeta.
El Piock, que había logrado hacer empacar al jabalí curiosamente solitario,- siempre andan varios individuos juntos-,
ante el ataque a su adorado amo, arremetió contra el furioso
animal; pero
ya su cuerpo no tenía el vigor y la elasticidad
necesaria y el majan, de dos dentelladas, lo despanzurró.
Francisco, con sus ojos desorbitados y llorosos, contemplaba la
terrible escena sin animarse a disparar por temor a herir al Piock.
Cuando éste, tripas afuera quedó fuera de combate, Francisco
de un certero disparo ultimó al majan.
Bajó rápidamente al lado del Piock que agonizaba. Introdujo
las tripas adentro del cuerpo inerte y alzándolo con la mayor
delicadeza, buscó ayuda.
Poco antes del hecho, durante la persecución, había escuchado
un ruido, como el de un camión.
Corrió y corrió... cuando llegó al camino, solo quedaban
rastros y polvo en suspensión del vehículo que pasó. Era el camión
del vecino, sucio y ruidoso como un tanque de guerra, que pasó
raudo.
Ya no importaba... Piock había muerto.
Aun así conservaba su expresión.
UNA QUINTA EN EL PORTEÑO
Clorinda, ciudad formoseña situada sobre el río Pilcomayo,
está muy cerca de Asunción, capital de la República hermana del
Paraguay, unidas ambas por el puente Internacional San Ignacio de
Loyola.
En su parte norte y para llegar al nexo de unión de las dos
naciones, hay que cruzar previamente un riacho llamado El Porteño —
a través del puente Caí, de menor jerarquía que el Internacional—,
que da nombre a una vasta zona caracterizada por su agricultura,
destacándose las plantaciones de bananos.
Para la época en que sitúo mi historia, año 1964, se obtenía
una banana muy amarilla con pintitas negras, no muy grande y de
gran sabor.
Los puentes antes citados no existían. Se accedía al Porteño,
cruzando el riacho del mismo nombre, en canoa.
Un amigo de mi padre poseía una quinta a dos horas del cruce
con una gran plantación de la fruta nombrada.
En determinada época se quedó sin personal y designó uno
nuevo, amigo mío, ex boxeador, conocido con el nombre de Quibebé.
Pelirrojo, de estatura mediana, el abandono del deporte le acumuló
unos cuantos kilos de más, que lo convertía en pachorriento y
agradable. Se hizo cargo de su puesto y poco después me invitó a
pasar unos días de caza y pesca. Allí fui.
La vivienda consistía en un rancho de dos habitaciones
construida con palos y barro, techo de paja. Un pequeño cobertizo
oficiaba de cocina. Un pozo, no muy profundo, rodeado de lonas que
encerraban un minúsculo cuadrado, hacía de baño. Las comodidades
internas condecían con la construcción. Un camastro de madera y
tientos de cuero sobado serviría para mi descanso.
Mi juventud, mis ansías de aventura, sin embargo, valoraron mi
estadía que duró unos diez días.
Mientras Quibebé se afanaba carpiendo, raleando, trabajando el
sembradío, yo deambulaba de un lado a otro cazando.
Sobre la ribera, la selva en galería ofrecía una variada
fauna. Una experiencia que aún hoy me deja un sabor amargo, fue el
haber volteado una hembra de mono miriquiná. La herí en un hombro;
pero al caer desde lo alto del árbol en que se encontraba
encaramada, sufrió tal conmoción que murió dos días después.
También cacé un tucán, ave que hasta ese momento no había visto
nunca. La impresión que me causó su belleza fue tan grande que no
reparé en medios para hacerme de una. Sin embargo, cuando lo tuve
en mis manos, la muerte, la frialdad de ella, apagó toda la
hermosura que da la vida y la libertad. Me sentí muy miserable.
Seguí
cazando,
dedicándome
exclusivamente
a
los
animales
comestibles. Era una cuestión de supervivencia. Quibebé tenía su
despensa prácticamente vacía.
Un mediodía volvimos al rancho, ubicado a la vera del riacho,
que era muy profundo y poblado de yacarés. Veníamos por un sendero
desde un cuadro del sembradío que estaba a unos setecientos metros,
cuando se nos cruzó muy cerca un tatú mulita. La sorpresa inicial
nos paralizó. No creíamos que tan cerca de la casa vivieran los
mismos. Pero el instinto de cazador y la terrible tentación de
acceder a tan rico manjar, nos catapultó en su persecución
rápidamente. Se nos perdió en la maraña vegetal imperante; los
perros, olfateando, llegaron hasta una cueva, empezaron a cavar y a
ladrar
furiosamente.
Como
teníamos
pala,
enseguida
los
reemplazamos. El tatú aparentemente cavaba más rápido, pues cerca
de una hora después, Quibebé se detuvo palpitante y sudoroso y
apoyando el oído sobre la tierra, dijo que no lo sentía más. Poco
antes había realizado esa operación y escuchado el rítmico, y
quizás desesperado rasguñar del animal que cavaba rápidamente.
El desánimo cundió entre nosotros, ya que nos lo imaginábamos
dorándose en la olla. Hasta el olorcito sentíamos.
Ya se retiraba Quibebé del pozo en que estaba metido hasta la
cabeza, cuando un ruidito a la altura de su ombligo y al costado,
lo hizo cavar y ¡OH, sorpresa!, y posterior júbilo; estaba el tatú,
que trató de escapar por un túnel lateral. Agarrarlo y matarlo fue
todo uno. Dos horas después descansábamos sorteando los terribles
calores de la siesta, eso sí, con la panza bien llena.
Días después, como nos gustó tanto el menú anterior, decidimos
cazar más. Salimos al atardecer y cruzamos el riacho valiéndonos de
un árbol caído, que unía ambas orillas. Un cruce emocionante. Del
otro lado era todo más agreste, más monte, por ende más fauna.
Anocheciendo, llegamos a un ranchito donde había una pequeña
fiesta. Dos guitarreros se turnaban en el manejo de una maltrecha
guitarra; el ritmo del chamamé se desparramaba llorón y dulzón en
el silencio de la noche.
Quibebé, hombre de acción, no tardó mucho en sacar a bailar a
unas de las tres chicas del sitio. Al rato el baile se generalizó.
La polvareda levantada por los bailarines descendía suavemente
visualizada a través de la luz mortecina de un candil. Por suerte
para mí, terminó el bailongo y continuamos por el monte.
Éramos cuatro, dos paraguayos que estaban en el rancho se nos
acoplaron. Nos iluminábamos con una linterna. Con ella, al rato,
Quibebé enfocó un tatú negro de buen tamaño, montó su escopeta y le
apuntó. No pudo dispararle porque los perros atropellando al animal
se interpusieron. El tatú escapó, lo seguimos un buen trecho y en
cuanto se encuevó lo agarramos.
Lo feo de la situación: que al correr sin rumbo tras el
animal, nos perdimos. Cada vez más pobre era la luz de la linterna
y Quibebé y los otros no encontraban ninguna picada conocida. Los
comentarios y opiniones en guaraní
arreciaban. Yo solamente los
seguía. Tiempo después, y al darse cuenta de que era inútil
insistir, decidieron descansar. En una pequeña abra nos tiramos a
dormir.
Ya casi lo conseguimos, cuando se largó una tormenta que nos
obligó a refugiarnos apresuradamente bajo una palmera. Tan
velozmente, que a Quibebé, que se había olvidado de desmontar su
escopeta, al apoyarla tan fuertemente en el suelo, se le escapó un
tiro pasando entre los dos. No fue tan grande el susto, porque el
estampido apenas se oyó por el fragor de la tormenta. Más que nada
se notó la llamarada.
Allí permanecimos tiritando, parados alrededor de la palmera
hasta el amanecer en que nos pusimos en movimiento. Poco trecho
anduvimos y encontramos la picada conocida.
No estaba muy alto el sol cuando llegamos al riacho. Primero
fuimos a revisar unos anzuelos con carnada, puesto a unos diez
centímetros sobre la superficie del agua, a fin de pescar yacarés.
Tuvimos suerte: enganchado languidecía uno, delgado, de unos ciento
veinte centímetros de largo.
Luego enfilamos hacia el árbol caído que nos servía de puente.
Cerca de él oímos unos lamentos. Era de un hombre que estaba
colgado, enganchado de las piernas, boca abajo. Se había resbalado
tratando de cruzar en estado de ebriedad. No cayó al agua por
quedar sus piernas trabadas entre las ramas. Lo ayudamos poniéndolo
a salvo.
Días después mis vacaciones terminaron.
Regresé a Clorinda.
Notas:
Caí: en guaraní, mono.
Abra: sitio despejado en el monte.
SOLO
Bajé del bote —piragua— y se me ocurrió una idea absurda;
salir a cazar luego de cenar.
En el «Impenetrable» chaqueño, realizar esta actividad de
noche, no sólo era absurda, sino también peligrosa.
Después de cenar, y tras una ríspida discusión con mis dos
compañeros, munido de una buena linterna, machete y escopeta, partí
monte adentro en busca de satisfacer mi apetito cinegético.
Luego de linternear (como dicen en el norte) un buen rato, en un
abra cubierta por un apreciable manto vegetal, divisé un par de
ojos que brillaban; supe por la posición con respecto al suelo, que
pertenecían a un animal grande. Me quedé quieto enfocándolo. El ni
se mosqueaba. Para acercarme y tener un mejor disparo, caminé y
pisé algo blando. Pese a mi rapidez en saltar, mi bota fue blanco
certero. Fue como un chicotazo, que percibí mientras caía
nuevamente al suelo, a metro y medio de distancia. Creo que no
grité porque algo me tapó la boca. ¿Una rama quizás? Resoplando,
apoyé una mano en un árbol para sostener el temblequeo de mi pulso
y con la otra alumbré la zona donde había estado. Una yarará se
enroscaba en sí misma, presta para un nuevo ataque.
Luego de observarla un breve tiempo, la dejé con su miedo y
con su furia y... me alejé.
Iba rumbo al campamento. Pronto tomé conciencia de que quizás
me atravesó la bota, me inoculó su veneno y corrí por el monte lo
más velozmente que pude, tratando de no desorientarme.
Cuando regresaba tratando de volver al bote, quedé como
suspendido en el aire. Oí cantos fúnebres y celestiales, rezos y
mil pensamientos cruzaron mi mente, mientras corría, más bien
galopaba hacia el campamento.
No sé cuánto demoré en llegar al lugar donde ya mis compañeros
estaban preocupados por mi tardanza. Un tiempo más y estaban
decididos a salir y buscarme.
Verlos y tranquilizarme fue todo uno. Paras ellos el efecto
fue el mismo. Más tarde y ya a punto de acostarme, me asaltaron de
pronto y a la vez, dos pensamientos; uno relacionado directamente
con lo acontecido, cómo zafé de esa situación; no se porqué, pero
luego lo atribuí a la suerte. Unos centímetros más arriba y no
contaría este relato; el otro, al darme cuenta de lo que me había
ocurrido, que una yarará me había tocado. Algo muy jorobado, aun si
hubiera estado cerca de alguna ayuda médica.
Ahora, bien arropado y tranquilo dentro de la carpa, a orillas
del río, camino lento pero seguro hacia cualquier punto civilizado,
me prometí a mi mismo, no salir de aventuras cinegéticas o
exploratorias, SOLO.
El ROBO
La crisis económica golpeaba fuertemente las distintas clases
sociales. La “media” desaparecía como tal. Oscar, perteneciente a
esta última, hacía ya tiempo que venía bajando, peldaño a peldaño,
desde que había perdido su trabajo.
Hasta ahora no consiguió otro, aguantaba. Pero mañana se vería
obligado a tomar una decisión. Si no enganchaba algo, saldría a
buscar con que vivir, aunque tuviera que recurrir al robo. Lo peor
es que siempre fue un buen administrativo; con las manos era muy
torpe.
Después de deambular por la ciudad detrás de un quimérico
puesto, volvió a su casa dispuesto a salir a robar lo que sea...Lo
había madurado durante el transcurso del día en su infructuosa
búsqueda.
A la noche, se enfundó dentro de un vestuario negro, se armó
de una ganzúa y herramientas varias y salió dispuesto a todo. No
tenía la menor idea de como abrir una puerta sin su respectiva
llave.
Bien entrada la noche - estaba ya en un barrio residencialeligió la vivienda que le pareció más plausible. Le llevó bastante
tiempo abrir la puerta trasera que daba a un patio, al cual accedió
fácilmente. Su torpeza era manifiesta. Chorreaba sudor a mares. Su
pulso no era el de sus mejores momentos. Pero lo consiguió.
Tropezaba en la oscuridad con cuanto mueble se cruzara en su
camino. Producto de su nerviosismo, los volvía a tumbar al tratar
de enderezarlos. Pensaba que todo el vecindario se despertaría.
Tanto fue el ruido que armó, que alguien de pronto preguntó:
— ¿Quién anda ahí?
El susto fue tan grande que olvidándose de sus herramientas
puso pies en polvorosa. Corrió quizás diez cuadras. Su corazón
latía descompasadamente. En el regreso a su casa reflexionaba que
era más sencillo ganarse la vida con el trabajo honrado. El no
había nacido para sustos.
Mientras tanto, el hombre que estaba en la casa y había hecho
la pregunta, todavía no podía recomponerse del ataque de risa que
le ocasionó la rápida e intempestiva huida de su...colega.
LA CASA DESTARTALADA
Tras una larga travesía, llegamos al lugar que, previamente,
en los mapas, habíamos elegido. La realidad superaba largamente los
obstáculos imaginados, pero, una camioneta bien equipada, un
excelente conductor y diez robustos peones, hicieron posible el
poder acceder al punto geográfico colocado por el I. G. M. varios
años antes.
Era un paraje desolado, junto al río, de altas barrancas,
donde sólo se mantenía a duras penas en pie, una destartalada casa,
en la que se apreciaban todavía, su techo de tejas, que en alguna
época fueron rojas, unas paredes en parte rotas, húmedas y
despintadas; y sobresaliendo sobre una de ellas, que tenía a un
costado un árbol que se notaba fue implantado, una ventana sin
rejas, ni vidrio, ni nada.
Desde lejos, y entre los colores descriptos, su negritud
impresionaba. ¿Por qué?
Cuenta la historia-leyenda —uno de los peones me la narró— que
ahí habitaba un matrimonio y tres hijos.
Un buen día en que el padre no estaba —había salido a
mariscar—, llegaron de tarde cinco forajidos de la otra banda —del
Chaco— y se adueñaron del lugar. A la noche, y luego
de una
copiosa libación, violaron a la mujer reiteradamente y tras la
resistencia de los chicos que ante tamaño ultraje salieron en
defensa de su madre, los mataron a todos a machetazos. Luego
durmieron la mona.
Temprano, al día siguiente, desaparecieron en la inmensidad
del impenetrable monte chaqueño.
Cuando el padre regresó y se encontró con semejante atrocidad,
presa de la desesperación se tiró al bravío Bermejo, quien
piadosamente, en pocos segundos terminó con sus pesares.»
Esa noche, nadie durmió dentro de la casa. Yo lo hice en la cabina
de la camioneta, dos de
mis acompañantes en la carrocería y el
resto armó sus camas alrededor de nosotros.
Al día siguiente, luego de haber dormido muy incómodo, me levanté,
saludé y les pregunté:
— ¿Qué tal durmieron?
Los dos de atrás me contestaron casi al unísono:
—Nada.
— ¿Por qué? —les pregunté.
—Toda la noche sentimos, escuchamos cuando mataban a alguien.
Estuvimos alerta todo el tiempo. Fue espantoso.
¿Por qué no me despertaron ¿O a los otros?
—No nos animábamos ni a movernos —dijeron.
Ese día trabajamos como locos toda la jornada. La consigna era
terminar y marcharnos cuanto antes, no tener que dormir otra noche
en ese lugar.
Y lo logramos
Notas:
I. G. M. es sigla de Instituto Geográfico Militar.
Mariscar: Cazar.
EL MIEDO DE UN HOMBRE
Formosa.
¡Qué provincia!
Está surcada por una serie de cursos de agua, que dan vida y
belleza a los lugares por donde escurren.
También posibilitó y posibilitan, el asentamiento del hombre,
que no siempre cuida su entorno. Sobre todo en lo referente al
mundo animal y vegetal, que son tan pródigos en esta región.
El Monte Lindo Grande es uno de los más bellos de estos cursos
de agua, y para proteger y mantener este hábitat natural tan
especial, a Federico se le ocurrió trazar circuitos turísticos, con
la sana intención de que este tipo de actividad traería aparejado,
en doble sentido, una solución al problema de la depredación. Por
un lado, a los turistas, defensores capacitados para influir ante
cualquier medida antidepredatoria; por otro, los lugareños que
cuidarían su medio.
Fue así que se contactó conmigo y, juntos decidimos emprender
el viaje de reconocimiento y relevamiento de un gran tramo de este
riacho.
En la ciudad de Formosa se nos unió el baqueano Pedro, quien
puso a nuestra disposición las piraguas en que navegaríamos.
El lugar superaba en belleza, vegetación, cantidad y variación
de animales silvestres, de lo que habíamos imaginado, culminando el
proyecto impulsado originalmente.
Las sorpresas y admiración, se sucedían continuamente y en los
pocos momentos en que nos deleitábamos con las gracias de alguno de
los animales que frecuentan o habitan este reducto acuoso, el
silencio nos envolvía y nos llevaba a nuestros más recónditos
pensamientos. A nadie se le ocurría hablar y así
llegar muy
profundo adentro de uno, a través del impulso de la naturaleza, lo
cual era un hecho sagrado, que nos llenaba de una gran alegría
interna.
Disfrutamos, minuto a minuto de la travesía, salvo el día en
que Federico tuvo que navegar solo, a la tarde. Esto no era nada
nuevo para él ni para alguno de los otros dos integrantes.
Vivimos una serie de circunstancias que fue lo que lo condujo
lentamente a un estado emocional muy especial; como el de haber
avistado numerosos yacarés, de las dos especies: el negro y el
overo (incluso uno chocó con la pala del remo de Federico, donde
ambos se asustaron). Para mí, más el yacaré que el hombre.
Los otros dos, el baqueano y yo, apuramos el tranco y nos
alejamos bastante de él. Buscando un lugar adecuado para acampar,
no nos dimos cuenta del tiempo y la noche se nos vino encima.
Navegamos más de una hora para lograrlo, en la más absoluta
oscuridad.
Mientras tanto, Federico, veía caer la tarde sin avistar a sus
compañeros. Al principio, la abstracción que le ocasionaba la
naturaleza circundante, hizo que no se percatara de su soledad;
incluso el cansancio de tantas horas de remar lo tenía absorbido y
ya lo hacía mecánicamente.
Pero...
Al oscurecer, al invadir la penumbra y al confundirse por
trechos la sombra de los árboles con el agua, creando un clima
sombrío, la realidad lo sorprendió fuertemente.
Empezó a remar más aceleradamente, tratando de no inquietarse.
Era agosto, y aunque estaba en un clima subtropical, el frío se
sentía cada vez más, y, Federico, rezongaba por haber dejado en la
otra canoa su abrigo. Pronto, la oscuridad reinante le hizo acordar
de que olvidado su linterna también. No podía convencerse de que
sus compañeros no lo esperarán; también se preguntaba dudando, si
ya en zona oscura, no podría haber tomado otro camino, por cruzarse
con algún desvío o algo así. Los cursos de agua en zona muy plana
pueden tomar distintas direcciones, es decir, abrirse en varios
canales o cauces.
Poco después,
su concentración estaba dirigida a tratar de
seguir por el medio del riacho que se perdía en la oscuridad. Veía
el cauce del riacho de a ratos, cuando el monte dejaba que la luz
de las estrellas se reflejara en el agua, e intentaba sortear el
frío que a medida que pasaba el tiempo, se acrecentaba. Se le sumó
el miedo a chocar con las ramas de los árboles de la costa, llenos
de arañas y, también el peligro de que la canoa se atascara y
volcara.
Alrededor de una hora y media duró el calvario de Federico. La
incertidumbre de lo que pasaba, además, hacía que no gritara, que
no pidiera ayuda.
Nosotros estábamos armando la carpa, cuando sentimos que él se
acercaba. Le gritamos y lo guiamos hasta que él atracó.
Llegó tiritando, de frío y de miedo, sus dientes castañeaban
notoriamente. Lo hicimos acostar y arropar bien. Luego se tomó un
caldo de sopa bien caliente.
Aun así, tardó en recuperar su temperatura interior.
EL PINTADO
Toda la mañana y parte del mediodía el sol resplandeció y dio
-una vez más- vida a la comarca por donde transitábamos.
En realidad navegábamos plácidamente por el río Bermejo,
disfrutando.
Escorrentías,
remansos,
corrientes
acelerantes,
remolinos, paisajes espléndidos, animales salvajes. Todo lo mínimo
que un aventurero ecologista necesita para obtener el goce máximo.
Nuestro
tiempo
se
dividía
indistintamente
en,
sortear
obstáculos del casi peligroso río, con la contemplación del poco
conocido paisaje. Los lugares o los hechos característicos fueron
registrados por alguna de las tres cámaras fotográficas, o por la
filmadora que portábamos.
Alrededor de la una de la tarde, sorpresivamente, en el medio
del monte que se avistaba sobre la barranca chaqueña, apareció una
torre con un tanque de agua en su parte alta. Posteriormente, aún
con estupor, otras edificaciones de mampostería. Parecía una
localidad desierta. Y lo era.
Rápidamente atracamos e inspeccionamos el lugar. Lo que serían
las calles estaban invadidas por un tipo de arbusto de alrededor de
dos metros de alto, muy tupidos y con una especie de chaucha como
fruto.
Las alimañas, pese a que era de día, pululaban y corrían
desesperadas a nuestro paso. Todo indicaba que hacía tiempo que
este pueblo había sido abandonado.
La vegetación se introducía ya en los edificios, que se
conservaban en buena forma, pese a que la mayoría fueron
desguazados hasta de sus techos, salvo dos
que aún los
conservaban.
Se notaba claramente la calidad de la construcción, pues pese
a haber sido cubiertas por las aguas varias veces, las paredes no
presentaban signos de humedad.
Este pueblo chaqueño se llamaba “El Pintado” y estaba ubicado
en el norte de la provincia, sobre el río Bermejo, delimitando a
esa gran masa boscosa que es “El Impenetrable”.
Lo filmamos para testimoniar su abandono y la tristeza que
genera el fracaso de la ilusión de un pueblo.
Su entorno, monte tupido, se extendía más allá del alcance de
nuestra vista, sólo cortado por el río que separa al Chaco de
Formosa. O las une.
Estuvimos alrededor de dos horas recorriendo y registrando
todo lo que nos pareció interesante.
Cuando continuamos el viaje, arriba de las piraguas se notaba,
en los tres, como un bajón anímico, producto del efecto causado por
la impresión de lo vivido.
Además el calor aumentó y la suave brisa que hace poco nos
refrescara, cesó. Por eso miré al cielo y vi nubarrones que lo
cubrían rápidamente.
Aconsejé varias veces a mis compañeros que sería adecuado
acampar cuanto antes, pues una tormenta se acercaba. Pero ellos,
tras un vistazo a lo alto, insistieron que era muy temprano para
parar.
No pasó media hora y el cielo se desplomó. Caía agua a
raudales. Como no valía la pena protestar, nos dedicamos con ahínco
a buscar un lugar adecuado para campamento.
Lo mejor que avistamos estaba del lado formoseño, aunque sus
barrancas se presentaban muy escarpadas. Nos decidimos lo mismo,
pues de seguir así se nos mojarían todas las cosas y pasaríamos una
mala noche. Así que embicamos en la orilla y tras muchos esfuerzos
y resbalones logramos trepar la barranca y armar la carpa.
Osvaldo el Prefecto, se sacó la ropa mojada y se metió en el
habitáculo. Lo siguió Martín, el uruguayo. Por suerte me quedé
afuera, enfundado en un traje de agua, debajo de un árbol.
Digo por suerte, porque desde allí observé que los corredores
naturales del agua se taponaban con la hojarasca que arrastraba la
impetuosidad y cantidad del líquido caído.
Pronto se inundó la zona donde nos instalamos, y, de seguir
así, el agua entraría en la carpa. Así que remo-pala mediante, me
dediqué a abrir los cerramientos y el nivel descendió. Por las
dudas me quedé afuera hasta que la tormenta amainó.
Esa noche dormimos bien, un poco húmedos.
LA ESCUELA
Aquella fatídica tarde, estábamos con mi cuñado Miguel Ángel
trabajando. Habíamos dejado el auto a unos cuantos metros, abierto.
Cosa rara, nunca lo hacíamos. El trabajo era muy interesante y la
concentración en él nos hizo olvidar al móvil, hasta que un ruido
como de fanfarrias y gente cantando nos hizo voltear la cabeza.
Efectivamente, un grupo de adolescentes marchaba cantando al
son de tambores y trompetas. En la confusión y al pasar por el
auto, uno de ellos se desprendió del grupo y en un hábil y rápido
movimiento, introduciendo su mano en el vehículo, nos robó una
video-casetera...
La sorpresa me paralizó unos instantes, también a Miguel que
quedó plantado como poste esquinero, y luego salí corriendo tras el
vándalo que había vuelto a tratar de confundirse entre sus
compañeros. Desafortunadamente para él, yo lo había visto bien y lo
perseguí hasta alcanzarlo. El entonces, ante mi actitud, le pasó el
video a otro y yo soltándolo perseguí al cómplice a quién logré
asir del cabello.
El revuelo general alertó a dos mujeres mayores quienes
resultaron ser maestras y que se abalanzaron furiosas sobre mí. Al
explicarles lo sucedido no supieron que determinación tomar, y me
pidieron que esperara hasta la llegada del Director de la Escuela,
pues de eso se trataba.
Accedí y tras cierta espera apareció éste muy preocupado,
diciéndome que debía haber un error, que podría yo estar
equivocado. Le aseguré que no era así, que estaba muy seguro y que
lo había pescado in-fraganti. Ante mi actitud decidida, conciliamos
y dialogando me convenció para que lo llevara al sospechado a un
sótano del edificio de enseñanza. Accedí pues al preguntarme si
realmente el chico que apresé era el ladrón, se percató de mi
confusión, pues el verdadero caco se escapó.
Capturé al que tenía el video en su poder. La ambición ganó a
la justicia.
Llegamos al sótano y dejamos al prisionero. Al subir hacia su
despacho, el Director y yo tuvimos una fuerte discusión sobre la
enseñanza, pero llegamos a una conclusión: los verdaderos culpables
son los educadores directos, profesores y maestros, y los
indirectos que son los adultos en general.
Los chicos no tienen modelos humanos a quienes imitar, que los
satisfagan. El mundo en que vivimos y que les brindamos está lleno
de malos ejemplos. Los políticos, los profesionales, los artistas,
los deportistas, etc., no llegan a conformar un grupo de líderes
paradigmáticos. Entre ellos se ha instalado la corrupción y la
corruptela. Los medios de difusión en su afán de captar más
público, hacen hincapié en esto.
Urge cambiar el sistema educativo; ¿cómo? No teníamos la menor
idea.
Luego de esta conclusión salimos a buscar al verdadero
culpable.
La charla había sido buena. El Director era un hombre muy
abierto, muy afable. Pero... algo en mi interior, una alarma me
sonaba. Incentivada a lo mejor por las miradas maliciosas que capté
entre los maestros y el alumnado.
El edificio de la Escuela era antiguo, inmenso, con
innumerables recovecos. A medida que nos adentrábamos en él, una
sensación de inseguridad me invadió: algo no andaba bien. La
locuacidad del Director acentuaba mis dudas.
En las distintas aulas los pizarrones mostraban puertas,
ventanas, celosías, claraboyas. Y en otras, cerraduras, trancas,
alarmas, etc. Todo esto inquietó mi espíritu cada vez más.
Pronto mis dudas se disiparon: la Escuela era una “ESCUELA
PARA LADRONES”.
El Director reía torvamente, mientras mi pesadilla llegaba a
su fin y la realidad me sonó como una cachetada.
Era Miguel que me golpeaba la cara para despertarme, pues
había gritado durante mí. . .
“sueño”.
PREFIRIO A SU HERMANO
Mientras descendía por el río Bermejo, en piraguas, acompañado
por Osvaldo y Martín, nos enteramos de un hecho cruento.
Ocurrió en la provincia de Formosa, en las orillas del citado
río, en el mes de mayo de 1.991.
Sobre esta margen vivía una familia, los Palomo, compuesta por
siete miembros: la pareja y cinco hijos, tres varones y dos
mujeres. Una de ellas juntada con un chaqueño - de la otra banda habitaba, aguas abajo a unos cinco kilómetros una pobrísima choza
de troncos, sobreelevada para protegerse de las periódicas
inundaciones. En el momento del suceso acababa de dar a luz a una
preciosa niña.
El Papá y los tres hijos varones trabajaban la hacienda vacuna
- orejana en gran parte - y criaban cabras. También pescaban,
cazaban y recolectaban miel silvestre. Las mujeres se dedicaban la
mayor parte del tiempo a los quehaceres domésticos y a la cría de
animales menores.
El trabajo con los vacunos es muy duro y peligroso en esta
zona. Lidiar con toros y vacas, correrlos por entre el monte,
preponderantemente de vinal - especie de árbol con espinas largas y
puntiagudas, sumamente ponzoñosas - requería de una habilidad
especial y de un coraje excepcional, solo dable en alguien que se
haya criado en el lugar.
Esta vida ruda los hacía indomables y cuando estaban de fiesta
- incluidos los velorios - se mamaban y entonces el padre, Eulogio,
y el mayor de los hijos, Ramón, se tornaban sumamente agresivos,
hasta perder la cordura.
La madre era una mujer muy sufrida y dulce. Normalmente
sostenía unido al grupo, y cuando éste se desbandaba tras la mala
bebida, sacaba fuerzas no se sabe de donde, pues más bien era
menudita, y ponía en vereda hasta al más zarpado.
Cuando sucedió lo que hubo de acontecer, ella, el freno, no
estaba.
Había ido a ayudar a su hija parturienta o próxima a ser madre. No
distaban mucho entre sí ambas casas, si fuera en línea recta. Pero
las sinuosidades del río y su escabrosidad, sumado al monte
espinoso, dificultaban la marcha y, a menudo se tardaba más de una
hora en recorrerla.
Ese día Eulalia, que así se llamaba la madre, acompañada por
su hija menor, partió temprano aguas abajo. La inquietud por la
próxima maternidad de su hija casi no la dejó dormir en toda la
noche, y eso que no era primeriza.
Mientras caminaba, con un suave ademán, alejó los tétricos
pensamientos que la llevaron al día del nacimiento de su primer
nieto - también primer hijo - de la que iba a asistir. Con otro
ademán, que a la vez le sirvió para acomodarse su entrecano pelo,
volvió a la realidad, mientras repechaba una barranca limo-arenosa,
muy pronunciada, del meandroso río.
Poco después, cuando la fatiga empezaba a adueñarse de su
ajetreado cuerpo, divisó la vivienda de su yerno. Al contemplarla,
no pudo evitar sentir admiración por el amor de su hija hacia ese
hombre, que la llevó a tamaño sacrificio. No se explicaba como
podían vivir allí.
Realmente, la choza toda, era de una sola pieza. El baño, todo
el monte. La cocina consistía en un espacio donde aleteaba algo así
como un techo, donde, en el centro, había un trípode formado por
palos, con un alambre terminado en gancho. Allí se colgaba la pava
o la olla. Más la pava, pues pasaban mucho tiempo mateando. La
leña... de la mejor... abundante.
En la única pieza descansaba la hija cuando llegó Eulalia,
quien inmediatamente se dedicó a atenderla. Su estado de abandono
era total.
Mientras tanto Eulogio y sus tres hijos terminaron de matear y
partieron rumbo al oeste, en busca de unos terneros orejanos que
habían visto pasar el día anterior, cuando pescaban. Eso sí, antes
de partir, Eulogio agarró dos botellas de caña paraguaya que tenía
escondidas, aprovechando la ausencia del freno, la patrona, como
gustan decir de su señora los lugareños.
Las guardó en sus alforjas y pronto empezó a beber. Al
principio lo hacía solo; pero luego el alcohol venció sus pequeñas
barreras y convidó a sus hijos. Por suerte encontraron las huellas
del ganado y eso los entretuvo el resto de la mañana, la siesta y
parte de la tarde, olvidándose de la caña.
Concluida la faena campestre, decidieron volver. Estaban muy
contentos; diez terneros marcaron. El esfuerzo fue grande, pero
valió la pena. Y también un premio. La bebida para ellos lo es.
Volvieron a tomar. Lo hicieron mientras regresaron charlando.
Pronto los dos menores no quisieron más, pese a las chanzas del
padre y del hermano; los cuales, a medida que aumentaba la ingesta,
acentuaban su agresividad. Cuando perdieron la cordura empezaron a
insultarse; luego a correrse y toparse con los caballos, emitiendo
al mismo tiempo gritos que retumbaban en el monte. Eso fue lo que
yo oí cuando pasaba navegando por el río y que lo narré en VidaMuerte del libro Al sur del Pilcomayo.
Las cosas pasaron a mayores y salieron a relucir los machetes.
El padre era el más agresivo. Los otros dos hermanos, mientras
tanto, miraban consternados sin osar intervenir.
Como tenía que suceder, la sangre corrió y fue Ramón, el más
ágil, quien hirió a su padre en un brazo. Esto enloqueció del todo
a Eulogio que de un sablazo desarmó a su hijo y se aprestó a
matarlo. Su intención era inequívoca.
Pero no llegó a hacerlo. Un disparo retumbó en el monte, en el
río, en las abras. Junto con él, el grito de los hombres.
Eulogio cayó abatido por otro de sus hijos, quien, en la
crucial disyuntiva de elegir, prefirió a su hermano.
Su nieta nacía en ese momento.
COINCIDENCIA
ANGUSTIANTE
Una vez más, el Bermejo nos atrajo como un imán irresistible.
Pero a diferencia de Éste que lo hace respondiendo a una sola
razón, el río motivó al grupo - muy heterogéneo - con distintas
inquietudes.
Osvaldo respondía al llamado de sus costas; por eso transitó
entre caminos y huellas que atravesaban los montes abundantes y
tupidos que crecen en sus albardones. Su idea era " cazar" con su
cámara de video
la flora y la fauna imperante en la región,
filmando a los acuanautas sólo en los sitios prefijados de reunión
y recambio de tripulantes.
Jorge y Juan Carlos, quienes se turnaron en acompañar a
Osvaldo, eran los que unificaban sus preferencias, manifestando
claramente sus deseos de navegar, sin que esto último les hiciera
descuidar la observación y expresar su admiración por los hermosos
lugares que pasaban.
Eduardo, navegante nato, además de gozar de la travesía y lo
que ésta ofrecía, necesitaba probarse a sí mismo, a tal punto que
una parte del recorrido lo hizo solo, acampando en las costas del
Bermejo y del Impenetrable Chaqueño, con la compañía de su carpa,
su kayak y su pistola 38.
Por último Pablo, cronista y fotógrafo de una conocida revista
de turismo, buscando a través de la aventura, una nota;
y yo,
mediante esa nota, la promoción de este circuito.
De cualquier manera nos unía a todos el espíritu aventurero
que un raid de esta magnitud necesita.
Es así que partimos una mañana no muy temprano desde ExFortín Belgrano - límite Formosa-Salta - en tres embarcaciones.
En el primer tramo descendieron por el río, Juan Carlos y
Eduardo en sendos kayak. Pablo y yo en una piragua.
La búsqueda de soledad de Eduardo, hacía que se alejara
aprovechando la velocidad del kayak;
en cambio Juan Carlos se
mantenía al lado nuestro.
Compartíamos la exuberancia del paisaje y los ricos mates que
tomábamos de cuando en cuando.
Pablo iba atrás y gobernaba la piragua. En un momento en que
nos descuidamos para sacar unas fotografías, embancamos. Lo más
inquietante de esto, es el miedo a las rayas. Por lo demás no es
muy trabajoso salir del atolladero. Así lo hicimos, pero mi
persistencia en la fotografía, hizo que nos descuidáramos
nuevamente y una especie de rápido con un pequeño salto nos atrapó.
La reacción fue veloz y efectiva. No tanto la elección del lugar
por donde pasaríamos, pues quedamos varados en un promontorio de
greda, apenas sumergido, quedando la trompa de la canoa en el aire.
Luego del emocionante momento y después de unos segundos de quietud
- mientras el agua seguía corriendo rauda en su curso milenario procedimos, bromeando continuamente, a sacarla de la curiosa
situación. Fue muy reconfortante la emoción vivida.
A medida que pasaba el tiempo, Pablo aprendía más del río y
guiaba la canoa por pasos que ni los kayaquistas se animaban.
Aprovechándose de sus conocimientos de geología, buscaba los
canales que siempre se forman muy cerca de las barrancas, por bajas
que sean. Incursionamos así por lugares, que no sólo acortaban
nuestro camino, sino que enriquecían nuestros conocimientos y nos
llenaban de alegría por las pruebas superadas. No obstante hubo
veces - pocas - en que nos trancamos, embancándonos. Fue bueno.
Una tarde, en momentos que buscábamos un lugar para acampar,
Eduardo luego de sortear una curva, trataba de desembarcar. Juan
Carlos, detrás nuestro. Pablo y yo por acortar distancias, quedamos
varados. Descendimos y empujamos la canoa. Cuando la punta empezó a
flotar, salté adentro y Pablo continuó empujando unos metros más.
En el momento de subir pegó un grito y me dijo que algo lo lastimó
y que le duele mucho el talón. Mientras tanto Juan Carlos pasaba
por delante de nosotros. Sin descuidar el ritmo del remo traté de
mirar a Pablo y solo advertí su mueca de dolor. En ese instante,
Juan Carlos gritó avisándonos que una víbora, viniendo de la zona
donde nos habíamos embancado, nadaba tratando de cruzar el río. Un
escalofrío recorrió mi espina dorsal ¿una víbora?
Inmediatamente
le pedí que tratara de individualizar al ofidio, pero Juan Carlos
no conoce nada al respecto y entonces le insté a que me la
describa. Pablo siguió lamentándose del dolor que sentía, mientras
tratábamos de atracar en la orilla, donde
Eduardo ya estaba
bajando sus elementos para acampar.
En tanto nosotros hacíamos lo propio, Juan Carlos mantuvo y
acompañó a la víbora hasta la barranca opuesta. Esta subió
alrededor de un metro y se quedó quieta.
Ante la imposibilidad de identificarla por la precaria
descripción, Juan Carlos decidió traerla y le dio un golpe con el
remo, la levantó y la puso en la hornalla de un calentador que
tenía casi en la punta del kayak.
Con ella revolviéndose cruzó hasta donde estábamos y recién
allí me tranquilicé. No era venenosa.
De cualquier manera revisamos a Pablo, quién no tenía la
herida característica de la picadura de un ofidio.
La
terrible
coincidencia
nos
hizo
pasar
un
momento
angustiante. Por lo menos a mí.
LA
INUNDACION
Abundio vivía feliz con su familia en Clorinda, muy cerca del
río Pilcomayo, que lo proveía de sus necesidades básicas... casi
siempre. Las veces no propicias para la pesca, se conchababa en el
pueblo, donde era muy apreciado por su excelente carácter y por ser
el mejor carpintero. Realmente, éste era su verdadero oficio, por
eso había construido una hermosa casa de madera dura, toda
revestida con tablas trabajadas a mano, que simulaban el río
encrespado con peces.
El monte cercano, pasando el riacho El Porteño, lo proveyó de
la madera necesaria. Luego, con elementales herramientas, mucho
oficio, tiempo y amor, hicieron la cómoda y hermosa realidad, donde
Abundio, junto a su mujer y dos hijos se cobijaba y desarrollaba
gran parte de su vida.
Al lado de la ventana de su habitación, la que daba contra el
río, fabricó e instaló dos cómodos sillones hamacas, lugar en el
que todas las noches compartía y platicaba con su mujer,
contemplando la miríada de estrellas titilantes, mientras se
dedicaba a su deporte y modo de vida preferido, la pesca.
Esta idílica situación se prolongó hasta la época en que el
pavimento llegó a Clorinda y con éste, las inundaciones cada vez
mayores. Parece que al preponderarse el transporte por camiones,
el fluvial decayó y cesaron de dragar el serpenteante río Paraguay,
el cual, al ir colmatándose, vertía sus aguas allende sus costas y
obligaba al Pilcomayo a refluir en contracorriente; éste al llenar
su capacidad de almacenamiento, inundaba también sus riberas,
donde, en parte de ella, se encontraba Clorinda y, por ende, la
casa de Abundio.
Las primeras inundaciones, no lo afectaron tanto como para
tener que abandonar su casa. El tiempo que duró cada una de ellas,
lo obligó a fortalecer sus cimientos y a llevar, año tras año, la
angustia de soportar la próxima.
La ante última fue terrible; socavó toda el ala derecha de la
casa y obligó a Abundio a ingentes esfuerzos para sostenerla y
repararla. Para colmo su mujer, acostumbrada a la vida tranquila y
reposada, con cada creciente, se volvió más malhumorada y agresiva.
Sus hijos, adultos ya, aprovecharon la ocasión y se fueron buscando
nuevos horizontes.
El mismo decayó mucho, a tal punto que la sonrisa que
irradiaba su rostro, desapareció. Lo único que lo sacaba de su
marasmo, era la pesca.
La última gran creciente fue la más destructora; el agua no
sólo se llevó la casa de Abundio, sino también a su mujer, que
desapareció de la mano de uno de los voluntarios que pululaban por
la zona; paraguayo él, quién se la llevó, sabe Dios porque
andurriales.
Fue la hecatombe para Abundio. Desde entonces deambula, sin
ton ni son, por Clorinda y sus alrededores.
Algunos le preguntan¿Sus hijos?
Y el responde:
Muy bien. ¿Y Ud.?
LA TELARAÑA Y EL AMOR
La tela de araña se vislumbraba a través del follaje donde
reinaba una flor. Blanca y bella.
Era el atractivo nectal para innumerables seres volantes - que
los humanos denominan insectos-, quienes, luego de una libación
emborrachante, volaban sin ton ni son y muchos de ellos caían en la
tétrica malla, donde pronto eran devorados por la constructora de
tan fina como eficaz trampa mortal: la araña.
La
conjunción
florarañaluz
tenue,
funcionaba
perfectamente, pues había reciprocidad. Los restos insectívoros
caían a las plantas del rosal, abonando y enriqueciendo el suelo
que lo alimentaba.
Varias generaciones de arañas vivieron esta idílica situación.
Pero, siempre hay un pero. Todo terminó también a causa de un
idilio.
Ramón, cortó y le regaló la rosa a su novia.
YO, EL YACARE OVERO
Junto con mi hermano, el negro, somos parte de los habitantes
del rico y serpenteante riacho Monte Lindo Grande.
En sus aguas, cálidas casi todo el año, nos desplazamos a
gusto, zambulléndonos hasta sus profundidades cuando el peligro
acecha, tomando baños de sol en sus apacibles costas y barrancas, o
simplemente quedándonos quietos con el agua tapándonos todo el
cuerpo, salvo la parte superior del hocico y los ojos, en espera de
alguna desprevenida presa.
El único enemigo peligroso que tengo, es el hombre, quien nos
persigue afanosamente de día y de noche. Si siguen así nuestra
supervivencia está en vilo.
Justamente, el otro día, paseábamos con mi novia en dirección
a una playa donde pensábamos sestear un rato. Nadábamos alegremente
por el simple hecho de estar juntos, cuando un fuerte ruido me
asustó. Rápidamente miré a mi pareja y la veo contornearse,
hundirse, coletear frenéticamente como queriendo sacarse un
abejorro de encima. A su vez el agua se coloreaba en su entorno.
Poco después se hundió y se quedó quieta.
Enseguida unos hombres aparecieron sobre un tronco, la
engancharon y sacándola, se la llevaron.
Desde entonces me quedé solo. Sigo nadando, sesteando,
cazando... pero no es lo mismo.
El abejorro de la muerte se la llevó.
LAS CATARATAS
Francisco, el Pilagá, no salía de su asombro... El nunca se
había alejado de su comarca. La única vez que pudo haber tenido una
oportunidad, fue por la conscripción, pero... le tocó número bajo.
Un día se enteró, a través del intercambio de noticias con
personas de otras latitudes, de la existencia de un lugar en que el
agua caía desde gran altura, y que era muy hermoso. Es así que se
prometió a sí mismo, visitar ese sitio algún día.
Cuando llegó el momento, estaba muy emocionado. Era larga la
travesía que le esperaba; y muy, muy grande la ilusión. Partió un
buen día y, luego de varias jornadas recorridas, se encontró con un
río, que mostraba notables diferencias con los que conocía. Era
mucho, pero mucho más ancho, al punto tal, que agudizando su vista,
no lograba divisar la otra orilla con nitidez. Solo se vislumbraba
la línea del horizonte. Además, sus costas y barrancas estaban
constituidas de piedras. Francisco, a éstas, sólo las había visto
sobre el terraplén de la ruta 28 de la provincia de Formosa, en el
tramo que corta el bañado. El creía que eran artificiales, pues
otros hombres —los invasores— las colocaron allí, para mantenerla
transitable. En este otro lugar, sin embargo, estaban como pegadas
al suelo y eran grandísimas. Los árboles, el pasto y todo otro tipo
de gramíneas raleaban.
Acostumbrado a los montes formoseños —muy tupidos— donde lo
usual es mirar de cerca, se mareaba al fijar cierto tiempo su
visión a la distancia, viendo pasar, sin fin, las revueltas aguas
del turbulento río, en su intención de traspasarlo. Cansado de
otear, pero curioso, se descalzó dirigiéndose siempre hacia el
norte. Quería sentir la sensación de la piedra en sus pies. Poco
después, la dureza de esta venció a su curtidísima piel que rompía
espinas, y volvió a sus alpargatas. Así las valoró en su real
dimensión; tan gratas le resultaron.
A medida que el tiempo transcurría, el avanzaba en su intento
de llegar a pie hasta
el lugar en que le habían contado que el
agua saltaba, los peces volaban, el ruido era ensordecedor y el
paisaje se coloreaba. No estaba muy seguro de lo último, él no
salía del gris, del marrón y algunos tonos de verde.
Pocos días después, la geografía comenzó a variar. La llanura
ya no era tan llana. Pequeñas alturas rompían la monotonía
anterior. Además los montes se enriquecían en exuberancia y
colorido. La fauna también. Sus alpargatas evidenciaban claramente
el colorido de la tierra, que aumentaba su tonalidad rojiza, a
medida que se adentraba en la selva misionera. Hasta el silencio
cambió. A lo lejos, se oía un monocorde sonido que se acrecentaba
paso a paso. Cerca ya, el ruido era sobrecogedor, así que avanzó
con cautela.
Inmensa fue su sorpresa y posterior admiración, cuando llegó,
vio y se extasió ante la magnificencia y colorido de las...
CATARATAS DEL IGUAZU.
ABEJAS AFRICANIZADAS
A los apicultores brasileños no se les ocurrió mejor idea que
traer abejas africanas, pues aparentemente eran más laboriosas. Así
las introdujeron en su país y comenzaron con mucho control, a
criarlas.
Varias reinas más intrépidas, o con necesidades de espacios
más abiertos, se escaparon y El Amazonas las recibió con sus flores
abiertas y jugosas. Se les hizo campo orégano a éstas y su
reproducción fue en aumento avanzando hacia el sur velozmente.
En el sur está Formosa y Chaco, cuyos montes también ofrecen
abundancia en flores y frutos, elementos esenciales para la vida de
estos pequeños animales.
La abeja africana se diferencia de la que anida nuestros
montes por ser más chiquita y de color negro. También por ser más
agresiva y cuando ataca, defendiéndose o a su panal, lo hace en
forma muy numerosa, siendo capaces de perseguir al intruso por más
de doscientos metros.
La extranjera -como la llaman los lugareños a la abeja comúnamarillenta y más grande, ataca en pequeño número y enseguida
abandona la persecución del que va a molestarlas. La africana ataca
a los panales de la recién aludida y se queda con ellos; así han
invadido gran parte del norte argentino, convirtiéndose en un
verdadero peligro, pues su ataque en masa puede llegar a matar a su
oponente. Hay varios casos registrados, como el de un agricultor de
un pequeño pueblo de Formosa, criador él de abejas, de las llamadas
italianas, mansas a tal punto que cosechaba la miel que estaba en
los cajones sin cubrirse, ni siquiera la cara, a lo sumo les tiraba
un poco de humo como para atontarlas.
Una mañana, no muy temprano, se dirigió hacia donde tenía los
cajones, como noventa, bajo un naranjal. Lo acompañaban dos perros;
cerca estaba atada a un árbol una mula; varias gallinas picoteaban
el pasto circundante en busca de insectos y gusanos que se
escondían en él.
El apicultor no se había percatado que la tardecita anterior,
casi al anochecer, una colmena africanizada llegó a uno de los
cajones y peleando desalojó al enjambre italiano, aposentándose y
adueñándose de los bienes existentes: casa, cera y miel.
Llegó el hombre a este cajón y sin precaución alguna lo abrió.
El panal entero se le vino encima, picándolo. Ante su sorpresa y
dolor gritó, instante en que los insectos se introdujeron en su
boca inoculándole su veneno que pronto hizo su efecto. Se le cerró
la glotis. El mismo camino siguieron sus perros, la mula y algunas
de las gallinas que lo habían seguido esperando maíces que el
apicultor-agricultor acostumbraba tirarles.
Cuando llegaron los familiares, el hombre tirado en el suelo y
cubierto de abejas no se movía ya. Los perros y las gallinas
tampoco. Sólo la mula respiraba agonizante, todavía semi-ahorcada
con la soga que infructuosamente trató de cortar para huir de tan
terrible ataque.
Escuelas, parajes y hasta el aeropuerto de la ciudad de
Formosa fueron víctimas de estos seres volantes.
Tiempo después trabajé en el centro-oeste de la provincia de
Formosa mensurando una gran extensión de campo, para lo cual
utilicé una topadora para abrir picadas. Uno de los obstáculos
mayores fueron las abejas, quienes interrumpían por varias horas la
jornada laboral. Pese a esta experiencia, cuando tuve oportunidad
de trabajar con topadoras nuevamente lo que me pasó fue...
Trabajaba desmontando un campo en el Chaco, a unos diez
minutos de Sáenz Peña. Éramos tres, el topadorista, un peón
llamado Epifanio de unos treinta años, de mediana estatura y muy
flaco, y yo que dirigía el trabajo.
Estábamos marcando la zona de desmonte, para lo cual abríamos
una picada que serviría de basurero. Todo era monte, salvo una
huella zigzagueante que utilizaban los lugareños pues conectaba a
distintas casas del lugar. La picada atravesó transversalmente esta
huella. Allí comenzamos a trabajar ese día.
Apenas empezamos, un panal que se encontraba alto, al que
rozamos con la máquina nos inquietó un tanto, pero enseguida se
calmaron. A unos cien metros más adelante, otro nos hizo correr
nuevamente, pero también fue breve el susto.
Pese a estas dos corridas, Epifanio y yo seguimos cometiendo
el mismo error: caminar muy cerca de la topadora. A los doscientos
metros aproximadamente, Epifanio que iba más cerca de la máquina, a
unos dos metros delante de mí se dio vuelta y empezó a correr.
Inmediatamente lo seguí, y recuerdo claramente que, cuando giraba
vi una masa redonda, una bola que se me acercaba velozmente y que
se aposentó en mi nuca.
Corrí... ¡cómo corrí!, mientras mi mano derecha sacaba a
puñados abejas de mi cabeza. Epifanio, más joven y flaco, rodeado
también de una nube
de animalitos volantes disparaba alejándose
cada vez más, sin oír mis gritos pidiéndole ayuda.
Cuando salí a la huella, a él ya no se lo divisaba. A unos
veinte metros y en dirección al lugar donde se encontraba mi
camioneta, dos cosecheras sorprendidas seguramente por el paso
raudo de Epifanio, se habían bajado de sus bicicletas y... estaban
expectantes. Cuando me vieron aparecer, soltaron sus rodados y
salieron corriendo delante de mí. Al llegar al vehículo paré y
ellas hicieron lo mismo. Unas diez abejas todavía volaban a mí
alrededor, incluso alguna me picó en el pecho. Ya no me dolía.
Epifanio, mientras tanto, volvió pues había pasado al móvil en su
desesperada huida, y ante mi pregunta de como estaba, como se
sentía, me contestó:
-M e estoy mareando- Lo cierto es que sus ojos se pusieron
rojos.
Inmediatamente subimos al vehículo y partimos rumbo a Sáenz
Peña en busca de ayuda médica. Llegamos en diez minutos y en el
sanatorio de mi hermano nos inyectaron decadrón. Epifanio estuvo
internado en observación tres horas. Yo la saqué barata: apenas la
mano izquierda algo hinchada, pese a que tenía siete picaduras en
ella. La mayor parte de la agresión fue en la cabeza, el cuello y
la espalda. En el brazo y mano derecha, nada, quizás por la
velocidad con que me sacaba a los animalejos de encima.
Después nos enteramos por el maquinista, que la topadora
rompió un panal que anidaba en un tronco hueco y que éste entero y
enfurecido se nos vino encima. El topadorista vio todo y se salvó
porque levantó la pala y atravesó el poco monte que quedaba.
Epifanio no trabajó por tres días.
¿FILMÁ? ... ¡FILMÁ LAS PELOTAS!
En Buenos Aires, en mi trabajo, planeé un nuevo viaje de
exploración y relevamiento de una parte del bañado La Estrella
ubicado en la provincia de Formosa. El fin del mismo consistía en
trazar un circuito de aventura, con una variación, que sería
incluir una visita a un pequeño poblado aborigen.
El director de la escuela del lugar, Pozo Molina, fue el que
me alentó y dio la fuerza necesaria, para que a mi vez convenciera
a mis superiores en el trabajo. Necesitaba autorización, apoyo
humano y económico.
El apoyo humano resultó ser un camarógrafo, Jorge, también
personal del mismo trabajo.
Poco lo conocía a este joven y, en el momento de partir, sólo
podía describirlo como de apariencia agradable, flaco, pintón y con
un gran entusiasmo por el proyecto que íbamos a concretar.
De acuerdo a lo que me habían contado sobre él, poco conocía
del monte formoseño. No me importaba; sí que fuera idóneo en lo
suyo.
Partimos una noche rumbo a Las Lomitas, lugar donde nos
esperaba el maestro para guiarnos hasta Pozo Molina. Desde este
paraje, comenzaríamos la travesía hasta El Descanso, que es otra
población aborigen, también de la raza Pilagá.
Al siguiente día de llegar, y después de conocer a la gente
lugareña, muy amable por cierto, fuimos a ubicar la canoa que nos
serviría de transporte. Nos guiaría un aborigen llamado Francisco,
hombre de unos treinta y ocho años, alto, de fuerte contextura
física y que, además, sería el encargado de impulsar la
embarcación.
Cuando llegamos a ésta, sufrimos una desilusión. Estaba en
terreno seco, rota y, en general, su aspecto era de total abandono.
Ante nuestra clara manifestación de fastidio, el maestro nos calmó
y se aprestó a arreglarla. Para eso llevaba alquitrán, elemento al
que calentó y que, derretido, vertió entre las fisuras que
presentaban las maderas de la canoa.
Luego entre todos los presentes, la arrastramos hasta alcanzar
el agua, y ya en ella, nos dedicamos el resto del día a trasladarla
hasta un lugar que quedaba más cerca de la aldea, a la vez que
probábamos el arreglo efectuado.
Recorrimos todo este trayecto empujando la canoa con el agua
hasta las rodillas, salvo Jorge, que iba encaramado en ella,
privilegiado por su trabajo con la cámara de video. No pudimos
navegar todos, por los pastizales y la poca profundidad, que
ofrecía en este sitio el bañado.
En un determinado sector, se nos cruzó una ñacaniná de unos
dos metros de largo, cinco centímetros de diámetro, la cual se
acercaba hasta un metro cerca de nosotros y luego se alejaba;
volvía hasta casi tocar la canoa, se quedaba quieta... y se
retiraba. Jorge, mientras tanto, la filmaba, acercándose a la
víbora sin demostrar miedo alguno. El no sabía que ella es el único
ofidio no venenoso que ataca cuando se ve acosado o tiene cría. En
casos así se levanta sobre su cola y arremete contra el que ella
cree es su agresor.
Por suerte, esta vez no pasó de la curiosidad, probablemente
porque nos quedamos inmóviles cuando se acercaba, y nos alejamos de
ella después de filmarla.
Esa noche, mientras cenábamos, comentamos lo vivido y le
explicamos a Jorge sobre la peligrosidad de la ñacaniná. El se
sorprendió y nos reprochó el no haberlo advertido.
Temprano, pero ya de día, partimos hacia nuestro objetivo
recorriendo los dos kilómetros de picada muy alegres pues la
aventura se presentaba sumamente atractiva. El día se presentaba
prometedor, con claros indicios de que nos favorecería el avistaje
de animales; estaba cálido y eso presagiaba que al mediodía las
curiyú, plato fuerte del peculiar paisaje del bañado, saldrían a
calentarse en la forma que ellas acostumbran a hacerlo. Es decir,
se tienden a dormitar sobre alguna rama de los innumerables árboles
secos –por el bañado- cubiertos de enredaderas. A este conjunto,
árboles secos-enredaderas, los lugareños lo llaman champales.
Nuevamente, los primeros tramos nos la pasamos empujando, pero
pronto pudimos navegar. Era realmente grato hacerlo, entre
palmares, totorales, siempre sobre un manto herbáceo, tal que remar
es imposible. Avanzamos impulsados por una pértiga, accionada por
los poderosos brazos de Francisco, quien en ningún momento de todo
el recorrido dio muestras de cansancio.
Más adelante, el manto por zonas raleaba; y en otras se cubría
de tal forma que nos vimos obligados a bajar para aliviar el peso y
atravesar el obstáculo.
Dentro de ese paisaje encantador –donde prima lo natural, sin
huella alguna, ni indicios del ser humano, musicalizado por el
canto coral de innumerables aves-, lo que más me impresionó fue la
zona de los champales, que tenían un cierto aire fantasmal. Los
árboles muertos, pero enhiestos, con sus ramas principales intactas
y desplegadas en diversas direcciones, cubiertas por enredaderas,
le daban ese aspecto. Nada más que de color verde.
El silencio magistral, sólo interrumpido por el canto de los
pájaros, realzaba la magnificencia de la naturaleza.
A este lugar llegamos alrededor del mediodía, hora muy
propicia en que salen a tomar sol las curiyú, acordes con la
conjunción: agua, hora, tipo de árboles.
Así es que extremamos la precaución oteando los diversos
recovecos que este marco nos ofrecía. Francisco nos advirtió, que
si algo brillaba le avisáramos para dirigirnos hacia allí, seguro
que sería una boa.
No hizo falta; él fue el primero que la vio: estaba a unos
cuarenta metros delante de nosotros. Recostada sobre una rama
horizontal y al parecer, profundamente dormida.
Enseguida enfilamos hacia ella y, Jorge que estaba en la proa
de la canoa, sentado sobre una madera suelta que calzaba justo en
la punta, se dispuso a filmarla. En el medio, sobre otra tabla,
íbamos el maestro y yo. Francisco en la popa, parado, impulsaba la
canoa con la pértiga.
Ante mi seña, nos acercó a unos cinco metros. Jorge filmaba y
yo le sacaba fotos. Como mi máquina no tiene teleobjetivo,
nuevamente por señas le pedí al aborigen que nos acercara más. Este
así lo hizo y prácticamente nos colocó debajo del animal. Era
realmente grande, de unos quince centímetros de diámetro, por
varios metros de largo. La cabeza estaba escondida entre las
enredaderas.
Para poder tener una comparación, logré que Francisco ubique
la canoa en forma paralela a la víbora; y en ese accionar, Jorge,
sin percatarse de la cercanía por tener el ojo en el visor, seguía
filmando todo el largo de ella, buscando la cabeza. Cuando el
cuerpo se le pierde en la espesura de las hojas, retira el ojo y se
encuentra con la cara de la curiyú a menos de cincuenta centímetros
de la de él, y que le saca en forma burlona-amenazadora la lengua.
El impacto emocional fue tan grande (influyó la
conversación de la noche anterior), que dio un brusco salto hacia
atrás, cedió su asiento y se desparramó cuan largo era, en el piso
de la canoa; eso sí, sosteniendo la cámara.
Ante tamaño ruido la curiyú, probablemente más asustada que
Jorge, se tiró al agua y al huir a través de las ramas configuraba,
entre el ruido y el movimiento, un espectáculo digno de ver, que
nos concitó, tanto al maestro como a mí, a gritarle a Jorge: ¡
Flaco filmá...! ¡Flaco, filmá...!
Este, entre asustado y enojado por lo que él creía fue a
propósito, mientras se levantaba, nos contestó:
¿FILMÁ?... ¡FILMÁ...LAS PELOTAS!
DESCENDIENDO EL PILCOMAYO
Pilcomayo, palabra Quichua que significa «río de los pájaros»;
Pishqo = pájaro y Mayu = río.
Este río, dentro de la Provincia de Formosa, configuraba en
gran parte de su recorrido un límite natural con la república
hermana del Paraguay. Hoy, julio de 1997, ya no es así. Sólo posee
un cauce con cierta profundidad en su curso superior hasta la
cercanía de un paraje formoseño llamado María Cristina. A partir de
este lugar y hasta aproximadamente General Güemes, el río
desapareció quedando como referencia de límite, hitos cada tantos
kilómetros que indica el fin de un país y el comienzo de otro.
Lo que era el río aparece ahora como abras en el monte,
sinuosas y arenosas. Los lugareños le dicen caños a estos lugares,
que son cubiertos por pastizales y pajonales. Se los encuentra
también en el centro este formoseño y es seguro que, antiguamente,
eran el cauce de algún río o riacho.
A la altura de General Belgrano, más precisamente en el paraje
San Carlos, se ha construido un puente que nos une con el pueblo
General Bruguez, del Paraguay. En este sitio el río conserva su
cauce, pero casi siempre está seco.
A raíz de esto, la expedición que preparamos para recorrer el
Pilcomayo inferior hasta la ciudad de Clorinda, tuvo que comenzar
desde un punto a la altura del pueblo de Buena Vista, un paraje
denominado Puerto Ramos, donde la Gendarmería y el Parque Nacional
Pilcomayo poseen sendos puestos. El Parque posee una superficie de
alrededor de cincuenta mil hectáreas, teniendo varios kilómetros
del río como límite con la república del Paraguay.
La idea del periplo tenía varios objetivos que son:
—Relevar todas las aptitudes turísticas que la zona ofrece,
como por ejemplo navegabilidad del río, medios, accesos para entrar
y salir al/del mismo, tiempos empleados, fauna —su variabilidad,
abundancia y posibilidades de avistarla—; flora: ídem. En fin, todo
lo necesario para habilitarlo como un circuito turístico.
—Desde lo cultural, relevar cómo es el comportamiento del río
en la actualidad, para poder informar, pues se nota un
desconocimiento total sobre el mismo. Se está enseñando como si
fuera un río muy importante desde lo caudaloso, quizás porque es o
era un límite natural.
—Para ver, palpar, y ubicar un yacimiento fósil que una
expedición anterior había encontrado sobre la margen derecha, es
decir en territorio argentino, llevándose unos huesos muy grandes
que a todas luces no pertenecen a ningún animal actual.
Es así que partimos desde la ciudad de Clorinda, un
periodista, dos baqueanos que pertenecieron al grupo que descubrió
los fósiles y yo.
Tras recorrer unos setenta y cinco kilómetros hacia el oeste
por la ruta nacional 86, llegamos a las afueras de Buena Vista,
donde enfilamos hacia el norte rumbo a Puerto Ramos, lugar al que
arribamos de mañana, muy temprano. Pasamos por un puesto de
estancia para pedir información sobre la altura del río, pero no
sabían nada, pese a que distaban
de la ribera no más de
setecientos metros. No pasamos por el puesto de Gendarmería, ni por
el de Parques. Fuimos directamente al río. Nos remolcó una
camioneta 4x4 y, llevábamos para navegar una canoa de aluminio, de
casi cinco metros de largo, ancha, profunda, muy navegable, y de
buena capacidad de carga. Se eligió ésta por presuponer que el río,
de acuerdo a lo que se observó en Clorinda, zona donde estaba muy
crecido, tendría un caudal superior al que había en la expedición
anterior (diciembre de 1996).
Cuando llegamos a la ribera y la contemplamos, la desilusión
cundió entre los integrantes. Estaba muy bajo. Pero, como la
intención era recorrerlo bajamos la canoa en un punto adecuado y
nos despedimos de los que nos condujeron hasta allí con la
camioneta.
Acomodamos todo lo que llevábamos, que era mucho, pues
calculábamos estar en el río unos cuatro días y sabíamos que no
encontraríamos nada apto para abastecernos en todo el recorrido,
salvo en las inmediaciones de Clorinda, destino final. Para beber
contábamos con agua contenida en un barril de unos cincuenta
litros, además de pomelos, naranjas y limones. Carpa, baterías para
iluminación, víveres, bolsas de dormir, elementos personales y de
cocina completaban nuestro equipo.
Con mucho entusiasmo partimos empujados por un motorcito de 4
HP. No pasaron tres minutos y encallamos, tuvimos que bajar los
cuatro y empujar la canoa para sacarla del atolladero. Navegamos
otros pocos minutos y se encalló de nuevo. Al agua otra vez y
empujando la fuimos sacando en lo que sería una constante durante
cuatro días.
Muchos de los atolladeros, donde la velocidad del río
aumentaba, pero la altura del agua disminuía, eran largos y tan
bajos que la canoa se pegaba al cauce costándonos bastante tiempo y
esfuerzo para sacarla y seguir avanzando. Gracias a Dios, la moral
nunca decayó, siempre fue buena, a tal punto que a los rápidos
anteriormente nombrados que aparecían y eran obstáculos fuertes,
los tomábamos en broma y los llamábamos los rápidos – lentos, pues
la velocidad del agua aumentaba, para nuestro andar disminuía
notoriamente.
El primer día prácticamente arrastramos al transporte,
caminando el Pilcomayo, ya que, como máximo, pudimos utilizar el
motor
tres
minutos
seguidos.
El
resto
o
la
empujábamos
denodadamente, o la arrastrábamos llevándola de la brida como si
fuera un caballo, pero sin poder montarla. Es decir, caminábamos
por el lecho del río.
El paisaje era realmente hermoso, el bosque en galería que lo
circunda es magnífico, pese a ser invierno los colores, sobre todo
los verdes varían notablemente, dándole un marco de belleza
impactante. En casi todo el recorrido la selva semejaba una masa
impenetrable. A los campamentos los armamos en el lecho seco, al
borde de las barrancas altas y empinadas. El agua era sumamente
salada y esto hacía que la fauna escaseara. No avistamos monos que
son muy numerosos en la zona; poca variedad de pájaros, abundando
los Y pacaá, que continuamente corrieron delante nuestro. Sin
embargo, se notaba la presencia de numerosa fauna por las huellas
frescas que encontramos. Así reconocimos las de los carpinchos,
tapires, chanchos del monte – moritos y majanes - , yacarés,
coatíes, corzuelas y otros. Se notaba que andaban pero escapaban
por el ruido del motor. Indudablemente para el avistaje de animales
silvestres lo mejor es el silencio, pues por la terrible
persecución que el hombre hace de ellos, los convierte en
asustadizos y huidizos.
Al día y medio de navegación, frente una pequeña isla de no
más de un metro cuadrado, encallamos la canoa y al bajar miré a mis
costados y muy cerca distinguí algo semienterrado parecido a un
hueso.
Era un hueso, superior al de cualquier animal actual, así que
lo desenterramos. Poco faltaba para que el río lo arrastrara.
Mientras, mis compañeros revisaban el lugar en busca de otros.
Encontramos varios pedazos chicos, sueltos; los alzamos porque si
no el río se los llevaría perdiéndose un material paleontológico de
nuestra zona. Lo que uno siente al encontrar algo así es muy
difícil de explicar. Es muy emocionante.
Marcamos el lugar y continuamos, sabiendo que estábamos cerca
del otro yacimiento descubierto anteriormente, y también próximos
al brazo norte, donde según los baqueanos, las condiciones de
navegabilidad variarían pues el aporte de su caudal lo tornaría
apto para el resto del recorrido. En la expedición anterior, este
brazo traía más agua que el propio Pilcomayo.
Alrededor de media hora después llegamos al yacimiento marcado
donde paramos y revisamos. Como estaba mucho más bajo el río,
aparecieron otros huesos como costillas, a los cuales recogimos.
Luego seguimos. Una hora más de recorrido y nos topamos con el
brazo norte. ¡Qué desilusión! Estaba prácticamente seco, un hilito
de agua apenas sobrepasaba su cauce derramándolo al Pilcomayo, como
para decir ¡aquí estoy! Pensar que aquí planeábamos pescar, además
de dejar de sufrir por el denodado esfuerzo de empujar la canoa y
de recuperar el tiempo perdido en hacerlo.
Es así que continuamos empujando la canoa y navegando poco, el
resto del día.
Al tercer día, mejoró un poco la deriva llegando a navegar
hasta quince minutos seguidos, por lo demás igual, con el agravante
del tiempo que amenazaba lluvia, el cielo se oscurecía no
permitiéndonos sacar fotografías. Esa noche llovió de a ratos. En
la carpa era agradable sentir el ruido de ella.
El día siguiente amaneció nublado, nos quedaba poco agua
potable, así que decidimos meterle duro a la tarea de avanzar. Sin
embargo, al mediodía, algo nos detuvo. El hambre y un maján que
Osvaldo cazó y cocinó haciendo chiriry (frito), nos obligó a romper
ciertas reglas –nos chupamos los dedos –. Exquisito.
Andrés Y yo somos ecologistas, pero reconocemos que cuando se
caza para comer por necesidad, lo aceptamos. No era depredatoria
esta acción. Para colmo, no sabíamos dónde estábamos, ni cuánto nos
faltaba para llegar a destino.
Pasado el mediodía y en un rápido-lento, íbamos empujando la
canoa; César, el cuarto integrante, el más baqueano, el más duro,
atrás del lado izquierdo; adelante del mismo lado, Andrés –el
periodista-; del otro lado, adelante Osvaldo, detrás yo. En un
momento dado, en que después de tirar los cuatro parejos, la canoa
aflojó y entró en una zona un poco más profunda, Andrés se retiró
hacia la izquierda buscando terreno más alto, los demás seguimos
empujando; César dio un salto brusco hacia un costado, salió a la
barranca, miró el lugar en que estuvo y luego se miró una pierna. A
la altura del tobillo derecho empezó a sangrar, lento al principio,
fluidamente después. La sangre brotó a borbotones, negra y
espumante. Enseguida por la herida nos dimos cuenta que no era una
mordedura de víbora, pero sí una hincadura de raya. Este es uno de
los miedos que siempre sentimos en un curso de agua, pues es
sumamente dolorosa y ponzoñosa. Normalmente la gente afectada grita
de dolor y se revuelca en el suelo. César no, pese a que su cara
trasuntaba el esfuerzo tremendo que realizaba para soportarlo.
Después de unos minutos le pusimos una gasa para que deje de
sangrar y le untamos la herida con una pomada cicatrizante. Eso
tras obligarlo, pues el se resistía a todo tipo de ayuda. Él era el
único calzado con alpargatas.
Pero había que continuar... y continuamos. César empujaba como
el que más y metía el pie en el agua fría sin miedo alguno. Los
otros tres integrantes si lo teníamos, y arrastrábamos los pies
saltando a la canoa apenas ésta por la profundidad, lo permitían.
El
síndrome
de
las
rayas
se
estableció
entre
nosotros
intranquilizándonos interiormente.
Osvaldo, sabiendo la gravedad de lo que había pasado, pensando
que César se pondría mal a medida que pasaba el tiempo, nos apuró
y nos instó a seguir incluso de noche.
Así continuamos navegando y empujando, ayudados por la luz de
un reflector cuando cayó la noche, hasta que César dijo basta; eran
cerca de las 21 horas, casi doce horas de duro trajinar y sobre
todo varias horas con el herido que empujaba como siempre, pero que
cada vez que metía el pie en el agua, para él era cada más fría
pues empezó a afiebrarse. Su cara demostraba claramente el
creciente dolor y sufrimiento.
Hicimos el campamento, prendimos fuego a un tronco de lapacho
o urunday seco, que se encontraba en la costa y César puso su pie y
la olla con el resto de chiriry, a calentarse. Su alivio fue
notorio pues empezó a bromear, mientras el olor agradable de la
comida se esparció haciéndonos olvidar los pesados momentos
vividos.
Esa noche llovió bastante, amaneciendo todo mojado. Después de
tomar unos reconfortantes mates y sin desayunar partimos a las
8,30, decididos a llegar a destino aunque tuviéramos que navegar
toda la noche, pues César no aguantaría un día más.
Pobre César, las dos o tres primeras horas de marcha tuvo que
ayudarnos a pasar los pasos bajos y difíciles, empujando y
mojándose. Por suerte, a partir de ese momento el río aumentó su
caudal, probablemente por el reflujo que el crecimiento del río
Paraguay al endicarlo, le ocasiona, y navegamos el resto del
recorrido. Antes del mediodía, la pertinaz lluvia que nos acompañó
toda la mañana se tornaba por momentos en fuertes aguaceros. César
tiritaba cada vez más y sus dientes castañeteaban cual si fuera una
piara de chanchos del monte, empacados. En horas de la siesta,
comimos embarcados un huevo duro cada uno y dos latas de picadillo
entre todos. Más tarde, ante la creciente fiebre de César, él mismo
se construyó un campamento; un toldo dentro de la canoa y se
refugió allí. La lluvia seguía arreciando, poniéndose cada vez más
frío a medida que se acercaba la noche. Los momentos mas sufridos
fueron cuando tomábamos rumbo sureste, pues el viento era muy frío
y nos salpicaba agua en la cara. Alrededor de la diez de la noche,
avanzábamos reflectoreando, y en ese momento nos topamos con un
nuevo obstáculo. El río se cerraba con camalotes, y César no estaba
en condiciones para ayudarnos. Es así que luchamos, porque fue una
lucha, entre dos no muy expertos con el remo y Osvaldo que conducía
manejando el timón y motor. Encontrar el paso adecuado para
sobrepasar a los camalotes, ayudados por la luz de un reflector,
hacía más difícil la tarea. Pero las terribles ganas de llegar por
el cansancio acumulado y por la preocupación por César, hizo que
sorteáramos los siete u ocho atascaderos vegetales.
César se movía inquieto dentro del toldo pues la intensa
lluvia caída inundó su lugar mojándole el colchón, lo que acentuaba
su sufrimiento. No podíamos hacer nada, sólo esperar. Por fin
avistamos la luz de una antena que sabíamos pertenecía a Puerto
Falcón, pueblo paraguayo donde se encuentra ubicado el puente
internacional San Ignacio de Loyola, que lo une a Clorinda, nuestra
meta.
Esto nos dio sensaciones positivas, pese a que sabíamos
faltaban por lo menos un par horas. El solo hecho de saber donde
estábamos nos alentó y recargó nuestras alicaídas fuerzas.
No fueron dos sino cuatro las horas que pasaron y es así que
arribamos a Puerto Ida —balneario de Clorinda— a las tres de la
mañana. Inmediatamente, César se reanimó, bajó del bote y se
dirigió a un pequeño depósito de su propiedad donde prendió fuego.
Ahí nos calentamos y secamos mientras aguardábamos ayuda. Afuera
llovía intensamente.
Conclusión:
—en lo turístico: el recorrido es excelente, muy hermoso, pero
se lo debería acortar, terminar en algún lugar del Parque, o
empezar desde ese lugar. El transporte adecuado sería piragua o
kayak, o ambas.
—en lo cultural: me quedó la sensación de asistir a la agonía
del río. Se aprecia que hace tiempo no tiene un gran caudal pues
sus barrancas están pobladas de árboles semi caídos o caídos que
están perfectamente vivos; las más llamativas son las palmeras
cuyos troncos están horizontales o inclinadas hacia el río y que en
sus últimos dos metros se doblan hacia el cielo, buscando el sol.
En otros ríos recorridos, cuyas avenidas son anuales es muy difícil
encontrar árboles en esa situación. Los que se encuentran
inclinados hacia la barranca están condenados pues la próxima
creciente los arrasará.
—en lo paleontológico: sin duda alguna se trata de una zona con
restos fósiles, seguramente avistables por la terrible bajante del
otrora majestuoso río. Observamos también en la mitad de sus
barrancas troncos enterrados, con tres o cuatro metros de tierra
encima. Otra cosa llamativa es la existencia de terreno pedregoso.
Se encuentra una piedra no muy dura, quizás en proceso de serlo. Es
un material distinto a todo otro suelo de la provincia.
Los huesos encontrados eran de un Megaterio y un gliptodonte. Lo
confirmamos en el Museo Natural Rivadavia.
INDICE
Prólogo.......................................7
Monte Lindo Grande............................9
El francés....................................11
El viejo tigre................................13
Rojo de furia, marrón de
sucio………………………………………………………………………………………………………….15...................
.....17
Una quinta en el porteño......................21
Sólo..........................................25
El robo…………...................................27
La casa destartalada..........................29
El miedo de un hombre.........................31
El Pintado....................................35
La escuela....................................39
Prefirió a su hermano.........................43
Coincidencia angustiante………...................47
La inundación.................................51
La telaraña y el amor.........................53
Yo, el yacaré overo...........................55
Las cataratas.................................57
Abejas africanizadas..........................59
¿Filmá?... ¡Filmá... las pelotas!.............63
Descendiendo el Pilcomayo.....................67
N.A. El Monte Lindo Grande es un riacho que pertenece al interfluvio Pilcomayo –
Bermejo. Tiene la misma orientación noroeste-sureste que tienen ambos ríos.
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