Las abejas de bronce Desde el principio de tiempo el Zorro vivió de la venta de la miel. Nadie tenía la maña del Zorro para tratar a las Abejas y hacerles rendir al máximo. Esto por un lado. Por otro lado el Zorro sabía entenderse con el Oso, gran consumidor de miel y, por lo mismo, su mejor cliente. No resultaba fácil llevarse bien con el Oso. El Oso era un sujeto un poco brutal, un poco salvaje. El Zorro sabía manejar a las Abejas y sabía manejar al Oso. Pero, ¿a quién no sabía manejar ese zorro del Zorro? Hasta que un día se inventaron las Abejas artificiales. Sí. Insectos de bronce, dirigidos electrónicamente, a control remoto, podían hacer el mismo trabajo que las Abejas vivas. Pero con enormes ventajas. No se fatigaban, no se perdían, no quedaban atrapadas en las redes de las Arañas, no eran devoradas por los Pájaros, resultaban infinitamente superiores a las Abejas vivas. El Zorro en seguida vio el negocio y no dudó. Mató todos sus enjambres, demolió las colmenas de cera, compró mil Abejas de bronce, mandó instalar el tablero de control, y una mañana los animales presenciaron, atónitos, cómo las Abejas de bronce atravesaban por primera vez el espacio. Los insectos de bronce volaban a velocidades nunca vistas, sorbían rápidamente el néctar, regresaban a la colmena, l a los pocos instantes destilaban la miel, una miel pura, dorada, incontaminada, aséptica; y ya estaban en condiciones de recomenzar. Y así las veinticuatro horas del día. El Zorro no cabía en sí de contento. La primera vez que el Oso probó la nueva miel puso los ojos en blanco, hizo chasquear la lengua y, no atreviéndose a opinar, le preguntó a su mujer: “Vaya, ¿qué te parece?” “No sé”, dijo ella. “Le siento gusto a metal.” Pero sus hijos protestaron a coro: “Papá, mamá, qué disparate. Si se ve a la legua que esta miel es muy superior. ¿Cómo pueden preferir aquella otra, elaborada por unos bichos tan sucios? En cambio ésta es más limpia, más higiénica, más moderna y, en una palabra, más miel.” Y, con todo esto, las ganancias del Zorro crecían como un incendio en el bosque. Tuvo que tomar a su servicio un ayudante y eligió al Cuervo, sobre todo porque le aseguró que aborrecía la miel. Las mil Abejas fueron pronto cinco mil; las cinco, diez mil. El Zorro se sonreía y se frotaba las manos. Y cuando ya el Zorro paladeaba su prosperidad, comenzaron a aparecer los inconvenientes. La serie de desastres quedó inaugurada con el episodio de las rosas artificiales. Una tarde, al vaciar una colmena, el Zorro descubrió entre la miel rubia unos goterones grises, de un color nauseabundo y sabor acre. Tuvo que tirar toda la miel restante, que había quedado contaminada. Pronto supo el origen de aquellos goterones repugnantes. Había sucedido que las Abejas de bronce, desprovistas de instintos, confundieron un ramo de rosas artificiales de propiedad de la Gansa con rosas naturales, y les sorbieron la cera pintada de que estaban hechas y las dejaron convertidas en un guiñapo. El Zorro no solamente debió de sufrir la pérdida de la miel, sino indemnizar a la Gansa por daños y perjuicios. “Malas Abejas”, vociferaba mentalmente, “Las otras jamás habrían caído en semejante error. Tenían un instinto infalible. Pero quién piensa en las otras. En fin, nada es perfecto en este mundo.” Al cabo de unos días observó que los insectos tardaban cada vez más tiempo en regresar a las colmenas. “Por qué tardan tanto?,” decía el Zorro. “Patrón”, dijo el Cuervo. “Yo conozco un Pájaro que, si se le unta la mano, se ocuparía del caso”. “¿Y quién es ese Pájaro?” “Un servidor”. El Zorro optó por aceptar. Pues cualquier recurso era preferible a quedarse con los brazos cruzados, contemplando la progresiva e implacable disminución de las ganancias. El Cuervo regresó muy tarde, jadeando como si hubiera vuelto volando desde la China. –Patrón—dijo--, no sé cómo decírselo. Pero las Abejas tardan, y tardarán cada vez más, porque no hay flores en la comarca y deben ir al extranjero. “¿Cómo que no hay flores en la comarca? ¿Qué tontería es ésa?” “Lo que oye, Patrón. Parece ser que las flores, después que las Abejas les han sorbido el néctar, se debilitan y se mueren”. “¡Se mueren! ¿Y por qué se mueren?” “No resisten la trompa de metal de las abejas. Y no termina ahí la cosa. La planta, después que las Abejas le mataron sus flores, se niega a florecer nuevamente. Consecuencia: en toda la comarca no hay más flores”. Se dice que ese día ocurrieron extraños acontecimientos. El Ruiseñor quedó afónico y los colores del Petirrojo palidecieron. Se dice que los ríos dejaron de correr, y las fuentes de cantar. El Zorro se desesperó. Sus negocios de desmoronaron. Debió despedir al Cuervo, cerrar la tienda, perder la clientela. El único que no se resignaba era el Oso. “Zorro”, vociferaba, “o me consigues miel o te levanto la tapa de los sesos.” Finalmente, una noche el Zorro desconectó los cables, destruyó el tablero de control, enterró en un pozo las Abajas de bronce, y huyó con rumbo desconocido. Cuando iba a cruzar la frontera escuchó a sus espaldas unas risitas y unas vocecitas de vieja que lo llamaban, ¡Zorro! ¡Zorro! Eran las Arañas, que a la luz de la luna tejían sus telas prehistóricas. El Zorro les hizo una mueca obscena y se alejó a grandes pasos. Desde entonces nadie volvió a verlo jamás.