ser hermano en el contexto de la misión compartida Hno. Antonio

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ser hermano en el contexto
de la misión compartida
Hno. Antonio Botana, fsc
1. Un ecosistema para la relación, con un tesoro común
1. Un escenario para la misión compartida
El tema de hoy centra nuestra reflexión en el escenario en el que hemos de “ser hermanos hoy”.
La realidad que nos toca vivir es muy compleja y cambia de una cultura a otra. Nosotros nos vamos a fijar
en un aspecto que no agota toda la realidad, pero sí afecta a toda nuestra relación con ella; es como una
dimensión desde la cual se construye el escenario en el que hoy nos toca expresar nuestra identidad de
“hermanos”. Por eso, esta dimensión está dando nombre a todo el contexto: Misión compartida.
La expresión es ambigua, tiene muchos niveles de significado. En el empleo normal que hoy
hacemos de ella nos referimos especialmente a uno de esos niveles: el encuentro de religiosos, seglares y
sacerdotes para llevar a cabo la misma misión. Por otra parte, la misión a la que se refiere no se reduce a
una tarea que hacemos juntos, en colaboración, sino que implica una espiritualidad, es decir, el sentido
profundo que convierte esa tarea en misión; y, sobre todo, un carisma, desde el cual vivimos la misión y
le damos respuesta. Y cuando un grupo de personas comparten la misión, la espiritualidad y el carisma,
forzosamente su identidad resulta influenciada. Por eso nos planteamos la pregunta: ¿Cómo resulta
afectada la identidad del Hermano en este contexto de “misión compartida”?
Para llegar a una respuesta acertada necesitamos hacer, primeramente, una lectura acertada de la
realidad. Sabemos que hay lecturas diferentes. Las vamos a resumir en las tres que siguen. Podemos ver
en ellas reflejadas las posturas más frecuentes entre los Hermanos, y las consecuencias en el modo de
situarse los Hermanos en el interior de esta realidad.
a) La primera lectura, muy frecuente, encuadra este escenario de la misión compartida y lo
comprende dentro de otro contexto al que accidentalmente está unido: la escasez de vocaciones para la
vida consagrada, en particular para los Institutos de Hermanos. Se interpreta como una estratagema, o al
menos, una resignada solución de los propios Institutos y provincias religiosas que sufren escasez de
vocaciones, para suplir con seglares la falta de religiosos en las obras apostólicas de la institución.
- Lógicamente, la conclusión de quienes piensan así es que, donde no exista el problema
vocacional no conviene promocionar esa “injerencia” de los laicos en el carisma y misión
“propios” de los religiosos.
- La participación del Seglar se considera como una ayuda al religioso, para realizar aquello a lo
que éste no llegue. Y especialmente en puestos directivos o animadores de pastoral, el criterio es
que donde se pueda contar con un religioso, no se ponga un seglar.
- Lo que se entiende por misión compartida en estos casos se reduce a un reparto de tareas. La
formación correspondiente atenderá sólo a preparar a cada uno para desarrollar las tareas con
eficacia.
- La preocupación por mantener clara la diferencia de identidades se resuelve en la reserva de
ciertas tareas que parecen “más propias” del religioso porque se consideran más pastorales, más
evangélicas.
El trasfondo eclesiológico de esta actitud es el modelo pre-conciliar de la Iglesia como sociedad
piramidal, donde la vida religiosa conserva la consideración privilegiada de “estado de perfección”;
nosotros somos los “llamados” a la santidad frente al común de los fieles, y debemos estar “separados”
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del mundo (se entiende, del “mundo seglar”)...
b) La segunda lectura, con una perspectiva más positiva, relaciona la misión compartida con la
valoración que muchos seglares hacen hoy del carisma y la misión de los religiosos, la atracción que
sienten a participar en ellos, lo cual se ve como beneficioso y, por tanto, está bien favorecerlo y
acompañarlo. Pero no deja de ser un fenómeno externo que no ha de afectar la vida y la organización de
los religiosos. Es suficiente con que los superiores de los Institutos designen algunos acompañantes para
los grupos de seglares, mientras las comunidades religiosas siguen su vida al margen de esas relaciones.
Se comparten las tareas, incluso la obra apostólica, pero la vida de comunidad se mantiene al
margen, “clausurada” a la relación y entrada de los seglares.
La eclesiología de fondo en este planteamiento indica una ruptura entre la misión y la comunión.
Y la vida religiosa sigue considerándose aparte, separada de las otras formas de vida cristiana.
c) La tercera lectura integra el escenario y los actores de la misión compartida en el interior del
ecosistema “Iglesia-Comunión”. Es esta perspectiva la que vamos a utilizar en nuestra reflexión. Con ella
encontraremos las claves que nos abren un camino de futuro. En el ecosistema “Iglesia-Comunión”
encuentra su auténtica justificación y su pleno sentido la misión compartida.
- Ya no es sólo lo que hacemos; sobre todo, es el tipo de relaciones que se crean entre los actores
de este nuevo escenario. Descubrimos que contamos con un tesoro común, a partir del cual se
desarrolla un tipo de relaciones “en horizontal” entre todos los actores.
- En la constitución del tesoro común, un elemento nuevo que antes no estaba contemplado va a
tener una significación especial en el futuro: son los carismas fundacionales, que dan lugar a las
nuevas Familias carismáticas.
- Y ¿cómo nos situamos nosotros en este escenario? Veremos que, en nuestra identidad de
Hermanos, hay ciertas capacidades naturales que nos facilitan el situarnos positivamente y
sentirnos a gusto en él.
- Y además, tenemos algo especial para dar; podremos invitar a los demás comensales de la mesa
común con productos propios, capaces de enriquecer al conjunto.
2. El ecosistema Iglesia-Comunión, un asunto de relaciones
Para entender el alcance y el sentido de la misión compartida hay que hablar de relaciones. Pero
no de simples relaciones de palabra, sino de relaciones vitales, de pertenencia y dependencia mutua, de
complementariedad y solidaridad.
Nos ayudará mucho a entenderlo si leemos con atención el capítulo final de la carta de Pablo a los
Romanos (16,1-16). Es un relato hecho de saludos; un relato en el que se mencionan una gran diversidad
de personas (hasta 28); todas ellas comparten la misión evangelizadora con Pablo, desde diferentes
situaciones de vida. Son colaboradores en Cristo, como así los llama él. Es el breve relato de una Iglesia
viva en la que personas de muy diversa condición están unidas en la comunión y en la misión, desde un
punto de entronque común: la fidelidad a Cristo.
Alguno, como Pablo, está consagrado de por vida al ministerio de la Palabra; otros desarrollan
con mayor o menor intensidad tareas explícitamente misioneras, entre los cuales se citan dos
matrimonios; muchos otros aportan simplemente el don de su presencia, el apoyo afectivo, la solidaridad
en la dificultad y el sufrimiento. Todos ellos comparten el riesgo de la fe por la causa de Cristo. Entre
ellos la procedencia social es muy variada: hombres y mujeres, esclavos y libres... De muchos de ellos
Pablo subraya su admiración y agradecimiento, y resalta los lazos familiares que se han creado entre unos
y otros, más allá de la carne y de la sangre: “Saludad a Rufo, ese creyente distinguido, y a su madre que
es como si fuera la mía” (16,13)… No es sólo la colaboración en la obra, sino la comunión en las vidas,
la relación fraterna, el afecto declarado, la responsabilidad compartida... y sin precedencias “a priori” de
unos sobre otros.
Este fue el escenario de la misión eclesial en los comienzos, y éste es el que el Concilio Vaticano
II quiso recuperar. Más que un escenario es todo un ecosistema, lo cual incluye el entorno, las relaciones
entre los seres vivos que lo componen, el modo de alimentación, la interdependencia… Es el ecosistema
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“Iglesia-Comunión”. Supone un salto gigantesco en la comprensión interna de la Iglesia: de la pirámide al
círculo horizontal. No es extraño que a muchos miembros de la Iglesia actual, tanto de la jerarquía como
del pueblo llano, les haya entrado una especie de vértigo, de sensación de vacío, y quieran a toda costa
recuperar el anterior ecosistema, el de la pirámide.
La Iglesia-Comunión ha identificado el corazón de su propia identidad y lo ha definido como
“Misterio de comunión para la misión” (cf ChL 19 y 32); con ello expresa que su esencia consiste en
revelar el plan de Dios de alianza, de comunión con la humanidad y de la humanidad entre sí. De este
corazón brota la vida que está desarrollando el nuevo ecosistema. Y desde esa conciencia de ser
esencialmente alianza y comunión se establece un tipo de relaciones entre sus miembros, cada uno de los
cuales vive en relación a los otros, sin perder su especificidad, la cual es riqueza para todo el conjunto.
Hay que citar este texto de Christifideles laici¸ que es una estupenda “instantánea” de esa interacción y de
los fundamentos que la sostienen:
“En la Iglesia-Comunión los estados de vida están de tal modo relacionados entre sí que están
ordenados el uno al otro. Ciertamente es común –mejor dicho, único– su profundo significado: el
de ser modalidad según la cual se vive la igual dignidad cristiana y la universal vocación a la
santidad en la perfección del amor. Son modalidades a la vez diversas y complementarias, de
modo que cada una de ellas tiene su original e inconfundible fisonomía, y al mismo tiempo cada
una de ellas está en relación con las otras y a su servicio.” (ChL 55.3).
3. Un suelo común para relacionarnos
Estas relaciones vitales son posibles gracias al suelo común que nos sostiene a todos los
miembros de este ecosistema, y donde resaltan los siguientes componentes básicos:
- una Iglesia toda ella ministerial, cuya misión es compartida por todos;
- el principio vital al que todos hemos de referirnos son los Sacramentos de la Iniciación como
fuente y fundamento común de toda vida cristiana;
- la dignidad es la misma para todos, pues viene sólo del Bautismo;
- todos están llamados igualmente a la santidad; la llamada a la radicalidad evangélica se presenta
como característica bautismal que se puede vivir en una diversidad de vocaciones cristianas.
- todos tienen el común derecho, que es también deber, a participar en la misión evangelizadora
de la Iglesia.
Las nuevas relaciones en la Iglesia-Comunión se establecen a partir de lo que une, no de lo que
separa. Esto no ocurría así en anteriores “ecosistemas eclesiales”, que preferían realzar las diferencias
entre los miembros de la Iglesia y, en consecuencia, forzaban la separación, las distancias, los privilegios
y las grandezas de unos respecto de los otros. Al recuperar la conciencia del suelo común, éste es como
un gran tesoro que nos iguala a todos en lo fundamental, en la común dignidad y en los comunes deberes
y derechos.
4. Carismas fundacionales: los pozos se transforman en ríos
En este ecosistema "Iglesia-Comunión", e impulsado desde el escenario de la misión compartida,
se ha comenzado a desarrollar la reflexión eclesial en torno a los carismas fundacionales y toda la
dinámica relacional que promueven en la Iglesia. Porque la participación en una misión eclesial, sea cual
sea, no consiste sólo en dar respuesta a una necesidad, sino en hacerlo desde un carisma concreto.
Descubrimos que no se trata solo de “misión compartida”, sino de “carisma compartido”. Los religiosos
nos creíamos dueños de un pozo, nuestro carisma fundacional, del que sacábamos unos calderos de agua
para regalar a viajeros sedientos que no pertenecían a nuestro Instituto. El pozo se convirtió en río y salió
de nuestra propiedad… Hoy se invita a poner los carismas fundacionales “en el centro de la misma
Iglesia, abiertos a la comunión y a la participación de todos los miembros del Pueblo de Dios”
(CIVCSVA, Caminar desde Cristo, n. 31. Roma 2002).
La conciencia de participar en el mismo carisma va generando una afinidad espiritual (ChL 24)
entre todos los que participan en una determinada misión. A partir de aquí se puede hablar ya de una
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identidad común. Y al ser reconocido este carisma en la Iglesia podemos hablar de una identidad eclesial
y de una Familia espiritual.
Cada carisma fundacional es un carisma global, que no se refiere sólo a un particular modo de
ejercer la misión, sino de vivir la misión, de ser evangelizador, de experimentar la comunión para la
misión, y, en definitiva, de vivir el Misterio de Comunión que es el Misterio del Dios-Trinidad en la
Iglesia. En cuanto carisma “global” tiende a armonizarse con muchos otros carismas particulares que
facilitan su encarnación en la realidad, en las diversas formas de vida cristiana y de la cultura humana, y
lo enriquecen con múltiples posibilidades para dar una respuesta más eficaz a las necesidades concretas
de la misión. Ésta es, justamente, una propiedad esencial al carisma fundacional: la de atraer muchos
creyentes que sintonizan en ese mismo carisma. Juntos encarnan el carisma. Por eso, el carisma
fundacional adquiere su mejor expresión, no en cada uno por separado, sino en el conjunto de los que lo
viven.
Así es como aparece la Familia carismática, que une el conjunto de respuestas dadas a partir del
mismo carisma, o más exactamente, el conjunto de proyectos existenciales de “comunión para la misión”
surgidos del mismo carisma.
5. ¡Estamos hechos para este ecosistema!
Al igual que ha hecho la Iglesia, el Hermano ha de redescubrir su propia identidad yendo a sus
fundamentos y confrontándolos con los signos de los tiempos. Tiene que ser “hermano” en el nuevo
ecosistema socio-eclesial que le toca vivir, con otro estilo de relaciones muy diferente al que era habitual
cuando nacieron nuestras congregaciones. Pero cuando pone en confrontación su identidad original con
este ecosistema que se le ofrece, descubre con gozo que está hecho para él. Su identidad de religioso
hermano encuentra su marco más apropiado, su hábitat más natural, en la Iglesia-Comunión, y ésta puede
reconocer al Hermano como una criatura que le pertenece plenamente.
Como religioso laical, el Hermano vive enraizado en la base del Pueblo cristiano, se dedica a
cultivar el tesoro común que todos heredamos a través de los sacramentos de la iniciación, y lo hace desde
la plataforma de la vida consagrada como servicio a todo el Pueblo de Dios: es un servicio profético
porque, viviendo lo común, se sale de la manera común de vivirlo. Por eso el Hermano es memoria
estimulante para aquellos con quienes comparte la vida y la misión.
- El Hermano, consagrado en una fraternidad ministerial, encuentra reflejado el núcleo generador de
su propia identidad en el que la Iglesia del Vaticano II ha presentado como suyo: Misterio de
comunión para la misión. Como motivación básica de su consagración religiosa se compromete a
vivir a fondo el Mandamiento nuevo del Señor, aquél por el que se dan a conocer los discípulos de
Jesús. Lo vive en su comunidad y, desde ella, hacia aquellos a los que es enviado.
- La fraternidad como estilo y proyecto de vida predispone al Hermano para integrarse y sentirse a
gusto en el clima de comunión que es esencial a este ecosistema. Con su forma de ser, el Hermano se
hace signo de que la unidad fraterna es anterior en la Iglesia a la distinción. Y que la distinción no
supone una diferencia en la dignidad, sino un enriquecimiento de la comunidad por los diferentes
ministerios y carismas.
- Su opción por la laicidad desde la vida consagrada subraya su pertenencia al pueblo: al pueblo de
los creyentes, insertándose de buen grado en la Iglesia local y en sus estructuras de comunión y de
apostolado, en conformidad con el propio carisma; pero también al pueblo humano, con quien vive la
solidaridad en todo lo que le afecta, especialmente con sus miembros más débiles y vulnerables.
- Y su consagración como religioso laico no le sitúa por encima de los demás creyentes, pero le
presenta fácilmente como signo que recuerda a cada creyente su propia consagración. El Hermano,
consagrado, se hace “reconocible” como guía y acompañante de otros, alumnos y compañeros de
misión, en la búsqueda de Dios.
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- Su ministerio laical en una realidad secular como es la educación, le identifica con las
preocupaciones de la Iglesia-Comunión, la del Vaticano II, que entiende la evangelización como un
proceso que se dirige a todo el ser humano, “todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia,
inteligencia y voluntad”, convencido de que “es la persona humana la que hay que salvar. Es la
sociedad humana la que hay que renovar” (GS 3).
- Con su manera de vivir la misión, ya desde sus orígenes, en una comunidad toda ella ministerial, el
Hermano se reconoce fácilmente en una Iglesia que se presenta hoy “toda ella ministerial”, y por eso
se hace signo de la misión eclesial que es compartida y realizada en múltiples tareas.
Todos estos aspectos de su identidad predisponen al Hermano para integrarse de modo natural en
el contexto de la misión compartida, para sentir que ese contexto es, realmente, el más apropiado para
vivir como Hermano. Y al mismo tiempo, la mayor parte de estos aspectos tan nucleares en la identidad
del Hermano exigen cambios sustanciales respecto de como estábamos acostumbrados a vivirlos, y no
sólo unos parches o toques de pintura: se trata de “refundar”, no de “adaptar”.
6. Para “refundarnos”, hagamos el camino juntos, Hermanos y Laicos
El paso de compartir la misión en una comunidad de religiosos, a hacerlo en una Familia
carismática de diversas identidades, no tiene por qué ser traumático para el Hermano, pero sí supone una
conversión, tanto de la persona como de la comunidad y de la Institución de los Hermanos. Lo reconocen
y nos lo dicen los Laicos que comparten con nosotros el carisma y la misión, como Alfonso Blázquez,
miembro de la Familia Menesiana:
“Es cierto que se ha producido un cambio en el paradigma de la vida menesiana en los últimos
años, un cambio que ha descolocado tanto a los hermanos como a los laicos: de grandes y
fuertes comunidades de hermanos que animaban los centros a pequeñas y débiles comunidades
que están llamadas a ser “fermento en la masa”, de pocos profesores asalariados bajo la
responsabilidad de los hermanos a una mayoría de profesorado invitado a ser testigo en medio
de los chavales, …
Este cambio de paradigma no está siendo fácil de encajar ni para unos ni para otros. Sin
embargo, el Espíritu nos va sugiriendo caminos de futuro.”
Los caminos de futuro están asociados a las nuevas Familias carismáticas. Dentro de ellas,
Hermanos y Laicos compartimos el camino. Somos conscientes de las diferencias de nuestras respectivas
identidades, y al mismo tiempo sabemos que son complementarias dentro de una identidad colectiva,
construida desde el carisma común. En la segunda parte de nuestra reflexión veremos cómo podemos
situarnos nosotros, los Hermanos, caminando junto con los Laicos y al mismo tiempo con algo propio que
ofrecer.
En el mensaje de Alfonso encontramos ya unas pistas para caminar juntos:
- Hermanos y Laicos estamos llamados a conformarnos como comunidad cristiana en medio de
la misión y para la misión: comunidad que es “memoria y corazón del carisma”, que es
“fermento en la masa” de educadores y alumnado…
- Hermanos y Laicos juntos somos sujeto de discernimiento de la misión, buscando los nuevos
caminos y nuevas presencias que Jesús y nuestros fundadores atenderían hoy.
- Hermanos y Laicos tenemos la misión de convertirnos en testimonios de esa “nueva familia”
que Jesús soñó: una familia donde nos cuidamos, nos acompañamos, compartimos la vida
sencilla, la formación, la oración, para ir a la misión y “dar a conocer y hacer amar a Jesús”.
- Hermanos y Laicos, por tanto, estamos llamados a refundar nuestras familias carismáticas, con
fidelidad creativa.
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