Fantasmas del Riachuelo Mercachifles en la ribera Por Taiana González El cielo está violeta y la lluvia paró un momento; los relámpagos siguen iluminando los pasillos que separan la feria de Punta Mogote con la de Urkupiña, mientras los esqueletos de metal que están allí, lentamente se van transformando en puestos de ropa. Con los pies en el barro, una mujer de trenza gruesa tira maderas dentro de un chulengo oxidado; se limpia en un papel de diario y, con sus manos agrietadas, escurre las salchichas parrilleras que segundos antes se pegoteaban dentro de una palangana. En esa esquina, la humareda espesa que sale de la parrilla, se mezcla con el olor tóxico del caño de escape de un camión azul. Apartando la nube gris con la mano izquierda, un hombre de gorra conversa con la señora que trata de avivar el fuego agitando un cartón. Está apoyado en la parte trasera del Mercedes 1114, y sus piernas cortas tapan las últimas letras de una frase escrita en el paragolpe: “Las cargas grandes atrás. Las chicas adelante”. Tapadas por el agua marrón, las calles no se ven pero se notan poseadas; las combis y colectivos, que avanzan en fila india y a paso de hombre, se mueven de un lado a otro, poniendo a prueba la resistencia de los amortiguadores. Es domingo, son las tres de la mañana y hace mucho frío, sin embargo en el estacionamiento de La Salada quedan poco lugares. Aunque falta una hora para que la feria abra oficialmente sus puertas, la actividad ya empezó para algunos comerciantes. Muchos productos no llegan a acomodarse sobre el puesto, porque se venden antes de ser sacados de las cajas; los clientes ya conocen la calidad de la ropa y no se detienen a revisarla. Tienen sólo cuatro horas para recorrer todo el predio, a las siete las combis ponen sus motores nuevamente en marcha. Afuera de Punta Mogote, en los pasillos techados, las persianas de los locales, que venden artículos electrónicos, aún están bajas; pero adentro sus propietarios prenden luces rojas, azules y flashes intermitentes. De los parlantes que cuelgan del puesto de zapatillas, sale un ritmo tropical y quienes transitan ese recorrido, inevitablemente giran la cabeza para mirar a los vendedores que bailan y cantan mientras esperan el ingreso de algún cliente. Es muy temprano y eso se nota en las caras. No existen gotas ni correctores capaces de disimular el enrojecimiento ocular ni las ojeras; tampoco alcanza el agua fría para quitar el sueño, pero el café y los energizantes son una buena opción. Los vendedores de dichos productos recorren con changos de supermercado todos los pasillos, de esa manera los feriantes logran mantenerse despiertos; no hay un horario fijo de trabajo y tienen que estar lúcidos hasta que la mercadería se agote. En Punta Mogote los truenos retumban, a pesar de la música y las voces que se mezclan. “Cuidaaado… córranse... permiso” avanza a los gritos un hombre que se cubre el cuerpo con una bolsa de consorcio y, con el tronco inclinado hacia adelante y las manos puestas en las manijas, arrastra un carro de metal con ruedas de bicicleta. No es el único. Los pasillos están llenos de carros que se mueven sobre el barro, y de hombres y mujeres que le escapan a las gotas, con improvisados impermeables de nylon negro. Turismo aventura —Una hora más arriba de ese colectivo y se me entumecían los pies— parada en el playón donde están estacionados los colectivos, sin correrse del lugar, Laura mueve primero el pie derecho y después el izquierdo; se despereza levantando los brazos, hace soñar su espalda y, acomodándose el pelo ondulado, empieza a caminar hacia el galpón en el que funciona Ocean. Después de dieciséis horas de viaje, la rionegrina inicia su travesía mensual dentro de uno de los tres galpones principales de La Salada. Desde hace casi dos años vende ropa en un pueblo de la provincia; trabaja en la casa de sus padres y el dinero que junta lo ahorra para irse a vivir con su novio. El camino dentro de la feria es siempre el mismo: Ocean, Urkupiña y por último Punta Mogote; los puestos que se alzan en las calles no forman parte de su recorrido. Con una riñonera de colores, cruzada como si fuera un morral, camina atenta y mirando con desconfianza el amontonamiento de gente. Para los pasajeros de los tours de compras la aventura en La Salada dura pocas horas: llegan antes de las cuatro de la mañana y tienen que estar todos en el colectivo a las siete. Aunque nunca dejaron a alguien por retrasarse, tratan de cumplir con el horario, de lo contrario pierden tiempo para el recorrido que hacen por calle Avellaneda en busca de más prendas. En Ocean los puestos son diferentes porque la construcción es más moderna: tienen ventanas, persianas y la ropa está expuesta en percheros organizados. En los pasillos se respira olor a desodorante de ambiente y la limpieza es evidente. En el piso de cemento el barro dura muy poco tiempo, siempre hay alguien que pasa la escoba y lo hace desaparecer. Este sector tiene menos movimiento, la gente camina cómoda porque los pasillos son más anchos y andan pocos vendedores ambulantes. Para comer algo caliente hay que salir del predio y caminar unos metros; en las veredas los precios son muy económicos, por menos de cinco pesos se ofrecen choripanes y hamburguesas completas, con tomates y lechugas que sacan de un Tupper que luego vuelve al piso. Antes de entrar al galpón más grande y con más variedad de productos, Laura levanta la vista y sonríe al leer un cartel que cuelga de la pared: “PUNTA MOGOTE S.C.A comunica a los señores socios y locatarios, que se encuentra prohibido en todo el paseo de compras, la venta de mercadería en infracción a la ley de marcas (Ley nº 22.362)”. No hace mucho leyó en un diario digital que La Salada es, según la Unión Europea, la feria ilegal más grande de América latina, convirtiéndose a nivel mundial en el “emblema del comercio y la producción de mercadería falsificada”. Locos por las ventas —Ya no me las banco a estas minas; si tenés corpiños te piden bombachas, si les ofreces una campera te dicen que están fuera de época, si tenés pantalones Tucci buscaban un Kosiuko. La verdad… son insoportables— el treintañero de cresta en el pelo y remera escote en V color violeta, le da un sorbo al café que está tomando y sigue hablando con el hombre del puesto de al lado, que está sentado en un banco negro de plástico. El muchacho está ubicado en un lugar estratégico de Punta Mogote; cerca de las puertas de acceso y en puestos con paredes pintadas de celeste, donde los alquileres son más caros por la calidad del local. Por jornada paga un poco más de trescientos cincuenta pesos, es inquilino de Eduardo, propietario de varias garitas del paseo, y a quien se puede ubicar llamando a un celular que aparece escrito en una hoja impresa. Los compradores caminan despacio, algunos con mochilas en los hombros y otros directamente empujando carros con bolsos de lona azul, que fueron comprados a un hombre simpático que los ofrece a cincuenta pesos. En los pasillos no hay espacio. La gente avanza amontonada dando pasos muy lentos; si se quiere llegar al extremo en forma rápida, es necesario atravesar los puestos agachándose y corriendo el riesgo de recibir un golpe: suelen colgar maniquíes que, aunque no son de plástico duro, pueden provocar un fuerte impacto. Los compradores están apurados, en dos horas y media tienen que regresar al micro, por eso pelean con los vendedores que entorpecen el paso, dejando sus changos llenos de golosinas en medio del camino. A los feriantes también les molesta, sobre todo si se detienen justo enfrente de su puesto, porque los clientes enojados suelen seguir de largo y evitar estar en contacto con el sujeto que obstaculiza sus compras. Cuando en 1991 en La Salada el negocio comenzaba a ponerse en marcha, nadie imaginó que la aceptación iba a ser tan grande. Hoy en día más de veinte mil clientes concurren a la feria cada miércoles y domingo, generando una recaudación que ronda los nueve millones de dólares semanales. Los paseos de compras de Punta Mogote, Ocean y Urkupiña abastecen a comerciantes que buscan llevar variedad de productos ahorrando dinero. Desde la crisis del 2001 a esta parte, la feria creció considerablemente; más de quince mil puestos ofrecen ropa, calzados, bolsos y artículos electrónicos, que son llevados no sólo por su módico precio, sino porque también es posible encontrar calidad, aunque para hay que realizar visitas con tiempo. No todos los comerciantes son los mismos que hace dieciocho años atrás iniciaban el emprendimiento. Algunos juntaron dinero y decidieron irse para abrir locales que funcionen con horarios normales; pero otros prefieren seguir trabajando en la feria más grande de Latinoamérica, eligen pagar un alquiler diario y expensas, para continuar formando parte de La Salada. Barbie es una de las que prefiere dormir poco, o directamente trasnocharse, para abrir a horario su puesto de moda urbana. Sentada en una banqueta alta, detrás de una especie de mostrador, está ella, demostrando por qué la consideran la vedette del lugar. Con labios cien por ciento quirúrgicos, ojos verdes pero inyectados y extensiones que traspasan la cintura, está limándose las uñas y dándole ordenes a la chica que trabaja para ella: otra rubia que nada tiene en común con Barbie. —Ay reina, ese sweater te va quedar brutal. Llevate una remera Tucci y te hago un descuento, porque las ventas mayoristas tienen que superar las cinco unidades— sigue sosteniendo la lima y moviéndola de un lado a otro, mientras gesticula. En sus manos sólo se ve la punta de los dedos, lleva guantes deportivos y encima un anillo con una enorme piedra violeta; igual a los que vende el puesto de enfrente a cinco pesos. Lo único que hace Barbie es cobrar y embolsar la ropa. Para subirse a las escaleras, ir por los puestos buscando cambio y descolgar las prendas, está su empleada, una joven que cada tanto, y ante las órdenes constantes, la mira de reojo y se muerde los labios. El pasillo está limpio y un poco vacío, las luces blancas iluminan el lugar y le dan brillo a una gigantografía que cuelga de la pared: es Barbie posando sensual en traje de baño. La misma foto se reproduce en todas las etiquetas; debajo de la marca Tucci aparece ella con el pelo mojado y la boca semiabierta. De La Salada a Playa Grande Empezó a llover de nuevo. En los extremos del galpón, el techo está roto y el agua cae como en una cascada. Por allí sólo pasan los chicos que llevan los carros de un depósito a otro, con capuchas mojadas y bolsas como impermeables. No hay diferencia entre caminar por ahí y hacerlo afuera. Los pasos en ese sector son pegajosos; todo es barro y agua sucia corriendo de un costado a otro. En los stands, que parecen jaulas blancas, cuelgan carteles escritos a mano: “por inundación nos trasladamos”. El aguacero frustró la venta en algunos puestos. Por los pasillos caminan mujeres que, con pañuelos y bufandas livianas en el cuello, buscan lo que se va a usar en diciembre y enero. Los locales de la capital ya empezaron a ofrecer productos para la temporada de verano y ellas no quieren quedarse atrás. Los precios son de otro planeta y armar el look playero no supera los sesenta pesos. Para los hombres las mallas de Rip Curl cuestan veinte pesos y las gorras Nike o Adidas no más de doce; en los puestos de calzados, las Havaianas oscilan entre quince y dieciocho pesos. La opción femenina es un poco más cara, pero si se suman accesorios como bolsos y pañuelos. Chatitas con suela de madera a dieciocho pesos, bikinis desde veinte, y si se explora con detenimiento se pueden encontrar polleras y musculosas a tan sólo ocho pesos. —¿Diez mangos nada mas? me llevo dos. Brillo con estas gafas en Playa Grande, parecen originales— la chica de pelo corto mira a su novio y saca de un bolso Puma, comprado en Ocean, un monedero de colores. La sonrisa lo dice todo: encontró lo que quería, pagando el seis por ciento del valor real. La calidad no es la misma, los cristales no detienen los rayos ultravioletas ni son antireflex. Pero la playa exige moda, color y buen gusto. Esas gafas Levis le van a dar el estilo que está buscando. Lo mejor de todo es el precio; el verano se aproxima y hay que saber aprovechar las gangas de La Salada. Mala reputación —No lleven cartera ni documentos; la plata en los bolsillos de adelante; no se queden en los amontonamientos; eviten sacar el celular y que ni se les ocurra pararse a jugar con los peruanos que hacen juegos con pelotas, porque te afanan— al bajar de la Ducato blanca que conduce Andrés, se vuelven a escuchar las mismas recomendaciones que un día antes hacía por teléfono a cada pasajero. Los prejuicios en torno a la feria son muchos y el de la inseguridad es el que más preocupa a los compradores, sobre todo la primera vez que recorren La Salada. En cada galpón hay efectivos que se encargan de custodiar y controlar lo que sucede en los pasillos, aunque los robos siempre están presentes. Mujeres y hombres vestidos de azul, con chalecos antibalas y camperas con inscripciones que dicen Seguridad, circulan en el interior de Punta Mogote. Sus límites de trabajo están determinados: sólo se hacen cargo de lo que sucede adentro, las calles quedan ajenas a todo control. —Faltan dos bolsas de consorcio con remeras adentro… piiip. Las robaron cuando estaban descargando… piip— una voz femenina, pero gruesa, se escucha a través del handy que sostiene, con la mano derecha, un muchacho corpulento que avanza haciendo sonar sus borceguíes contra el piso de cemento. Los robos ocurren ante el descuido de los clientes y cuando se alejan hacia la zona de estacionamiento o a tomar los colectivos que llegan al lugar. Por ese motivo las empresas que organizan los tours de compras a la feria, hacen acuerdo con los carreros, para que ellos sean los encargados de llevar la mercadería a los micros y evitar el robo. La feria de la ribera, que es la que se alza en las calles y no está custodiada, es la más temida por ese motivo; pero al mismo tiempo recibe gran cantidad de clientes porque los precios son más bajos que en los galpones. Los conjuntos de ropa interior se consiguen a ocho pesos, mientas que adentro el valor puede duplicarse. Sobre una mesa hecha con caballetes de metal y una madera lijada, hay cuatro cajones llenos de sobres transparentes de nylon y un pequeño DVD portátil. El puesto es atendido por un muchacho que ofrece los estrenos cinematográficos a tres pesos cada uno, con la posibilidad de hacer una rebaja si la compra supera las cinco unidades. Una portátil, con el cable recubierto por cinta negra, cuelga de la barra de hierro del puesto pirata; está a la intemperie mojándose con la lluvia, pero igual sigue prendida. Desde la puerta de Urkupiña se escucha que un guardia levanta la voz —pibe, tendrías que apagar esa luz, te vas a quedar pegado—. Sin mirarlo y siguiendo de espalda al hombre vestido de azul, el chico de las películas hace un movimiento con la cabeza —dejame de joder flaco… tengo que comer— se mete las manos en los bolsillos del jean y levanta los hombros. Una mujer se acerca al puestero averiguando dónde quedan los baños. Empieza a caminar por una calle, sus pasos son rápidos y no del todo firmes, no parece convencida. Son casi las seis de la mañana, el cielo sigue oscuro y la única luz que se ve está a más de treinta metros, detrás de una pila de estanterías de metal. Atravesar sin compañía esa distancia se hace eterno. Motores en marcha —Gasté más de dos luca; si está vez nos hacen dejar la ropa me muero— la rionegrina arrastra un bolso negro con ruedas de plástico, es el tercer viaje que hace al micro de la empresa Tentación a dejar bolsones con prendas. En una hora los treinta pasajeros tienen que reunirse en el playón de estacionamiento; algunos ya están esperando, sentados en los asientos o tomando mate afuera, y otros aprovechan a dar las últimas vueltas por la feria. En el bar que hay en Punta Mogote las mesas están llenas de gente que toma café o come hamburguesas aceitosas, acompañadas con cerveza. Desde que empieza a poblarse la feria, el mini restaurante no deja de recibir clientes, junto a la parrilla que tiene a pocos metros, es el lugar elegido por los viajeros para hacer tiempo y descansar las piernas. Los perros que deambulan por los pasillos se detienen frente a las mesas y mueven la cola, esperando un hueso o un pedazo de pan. Tienen las patas embarradas y toman agua en un charco que se formó por el agujero que hay en el techo. Ya es la hora. Las escaleras que dan a los pasillos de afuera empiezan a embotellarse, y los vendedores de bolsos, que están instalados ahí, a recaudar el dinero que necesitan para pagar el alquiler del día. Seis jóvenes agarran con fuerza la mochila que llevan en su pecho, y se mezclan entre la multitud, caminando ligero por las calles que permanecen llenas de garitas de hierro y lonas. Todos avanzan hacia el mismo lugar. En el estacionamiento hay más de veinte micros cinco estrellas y combis que se disponen a regresar a los diferentes puntos del país, e incluso a Uruguay. Un hombre gordo con una linterna en la mano y un handy enganchado del cinturón, organiza la salida de los vehículos. El tour de compras por La Salada llegó a su fin. Son las siete y media de la mañana, el cielo sigue nublado y el sol apenas ilumina. En las caras se notan las cuatro horas de caminata constante: los ojos están caídos y las ojeras un poco más oscuras. El micro está en marcha y el coordinador cobrando los cincuenta pesos que cada pasajero tiene que pagar a la policía, de lo contrario la mercadería será decomisada por falsificación de marcas. Otra vez las calles poseadas y pegajosas. Las veinte hectáreas que ocupa la feria, de a poco van quedando atrás, a la vera del Riachuelo en Ingeniero Budge. La primera etapa concluyó con éxito, ahora sólo queda recorrer mil doscientos kilómetros y dieciséis horas de viaje.