¿QUIEN MANDA EN CASA

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¿QUIEN MANDA EN CASA?
Por Hugo Litvinoff
Al referirse a las familias actuales, con su particular ironía, Woody Allen, gusta decir que el
juramento ante el altar: “...juntos hasta que nos separe la muerte” era justificado en una
época en la que el promedio de vida apenas superaba los 30 años. En la actualidad las estadísticas sobre divorcios y separaciones en todo Occidente muestran a las claras que este
audaz compromiso se cumple cada vez menos y esto sucede no sólo porque vivimos mucho
más tiempo sino también porque el concepto de convivencia ha variado, los roles matrimoniales son distintos, las expectativas personales en cuanto a calidad y proyecto de vida se
han multiplicado y la identidad sexual de hombres y mujeres es radicalmente diferente a la
que podía observarse unas pocas décadas atrás. Es que apoyada en las evidentes diferencias
anatómicas y sobretodo en profundos complejos inconscientes, la convicción de la inferioridad de la mujer reinó apenas cuestionada sobre la gran mayoría de las generaciones que
nos precedieron. El hombre era dueño y señor de los bienes y de la mayoría de las decisiones importantes y hasta la sexualidad era un patrimonio masculino; la mujer debía arribar
virgen al matrimonio, adaptar sus preferencias a los gustos del marido y por sobre todas las
cosas realizar los esfuerzos necesarios para que él alcance la satisfacción. No es extraño
entonces comprobar que la gran mayoría de las mujeres se desinteresaban del sexo y vivían
la intimidad conyugal como una “tarea” o una “obligación” cuando no como un arma para
obtener algo de poder.
La supuesta superioridad masculina dejaba un espacio para que la mujer se imponga en
aquellas cosas que al hombre no le interesaban, le interesaban poco o en decisiones sobre
cuestiones domésticas para las que por tradición o educación ella estaba evidentemente
mejor preparada.
Con roles fijos y bien delimitados y bajo la autoridad masculina los conflictos poseían menos espacio y las separaciones eran sumamente infrecuentes y motivadas por situaciones
consideradas escandalosas. Desde la noche de bodas en adelante los cónyuges permanecían
juntos toda la vida, sin embargo esta estabilidad familiar no aseguraba de ninguna manera
el bienestar personal de ninguno de los miembros de la pareja, ni era suficiente para generar
un marco seguro y saludable para el desarrollo de los hijos. Es que la estabilidad no garantiza la felicidad, menos aún cuando está apoyada en la desvalorización de una de las partes.
De la misma manera, los conflictos tan frecuentes hoy en día que cuestionan con fuerza la
continuidad de la pareja no tienen porqué ser de por sí un pasaporte seguro a la desgracia.
¿El fin de la familia?
Quines en la actualidad afirman que la familia e incluso la vida de pareja están llegando a
su fin y que en pocos años la sociedad estará organizada de manera diferente, aciertan al
percibir cambios importantes en la convivencia, pero en mi opinión se equivocan al confundir el concepto de familia con un tipo particular de organización familiar que día a día
va perdiendo sustento. Los hombres y las mujeres de la actualidad son diferentes a aquellos
para quienes fue concebida la familia tradicional y es entonces razonable que busquen otra
manera de convivencia más acorde con lo que esperan de la vida y a la opinión y el concepto que tienen sobre sí mismos y el otro. Si hoy podemos preguntarnos ¿Quien manda en
casa? es porque los roles no son tan fijos ni predeterminados, porque la mujer no acepta tan
fácilmente un lugar secundario en las decisiones importantes y porque el hombre no se
siente tan seguro ni apoyado culturalmente en un papel de dominio que en rigor pocas veces supo o pudo sostener con eficacia.
En las últimas décadas, la mujer ha variado su papel en la sociedad, en la producción y consumo de cultura y fundamentalmente en la concepción acerca de sí misma. En cierto modo
ha sufrido un proceso de masculinización apoyada en su ingreso al trabajo productivo.
Cambiar fue para la mujer ocupar espacios tradicionalmente reservados para el hombre y en
ese proceso resultó inevitable un esfuerzo de identificación con lo masculino; para hacer lo
que hacían los hombres era necesario ser y pensar como lo hacían ellos. Ser como los hombres resultó el único camino posible y deseado para abandonar la frigidez en lo sexual, la
sumisión en lo familiar y la insignificancia en lo social. Se trata de un proceso evidente,
prolongado, que aún no ha finalizado y que sin embargo, a pesar de su importancia, no lo
explica todo. Es que una vez puesto en cuestionamiento el lugar de sumisión puede emerger
una manera diferente de ser mujer con un posicionamiento distinto frente al hombre, la sexualidad, el procesamiento de los afectos y las pautas o motivaciones de convivencia.
Los cambios en el hombre
Si en relación a lo que la cultura pretendía de cada uno es cierto que la mujer ha sufrido un
proceso de masculinización, no es menos cierto que el hombre atraviesa un proceso de feminización. La autoridad masculina ha caído junto con la caída del concepto de autoridad
en toda la sociedad; el hombre ya no cree en sí mismo de la misma manera que antaño ni se
siente tan responsable y seguro en un mundo cada vez más difícil de entender y manejar. Y
si ha cedido importantes espacios a la mujer no ha sido solamente por el embate de ellas
sino también porque desea y necesita sentirse sostenido y acompañado. La preocupación,
por ejemplo, por la estética personal, no es simplemente una cuestión de moda, es la cara
visible de una búsqueda diferente en la sexualidad y una aceptación del deseo de ser querido y gustar que hubiera despertado risa y desprecio en el más tolerante de los abuelos.
Todo ello no significa que hombres y mujeres avancemos mansamente hacia un punto intermedio libre de conflictos ni que la diferencia sexual quede reducida a una simple diferencia anatómica, más bien todo lo contrario. Los hombres y las mujeres buscan y necesitan
una nueva manera de construir su identidad para posicionarse frente al otro sexo, para participar en sociedad y para encontrar el goce en el encuentro sexual y si los roles fijos de
antaño amordazaban los conflictos, los cambios de la actualidad los ponen en evidencia y
los profundizan dejando al descubierto las grandes trabas que se interponen para lograr la
armónica convivencia soñada. Es en parte por ello que tantas familias se disuelven a pesar
del dolor que ello provoca y del enorme esfuerzo dedicado a construirlas.
Vivir acompañado
Si bien es cierto que la ilusión de construir una familia ha perdido la idealización y hasta la
obligatoriedad que poseía en generaciones anteriores, el deseo continua vigente y constituye uno de los impulsos más importantes de la vida; quien no tiene pareja anhela tenerla y
quien posee pareja o familia se esfuerza por encontrar las vías hacia una convivencia más
confortable. Por supuesto que las excepciones existen, muchas de ellas motivadas por suce-
sivos fracasos que llevan a cuestionar tanto la posibilidad de convivencia como la aptitud
personal para llevarla a cabo.
En soledad el individuo se siente desarmado frente a la angustia y se hace necesario, cuando no desesperante, encontrar alguien con quien compartir el peso de la vida. A ningún ser
humano le es suficiente satisfacer sus necesidades biológicas ni mucho menos colmar sus
ansias económicas o de poder para subsistir. Si estamos en el mundo es porque hemos sido
amados y esta necesidad de amar y ser amados es el motor oculto que en última instancia
justifica todo lo que hacemos. El afán de construir una pareja y de tener descendencia no es
otra cosa que el anhelo de garantizar la persistencia de un amor que justifica la vida y torna
más accesible la posibilidad de amarse y respetarse a uno mismo. Y si la pareja y la familia
son tan difíciles de sostener en armonía es justamente por todo lo que se espera de ellas;
porque la angustia que necesita erradicar puede formar parte de la vida u obedecer a cuestiones que nada tienen que ver con la persona con quien se convive, o la necesidad de amor
y reconocimiento puede llegar a ser imposible de llenar. Es muy frecuente también que
tanto hombres como mujeres se coloquen en posición pasiva frente al otro, esperando recibir algo que en ningún momento se plantearon la posibilidad de otorgar.
De manera que una relación que, en el mejor de los casos, comenzó cargada de ilusiones y
con un gran componente de amor, tarde o temprano termina revelando que no puede cumplir cabalmente lo que de ella se espera. Surgen entonces resentimientos y ofensas que hacen que la persona amada y valorada sea también, al mismo tiempo odiada y despreciada.
Es en este contexto de ilusiones y fracasos, pasiones y placeres, encuentros y desencuentros
que la familia intentará subsistir ajena ya a un mandato social que defina claramente los
roles de cada uno y sin ninguna obligación de continuar para siempre.
En muchas familias, la preponderancia de los afectos positivos y la salud o la inteligencia
para organizar entre ambos una complicidad satisfactoria hace posible y sumamente deseable la continuidad en el tiempo. En otros casos, el miedo a la soledad y el abandono de uno
o de ambos, sostiene en el tiempo una relación que ha perdido su encanto, su valor y toda
posibilidad de retorno a un compartir medianamente agradable.
Cuando la pareja ha perdido el deseo de estar juntos y sin embargo continúan sin romper
definitivamente el vínculo, es evidente que el poder lo tiene el que menos miedo le tiene a
la soledad, sea porque es el proveedor económico o porque su estructura psíquica le permite
depender un poco menos del afecto inmediato de los demás.
Pero en parejas vitales donde la voluntad de convivencia es compartida a veces surge el
interrogante acerca de quien manda. En general el que se formula la pregunta suele ser el
que no manda, por lo menos en aquellas cuestiones en las que desearía mandar. En estos
casos también hay una lucha por el poder en donde el que se llama a silencio suele ser el
que más le teme al abandono. Como sea, la pregunta pone en evidencia un problema, una
discusión que no se encaró y que con el tiempo puede ir generando resentimientos. A menos que sabiendo muy bien lo que hace, el individuo dé voluntariamente un paso al costado
y postergue su impulso de discutir y enfrentarse para otra oportunidad en la que se pongan
en juego cuestiones que le importan más. Es una manera de asumir que la mejor pareja del
mundo es precisamente la que no pretende serlo.

El autor es Miembro Titular en Función Didáctica de la Asociación Psicoanalítica Argentina y Full Member of the International Psychoanalytical Association. En sus trabajos de investigación se ha dedicado, entre otros, a la sexualidad humana, la medicina psicosomática y la técnica psicoanalítica. Ha publicado numerosos artículos y notas de opinión en el diario
La Nación y diversas publicaciones como Tiempos del Mundo, Aplicación Informática y Diario Popular. Sus puntos de
vista sobre los fenómenos de actualidad son frecuentemente solicitados por distintos medios gráficos y programas periodísticos y culturales de radio y televisión.
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