Lima, 13 agosto 2013 Congreso Teológico en el Año de la fe Arquidiócesis de Lima Esta es nuestra fe La Sagrada Escritura como alimento de nuestra fe + Felipe Bacarreza Rodríguez Obispo de Santa María de Los Ángeles Deseo comenzar esta exposición explicando brevemente en qué consiste la fe cristiana, para asegurarnos de que todos entendemos lo mismo cuando decimos: «nuestra fe». La fe es un acto complejo. En ese acto están comprometidos el ser humano y Dios. Después que llegó «la plenitud del tiempo» (Gal 4,4) y envió Dios a su Hijo al mundo, podemos decir más precisamente que en el acto de fe están involucrados el ser humano y Cristo. Por un lado, experimentamos que la fe es una virtud que está en nosotros, experimentamos que es un acto nuestro, que es cada uno el sujeto de ese acto y decimos, por ejemplo: «Creo en Dios Padre…». El Catecismo de la Iglesia Católica, cuando define la fe, insiste en esta dimensión. Leamos esa definición: «La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es, al mismo tiempo e inseparablemente, el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado» (N. 150) El Catecismo define la fe como un acto del ser humano que compromete sus facultades más altas: la inteligencia y la voluntad. «Adhesión personal del hombre a Dios… asentimiento libre a toda la verdad revelada» son actos de la voluntad. Pero ese asentimiento libre no es ciego; es un asentimiento a la verdad y, por tanto, un acto de la inteligencia. 2 Pero la fe compromete también a Cristo, según la afirmación de San Pablo: «Si Cristo no resucitó vana es la fe de ustedes» (1Cor 15,17). En el acto de fe hay algo que tiene que hacer Cristo. La fe es una conjunción entre un acto nuestro y un acto de Cristo, ambos son simultáneos. Por eso decíamos que la fe es un acto complejo. Para explicar esto veremos el concepto bíblico de la fe. 1. El concepto bíblico de fe El concepto de fe tiene su origen en el mundo bíblico. Fuera del mundo bíblico no se encuentra. La raíz semita que expresa este concepto suena así: «amán». Esta raíz se usa para significar algo «seguro, firme, confiable, fiel, estable, duradero, algo que sirve de apoyo y fundamento». De esa raíz semita procede la palabra «amén» que era a menudo usada por Jesús cuando quería hacer una afirmación de revelación: «Amen, amen lego hymin», que es traducida al latín: «Amen, amen dico vobis» y que, para conservar el estilo de Jesús, debería traducirse al español: «En verdad, en verdad les digo». Significa: «Como cosa firme les digo». El concepto de verdad en hebreo se expresa con la palabra «emunah» que tiene la misma raíz «amán». Expresa, por tanto, algo que puedo tomar como «seguro, firme, confiable». El acto de fe consiste en fundar la vida en la verdad revelada que se toma como apoyo firme. La verdad nos ha sido revelada por Dios para eso. La verdad, como la entendemos nosotros, es un concepto abstracto. Pero el mundo semita, en el cual se dio la revelación, no ama los conceptos abstractos; prefiere las cosas concretas. Si hubiera que hacer una representación concreta de la verdad, de la «emunah», de lo que es firme y no defrauda, tenemos que pensar en una roca. Y así representa el mundo bíblico la verdad. Para el hombre del Antiguo Testamento no hay nada más firme, confiable y fiel que Dios. Por eso, a Él se aplica, sobre todo, el concepto de verdad y, por eso, se compara con una roca. Lo vemos en múltiples textos: «Vengan aclamemos al Señor; demos vítores a la Roca que nos salva… porque el Señor es un Dios grande…» (Sal 95,1.3). 3 El Señor (YHWH) «es un Dios grande»; Él es «la Roca que nos salva»; Él ofrece un fundamento para la vida que no defrauda, es la verdad. Se podrían citar muchos otros Salmos donde se llama a Dios, la Roca, equivale a decir: la verdad. «Sean gratas las palabras de mi boca, y el susurro de mi corazón sea sin tregua ante ti, Yahveh, Roca mía, mi redentor» (Sal 19,15). «Hacia ti clamo, Yahveh, Roca mía, no estés mudo ante mí» (Sal 28,1). «En Dios sólo descansa, oh alma mía, de él viene mi esperanza; sólo él mi Roca, mi salvación, mi ciudadela, no he de vacilar; en Dios mi salvación y mi gloria, la Roca de mi fuerza» (Sal 62,6-8). «Mi carne y mi corazón se consumen: ¡Roca de mi corazón, mi porción, Dios por siempre!» (Sal 73,26). «Él me invocará (habla de David): ¡Tú, mi Padre, mi Dios y Roca de mi salvación!» (Sal 89,27). Se encuentra este modo de hablar sobre Dios también en los profetas: «Confíen en Yahveh por siempre jamás, porque en Yahveh tienen una Roca eterna» (Is 26,4). En textos polémicos contra la idolatría: «Así dice Yahveh el rey de Israel, y su redentor, Yahveh Sebaot: “Yo soy el primero y el último, fuera de mí, no hay ningún dios…. Ustedes son testigos; ¿hay otro dios fuera de mí? ¡No hay otra Roca, yo no la conozco!» (Is 44,6.8) El Dios de Israel es el Dios único; es una Roca y no hay otra. Los ídolos son lo contrario de la verdad y lo contrario de una roca, ellos no 4 ofrecen apoyo, son vanos, es decir al apoyarme en ellos no encuentro nada que sustente: «¡Escultores de ídolos! Todos ellos son vacuidad (tohu)» (Is 44,9). Lo contrario de la «emunah» es lo que no ofrece apoyo, es lo vano. Esta es la característica de los ídolos. Los profetas los llaman «vanidad». «¿Por qué me han irritado con sus ídolos, con Vanidades extranjeras?» (Jer 8,19). «Sus estatuas son falsedad, no hay espíritu en ellas. Son vanidad, hechura para burla; al tiempo de su visita perecerán» (Jer 51,17-18). Se traduce por «vanidad» la palabra hebrea «hebel», que significa «vapor, aliento», es decir, lo menos firme que se puede imaginar. Eso son los ídolos. Eso es la falsedad. La palabra hebrea «emunah» se traduce también por «fidelidad». Es una característica esencial de Dios junto con la misericordia y suelen ir unidas. «Porque el Señor (YHWH) es bueno, su misericordia es eterna y su fidelidad (emunah) de edad en edad» (Sal 100,5). Según la mentalidad bíblica, que es la que nosotros debemos adoptar, la verdad es aquello que, puesto como fundamento de mi vida, no me defraudará. La Escritura suele decir: «No quedaré confundido». La palabra «amen», entonces, dicha al final del Credo, significa: «Pongo todas estas verdades como fundamento seguro de mi vida y construyo mi vida sobre ellas seguro de no quedar defraudado». Hacer esto es la fe. No es una conquista mía, ni tiene su comienzo en una decisión mía: es un don de Dios. Es un don de Dios en dos sentidos relacionados: Dios nos concede el conocimiento de la verdad -Él es quien la revela- y Dios nos concede el tomar esa verdad como fundamento seguro de nuestra vida. La primera palabra de la Profesión de fe cristiana –creo− y la última –amén− significan lo mismo. 5 El concepto de fe bíblico lo formula Dios de manera muy sintética por medio del profeta Isaías jugando con dos voces (hipil y niphal) de la raíz «aman»: «Si no se afirman, no serán afirmados» (Is 7,9: Im lo taaminu ki lo teemanu). Quiere decir: «Si no se apoyan en mí, no estarán sustentados». En la Biblia hebrea se usa otro concepto para expresar la verdad. Es el sustantivo «emet», que expresa una característica de Dios, que a menudo -como la «emunah» divina- va unida a su misericordia «hésed» haciendo la dupla: «misericordia y verdad (hesed we emet)». Buscada en el diccionario vemos que la palabra «emet» tiene el mismo significado que «emunah»: firmeza, fidelidad, verdad. En estos términos se reveló Dios a Moisés, cuando Moisés pidió a Dios algo imposible para el ser humano: «Dejame ver tu gloria» (Ex 33,18). Dios lo dejará ver sus espaldas y se revelará como un Dios «rico en misericordia y verdad» «Yahveh pasó por delante de él y exclamó: “Yahveh, Yahveh, Dios compasivo y clemente, tardo a la cólera y rico en misericordia y verdad”» (Ex 34,6). «Todas las sendas de Yahveh son misericordia y verdad» (Sal 25,10). «No he escondido tu justicia en el fondo de mi corazón, he proclamado tu verdad (emunah), tu salvación, no he ocultado tu misericordia y tu verdad (emet) a la gran asamblea» (Sal 40,11). Una observación interesante que me hacía notar un rabino sobre la palabra hebrea «emet» es que ella está compuesta por la primera letra del alfabeto hebreo (alef), por la letra del medio (mem) y por la última (thau). Tal vez encontramos una alusión a esto en una fórmula repetida por el libro del Apocalipsis: «Yo soy el alfa y la omega, dice el Señor Dios» (Apoc 1,8; 21,6). «Alfa» y «omega» son la primera y la última letra del alfabeto griego. Dicho en hebreo sería: «Yo soy la alef y la thau», y estaría insinuando la palabra «emet». Es como decir: «Yo soy la verdad». 6 2. La expresión paulina «pistis Christou» La fe es necesaria para salvarse, porque consiste en poner como fundamento de nuestra existencia a Dios que es la verdad, seguros de que no quedaremos defraudados en el desenlace final de la vida. Así podemos entender la afirmación de la Epístola a los Hebreos: «Sin fe es imposible agradar a Dios» (Heb 11,6). No tener fe equivale a desconfiar de Dios y de lo que Él ha revelado. No tener fe es lo mismo que poner otro fundamento de nuestra vida, porque no se confía en que Dios sea sustento firme. Y este dejar de lado a Dios ofende a Dios. Dijimos que después de llegada la plenitud de los tiempos «cuando Dios envió a su Hijo nacido de mujer» (Gal 4,4), en el acto de fe está involucrado Cristo. Comenzamos, entonces, a hablar de la fe cristiana, la única que hoy puede salvarnos. Hablando de Jesucristo, San Pedro, ante el sanedrín, declara: «Él es la piedra, la rechazada por ustedes, los constructores, que se ha convertido en piedra angular y no está en ningún otro la salvación, pues no hay ningún otro Nombre bajo el cielo dado a los hombres en el cual es necesario que nosotros nos salvemos» (Hech 4,1112). Para explicar esa afirmación solemne de San Pedro vamos a analizar un texto fundamental y de gran riqueza de San Pablo: «El hombre no se justifica por las obras de la Ley sino por la fe en Jesucristo» (Gal 2,16). Se trata de ser justo ante Dios, de hacerse grato a Él, en lo cual consiste la salvación. Para alcanzar esto San Pablo niega un medio −las obras de la ley− y afirma otro: «la fe en Jesucristo». El hombre no se hace justo por su esfuerzo en cumplir una ley, aunque sea la Ley de Dios, sino por la «fe en Jesucristo»; en lugar de una cosa en que fundarse, pone una persona; en lugar de la Ley, Cristo. Para entender todo el sentido de esta afirmación −que es central− conviene analizar más de cerca la expresión «fe en Jesucristo», ya que este es el único medio para ser justos ante Dios. La expresión en la lengua original -pistis Christou- tiene dos sentidos, que es imposible encerrar en una traducción española única. Al traducir «fe en Jesucristo», como hacen la mayoría de las Biblias, se pierde parte de su riqueza. En la lengua 7 original griega hay dos cosas relacionadas: «pistis» y «Christos». Es una relación expresada en la lengua griega (y también en la traducción latina «fides Christi»), por el caso genitivo. Literalmente diríamos: la «pistis» de Cristo. Este es el medio de nuestra justificación. La primera acepción de la palabra «pistis», como se encuentra en cualquier diccionario griego, es «fidelidad», es decir, aquello que causa la fe. La «pistis Christou» sería la «fidelidad de Cristo». Por tanto, un primer sentido de la afirmación de San Pablo es este: «El hombre se justifica por la fidelidad de Jesucristo». El hombre se justifica solamente por esa capacidad que tiene Cristo de ser fiel, es decir, de ofrecer un apoyo seguro, estable, firme, que no defrauda a quien se apoya en él; por esa capacidad que tiene Cristo de ser la verdad: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6). En efecto, dirá San Pablo, «nadie puede poner otro fundamento que el ya puesto: Cristo» (1Cor 3,11). En la plenitud del tiempo, él es la Roca en la cual debemos fundar la vida. «Jesús es quien inicia y consuma la fe» (Heb 12,2). Repitamoslo: «El hombre no se justifica por las obras de la Ley sino por la fidelidad de Jesucristo», por algo que Cristo hace. Pero es cierto que la palabra «pistis» también tiene su acepción normal «fe». Según esta acepción, la traducción literal de la expresión paulina es: «El hombre se justifica por la fe de Jesucristo». Esta traducción queda, sin embargo, descartada, porque nunca aparece Cristo como sujeto del acto de fe; nunca es Cristo sujeto del verbo «creer»; no encontramos en el Evangelio la afirmación: «Cristo cree». Si se toma el término griego «pistis» en la acepción «fe», queda en pie sólo la traducción habitual: «la fe en Cristo» y se refiere al acto nuestro de fe, en que Cristo es el objeto. Resulta entonces: «El hombre se justifica por la fe en Jesucristo», que es la traducción habitual. La expresión «pistis Christou» es una expresión que en los estudios bíblicos se califica como «pregnans» (preñada, es decir, que tiene dentro otro sentido); dice estas dos cosas: «la fidelidad de Cristo» y «la fe en Cristo». Estas dos cosas juntas y simultáneas (dichas con la misma expresión) constituyen el acto de fe. El acto de fe es el encuentro de dos cosas: la fidelidad de Cristo que ofrece un apoyo seguro, que no defrauda, y la fe del hombre en Cristo, es decir, el acto por el cual se apoya plenamente en él, seguro de no quedar defraudado. 8 Ninguna Biblia, que yo conozca, opta por traducir el texto de San Pablo diciendo: «El hombre se justifica por la fidelidad de Jesucristo». En general optan por la traducción: «El hombre se justifica por la fe en Jesucristo», poniendo en evidencia la parte nuestra y dejando en la penumbra la parte de Cristo. Si el mismo San Pablo hubiera tenido que traducir al español, es casi seguro que habría optado por la traducción que pone en evidencia la parte que tiene Cristo en la fe que nos justifica. Además, esta traducción es gramaticalmente más obvia pues respeta el caso genitivo. Pronto va a llegar el día en que las Biblias cambien. San Pablo repite la misma expresión en la carta a los Filipenses. Recordando el momento de su conversión a Cristo, afirma que antes de conocer a Cristo, «él era, en cuanto a la Ley, fariseo... y, en cuanto a la justicia que se funda en la Ley, intachable» (Fil 3,5.6). Pero se cumplía en él lo que enseña Jesús en la parábola del fariseo y el publicano. En esa parábola el fariseo también era intachable en el cumplimiento de la Ley: «Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias…». Sin embargo, acerca de éste Jesús declara: «No bajó a su casa justificado» (Lc 18,12.14). Esto lo sabía bien San Pablo, después de su conocimiento de Cristo. Por eso agrega que en adelante espera «ser encontrado en Cristo no teniendo mi justicia, la que proviene de mi esfuerzo por cumplir la Ley, sino la que viene por la pistis Christou -fidelidad de Cristo-fe en Cristo-, la justicia que viene de Dios fundada sobre la fe» (Fil 3,9). Para que el ser humano esté justificado, la primera cosa es la fidelidad de Cristo; porque si el hombre tuviera fe en Cristo, pero Cristo no ofreciera un apoyo seguro, si él no fuera la verdad, entonces «vana sería nuestra fe… y nosotros seríamos los más dignos de compasión de los hombres» (cf. 1Cor 15,17.19). Estaríamos en el caso de todos los que adoran ídolos. Pero no. ¡Cristo es una roca firme! Y permanece tal aunque nosotros no nos fundemos en él: «Si somos infieles, él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo» (2Tim 2,13). Construyendo nuestra vida en él, teniendo fe en él, estamos justificados. Esto es lo que dice el mismo San Pablo: «Bien sé yo en quién tengo puesta mi fe» (2Tim 1,12). Quiero evocar aquí un pasaje famoso de una carta que escribía el 9 gran escritor ruso Dostoievsky a una sobrina acerca de Cristo: «No hay nada tan bello, tan profundo, tan simpático, tan razonable, tan valiente y perfecto como Cristo, y no sólo no hay nada, sino -lo digo con amor celoso- que no lo puede haber. Es más, si alguien me demostrara que Cristo está fuera de la verdad, y que la verdad no estuviese realmente en Cristo, preferiría estar con él más bien que con la verdad… Soy hijo del siglo, un hijo de la incredulidad y de la duda, lo soy al día de hoy y lo seré hasta el fin de mis días. ¡Qué tortura me ha costado y me cuesta aún esta sed de creer, tanto más fuerte en mi alma cuanto más numerosos son los argumentos contrarios para mí! Y, no obstante, Dios me concede momentos en los cuales me siento completamente tranquilo. En esos momentos amo y creo ser amado por los otros. Y me he escrito un Credo, en el cual todo es para mí claro y sagrado. Ese Credo afirma simplemente que no hay nada más hermoso que Cristo» (Dostoievski, 1884). 3. Fundar la vida sobre la Palabra de Cristo El que no cree en Cristo, el que no pone a Cristo como fundamento, en realidad, funda su vida en otras cosas, en el dinero, en el poder, en el placer, en sus propias capacidades, etc. Ha elegido un fundamento frágil; ha construido su vida en un fundamento que no es la verdad y quedará confundido. Cristo es la plenitud de la verdad. El que escucha la palabra de Cristo, se abandona a ella con total confianza y se deja guiar por ella en todas sus acciones estará firme. Jesús lo grafica dando a su palabra una característica que en el Antiguo Testamento pertenece a la Palabra de Dios: «Es como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca» (Mt 7,24). A pesar de todos los embates queda firme, pues el fundamento es firme, no defrauda, es roca. Se trata de no quedar defraudados en el desenlace definitivo de la vida humana, en el desenlace eterno. Jesús lo dice así: «Podrán estar de pie delante del Hijo del hombre» en su Venida (Lc 21,36). Este es el hombre de fe. Una representación viva del acto de fe, que traslada la metáfora de la Roca a la Palabra de Cristo, se encuentra en el Evangelio en el episodio de Pedro caminando sobre las aguas (Mt 14,25ss). Mientras Pedro se 10 apoya en la palabra de Cristo, que le había dicho: «¡Ven!», y pone esa palabra como un fundamento firme, el agua es sólida bajo sus pies y lo sustenta; pero cuando duda y no se apoya plenamente en esa palabra, sino que busca seguridad en otras cosas, el agua ya no lo sustenta y comienza a hundirse. No es que la palabra de Cristo fuera incapaz de apoyarlo; es que él, desconfiando, ya no se apoyaba plenamente en ella. Por eso Jesús lo reprocha: «(Hombre) escaso de fe. ¿Por qué dudaste?». Cristo es fiel: «No puede negarse a sí mismo» (2Tim 2,13). Aunque nosotros no lo tomemos como fundamento él sigue siendo la roca: «Si nosotros no creemos, él permanece fiel» (Ibid.). Pero si nosotros lo tomamos como lo que es, el fundamento, entonces se produce lo que él repite: «Que como has creído, así te suceda» (Mt 8,13; 9,29). La fe pone el poder de Cristo a nuestra disposición: «Mujer, grande es tu fe: que te suceda como deseas» (Mt 15,28). 4. Necesidad de la memoria Para tratar sobre la parte que tiene la Sagrada Escritura en el incremento de nuestra fe, como alimento de nuestra fe, debemos observar que en la Biblia, cuando se trata de la fe, más que las facultades de voluntad e inteligencia, se destaca la memoria. La fe tiene relación con la memoria de las acciones salvíficas de Dios. La memoria es una de las facultades esenciales del ser humano. San Agustín desarrolla la idea de que se da una analogía de la Santísima Trinidad en las facultades de la memoria, la inteligencia y la voluntad. Al libro X de su Tratado sobre la Trinidad le da el título: «Libro X: Donde se muestra que en la mente del hombre hay una trinidad y que ella aparece de manera muy clara en la memoria, inteligencia y voluntad» (PL 42, col 971 ss). Esta analogía significa que las tres facultades, lo mismo que las Personas de la Trinidad, son distintas, pero están plenamente implicadas en la actividad de la mente humana. No se puede entender y desear lo que no está en la memoria. En la conclusión del tratado, San Agustín formula una hermosa oración dirigida a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, una de cuyas frases es esta: «Meminerim tui, intelligam te, diligam te» (Haz que yo me acuerde de ti, que te entienda, que te ame). (PL 42,1098). 11 Si nada se entiende que no esté en la memoria, debemos poner en nuestra memoria aquellas cosas que amamos y deseamos tener como fundamento de nuestra vida, aquellas cosas que son objeto de nuestra fe, con el fin de alcanzar una comprensión siempre mayor y siempre nueva de ellas. Esto ocurre, sobre todo, con aquellas realidades que son superiores a nosotros y que nuestra inteligencia nunca podrá agotarlas pero que siempre pueden crecer en comprensión. Esto ocurre, sobre todo, con Dios y con la Palabra de Dios que nos ha sido transmitida en plenitud en Jesucristo. San Gregorio decía: «Divina eloquia cum legente crescunt» (S. Homilía sobre Ez 1,7.8: PL 76, 843 D, Cat 94). Por eso, San Pablo da a su discípulo Timoteo el consejo: «Acuerdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, descendiente de David, según mi Evangelio» (2Tim 2,8). Equivale a decirle: Tenlo siempre en la memoria. Para que nosotros podamos tener a Cristo en la memoria y podamos confesar lo mismo que San Pablo: «Bien sé en quién he puesto mi fe», es necesario nutrirse diariamente de la Escritura, pues como dice otro grande, San Jerónimo: «Ignorar la Escritura es ignorar a Cristo». El contenido de la fe, la verdad revelada, la Palabra que Dios habló al mundo, no la habló para que estuviera registrada en libros materiales. Los libros son materiales y están fuera de mí. Dios habló al mundo para que su Palabra quedara registrada en la memoria de los hombres y allí fuera fecundada por la acción del Espíritu Santo, que concede una comprensión siempre nueva destinada a transformar la vida de los seres humanos. En efecto, los libros de la Biblia recibieron la forma escrita después de siglos de transmisión oral, de padre a hijo. Un lugar privilegiado para la transmisión de la Palabra de Dios conservada en la memoria del pueblo -lo que llamamos «tradición»- es el culto. En el culto se desarrolló el concepto bíblico de «memorial». La intervención salvadora fundamental del Antiguo Testamento, con la cual Dios se formó a su pueblo, fue la liberación de la esclavitud de Egipto. Dios se refiere a su pueblo en términos de profundo amor y solicitud, cuando manda decir al faraón por medio de Moisés: «Así dice el Señor: Israel es mi hijo, mi primogénito. Yo te he dicho: "Deja ir a mi hijo para que me dé culto," pero, como tú no quieres dejarlo partir, mira que yo voy a matar a tu hijo, a tu primogénito» (Ex 4,22-23). Todos conocemos la intervención de Dios, quien, por medio de las plagas, venció la resistencia 12 del faraón y liberó a su pueblo de la esclavitud y luego, por medio de la división del Mar Rojo, lo hizo escapar de la persecución del faraón y su ejército. En adelante, se debían recordar continuamente esos hechos y transmitir su memoria en el culto. El mismo día en que Dios iba a herir a los primogénitos de Egipto -la última plaga-, los israelitas debían celebrar la Pascua y con la sangre del cordero inmolado untar los postes de las puertas de sus casas para que no los tocara la plaga exterminadora. En esa ocasión Dios les manda decir por medio de Moisés: «Este será un día memorable para ustedes, y lo celebrarán como fiesta en honor del Señor de generación en generación. Decretarán que sea fiesta para siempre» (Ex 12,14). Un «día para la memoria». Esos hechos obrados por Dios debían conservarse en la memoria y transmitirse de generación en generación: «Cuando les pregunten sus hijos: “¿Qué significa para ustedes este rito?", responderán: "Este es el sacrificio de la Pascua del Señor, que pasó de largo por las casas de los israelitas en Egipto cuando hirió a los egipcios y salvó nuestras casas."» (Ex 12,26-27). En los siglos anteriores a Cristo no había mucho material de escritura y no se podía disponer de un relato escrito de los hechos que había que recordar. Esos hechos se conservaban en la memoria del padre de familia y él los recitaba cada año en el momento de comer el cordero Pascual. Era parte del rito: «Acuerdense de este día en que ustedes salieron de Egipto, de la casa de servidumbre, pues el Señor los ha sacado de aquí con mano fuerte… En aquel día harás saber a tu hijo: "Esto es con motivo de lo que hizo conmigo el Señor cuando salí de Egipto". Y esto te servirá como señal en tu mano, y como memorial ante tus ojos, para que la ley del Señor esté en tu boca; porque con mano fuerte te sacó el Señor de Egipto. Guardarás este precepto, año por año, en el tiempo debido» (Ex 13,3.8-10). El relato de todas las plagas de Egipto, de la institución de la Pascua, del paso del Mar Rojo y todo lo que ahora nosotros tenemos cómodamente escrito en un libro que podemos tener a mano, los israelitas lo tenían en la memoria y lo recitaban: era para ellos «un memorial ante sus ojos» y de esta manera, «la ley del Señor estaba en su boca», es decir, hablaban sobre ella y la enseñaban. 13 Un evento y unas palabras que están en la memoria, son continuamente fecundados y entregan siempre ulteriores comprensiones. La comprensión última y más plena se las dio Jesucristo. A esto se refiere Lucas en el relato de los discípulos de Emaús: «“¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?”. Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras» (Lc 24,26-27). Esos discípulos tenían en su memoria esos textos, es decir, «lo que había sobre él en todas las Escrituras», pero en ese momento adquirió un sentido nuevo y pleno; entendieron que se referían, en último término, a Cristo. Para que ellos pudieran alcanzar esa comprensión y pudieran volver a Jerusalén diciendo: «Es verdad…», era necesario que conocieran las Escrituras, que las tuvieran en la memoria. Para que la Escritura alcance su objetivo nosotros debemos leerla y tenerla en nuestra memoria. Esta es la parte nuestra. Pero su comprensión la concede Cristo resucitado. Lo leemos en Lucas, cuando relata la aparición de Jesús a los discípulos reunidos, después del regreso de los discípulos de Emaús. Jesús les dice: «”Estas son aquellas palabras mías que les hablé cuando todavía estaba con ustedes: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí”. Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras» (Lc 24,44.45). Lo que estaba escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos los discípulos lo conocían; lo que no habían entendido es que todo eso se refería a Cristo. La comprensión de eso, se la concedió Cristo, se la concedió el contacto con Cristo vivo: «Les abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras». Para que esta apertura se pueda producir el antecedente necesario es conocer las Escrituras, hacer de ellas nuestro alimento diario. Fue necesario que Juan conociera las Escrituras y las tuviera en la memoria para que pudiera hacer el acto de fe que hace ante la tumba vacía de Jesús: «Entonces entró (al sepulcro) también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó, pues hasta entonces no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos» (Jn 20,8-9). Lo que vio -las vendas en el suelo y el sudario plegado aparte- y lo leído en la Escritura podía tener muchas otras 14 interpretaciones. Pero el Evangelio dice: «Creyó». Lo que creyó supera infinitamente lo que vio y lo que leyó. Creyó que Jesús había resucitado y en ese momento le pareció claro que eso era lo que afirmaba la Escritura. El acto de fe es un don de Dios que supera infinitamente lo visto y leído, pero que requiere de algo que se ofrezca a la vista. Vio una cosa -el sepulcro vacío- y creyó otra que trasciende lo visto y que no se deduce necesariamente de esa experiencia visual: creyó que Jesús había resucitado. En esto difiere la fe de la ciencia. La ciencia experimental parte de una información dada por los sentidos y deduce de allí una verdad que es estrictamente proporcional a lo experimentado. Es una verdad natural, científica. En el acto de fe lo creído supera a lo visto y no se deduce necesariamente de lo visto, pero se da con ocasión de algo visto. Esto es lo que dice el Santo Padre Francisco en su encíclica «Lumen fidei» cuando dice que el acto de fe tiene una estructura sacramental: «Si bien, por una parte, los sacramentos son sacramentos de la fe, también se debe decir que la fe tiene una estructura sacramental. El despertar de la fe pasa por el despertar de un nuevo sentido sacramental de la vida del hombre y de la existencia cristiana, en el que lo visible y material está abierto al misterio de lo eterno» (Lumen fidei, 40). Esto ocurre con el sacramento fundamental que es la humanidad de Cristo: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9). Ve a Jesús Pilato o los sumos sacerdotes y no ven más que un hombre; lo ve Juan y ve a Dios: «Hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14). Esta estructura sacramental alcanza su punto culminante en la confesión de fe de Tomás: vio ante sí a Jesús resucitado, con las señas de su pasión, que es una experiencia visible y sensible, y confesó algo que no puede verse: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28). La sentencia final de Jesús no es necesariamente un reproche, porque Jesús reconoce que Tomás ha creído, es una afirmación de la estructura sacramental del acto de fe: «Porque me has visto has creído» (Jn 20,29). Lo que has creído -la divinidad de Jesús resucitado-, supera infinitamente lo visto. También Lázaro resucitó y nadie lo confesó como Dios. En el día final resucitaremos también nosotros con nuestro cuerpo glorioso y seguiremos siendo seres humanos. De la resurrección de Jesús no se deduce su divinidad; la confesión de la divinidad se da con ocasión de algo que se ve, pero lo supera infinitamente: es un don de Dios que 15 compromete no sólo la inteligencia, sino también la voluntad y la memoria. Es un acto de fe: «Has creído». Las verdades que se conocen por la fe son menos claras que las verdades que se conocen por la ciencia experimental o por la deducción filosófica o matemática; pero son mucho más ciertas, mucho más firmes y comprometen la vida. Nadie está dispuesto a dar la vida por una verdad científica o matemática; muchos han dado la vida por las verdades fe. El martirio se define como un testimonio de fe. Dada esta estructura sacramental del acto de fe, es decir, que Dios concede la fe con ocasión de algo visto, es necesario el testimonio de los creyentes: «Que vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre de ustedes que está en el cielo» (Mt 5,16). La deducción normal de la frase sería: «Que los glorifiquen a ustedes». Pero no, a causa de eso que se ve, se concibe un movimiento de alabanza a Dios, un acto de fe. Para que Dios conceda la fe es necesario el testimonio de toda la vida de la Iglesia, especialmente de la celebración de su liturgia y del servicio de la caridad. Por eso es tan importante celebrar la liturgia respetando su naturaleza, obedeciendo fielmente a las normas litúrgicas, para que se vea que lo que celebramos es un misterio que nos supera y que debemos servir y no una realidad inferior que podemos manejar. De la liturgia surge el impulso de la caridad, que es el otro testimonio necesario: «Que todos sean uno (por la fuerza unitiva del amor)… para que el mundo crea…» (Jn 17,21.23). 5. El Espíritu Santo les recordará todo lo que yo les he dicho En la última cena, Jesús celebró la Pascua con sus discípulos: «Con ansia he deseado comer esta Pascua con ustedes antes de padecer» (Lc 22,15). Él también hizo «memoria» de los hechos en los cuales Dios intervino para salvar a su pueblo, sobre todo, la liberación de Egipto. Pero lo nuevo y más impactante es que él da inicio a un culto nuevo, cuando instituye la Eucaristía y ordena: «Hagan esto en memoria mía» (Lc 22,19; 1Cor 11,24.25). Esta orden debió ser impactante. En adelante la Pascua se celebra en memoria de Cristo. Esto no quiere decir que todo lo anterior -la memoria de los hechos salvíficos del pasadoquede suprimido; quiere decir que alcanza su sentido último y definitivo en 16 Cristo. Esto es lo que tenemos que hacer los cristianos ahora; tenemos que hacer memoria de Cristo, tenemos que tener en la memoria sus palabras y sus hechos, sobre todo, los eventos de su pasión, muerte y resurrección. Estos relatos fueron los que primero recibieron una forma y se empezaron a transmitir oralmente, hasta que recibieron su forma escrita varios años -al menos, unos veinte años- después. Jesús confía en que nosotros tenemos toda su enseñanza y los hechos de su vida en la memoria, porque gracias a este recuerdo es que esas palabras suyas y acciones suyas pueden ser fecundadas por el Espíritu Santo y alcanzar una comprensión que transforme nuestras vidas: «Les he dicho estas cosas estando entre ustedes. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, él les enseñará a ustedes todo y les recordará todo lo que yo les he dicho» (Jn 14,25-26). Lo dicho por Jesús -«todo lo que yo les he dicho»- los apóstoles ya lo tenían en la memoria; pero esperaba alcanzar su pleno sentido. Esto se consigue gracias a la acción del Espíritu Santo. A esta acción se refiere Jesús por medio de dos verbos: «les enseñará… les recordará». El Espíritu Santo no habla nuevas palabras; él «recuerda», en el sentido de hacer comprender «todo lo que Jesús ha dicho». La acción del Espíritu Santo se puede describir como un «hacer caer en la cuenta», hacer comprender algo que antes no se había comprendido; y también hacer que se haga vida. Para que esta acción sea posible es absolutamente necesario que estén ya en la memoria las palabras de Cristo, es necesario que se conozcan bien sus parábolas, sus milagros, los episodios de su vida, su muerte y resurrección. Gran parte de su enseñanza Jesús la presenta de manera que pueda ser memorizada. Él se revela no sólo como la Verdad, sino además como un maestro insuperable, buen conocedor de los procedimientos mnemotécnicos (que permitan fácil memorización). Jesús sabía que su auditorio no contaba con memorias electrónicas, ni papel, ni medios para tomar nota. La enseñanza debía quedar escrita directamente en la memoria. Por eso usa los paralelismos, las repeticiones, los versos y estrofas. Todos reconocemos que muchas de sus sentencias las tenemos en la memoria gracias a esos procedimientos suyos. Por eso en las traducciones del Evangelio hay que respetar esas técnicas literarias que él se esforzó por aplicar. 17 6. Conservar en la memoria las palabras de Jesús En el curso de su vida Jesús dijo cosas que los discípulos registraron, pero que no entendieron en ese momento; las entendieron después, gracias a que las tenían en la memoria. Por ejemplo, cuando Jesús adoptó una actitud insólita en la purificación del templo echando fuera a los vendedores por medio de un látigo, el evangelista observa que los discípulos después comprendieron esa acción: «Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: El celo por tu Casa me devorará» (Jn 2,17). Para entender esa acción tenían que tener memorizado el Salmo 69,10: «Me devora el celo por tu casa». Si no hubieran tenido este Salmo en la memoria, nunca habrían entendido esa acción. Para conocer a Cristo es necesario tener en la memoria toda la Escritura, también el Antiguo Testamento. En ese mismo episodio Jesús dijo una sentencia que sus discípulos no entendieron: «Destruyan este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2,19). Pero conservaron esas palabras de Jesús en la memoria y en su momento las entendieron: «Cuando resucitó de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús» (Jn 2,22). Podemos recordar un episodio en que se reprocha a los discípulos no haber conservado las palabras de Jesús en la memoria. Él había anunciado con insistencia que después de muerto «al tercer día resucitaría». Pero esas palabras no tenían sentido para ellos en el momento en que fueron dichas y no fueron retenidas. Por eso, las mujeres van al sepulcro, donde había sido depositado el cuerpo de Jesús, con los ungüentos necesarios para embalsamarlo, es decir, para dejarlo fijo en la muerte. Ya no esperan nada ulterior, porque no habían conservado sus palabras en la memoria. Llegadas al sepulcro se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco que les reprochan no haber recordado: «¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado. Recuerden cómo les habló cuando estaba todavía en Galilea, diciendo: "Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado, y al tercer día resucite”. Y ellas recordaron sus palabras» (Lc 24,5-8). «Recordaron» en el sentido de que 18 «cayeron en la cuenta», se iluminaron, y, desde ese momento, la vida de ellas cambió completamente. La Virgen María nos ofrece la actitud que debe tener todo discípulo de Cristo ante sus palabras y acciones. En dos ocasiones San Lucas destaca esta actitud: «María guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón… Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón» (Lc 2,19.51). Hay que considerar que en hebreo el término para decir «palabra» y «cosa, asunto» es el mismo: «dabar». María conservaba, entonces, todas las palabras y los hechos de Jesús en la memoria y los meditaba continuamente. Por eso, ella no está entre las mujeres que van al sepulcro de Jesús con ungüentos para embalsamar el cuerpo de Jesús. Ella sí se acordaba de que Jesús había anunciado que resucitaría al tercer día. 7. La memoria viva es fuente de fe Hemos tratado de explicar el lugar que tiene la memoria, porque hoy día confiamos mucho en las memorias electrónicas, que son de gran potencia, pero cuyo contenido no puede hacerse vida en nosotros, no puede alimentar nuestra fe. La Biblia entera la tenemos ciertamente en la memoria de nuestro smartphone; pero allí la Palabra de Dios no puede recibir la iluminación del Espíritu Santo. Mientras permanezca sólo allí es estéril para nuestra vida de fe. Los cristianos tenemos que decidirnos a estudiar y retener en la memoria la enseñanza de Cristo, conocer bien sus hechos y dichos y poder repetirlos, es decir, tenerlos en la memoria. El hombre de fe debe conocer las Escrituras; debe tenerla en la memoria porque allí encuentra el fundamento de su vida, allí encuentra la verdad en que construye su vida, seguro de quedar firme. Sólo si tenemos esas verdades en nuestra memoria es posible que podamos vivir de ellas. No debemos confiarnos de que tenemos la Biblia de Jerusalén en la memoria de nuestros aparatos electrónicos. Esos aparatos son una memoria muerta que no puede vivificar esos contenidos. Un sencillo episodio puede ayudarnos a comprender. El gran doctor de la Iglesia San Francisco de Sales cuenta que durante su predicación y su enseñanza del catecismo al pueblo, venía su madre y se ponía entre su 19 auditorio. Entonces un día él le preguntó qué podía agregarle su predicación a ella, si todo eso que él predicaba, lo había aprendido del catecismo que ella le había enseñado. Ella le respondió: «Todo eso yo lo sabía, pero recién ahora, gracias a tu predicación, estoy entendiendo su sentido profundo». 8. La Escritura se abre a la fe y alimenta la fe Para que la Escritura sea alimento para nuestra fe, la fe ya debe existir. Sólo puede ser alimentado lo que ya vive. Por eso es requisito indispensable leer la Escritura con fe. De lo contrario ella misma es letra muerta. Podemos decir que la Sagrada Escritura es la Palabra de Dios, sí y no. La Biblia es pública y puede leerla cualquiera persona. Si la lee por curiosidad una persona sin fe, para ella no es la Palabra de Dios; puede ser, a lo más un hecho cultural. Para que la Escritura sea la Palabra de Dios es necesario leerla en Cristo dentro de la fe de la Iglesia. Entonces Dios me habla cuando la leo. San Agustín, que es reconocido como uno de los que mejor ha comprendido la Escritura y cuya interpretación en la mayoría de los puntos es definitiva, expone su experiencia personal en su aproximación a la Escritura: «Me volví a las Sagradas Escrituras para ver cómo eran. Y he aquí lo que veo: un objeto oscuro a los soberbios... Un ingreso bajo, después un corredor excelso y envuelto de misterios. Yo no era capaz de doblegar el cuello y plegarme a su andar... Tuve la impresión de una obra indigna de la majestad ciceroniana. Mi orgullo se horrorizaba de su modestia y mi vista no penetraba su interior. Esa obra, en cambio, está hecha para crecer con los pequeños; pero yo no me dignaba a hacerme pequeño e, inflado de orgullo, me creía grande» (Confesiones III,5,9). Sin ir más lejos, ni siquiera el pueblo de Israel, con haber sido el receptor de la Escritura antigua, puede entenderla, porque no aceptan a Cristo. San Pablo dice que la leen con un velo delante de los ojos: «Se endurecieron sus inteligencias. En efecto, hasta el día de hoy en la lectura del Antiguo Testamento ese mismo velo permanece no descubierto (está 20 hablando del velo que se ponía Moisés sobre el rostro cuando salía de la presencia de Dios), pues sólo en Cristo es quitado… Hasta el día de hoy, siempre que se lee a Moisés, un velo está puesto sobre sus corazones. Y cuando se produce la conversión al Señor, se arranca el velo» (2Cor 3,1416). La absoluta necesidad de Cristo en la lectura de la Escritura la afirma el mismo Cristo. Discutiendo con los judíos, Jesús entra en el tema de la lectura de la Escritura: «Ustedes no han oído nunca su voz (se refiere a su Padre), ni han visto nunca su rostro, ni habita su palabra en ustedes, porque no creen al que Él ha enviado. Ustedes investigan las Escrituras, ya que creen tener en ellas vida eterna; ellas son las que dan testimonio de mí; y ustedes no quieren venir a mí para tener vida» (Jn 5,37b-40). Para nosotros es una afirmación de que la Escritura debe leerse concediendo la absoluta prioridad a la Eucaristía que es el Sacramento de la presencia viva de Cristo. El Catecismo nos advierte contra la lectura de la Escritura separados de la vida de la Iglesia y del contacto vivo con Cristo en la Eucaristía afirmando que el cristianismo no es una religión del libro: «La fe cristiana no es una “religión del Libro”. El cristianismo es la religión de la “Palabra” de Dios, “no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo” (S. Bernardo, Hom. miss. 4,11). Para que las Escrituras no queden en letra muerta, es preciso que Cristo, Palabra eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la inteligencia de las mismas (cf. Lc 24,45)» (Catecismo N. 108). La Escritura es Palabra de Dios y alimento para nuestra fe, si es leída dentro de la vida de la Iglesia y por alguien que conduce una vida eucarística, un contacto con Cristo mismo; pero es letra muerta, si es leída independientemente de la vida de la Iglesia, esperando que Dios me diga algo a mí. Para que en la lectura de la Escritura me hable Dios es necesario leerla en la tradición de la Iglesia y esto se consigue adhiriendo plenamente a la fe de la Iglesia que está formulada en el Catecismo de manera insuperable, y es necesario leerla en comunión de vida con Cristo. Esto se consigue conduciendo una vida eucarística, participando de ella, al menos, cada domingo. Una de las razones del alejamiento de la Palabra de Dios de la vida de los cristianos es la escasa participación en la Eucaristía dominical. Si 21 no se acude a Cristo, que se nos da en la Eucaristía, no se encuentra en la lectura de la Escritura la Palabra de Dios como alimento de la fe. Hoy día todos pueden llevar consigo toda la Biblia en el bolsillo. Pero esto no quiere decir que se lea más y que al leerla se reciba la Palabra de Dios. Muchas veces se piensa que se ha hecho un buen trabajo de difusión de la Palabra de Dios porque se ha distribuido la Biblia. Pero en esto mismo hay desorientación. Hay un exagerado aprecio por el libro y a menudo se hace una celebración para entregarlo y se pide la bendición del mismo. Pero no hay el mismo aprecio por la tradición de la Iglesia en la cual esa lectura permite captar la Palabra de Dios. Esto se nota en el mucho menor interés que ha despertado el Catecismo de la Iglesia Católica, que contiene la tradición y el magisterio. El conocimiento del Catecismo es la mejor introducción a la lectura de la Biblia. Si no se conoce el Catecismo, en la lectura de la Biblia, no se recibe la Palabra de Dios. Para que la Escritura alimente la fe debe actuar el principio que indica la Dei Verbum: «La Escritura debe ser leída en el mismo Espíritu en que fue escrita» (DV 12). Además de la fiel aceptación de la tradición de la Iglesia y del magisterio y de haber comprendido el sentido literal, es necesaria la acción interior del Espíritu Santo. Es posible entender el sentido de cada palabra y también el sentido de toda una sentencia, pero, si no actúa el Espíritu Santo, no entra en el corazón y no alimenta la fe. Todos entendemos –por ejemplo– lo que quiere decir Jesús cuando afirmó: «Separados de mí no pueden hacer nada» (Jn 15,5), tanto más que él lo explica por medio de la analogía de la vid y los sarmientos. Pero, si no actúa el Espíritu Santo, no lo creemos o no lo vivimos. Por eso para captar la Palabra de Dios y entrar en conversación con Dios hay que estar en gracia de Dios y buscar seriamente la santidad, es decir, tiene que actuar en el corazón el Espíritu Santo. Hay que procurar la santidad, porque muchas de las palabras de Jesús están dichas para el nivel de los santos y son comprendidas por ellos. Por ejemplo: «Todo lo que pidan en mi nombre lo obtendrán». Esta frase la lee Santa Teresa del Niño Jesús y le parece obvia, porque para ella es una experiencia viva. «Como el Padre me ha amado a mí, así los he amado yo a ustedes». Esta frase la lee el Santo Cura de Ars y capta su 22 profundidad. «Amense unos a otros como yo los he amado». Lee esto San Maximiliano Kolbe y lo entiende, porque él entregó su vida por un compañero. «Al que te golpee en una mejilla presentale la otra», «Amen a sus enemigos», etc. El principal problema que se percibe es la relación entre el Magisterio de la Iglesia y la Escritura. Se piensa que la Escritura es lo verdaderamente importante, mientras que el Magisterio de la Iglesia es secundario. La Escritura se transforma en alimento cuando se lee en gracia de Dios, dentro de la participación activa de la vida de la Iglesia y en obediencia al magisterio de la Iglesia; entonces se transforma en el medio para dialogar con Dios y en este contacto con Dios nuestra fe crece. Concluyamos con las palabras del Salmo 77, que nos invita a recordar las obras de Dios. Este recuerdo es el alimento continuo de nuestra fe: Sal 77,12-14: Recuerdo las obras del Señor; Sí, recuerdo tus maravillas que son desde antiguo. Proclamo todas tus obras y en tus hazañas medito continuamente. Dios mío, tu camino es la santidad, ¿qué dios es grande como nuestro Dios?