El complejo de inferioridad ÁMBITO JURÍDICO

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ÁMBITO JURÍDICO
El complejo de inferioridad
“Los colombianos deberíamos emprender estudios más serios y más integrales de
derecho comparado, en los que abandonáramos el complejo de inferioridad como
principal característica de nuestro interés por el derecho de otros”
En un reciente artículo del latinoamericanista Jorge Esquirol (Florida International
University), se examina el profundo complejo de inferioridad que parece asaltar a las
instituciones jurídicas de América Latina. Según el autor, el complejo de inferioridad
consiste en demeritar sistemáticamente las propias instituciones frente a las de otros,
suponiendo, de un lado, que todo lo propio es disfuncional, politizado e ineficaz, mientras
que se imagina, del otro lado, que las instituciones político-jurídicas de otros países
prestigiosos son por naturaleza altamente funcionales, eficaces y despolitizadas.
Las fuentes de esta visión distorsionada son múltiples: así, por ejemplo, nuestra
idealización del “primer mundo” jurídico es tan solo un ejemplo más del esnobismo cultural
que permea nuestras actitudes cotidianas. Cuando se piensa en “Francia”, “Alemania” o
“EE UU” (así, entre comillas), es como si no estuviéramos al frente de sociedades reales,
sino de entes abstractos que han llegado de manera mágica a resolver los múltiples
problemas que aquí parecen irresolubles: en primer lugar, parece que en todos estos
países el derecho es un intermediario técnico y neutral de la política y que la política allá
no tiene largos tentáculos que le permitan alcanzar el derecho y “desnaturalizarlo”. Esta
visión prístina e impoluta de otros sistemas normativos (en la que se desconocen o
ignoran sus inconsistencias, yerros y disfuncionalidades) parece ser, además, la causa
directa del bienestar económico del que disfrutan estas sociedades.
Según Esquirol, la idea de que nuestro derecho es “fallido” se ha enraizado
definitivamente en la imaginación tanto de legos como de profesionales del derecho. Que
nuestro derecho sea “fallido” significa que no tiene el mismo “éxito” de sus contrapartes
del norte: parece, en primer lugar, que muchas de nuestras normas se encuentran mal
diseñadas y que, por tanto, son ineficaces para alcanzar los objetivos que dicen tener. Se
sostiene, en segundo lugar, que quienes practican el derecho, pero particularmente los
jueces y funcionarios públicos, son marcadamente ineficientes y corruptos. Finalmente, se
piensa que la eficacia del derecho latinoamericano (es decir, la posibilidad de que sus
sanciones se apliquen de manera consistente frente al ilícito) está minada por niveles
exorbitantemente altos de impunidad. En su formulación más radical, se llega a decir que
el derecho de América Latina tiene deficiencias tan serias que en realidad no cumple con
los requisitos mínimos exigidos por el rule of law.
Sería tonto, y ciertamente esa no es mi intención, pretender que todo funciona bien. Sin
embargo, es tan irreal decir que el sistema jurídico de Colombia es inmaculado, como
aceptar que en toda comparación siempre salimos perdiendo. Creer, como hacemos, que
las propias instituciones son sistemáticamente ineficientes y corruptas afecta la
legitimidad de las mismas. Y la eficiencia y honestidad a la que se aspira es siempre un
tema comparativo: ¿cómo son en realidad los paradigmas a los que aspiramos?
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¿Tenemos en realidad una comprensión crítica y completa de los sistemas extranjeros o
solo narraciones apologéticas del desarrollo institucional de estos países prestigiosos?
Para ilustrar esta tesis, quisiera hablar brevemente de un tema común que enfrentan por
estos días las justicias penales de EE UU y Colombia. En ambos países está sobre el
tapete una intensa polémica sobre la autonomía política y técnica de los fiscales del
sistema penal. En Colombia, bien lo sabe el lector, estamos discutiendo el papel que han
tenido los grupos armados irregulares sobre la vida política del país y los niveles de
responsabilidad que deben asumir los políticos por haber aceptado esa simbiosis de
formas de lucha. Atacar este fenómeno exige, por tanto, tener capacidad de investigar y
sancionar a políticos poderosos que buscarán evitar consecuencias en su contra. En la
lucha contra la corrupción política, se requiere, por tanto, de instituciones fiscales y
judiciales autónomas e independientes que puedan soportar las múltiples presiones que
este tipo de casos complejos generan.
El problema, sin embargo, tiene otra arista: investigar, incriminar y sancionar a políticos,
no solo los desfavorece a ellos personalmente, sino que tiene inevitables consecuencias
sobre sus propios partidos y dirigencias. Un excesivo enfoque en la “parapolítica” ha
llevado a muchos (empezando por el Presidente de la República) a exigir un mayor
balance en aras de que, al mismo tiempo, también se investiguen los tentáculos de la
“guerrillopolítica”. La lucha contra la influencia de los violentos en la política puede
terminar minando la legitimidad de partidos políticos de derecha o de izquierda, según sus
representantes locales o nacionales hayan tenido connivencias con alguna de las formas
de violencia política que se presentan en el país.
Estas aguas traicioneras solo se pueden navegar institucionalmente con la ayuda de un
sistema fiscal y judicial que sea tan independiente que no se le pueda reprochar
inclinación partidista alguna. Considere el lector el problema profundo que al respecto se
está dando en EE UU. Allá el Fiscal General del presidente Bush es un miembro directo
de su gabinete y no cuenta con las relativas garantías de independencia institucional del
colombiano. El fiscal Gonzales lucha desesperadamente por seguir en su puesto: se le
reprocha el haber despedido a ocho fiscales federales por investigar casos de corrupción
política de republicanos o por negarse a investigar a demócratas. El Washington Post,
además, reportó que cerca de un tercio de los fiscales federales designados durante el
periodo de Bush son aliados ideológicos y políticos.
Los fiscales deciden a quién investigar dentro del marco de sus posibilidades y recursos
técnicos, políticos y morales y dentro de las garantías que les ofrece el marco
institucional: ¿investigamos a republicanos o a demócratas se preguntan en EE UU?
¿Investigamos a los parapolíticos o a los guerrillopolíticos? ¿Cree el lector, por lo dicho,
que están más cerca en EE UU de resolver la cuestión, siempre difícil, de quién, entre los
ratones, le pone el cascabel al gato?
La comparación en derecho siempre ha sido enormemente desigual. Y me parece que ya
es hora de ir mostrando los aspectos de falso espejismo que tiene esa desigualdad: la
creencia ingenua que siempre hay de un sistema superior o plenamente desarrollado que
resuelve los problemas sin los detalles antiestéticos de la política y de los choques de
intereses. Los colombianos deberíamos emprender estudios más serios y más integrales
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de derecho comparado, en los que abandonáramos el complejo de inferioridad como
principal característica de nuestro interés por el derecho de otros. Cuando se dice, como
se hace con frecuencia, que nuestro sistema jurídico es el del unrule of law, deberíamos
hacer como el niño imprudente del cuento clásico, que se dio cuenta de que el emperador
en realidad venía desnudo.
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