Ave Javier: respuesta al profesor Javier Tamayo

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ÁMBITO JURÍDICO
¡Ave Javier!
“… en los Estados de derecho contemporáneos, hasta la ley está abierta al escrutinio
constitucional, porque se acepta que incluso ella puede instaurar normas marcadamente
deficitarias en la protección de los derechos fundamentales…”
En su última columna, el distinguido tratadista y abogado Javier Tamayo sigue
empecinado en ofrecer interpretaciones erróneas de mi libro El derecho de los jueces.
No me atrevería a polemizar con tan dilecto amigo y jurista si no fuera por el hecho que
sus afirmaciones son, esta vez, francamente inaceptables. En esta oportunidad Javier me
acusa de un grave pecado: el punto esencial consiste en afirmar que en Colombia existe
una teoría, a la que él denomina “nuevo derecho”, y que su núcleo básico consiste en
sostener una marcada aversión por la ley. Esta aversión por la ley radicaría entonces en
afirmar que el principio de legalidad no es importante en nuestro sistema jurídico y que, en
consecuencia, los jueces estarían en libertad de fallar según su propio juicio o criterio,
imponiendo así su personalísima noción de equidad o justicia para el caso concreto. El
nuevo derecho sería, entonces, el regreso a la justicia del Cadí, tal y como quedó descrita
por Max Weber en Economía y Sociedad. Más aún, advierte escandalizado Javier: según
el nuevo derecho estos cadíes contemporáneos podrían violar el principio de legalidad
para tomar decisiones que afectan el erario público y de esa forma terminar realizando
masivas transferencias de ingreso y riqueza entre ciudadanos y entre estos y el Estado.
De una lectura atenta de los escritos e intervenciones de Javier en los últimos tiempos,
mucho me temo que su argumento pretende hacer lo siguiente: Javier arrancó en su
polémi-ca siendo un defensor a ultranza del principio estricto de legalidad, aunque ahora,
luego de larga meditación y lectura, acepta que se trata de un principio jurídico entre otros
y que, en ocasiones, debe ceder ante la primacía, por ejemplo, de los derechos
fundamentales de las personas. A esta aceptación la podríamos denominar el “principio
de constitucionalidad” y este no implica, de ninguna forma, la eliminación del principio de
legalidad. Tan solo implica que, en los Estados de derecho contemporáneos, hasta la ley
está abierta al escrutinio constitucional, porque se acepta que incluso ella puede instaurar
normas marcadamente deficitarias en la protección de los derechos fundamentales y que
resulta conveniente tener mecanismos extralegislativos para ventilar y decidir tales casos.
Contrario a lo que piensa Javier, el principio de constitucionalidad es parte de una lucha
histórica por tener en Colombia una democracia más profunda: algunas de sus primeras
manifestaciones se remontan al primer decenio del siglo XX, cuando los liberales
reclamaron el control de constitucionalidad sobre las leyes emanadas de Congresos
monolíticamente conservadores. La ley, para la generación de los Mil Días, se había
convertido en un instrumento de dictadura pseudodemocrática: la ley lo valía todo y era
incontestable, claro, siempre que mi propio partido tuviera las mayorías congresionales. El
país tuvo su primer periodo largo de estabilidad constitucional y crecimiento económico
sostenidos cuando las facciones civilistas de los partidos lograron, en 1910, crear un
pacto constitucional que incluía, entre otras cosas, el control de constitucionalidad de las
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leyes. Este mecanismo cimentó, por primera vez, la confianza entre partidos doctrinarios
que preferían gobernar con sus propias verdades y, además, volverlas obligatorias en la
ley. Años después, ya en pleno Frente Nacional, el Ejecutivo se apoderó de la “ley”, y de
nuevo fue obra parcial del control de constitucionalidad el devolverle al Congreso su plena
capacidad legisfaciente.
En la escena contemporánea, el principio de constitucionalidad ha mantenido abierta la
puerta para que el país critique y repiense decisiones legislativas que no pueden quedar
estáticas en el tiempo. Solo mencionaré dos casos de crucial importancia actual: el control
de constitucionalidad ha mostrado con claridad cómo el diseño legislativo penal (tanto el
ordinario, en la Ley 906, como el de Justicia y Paz, en la Ley 975) tenía serias falencias
en términos de protección de los derechos de las víctimas. El esfuerzo constitucional por
equilibrar las cargas es indispensable para generar confianza entre víctimas y victimarios
que ahora fungen, como hace muchos años lo hacían los partidos tradicionales, como los
dos grandes polos de la dinámica política colombiana. De este esfuerzo han participado
tanto la Corte Constitucional como la Corte Suprema de Justicia. De igual forma, el control
de constitucionalidad ha mostrado que el diseño legislativo referido a la protección de los
desplazados internos o a la prestación del servicio público de salud son bastante más
deficientes que lo que previó el legislador en su sabiduría. Una ley, apreciado Javier,
merece respeto especialmente cuando cumple de manera eficiente los fines sociales para
los que fue creada. ¿Corresponde a los jueces tratar de implementar estas normas
legales dentro del marco de interpretación amplio que les ofrece la Constitución? ¿Es este
proceso institucional de mejoramiento una tontería del nuevo derecho o se trata de una
contribución institucional válida tendiente a aumentar la protección de los derechos en un
marco de responsable sostenibilidad jurídica y económica?
Finalmente, a Javier le escandaliza que los jueces tengan influencia sobre el presupuesto
nacional y en la asignación de riqueza e ingresos. Pero este argumento, Javier, no puedo
creer que se proponga en serio, particularmente cuando proviene de un abogado que
litiga todos los días en responsabilidad civil extracontractual, donde, como se sabe, el
Estado es el principal condenado y de donde, si les creemos a los economistas, se deriva
un importante componente del déficit fiscal. Cuando los abogados se quejan de las
condenas de los jueces, lo hacen, no porque realmente crean que ellos no tienen la
competencia para asignar recursos e ingresos, sino porque la forma como los asignan no
favorece directamente a sus clientes. La solución entonces sería esta, según mi buen
amigo Javier: los jueces no deberían condenar, sino meramente aconsejar, no deberían
reparar patrimonialmente, no deberían ordenar hacer cosas concretas, porque cuando lo
hacen, ello requiere de erogaciones del Estado y de los particulares. Toda la creatividad
indemnizatoria en materia de responsabilidad administrativa, de la cual Javier es, entre
muchos otros, directo responsable gracias a la enorme libertad con la que sus libros han
incorporado una nueva y muy expansiva noción del daño en Colombia. ¿No debería ser el
Congreso el que fijara con precisión los conceptos y límites del daño? ¿O continuará la
noción de daño siendo definida en el Congreso informal de los doctrinantes de
responsabilidad, entre quienes Javier tiene de lejos una de las voces cantantes? Que yo
sepa, la creatividad jurídica de Javier en su interpretación de los códigos no ha sido nunca
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revisada por el Congreso. En responsabilidad civil legislan en Colombia los jueces
franceses y españoles y ello todavía no ha sido denunciado con el celo con el que se
denuncia el desarrollo del derecho constitucional colombiano: oigo hablar, con volumen in
crescendo, de responsabilidad civil de los jueces por sus fallos e, incluso, de
responsabilidad del legislador por sus leyes. Pero no, me niego a creer que sean los
mismos autores que defienden a ultranza el principio de legalidad.
La expansión de las nociones de daño y responsabilidad, que nunca ha sido sancionada
legislativamente, es una respuesta judicial y doctrinal al creciente impacto del Estado de
bienestar colombiano que, a su medida y con todas las limitaciones de un Estado
desarrollista pobre, empezó a tender líneas eléctricas, a administrar hospitales y operar
enfermos y, más recientemente, a defendernos ferozmente del enemigo interno mediante
la multiplicación del presupuesto de defensa. Todas estas actividades generan daño a los
ciudadanos (el famoso “fuego amigo”, al cual nos es-tamos tristemente acostumbrando), y
el marco legal de la protección a los ciudadanos, en puridad, no ha variado. ¿Debemos
saludar o condenar esta jurisprudencia dinámica de protección patrimonial y moral de los
ciudadanos vueltos víctimas? Javier celebra esta creatividad jurídica y él nos enseñó a los
abogados, más que nadie, a saludar este cambio como un avance en la protección de
derechos. Mientras tanto, queridos lectores, ¿no les parece interesante, incluso curioso,
que esta discusión se haya abierto precisamente cuando los jueces empezaron, por
ejemplo, a generar fallos en protección de consumidores de salud, educación y
pensiones? ¿Es que acaso estos esquemas legales funcionan tan bien, tan
correctamente, que los jueces no tienen nada más que hacer que aplicar la ley? ¿O es
posible aceptar, como ocurrió con la responsabilidad civil extracontractual, que estos
derechos fundamentales también pueden ser interpretados responsablemente?
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