UTOPÍAS EN EL PENSAMIENTO FEMINISTA CONTEMPORÁNEO

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GÉNERO, MODERNIDAD Y UTOPÍA:
APUNTES PARA UNA HISTORIA DEL FEMINISMO Y LA
CONSTRUCCIÓN DE LO PÚBLICO
(1848-1948)
BRISEIDA ALLARD O.
VI CONGRESO CENTROAMERICANO DE HISTORIA
CIUDAD DE PANAMÁ, 22 al 26 de julio de 2002
En recuerdo de Elizabeth Cady Stanton (1815-1902),
organizadora de la Convención de los Derechos de
las Mujeres, Seneca Falls-New York, 1848,
cien años después de su muerte.
...políticamente es importante que la gente se pregunte: ¿qué es posible? Y que crean
en la posibilidad. Porque sin el movimiento de la posibilidad, no hay movimiento hacia
adelante.... Debe tratar de revisar sus propias creencias a la luz de las nuevas
circunstancias políticas.
Judith Butler, filósofa política contemporánea
I
La caída del muro de Berlín y el derrumbe del socialismo real cerraron un ciclo
histórico de unos trescientos años, aproximadamente. La euforia inicial que suscitó
hablaba del final de la historia y del triunfo del liberalismo como horizonte sin fronteras
ni límites capaz de hacer frente a las demandas de justicia y a los problemas que la
utopía comunista no pudo resolver. Pero ha ocurrido lo que Boris Pasternak hace decir
a Gordon, el amigo del Dr. Zhivago: “Muchas veces ha sucedido en la historia: lo que
fue concebido como noble y elevado se ha vuelto una cruda realidad...” (citado por
Bobbio, 1984:16).
En efecto, mientras la democracia liberal ‘triunfa’ en todo el mundo, Occidente que, fue
su matriz, nos recuerda sus promesas incumplidas en una especie de Ilustración
insatisfecha, inacabada, que ha generado fuertes dosis de apatía. Así, encuestas de
opinión política en casi todos los países dicen que la ciudadanía no se siente
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representada por sus gobiernos (en una proporción de 2/3 en el ámbito mundial, según
Naciones Unidas), tienen una pésima opinión de la honestidad y sentido del servicio
público de los políticos y votan más en contra de lo que temen que a favor de lo que
esperan. (Castells,2002). Hoy, llámese como se llame, el impulso ideológico y político
reinante describe, como resultado, un panorama donde todo lo efímero e inseguro tiene
su asiento, en medio de un vasto proceso de redefinición de las identidades colectivas
y el establecimiento de nuevas fronteras políticas. (Mouffe,1999)
Las causas son múltiples y complejas y parecen derivar de unas políticas que en buena
medida han ido desmontando grandes piezas del consenso que empezó a gestarse
desde finales del siglo XIX, y tras la II Guerra Mundial adquiere su forma definitiva en el
llamado Estado de Bienestar. Este modelo social incluía un derecho laboral basado en
la seguridad del empleo y en la protección de los asalariados y también en la existencia
de grandes empresas públicas de servicios e incluso industriales, amén de fuertes
impuestos, pensiones, seguro de desempleo, educación y sanidad universales, etc.
Como alguien ha dicho, “un Estado fuerte al servicio de una sociedad segura”.
Llegados a este punto, vale la pena preguntarse: ¿estamos ante el final de un
imaginario político? ¿siguen siendo analíticamente útiles las categorías que articularon
nuestra modernidad política? ¿qué implicaciones tiene para las mujeres y sus
organizaciones la desaparición del Estado de Bienestar?
II
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“Se ha observado con frecuencia –señala Anne Phillips (1996)- que cada nueva ola de
feminismo ha de redescubrir lo que previas generaciones encontraron, en un modelo
que parece enterrar todas las contribuciones anteriores: cada período se concibe como
único”.
Si bien los estudios tradicionales han infravalorado la participación de las mujeres en la
construcción de los Estados de Bienestar, como si la primera ola del movimiento
feminista no hubiese desempeñado papel alguno en la historia de esa modalidad
estatal, hoy, buena parte de la literatura actual acerca de la historia de las mujeres, de
los movimientos feministas y de los Estados de Bienestar hace especial hincapié en la
implicación femenina en la mayoría de las reformas efectuadas en las sociedades
modernas de bienestar.1
No obstante que las políticas de bienestar relevantes y las ideas e ideales acerca de
las relaciones de género en las que se inspiran no se han examinado en la mayor parte
de los estados occidentales, algunos recientes avances de investigación ya permiten
establecer la relación e influencia recíproca entre estos procesos y los movimientos de
mujeres de finales del siglo XIX e inicios del XX.
En este sentido, el sufragio, la ciudadanía plena y la influencia política de las mujeres
fueron considerados por los movimientos de mujeres como requisitos para poner fin a
la subordinación femenina. Por ello, desde un principio existieron lazos muy estrechos
1 En muchos aspectos fue el movimiento feminista precisamente el que generó la
introducción de los subsidios por maternidad, los subsidios familiares y
otras reglamentaciones relacionadas con la maternidad y la familia. Cf. Bock
y Thane, 1996.
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entre las exigencias de derechos políticos y de un Estado de bienestar, que las mujeres
organizadas concebían como un derecho social que les correspondía. Parece oportuno
recordar las palabras de Vera Brittain, feminista de la primera ola, quien en 1953
sostenía que ’la cuestión de la mujer’ era la esencia del Estado de bienestar: “En él las
mujeres se han convertido en fines en sí mismas y no en simples medios para los fines
de los varones... El Estado de bienestar ha sido la causa y la consecuencia del
segundo gran cambio gracias al cual las mujeres han pasado en treinta años de
rivalizar con los hombres a obtener un nuevo reconocimiento de su valía exclusiva
como mujeres” (citado por Bock y Thane,1996:45).
A pesar de que hoy día serían pocas las feministas dispuestas a valorar así este tipo
estatal, sí es importante reconocer que el Estado de bienestar pudo haber tenido un
aspecto muy distinto si no hubiese coincidido en su trayectoria con el crecimiento de
los movimientos feministas, por un lado, y con la adquisición de los derechos de
ciudadanía tanto políticos como sociales por parte de las mujeres, por otro.
En otras palabras, el Estado de bienestar remató un proceso de construcción de lo
público en el que contribuyeron significativamente los movimientos de las mujeres por
el derecho al sufragio, un proceso que, además, inauguró una nueva forma de
articulación de la relación entre lo público y lo privado.2
2 Para Gurza Lacalle (1998), “resulta un hecho tanto lo privado como lo público han sufrido serias transformaciones
no sólo desde la antigüedad clásica hasta nuestros días, sino particularmente en el transcurso de los siglos XIX y
XX.”
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III
Como bien reconoce Carole Pateman (1999), “pese a la enorme atención otorgada a
todo lo relativo al voto durante los últimos años, resulta especialmente notoria la poca
atención que los estudiosos de la política –tanto en su vertiente teórica como empíricahan dedicado a la significación política y a las consecuencias del sufragio de los
hombres y de las mujeres”. (El subrayado es mío).
Y esta carencia es particularmente significativa para la comprensión de los profundos
cambios provocados por la movilización de las mujeres a partir de las luchas por el
derecho al sufragio: aquella generación de mujeres contribuyó en gran medida a
transformar la dimensión de lo público durante el siglo XX, con una idea de amplitud, de
acceso irrestricto, de libre tránsito y de visibilidad.
Según Hannah Arendt, la palabra público significa dos fenómenos estrechamente
relacionados. En primer lugar, significa que todo lo que aparece en público puede verlo
y oírlo todo el mundo y tiene la más amplia publicidad posible. “Incluso –dice Arendt-,
las mayores fuerzas de la vida íntima sólo cuando se transforman en una forma
adecuada pueden ser material de aparición pública; antes, sólo llevan una incierta y
oscura existencia. En segundo lugar, el término público significa el propio mundo, en
cuanto es común a todos nosotros y diferenciado de nuestro lugar poseído
privadamente en él. Más bien, está relacionado con los objetos fabricados por las
manos humanas, así como con los asuntos de quieren habitan juntos en el mundo”.
Para Arendt, participar en los asuntos del mundo, “vivir juntos en el mundo significa en
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esencia que un mundo de cosas está entre quienes lo tienen en común, al igual que la
mesa está localizada entre los que se sientan alrededor; el mundo, como todo lo que
está en medio, une y separa a los seres humanos al mismo tiempo.” (Arendt,
1993:40ss)
Aquella primera fase de la movilización de las mujeres al transformar lo público hizo
variar la esencia de la política, si entendemos que la misma sólo surge cuando nos
enfrentamos a personas que son diferentes y tenemos que resolver con ellas nuestros
intereses, tanto los comunes como los no compartidos. Porque como dice Benjamín
Barker, “la impugnabilidad esencial es la premisa de la política” (citado por Phillips,
1996:117)
Desde esta perspectiva, las sufragistas dieron un giro copernicano al mundo público
existente entonces. Queremos decir, nada más y nada menos que sólo entonces las
mujeres empezaron a poseer el mundo en común con los varones, pudiendo, por ello
mismo, ser vistas y oídas, no sólo ellas sino también una serie de objetos y asuntos
que específicamente les atañían.
Un trabajo reciente sobre el impacto del movimiento sufragista en la construcción de lo
público sostiene que la razón de que las mujeres –radicales y moderadasconsiderasen el voto como la reivindicación feminista clave era que el voto daba a las
mujeres “una conexión con el orden social no basada en la institución de la familia y en
su subordinación en ella... En tanto que ciudadanas y votantes, las mujeres podrían
participar directamente en la sociedad como individuos, no indirectamente a través de
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su posición subordinada como esposas y madres.” Du Bois subraya, además, que las
sufragistas no cuestionaban la “peculiar idoneidad de las mujeres para la vida
doméstica, aunque la reivindicación del voto negaba que las mujeres sólo sirviesen, por
naturaleza, para la vida privada (citada por Pateman, 1999:43).
De ahí que con la consecución del sufragio, el movimiento feminista demostró en la
práctica que las esferas pública y privada están íntimamente relacionadas y que la
plena e igual participación de las mujeres en la vida pública es imposible sin que se
produzcan cambios en la esfera doméstica.
La agenda política que inauguró el
sufragismo no giró en torno al número de mujeres en puestos de decisión, sino que
introdujo temas, propuso un tratamiento distinto de los que ya estaban en debate,
estimó imprescindible la incorporación de la visión diferente que tienen las mujeres y su
experiencia histórica, exigió que se modificaran mecanismos, procedimientos y
prácticas. Desde entonces, se trató de un debate cuyo “deber ser” es la transformación
de un tipo determinado de relaciones sociales. (Cf. Evans,1980; Ungo,2000)
Con el sufragismo, por vez primera emerge un énfasis hacia la relación con el Estado,
la participación política y la ciudadanía activa de las mujeres, convirtiendo al Estado
como instrumento fundamental de la transformación no sólo de la posición sino sobre
todo de la condición de las mujeres, haciéndolas partícipes de la modernidad
occidental, convirtiéndolas en personas modernas.3
Se le llama “modernidad” a un conjunto de experiencias, esto es, a una forma de
3 Planteé por vez primera esta idea en 1990. Véase “Clara González o la voluntad de poder”, La Prensa, Panamá, 11
de septiembre de 1990.
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experiencia vital –del tiempo y del espacio, de uno mismo y de los demás, de las
posibilidades y los peligros de la vida (Berman,1995:5). Desde esta perspectiva, ser
una persona moderna4 es encontrarse en un entorno que, a la vez que promete
aventuras, poder y alegría, crecimiento, transformación propia y del mundo, amenaza
con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos. Se puede
decir que en este sentido la modernidad es una unidad paradójica, la unidad de la
desunión, pues nos arroja en una vorágine de perpetua desintegración y renovación,
de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia.5
No sorprende que las sufragistas hayan sido a la vez modernas y antimodernas,
puesto que ha sido (y es) imposible captar y abarcar las potencialidades del mundo
moderno sin aborrecer y luchar contra algunas de sus realidades más palpables. Por
tanto, ellas vivieron el hecho fundamental de la vida moderna, es decir, que ésta es
radicalmente contradictoria en su base.
IV
Quizá en la historia del pensamiento social y político occidental no haya un término con
más vicisitudes que el término utopía. Inventada por Tomás Moro en el siglo XVI, la
4 Para una persona moderna la modernidad se traduce en vivir una vida de paradojas y contradicciones; estar
dominada por inmensas organizaciones burocráticas que tienen el poder de controlar y a menudo de destruir las
comunidades, los valores, las vidas, y, sin embargo, no vacilar en la determinación de enfrentarse a tales fuerzas, de
luchar para cambiar el mundo y hacerlo suyo/nuestro; ser, a la vez, revolucionaria y conservadora; vital ante las
nuevas posibilidades de experiencia y aventura, atemorizada ante las profundidades nihilistas a que conducen tantas
aventuras modernas, ansiosa por crear y asirse a algo real aún cuando todo se desvanezca. (Berman, ob.cit.)
5 En el caso de las mujeres, por ejemplo, se trata del sacrificio de determinados valores como la maternidad y el
cuidado de la familia sin duda de los más importantes. Se ha demostrado que la mayor parte de las mujeres no
quiere pagar por su emancipación el costo de echar por la borda una milenaria “cultura femenina” que, si es posible
librarla de la subordinación intrínseca que padece, es legítima y valiosa para la vida común .
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palabra utopía fue traducida por Quevedo al castellano, como 'no hay tal lugar', en el
prólogo a la versión que en 1627 hizo don Gerónimo Antonio de Medinilla y Porres,
más de un siglo después de la primera edición de la obra de Moro. Aunque
encontramos antecedentes muy remotos de utopías en la historia del pensamiento
social y político, las utopías propiamente modernas, con su gran contenido crítico y con
su continuidad como tradición ininterrumpida, tienen su origen en el Renacimiento,
motivadas por ese desencanto con la realidad social que empieza a consolidarse
entonces. A partir de este momento, las utopías se convierten en uno de los modos de
expresión más importante del pensamiento occidental.
Si bien "por lo del lugar imaginario, la palabra y concepto utopía, utópico, se han
contagiado de quimera" (Imaz), lo cierto es que las utopías son expresiones auténticas
de la secularización de la mentalidad occidental. En este sentido, para el historiador
británico Raymond Williams (1988), "existe una relación evidente entre este revival y
los desengaños y las desesperanzas recurrentes de la política ortodoxa.
En este
sentido, Williams plantea la necesidad de distinguir entre dos tipos de utopía, cada uno
de los cuales posee su propia fuerza así como su debilidad específica: la utopía
sistemática y la utopía heurística.
Para Williams, “la utopía sistemática puede plantearse, en líneas generales pero
también en detalle, un modo de vida diferente y práctico, y por tanto ofrecer... la
creencia en que los seres humanos pueden vivir de maneras radicalmente diferentes”.
Mientras “la utopía sistemática nos permite elevar la mirada más allá de las
adaptaciones y los cambios a corto plazo, que son el material ordinario de la política,
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para insistir así, como una cuestión de principio general, en que cambios temporal y
localmente increíbles pueden producirse y se producen”, la forma de utopía contemporánea más admirada es otra. No se basa en un nuevo sistema como crítica del
sistema existente, ni en una alternativa cuidadosamente detallada. Su propósito es,
en cambio, producir deseo.
Se trata de un estímulo imaginativo para sentir y
relacionar de una manera distinta, o para fortalecer y confirmar sentimientos y
relaciones reales que no se encuentran en el orden existente y no se pueden vivir
dentro de él. A esta última, Williams la denomina utopía heurística.
Esta última noción de utopía heurística la que me sirve de marco para repensar lo
público hoy, cuando nuestros azarosos días viven un abierto proceso de
deslegitimación de la política establecida, de un decaimiento de la credibilidad de las
clave de lo público que los movimientos de mujeres desde mediados del siglo XIX y
durante todo el siglo XX contribuyeron a establecer.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS BÁSICAS
ARENDT, Hannah: La condición humana; Editorial Paidós, Barcelona, 1993.
BOBBIO, Norberto: El futuro de la democracia; Fondo de Cultura Económica, México,
1992.
BOCK, Gisela y Pat Thane (eds.): Maternidad y políticas de género; Ediciones Cátedra,
Madrid, 1996.
CASTELLS, Manuel: “La crisis de lo político”, El País, Madrid, jueves 25 de abril de
2002.
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EVANS, Richard: Las feministas (1840-1920); Siglo XXI Editores, México, 1980.
GURZA L., Adrián: Estado, sociedad y medios. Reivindicación de lo público; Plaza y
Valdés, México, 1998.
MOUFFE, Chantal: El retorno de lo político; Paidós, Barcelona, 1999.
PHILLIPS, Anne: Género y Teoría Democrática; UNAM, 1996.
PATEMAN, Carol: “Críticas feministas a la dicotomía público/privado”, en Carmé Castell
(comp.), Perspectivas feministas en teoría política; Paidós, Barcelona, 1999.
UNGO, Urania: Para cambiar la vida. Política y pensamiento del feminismo en América
Latina; Instituto de la Mujer, Universidad de Panamá, 2000.
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