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Ortega o el suspense alciónico
CÉSAR PÉREZ GRACIA *
S
upongamos o demos vuelo a la
conjetura de que Hitchcock fue lector
de Ortega. Yo me barrunto que existe
una curiosa afinidad entre el sentido dramático
—el famoso suspense— de ambos.
Evidentemente, los géneros divergen. No es lo
mismo el suspense filosófico de Ortega en sus
Meditaciones o en el prólogo de La caza, que
las persecuciones trepidantes o taquicárdicas de
Hitchcock en sus extraordinarias películas —
Cary Grant en el maizal de Con la muerte en los
talones, o Tippi Hedren
en Marnie la
ladrona—.
Julián Marías, en su reciente artículo —“A
distinguir me paro las voces de los ecos”,
Abc, 23-I-2003—, habla del halo imaginario
*Catedrático E.U. de Sociología. Universidad de Córdoba.
de posibilidades, del papel capital de la
imaginación. “Vivir —nos dice— es hacer
convivir la realidad impuesta, inexorable, con
lo que es la suma irrealidad, la pura
imaginación”. Nacido en 1914 —el año de las
Meditaciones orteguianas— lleva al menos
70 años enfrascado en la exploración tenaz y
sosegada del halo de posibilidades inminentes
que constituye el mayor descubrimiento de
Ortega. El hombre sagaz y despierto de
inteligencia vive siempre con media cabeza
fuera del mundo, una especie de Jano
futurizo, cuyo foco de prospección indaga o
se interna de modo audaz en puro territorio de
la inminencia. En realidad, lo más valioso del
deseo humano es la espera, la anticipación, la
miel en los ojos. El tesoro supremo nunca es
real. Tocar es trocar, dijo Gracián. Esa
tensión dramática radical es lo que nos tiene
en vilo. Es la clave del Ortega como filósofo
cinegético o cazador y del Hitchcock como
maestro inigualable del suspense visual
cinematográfico. ¿Qué va a sucederle a Cary
Grant, va a sobrevivir al acoso feroz de la
avioneta homicida?
Prosigamos la pesquisa. Ortega en su Leibniz
dedica páginas estupendas al dios Hermes y
al Terminus romano —pág. 83—, como
deidades de los caminos y los límites. Todas
las figuras de dioses limitantes tienen dos
caras, nos dice. El Renacimiento profundo es
barroco y surge con Descartes —Robinsón
genial, lo llama Ortega—, capaz de
desempolvar de un plumazo la memoria
intelectual de Europa. Ese Renacimiento
cartesiano culmina en Leibniz y su combate
de los posibles. Todo lo que es posible
termina por aflorar en el futuro. Su
optimismo ontológico se basa en la perenne
porosidad de lo real, o dicho de otro modo, en
el estado de inminencia de un mundo mejor o
mundo óptimo.
Marías señala en el artículo susodicho:
“Podemos dolernos de las posibilidades
frustradas, de las promesas no cumplidas, de lo
que nos falta y echamos de menos. Pero la
contrapartida es aquello de que nos hemos
librado, lo que era posible, probable,
amenazador, y no ha llegado a realizarse”.
Quizá alude a su posible fusilamiento en 1939,
que por fortuna —sumada a la inteligencia
activa de Lolita Franco— no tuvo lugar.
La exploración de Ortega tiene rango líricodramático en las Meditaciones, cinegético en La
caza, e histórico especulativo en el Leibniz.
Ortega encauza su busca rumbo al suspense
alciónico. Quizá hay un punto de contacto con
el suspense trepidante de Hitchcock en la
etimología griega de aletheia o desvelamiento,
cuando una cosa oculta aflora en el río del
olvido o Letheo. Aletheia es lo que escupe el
olvido. Heidegger dice en Sein un Zeit que la
verdad es un robo. Quizá en el sentido de
desenmascaramiento brusco, en que la verdad
no llueve del cielo. Como si el filósofo fuese el
Holmes de la aletheia. Ahí tenemos otra
conexión posible con el suspense de Marnie la
ladrona, por no hablar de Ventana indiscreta, en
que James Stewart armado de sus binoculares
espía o roba verdades visuales en la casa del
asesino. El suspense es la tensión visual del
momento inminente. El imperio visual del
microfuturo cotidiano.
Por un lado tenemos el suspense alciónico de
la reflexión lírica en el bosque orteguiano de
El Escorial. Por otro lado el suspense
taquicárdico del filósofo de La caza. Son dos
tempos o ritmos distintos de la pesquisa.
Pasamos de tener la mosca en la oreja a ir con
la lengua afuera. Hitchcock se deleita en la
infinita y radiante serenidad y calma del lago
en Los pájaros, para luego convertir ese
mundo idílico en un pavoroso aquelarre
goyesco.
Marías también cavila y reflexiona en el
artículo citado sobre la amenaza latente que
no se cumple. Un preso de Santa Engracia
134 se asoma a la ventana y el centinela lo
mata. Lo cuenta en Una vida presente. Los
grados de la realidad son muy distintos.
Tenemos el suspense lírico del ensayo
orteguiano de 1914, tenemos el suspense
acerado de las memorias —un aguafuerte de
1939 recreado o rememorado en 1988—.
Vemos el suspense cinegético de La caza —
casi una visión cervantino-canina del
Coloquio de los perros— hacia 1942, casi
como si Ortega intuyese la caza atroz del
judío por los nazis. Asistimos a una
fluctuación o sesgo imprevisible del suspense
de la realidad personal en su cambiante
contexto histórico. En el Leibniz de Ortega
hay dos capítulos muy proustianos: “El lado
dramático de la filosofía” y “El lado jovial de
la filosofía”. Suspense y alcionismo como
formas esenciales del pensamiento. Tensión
absoluta y sosiego total. Ortega recuerda el
aforismo de Heráclito: La realidad gusta de
emboscarse. Frente al nihilismo ontológico de
Heidegger, Ortega se remonta a Dilthey y nos
dice que la vida tiene sabores antagónicos —
angustia y entusiasmo, delicia y amargura—
y por ello mismo es un enigma.
El deporte como juego dramático —incluso
mortal— o el arte de jugarse la vida en los toros,
son ejemplos del suspense radical en el
pensamiento de Ortega. Jocundo desafío al
peligro, llega a decir. Aquí volvemos a ver el
temple hitchcockiano de Ortega.
Grave es el hontanar del que mana la filosofía,
pero su tono teórico —nos recuerda Ortega—
no admite sino el tono jovial del juego de las
ideas. No podemos perder, señala, la alegría
acrobática del teorizar. El tono idóneo es la
alciónica jovialidad del deporte, del juego. El
coraje del torero que danza ante la muerte. La
opción romántica de Nietzsche —nos
recuerda— fue malabarizar con las ideas, casen
o no casen con la realidad. En este sentido, la
esencia de lo real es tener lados, ser rica en
facetas —Dilthey—. Hitchcock es sin duda un
magnífico narrador visual del suspense peculiar
de la realidad no dogmática o tópica. La razón
es la forma de sortear o regatear el suspense o
sensación de peligro que siente el hombre
acorralado. La duda es la entraña viviente de la
verdad. El suspense como tensión dubitativa. La
filosofía es ensayo perenne y necesario, y en
sentido estricto, ensayo radical.
Thorthon Wilder fue guionista de Hitchcock
en La sombra de una duda, 1943. Cuando
Ortega visitó Estados Unidos —Aspen,
1949— su traductor fue Wilder. ¿Fue Wilder
el eslabón entre Ortega y Hitchcock? ¿Le
indujo a leer a Ortega y gracias a ello surgió
ese tempo dramático que llamamos el
suspense de Hitchcock? Yo me limito a
lanzar la pregunta.
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