La extraña desaparición de María de los Ángeles Verón

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La extraña desaparición de María de los Ángeles Verón
“Toda la vida es una gran cadena, cuya naturaleza podemos conocer con estudiar un solo eslabón”
Sir Arthur Connan Doyle, “Estudio en rojo”
Seis de abril de 2002, 16:43. Hora exacta en la que salía de mi consultorio. Como éste se encuentra en el centro de la ciudad de Nueva York, tuve que caminar varias manzanas para llegar
al lugar donde había aparcado mi auto. Al llegar a éste, mi celular comenzó a sonar: Elizabeth.
Me pregunto para qué me llamará esta vez. ¿Será para decirme que me extraña o para seguir
reprochándome el hecho de que nunca más volví a Argentina? Desde luego la primera opción
sería imposible. Les explico: Elizabeth es mi media hermana. Ella es de Argentina y yo, bueno,
de Nueva York. Mis padres se conocieron en Tucumán, lugar donde ella vivía y actualmente
vive, cuando mi padre tuvo que ir allí por cuestiones laborales. Ahí comenzó su historia de
amor. A los quince años me mudé a Argentina. Y, aunque al principio no estaba muy emocionada por abandonar Nueva York, lo terminé aceptando. Elizabeth es mayor que yo, diez años
para ser exacta. Nos llevamos bien desde un primer instante, pero esta relación se cortó debido a que yo decidí volver a Nueva York para estudiar medicina. Hasta el día de hoy no me lo
perdona y esa es la razón de casi todas nuestras peleas.
Preparada para escuchar su sermón, contesté su llamada. Debo decir que me sorprendió su
tono de voz. Tranquilo, pero a la vez apagado. Cuando le pregunté qué ocurría, nunca hubiese
imaginado lo que me contó: Mi sobrina, llamada María de los Ángeles, había sido secuestrada
tres días atrás y nadie sabía donde se encontraba. Con sus veinte años, ella buscaba colocarse
un DIU, pero no podía costearlo. Ana Russo, una de sus vecinas, le dijo que su marido, quién
por cierto era médico, se lo podía colocar por un precio mucho más accesible. Marita por supuesto aceptó la oferta. Cuando se lo contó a Elizabeth, su mamá, ésta tuvo un mal presentimiento sobre este ofrecimiento. Y no se equivocaba, pues la mañana del 3 de abril Marita fue
a la clínica “La maternidad”, pero nunca más volvió.
Para cuando Elizabeth terminó de relatarme los hechos, era un mar de lágrimas. Preguntó a
sus vecinos, amigos, familiares. Nadie sabía donde se encontraba Marita. Quiso realizar la denuncia, pero en la comisaría le dijeron que seguramente había salido con alguna de sus amigas. Luego decían que no tenían papel para redactar la denuncia ni nafta para ir a buscarla. Su
incompetencia y su falta de compromiso eran impresionantes. Ese era el motivo por el que
llamaba mi hermana: Al ver que la policía no se comprometía con el caso, decidió investigar
por su cuenta y quería que yo la ayudara. No dude un segundo en tomar el primer avión que se
dirigiera hacia Argentina.
Luego de once largas horas de viaje llegué a Tucumán, Argentina. No esperaba que mi vuelta a
la Argentina fuera por tal horrorosa razón. Mi hermana me dijo que me estaría esperando fuera del aeropuerto para evitar el tumulto de gente.
Cuando la vi lo único que pude hacer fue abrazarla. Abrazarla fuerte para que supiera que no
estaba sola. Era lo único que podía hacer. ¿Qué le podes decir a una persona que no tiene ras-
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tro alguno del paradero de su hija? No existe consuelo alguno. A continuación, nos dirigimos a
su casa.
Estuvimos toda la noche hablando. Hasta ese momento lo único que se sabía era que fue llevada a La Rioja y una mujer vio como la metían en un autobús rojo. Pero estos eran solo testimonios. No había nada certero. Al día siguiente se realizaría el primer allanamiento. Elizabeth
estaba bastante nerviosa ya que tenía miedo de que la policía no encontrara nada.
Al día siguiente nos levantamos temprano y esperamos con ansiedad la respuesta de la policía.
Desgraciadamente, no recibimos muy buenas noticias. Lo único que encontraron en el consultorio fue un recipiente en el cual se podía leer en su rótulo: Somníferos, y también encontraron un paquete abierto de galletitas. Además, no lograron descubrir como hicieron para salir
del establecimiento. En el consultorio había dos ventanas, una de ellas había estado rota por
años, y la otra ni se molestaron en inspeccionarla, ya que, a simple vista, se veía que estaba
trabada. Revisaron bajo el escritorio para ver si encontraban algún botón que abriese alguna
especie de escondite, pero no había nada. Y por último revisaron entre los libros de la estantería. Sin embargo, no encontraron nada. Conclusión: El allanamiento había sido un fracaso.
Cuando terminaron de hablar, les agradecimos por su “ayuda”, y luego se retiraron. Mi hermana comenzó a dar vueltas por toda la casa, muy enojada. Yo le dije que se tranquilizara y que
seguramente los oficiales iban a encontrar otra pista, pero ella me contestó que no pensaba
esperar a que la policía le diera una solución: quería que nosotras irrumpiéramos en el consultorio e investigáramos nosotras mismas. Lo tenía todo pensado, menos el hecho de cómo íbamos a hacer para entrar. Y ahí fue cuando recordé que yo tenía una vieja amiga, Samantha,
que era enfermera en esa clínica. La había conocido cuando tenía diecisiete años y debía trabajar como ayudante en la enfermería como castigo por haber ido a una fiesta sin permiso. Lo
único que faltaba era averiguar si continuaba trabajando allí, pero mi hermana terminó por
confirmármelo. Así que nos dirigimos a hablar con ella.
Una hora después nos encontrábamos en una especie de “sala de descanso” dentro de la clínica, charlando con Samantha. Luego de saludarnos brevemente le comentamos la razón por la
que estábamos allí. No dudó ni un segundo en decir que sí cuando le pedimos que nos consiguiera la llave del consultorio quinientos doce. Para no despertar ninguna sospecha, nos dijo
que nos disfrazáramos de enfermeras y que nos encontráramos con ella a las veintidós, ni un
minuto menos, en la parte trasera de la clínica. Habiendo acordado todo, volvimos a la casa.
Las horas se pasaron lentísimo. Cuando fueron las veintidós, ya nos encontrábamos en la parte
trasera del edificio. Samantha ya estaba esperándonos. Nos entregó la llave y nos dijo que
debíamos ser rápidas y cautelosas, ya que había un guardia que controlaba los pasillos. Dicho
esto, le dimos las gracias y Smantha se adentró nuevamente en la clínica. Nosotras decidimos
esperar unos minutos para no llamar la atención.
Diez minutos después ya estábamos adentro de la clínica. El aspecto visual dejaba mucho que
desear. La calefacción no funcionaba, muchas de las ventanas no tenían vidrios y del techo
caían gotas de agua. Un desastre.
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El consultorio quinientos doce se encontraba en el segundo piso. Como era de esperar el ascensor no funcionaba, por lo que tuvimos que utilizar las escaleras. Ya nos encontrábamos en
el segundo piso, pero todavía no podíamos entrar al consultorio debido a que a unos pocos
metros había un guardia. Sí, desde la desaparición de Marita había uno en cada piso.
El guardia nos miraba fijamente por lo que no podíamos escabullirnos hacia el consultorio. Con
la excusa de que debíamos limpiar el desorden que había provocado la policía, le pedí que me
indicara cuál era el consultorio quinientos doce. A pesar de su desconfianza hacia nosotras,
nos indicó dónde se encontraba. Le dimos las gracias y nos adentramos en el consultorio. Al
cerrar la puerta, comenzamos a revisar todo rápidamente. Nuestro objetivo era descubrir por
donde habían salido. Chequeamos la ventana que se encontraba rota, y era cierto: por más
fuerza que hicieras era imposible abrirla. Habiendo descartado esta opción, seguimos adelante
buscando alguna pista. Tal como había dicho la policía, en el suelo había un recipiente de lo
que parecían somníferos y un paquete de galletitas a medio comer. Elizabeth supuso que los
somníferos fueron utilizados para dormir a Marita ya que seguramente presentó una gran
resistencia. El paquete de galletitas no debía ser lo único que tenían. Como tenían que realizar
un viaje hacia La Rioja, probablemente tendrían un bolso lleno de provisiones y ese paquete se
habría caído. No es que hubiera mucho que buscar. El consultorio no era muy grande, solo
contaba con un escritorio, cuyos cajones se encontraban totalmente vacios, y una estantería
llena de libros.
La estantería estaba compuesta por cinco estantes. Ya habíamos revisado cuatro de ellos. Habíamos sacado todos los libros, pero no encontramos nada. En el último estante que nos quedaba, el que se encontraba arriba de todo, solo había seis libros. Los sacamos todos, pero no
obtuvimos nada.
Era imposible. No había rastros de cómo pudieron haber salido.
Comencé a caminar pensativa por todo el consultorio, cuando de repente choqué con la estantería y me caí a un costado de esta. Atrás de la estantería, algo azul destacaba. Era un libro. Lo
tomé. Era de Arthur Connan Doyle. Gran escritor. Abrí el libro y, en una de las primeras páginas
había una frase que me llamó mucho la atención: “Una vez descartado lo imposible, lo que
queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad”. Esa frase quedó repiqueteando por
mi mente durante varios segundos. Hasta que por fin lo entendí: en el consultorio había dos
ventanas, de las cuales nosotras sólo chequeamos una. La ventana que revisamos era imposible de abrir, ya que se encontraba rota. Pero la otra no, la otra solo parecía imposible de abrir.
Y terminé de comprobar mi conjetura cuando me dirigí hacia la segunda ventana. Luego de
tironear una, dos, tres veces logré quitar la traba y se abrió la ventana. Si bien la distancia que
había entre el segundo piso y el suelo no era mucha, no creí que hubieran saltado así nomás.
Seguramente habrán utilizado un arnés o algo por el estilo.
Sonreí satisfecha. Ya sabíamos por dónde habían salido. Yo sabía que esa frase se relacionaba
con la investigación del caso. Fue el eslabón que me permitió relacionar las cosas.
Habiendo concluido con la investigación, tomamos el paquete de galletitas y los somníferos y
los metí en un bolsillo que tenía el uniforme, para no despertar sospechas. Unos minutos después, ya nos encontrábamos fuera de la clínica.
3
¿Qué haríamos ahora? Iríamos a La Rioja. No era un viaje muy largo, solo cinco horas, así que
iríamos en auto.
¿Qué haríamos en La Rioja? Investigaríamos acerca del paradero de Marita. Si era necesario,
iríamos a todos los prostíbulos riojanos. Luego de recoger algunas cosas necesarias para el
viaje, nos dirigimos hacia La Rioja. Después de cinco largas y tediosas horas, en las que yo tuve
que conducir, llegamos finalmente a nuestro destino. Con los bolsos en mano, fuimos a uno de
los prostíbulos más conocidos de La Rioja. Entramos en él sin ningún tipo de problema. Había
muchísimo humo, probablemente por la cantidad de fumadores que había allí. Sólo había tres
o cuatro mujeres bailando en el escenario, y seguramente, las otras estarían esperando su
turno. Habíamos llevado una foto de Marita y comenzamos a preguntar a los clientes si la conocían. Nadie reconoció su rostro.
Estábamos a punto de irnos cuando de repente una joven de no más de veinte años, rubia, alta
y flaca, nos llamó. Posamos nuestra mirada en ella y nos hizo un gesto para que nos sentáramos en una de las mesas. La joven se llamaba Alexia Rivera. Ella escuchó que estábamos preguntando por Marita y por eso decidió acercarse a nosotras. Alexia conoció a Marita, de hecho
Marita había estado trabajando en ese prostíbulo con ella. Nos dijo que ningún cliente la había
podido reconocer por la foto debido a que Marita ya no se veía así; le habían teñido el cabello
de rubio y le habían puesto lentes de contacto. Nos describió las horrorosas cosas que debían
hacer y a lo que se enfrentaban día a día. Nos dijo que no le quedaba mucho tiempo y nos
explicó rápidamente en dónde estaba Marita ahora. Se la habían llevado a la casa de una mujer que, aparentemente, estaba involucrada en el caso. La razón por la que se la llevaron fue
porque Marita se negaba a vender su cuerpo por dinero.
Le agradecimos a Alexia, la abrazamos y le prometimos que volveríamos allí para rescatarlas a
todas. Acto seguido, salimos del prostíbulo y nos dirigimos a la estación de policía, esperando
darle fin a todo esto.
Dos horas estuvimos esperando en la comisaría hasta que se dignaron a tomarnos la denuncia.
Declaramos todo lo que sabíamos. Con esto, un equipo de policías se dirigió al prostíbulo y el
otro nos acompañó a nosotras a la supuesta casa en la que se encontraba Marita.
La casa tenía un aspecto deplorable. Parecía abandonada. Sumado a eso, había en el ambiente
un olor repugnante. Además de la casa el resto era todo campo.
De repente, se comenzaron a escuchar gritos procedentes del interior de la casa. Los policías
nos indicaron que nos quedáramos allí. Fue difícil convencer a Elizabeth de que no fuera con
ellos, pero lo logré. Los oficiales avanzaron con sus armas hacia la casa. Se volvieron a escuchar
gritos, esta vez más fuertes. Y, de repente, se oyó un disparo. Los policías se ubicaron en las
dos puertas que la casa poseía y, sin más, entraron. Nosotras estábamos inmóviles a causa del
miedo. Los minutos pasaban y nadie salía. Hasta que al fin la puerta se abrió y pudimos ver
cómo dos oficiales sacaban a cuatro chicas medio desnudas y todas golpeadas. No hacía falta
ser un genio para saber que habían sido víctimas de una violación.
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A continuación salieron el resto de los policías con cuatro personas esposadas. Eran tres hombres y una mujer. Me hacía feliz ver que esas personas iban a pagar por todo el daño que causaron.
Un policía se acercó a nosotras lentamente y nos dijo algo que me dejó perpleja:
-Señora Trimarco, necesito que me acompañe un momento al interior de la casa. Hemos encontrado un cuerpo y, por la foto que nos ha dado, puede que sea su hija – Dijo cabizbajo.
Elizabeth se tensó completamente. Tanto que no dijo nada por casi un minuto. Luego comenzó
a caminar hacia la casa, como si nada. Yo solo albergaba la esperanza de que ese cuerpo no
fuera de Marita.
Entramos en la casa y, de acuerdo a lo que nos dijo el oficial, el cuerpo se encontraba en la
primera habitación. Y lo que más temíamos se confirmó: definitivamente era el cuerpo de Marita.
Elizabeth se tiró al suelo, al lado de Marita, y comenzó a llorar desconsoladamente. Yo comencé a llorar y lo único que pude hacer fue abrazarla. “Marita, mi Marita querida”, decía sin parar.
Una semana después se realizó el velatorio de Marita. La mataron porque uno de los secuestradores había intentado violarla, pero ella se resistió.
Todas nuestras conjeturas eran ciertas: definitivamente habían salido por una de las ventanas
y la habían dormido con uno de los somníferos.
Antes de ir a funeral fui a ver como se encontraba mi hermana.
-¿Puedo pasar? Soy Spencer-Dije luego de tocar la puerta.
-Sí, claro, pasá.
Acto seguido entré en la habitación. Elizabeth se estaba terminando de arreglar.
-¿Cómo te encuentras?-Le pregunté.
-No sé, quiero decir ¿cómo se supone que debe estar una persona que perdió a su hija?
No contesté.
-Siempre me he preguntado: ¿Cómo los padres continúan cuando pierden a un hijo? Cuando lo
veía en las noticias lo apagaba, porque era muy horrible para pensarlo. ¿Cómo se despiertan
cada día y siguen adelante con sus vidas? Es decir, ¿cómo pueden respirar Spence?-Elizabeth
rompió en llanto.-Pero lo hacés, te levantás y sólo por un segundo, por un pequeño segundo,
te olvidas. Y luego lo vuelves a recordar… y es como revivir ese momento una y otra y otra vez.
Pero yo sé que lo voy a lograr, voy a salir adelante.
-Claro que si, Eli. Y yo voy a estar ahí para vos- Dije secándome las lágrimas.
-Gracias, Spence. ¿Sabés? Creo que a Marita le hubiese gustado que ayudáramos a las chicas
que tuvieron que pasar por su misma situación. Estoy pensando en hacer algo por ellas. ¿Qué
piensas?
-Por supuesto, contás con mi apoyo.
5
El 6 de Mayo de 2002, la fundación “María de los Ángeles Verón” para mujeres marginadas
comenzó a funcionar. Estuve semanas trabajando con mi hermana en ello, hasta que por fin lo
conseguimos. Rescatamos a más de doscientas mujeres. Mujeres fuertes, mujeres valientes,
mujeres que pasaron por muchísimos y diversos problemas. Todavía recuerdo el relato de una
de ellas, Elena, que hace que se me ponga la piel de gallina. Una joven de tan solo dieciséis
años, que fue engañada y llevada a La Rioja por su novio. Apenas hacía un mes que había sido
rescatada y retomó sus estudios. Desarrollé un cariño especial hacia ella, ya que me hacia
acordar a mi hija. Todos los sábados iba a visitarla, y ella me contaba cosas sobre su vida. Los
primeros dos sábados en los que nos reunimos, me contó algo que me llegó al alma: como
mencioné antes, Elena retomó sus estudios nuevamente. Lo esperado hubiese sido que la reciban en un ambiente de comprensión y entendimiento, pero, en lugar de ello, la criticaron y la
juzgaron. Fue considerada una prostituta por haber perdido su virginidad a los dieciséis años,
como si hubiese sido elección de ella. Esto le dolió mucho y, gritando dijo: -Sí, tienen razón; fui
una prostituta y no es algo de lo que esté orgullosa. Pero ustedes no tienen derecho a decirme
todas esas cosas cuando no son capaces de entender ni un cuarto de todas las cosas por las
que pasé. Estaba sola, totalmente sola. No tenía a ningún familiar ni amigo que me apoye. Así
que lamento mucho si creen que voy a sentir vergüenza de lo que soy, o que voy a tratar de
esconderme. No lo voy a hacer, voy a seguir con mi vida y ustedes deberían hacer lo mismo.
Al escuchar estas palabras rompí en llanto. No puedo siquiera imaginar por todo lo que debe
haber pasado. De solo pensar que mi sobrina debe haber pasado por una situación parecida se
me encoje el corazón.
Elena había llegado a un nivel de madurez casi perfecto, en el que se había dado cuenta que no
debía sentir vergüenza de quien era, que debía aceptarse. Es por eso que le pedí si podía dar
charlas a las mujeres que pasaron por su situación, contándole su historia y brindándoles apoyo. En mi opinión, la mejor cura para todas esas mujeres es ser escuchadas, que les den la posibilidad de desahogarse y hacerles entender que no importa lo que la gente diga, ellas tienen
que saber quiénes son y aceptarse.
Ya había llegado la hora de volver a Nueva York. Tenía una familia de la que hacerme cargo.
Me despedí de Elena, prometiéndole que la iría a visitar, así como ella lo haría también.
Pese a la dolorosa muerte de mi querida sobrina, a quien estimaba mucho, este viaje no fue
del todo malo. Recuperé algo que creía perdido: el cariño de mi hermana. Al fin volvimos a ser
las hermanas que siempre fuimos, y no hay nada que me haga más feliz. Prometimos mantenernos en contacto y, luego de un gran abrazo y unas pocas palabras afectuosas que terminaron en lágrimas, me subí al taxi rumbo al aeropuerto.
Alumna: Bianca López Rivero
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