Grupo Sociología del tiempo

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Grupo Sociología del tiempo
Memoria histórica, memoria colectiva y regímenes de historicidad
Mario Domínguez Sánchez-Pinilla. Universidad Complutense de Madrid
Se indaga en la relación existente entre las memorias de carácter histórico, como relato
dramatizado donde se encuentran modalidades epistémicas que subrayan la historicidad de las
emociones y el régimen de historicidad, como de interrogar las diversas experiencias del tiempo
y que configuran el momento en el que el pasado, el presente y el futuro se articulan y pierden
su evidencia.
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Al menos desde los años 1980, si no antes, se ha producido una mutación cultural. Da la
sensación de que hemos entrado en lo que Pierre Nora –creador de los lugares de la memoriadesignaba como el reino de la memoria generalizada, debido a una atención exagerada a lo
memorativo a través de la multiplicación de las conmemoraciones y una invocación constante
al deber de la memoria. La memoria, lo que había constituido un medio para comprender las
marginalidades y los excluidos, en especial como una consideración a las víctimas de los
totalitarismos políticos, se ha convertido en una expresión casi oficial donde se dirime y reside
el poder. Desde que las sociedades comenzaron a sentir la necesidad de memorias, los
gobiernos se han apropiado de ellas y se han erigido en gestores de la memoria. Pero a la vez,
como decíamos, la memoria resulta una expresión que trata de rescatar una historia
subterránea, acallada y negada. En el caso del Estado español, respecto a la dictadura, la
memoria permite recuperar en el presente un conjunto de crímenes que se habían negado o
que habían sido olvidados. No obstante nos encontramos con que, más o menos en todas
partes, la memoria se ha convertido en el enfoque privilegiado sobre el pasado en detrimento
de la historia, de manera que el testigo pasa a ser el referente absoluto frente al historiador
que mantenía una distancia epistemológica y situaba las cosas en un contexto, y por ello se le
acusa, ahora, de traicionar la realidad, y como reacción la historiografía cuestionada rechaza
cualquier aportación de la memoria y por tanto de la historia oral, sobre todo cuando ya existe
una tradición de desconfianza previa.
La memoria está en el presente, en lo sensible, en la emoción, en los afectos. La historia
se encuentra en la distancia, en el análisis, en la perspectiva crítica. Son diferentes maneras
de tratar el pasado pero están conectadas. La memoria pone en marcha la posibilidad de la
historia, pero no podemos quedarnos sólo en una memoria que desestime la historia por
considerarla una ficción que está del lado de los vencedores y oculta el sufrimiento de los
vencidos. La memoria no es la verdad sobre lo que pasó. Hay que encontrar una forma de
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coexistencia entre historia y memoria, y esta forma es inseparable de la manera en que una
sociedad vive su relación con el tiempo. ¿Habrá que resignarse a esta oposición?
En todo el mundo la memoria se consolida como el término más firme, más englobante,
en detrimento del concepto de historia. La confrontación presente-memoria es útil, sin
embargo, la memoria no debe tener la última palabra. La confrontación presente-memoria
impide cualquier distancia para analizar lo que sucedió. La memoria es un instrumento
indispensable. Hay un derecho a la memoria. Pero también debe haber lugar para el trabajo de
los historiadores que buscan entender lo que ocurrió y renovar un curso del tiempo que permita
al pasado ser pasado para que el futuro pueda desenvolverse. Mientras nos quedemos en la
confrontación presente-memoria, nos arriesgamos a permanecer en un tiempo que está
suspendido; un tiempo que puede convertirse en resarcimiento, en resentimiento, impidiendo
que se establezca una circulación entre el pasado, el presente y el futuro. El riesgo entonces
es que las sociedades tengan la sensación de encontrarse en un presente perpetuo sin lugar
para el pasado, para el futuro, ni para la historia.
En realidad, bajo el término “memorias” cabe detectar expresiones diversas agrupadas en
torno a dos polos antagónicos, cada una de las cuales combina el uno y el otro en proporciones
diferentes. Por un lado una memoria modesta, propia de las historias orales, que apenas
balbucean lo que autocalifican de “pequeños sucesos sin importancia” y no obstante pueden
plantear cosas insólitas, imprevistas y que hacen tambalearse las ideas preconcebidas, pero
que sin la intervención de las técnicas de la entrevista, jamás habrían hablado. Por otra parte
se encuentra una memoria orgullosa, dominante y llena de certezas, que presenta una visión
del mundo organizada y en sintonía con “el espíritu de la época”, donde la parte de los
recuerdos personales es escasa mientras predomina las de las referencias escritas, tomadas de
la historia o, mejor dicho, de esa forma historiográfica que se presta a la simplificació n
conmemorativa. En realidad esta memoria es ante todo colectiva, más que individual, está
vinculada al poder dominante y a la opinión mayoritaria; asegura la cohesión social y política,
y se convierte en un instrumento de reclutamiento e incluso de movilización que poco tiene que
ver con el rigor científico.
En efecto, esta memoria colectiva, en tanto que memoria cultural, elimina todas las
asperezas de la Historia, todas las esperanzas frustradas, las bifurcaciones apenas esbozadas,
las secesiones sofocadas de raíz, los movimientos de huida imperceptibles. Así, allá donde los
escribas del Estado o de los poderes temporales (partidos, Iglesias…) no alcanzan a registrar
un acontecimiento, un nombre o una acción memorable, se constituye todo un dominio de lo
que queda fuera de cuadro, de aquello que carece de huella. De ese modo, toda la dimensión
que atañe a las disposiciones, pensamientos y acción de la plebe permanecerá en la memoria
individual y por tanto en el borde exterior de esa “memoria colectiva” tan invasora, será
entonces considerada como irrelevante desde el punto de vista de lo que hoy llamamos
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“cultura”. Ahora bien, la posibilidad misma de que puedan generarse líneas de fuga al margen
del protoplasma cultural exige tomar en consideración las formas plebeyas, que son cambiantes
y se renuevan constantemente, “resucitando”. Lo que las élites “culturizadas” denuncian
continuamente como conductas “bárbaras” de la plebe -sus manifestaciones de incivilidad, su
insoportable “ignorancia” (el desafío escolar), su reticencia a las disciplinas, su vulgar
subcultura, etc.- todo eso, constituye un dominio de huidas más o menos activas y coordinadas
al margen del mundo cultural, un dominio de evasiones más o menos exitosas o fracasadas,
que se sustraen a la captura de todas las formas de la existencia por el paradigma cultural.
A todo esto, también ha cambiado la historiografía, no tan sólo debido a la sucesión de
escuelas o tendencias, modas más o menos pertinentes cuya diferencia estriba en ocasiones
en meras disputas departamentales. Se trata sin duda de algo más profundo: a diferencia del
orden del tiempo cristiano, el futuro ya no es la espera de la inmutabilidad de la eternidad. El
desequilibrio entre experiencia y expectativa, característico de los tiempos modernos, abre el
futuro como progreso por efecto de la aceleración. En el orden del tiempo moderno, el pasado
y el presente son representados, pensados y sentidos como si estuvieran partiendo o
retornando al presente.
Por una parte, la aceleración histórica, lo cual no supone que exista una pauta universal
según la cual todo se acelera. No obstante, cabe reconocer que
la prioridad ‘natural’
(antropológica) del espacio sobre el tiempo en la percepción humana (arraigada en nuestros
órganos sensitivos y en el efecto de la gravedad, que nos permite una inmediata distinción
entre arriba y abajo, delante y detrás, pero no entre más temprano o más tarde) parece haber
sido invertida: en la era de la globalización y de la utopicalidad de internet, el tiempo se concibe
cada vez más como comprimiendo o incluso aniquilando el espacio (Harvey 1990; no obstante
con referencia a una inversa espacialización del tiempo, nos previene de no desechar el espacio
demasiado rápido.). El espacio prácticamente parece ‘contraerse’ y pierde su importancia para
la orientación en el mundo moderno tardío. Los procesos y desarrollos ya no están localizados
y las locaciones se vuelven no-lugares (non-lieux), sin historia, identidad o relación (Augé 1992).
El sociólogo alemán H. Rosa (2010) afirma que las sociedades occidentales experimentan lo
que él llama una ‘contracción del presente’ como consecuencia de las aceleradas tasas de
innovación cultural y social. Su medida es tan simple como instructiva, el pasado se define
como lo que no se puede mantener/ya no es válido mientras que el futuro denota lo que todavía
no se puede asir/no es aún valido. El presente, por consiguiente, es el lapso en el cual (usando
una idea desarrollada por Reinhart Koselleck, 1993) los horizontes de la experiencia y de las
expectativas coinciden. Sólo dentro de estos lapsos de tiempo de relativa estabilidad podemos
aprovechar las experiencias pasadas para orientar nuestras acciones e inferir conclusiones del
pasado en relación al futuro. Sólo dentro de estos lapsos existe alguna certeza sobre la
orientación, evaluación y expectativas. En otras palabras, la aceleración social se caracteriza
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por un aumento en las tasas de decadencia de la fiabilidad en las experiencias y en las
expectativas, y por la contracción de los lapsos definibles como el ‘presente’. Ahora podemos
aplicar esta medida de estabilidad y cambio a instituciones sociales y culturales, así como a
prácticas de todo tipo: el presente se contrae tanto en lo político como en lo ocupacional, en lo
tecnológico como en lo estético, en lo normativo como en lo científico o en la dimensión
cognitiva, es decir, tanto en lo cultural como en lo estructural.
Por otra parte, y centrándonos en las cuestiones cercanas a las disciplinas en disputa, la
expansión acelerada de la cultura entendida como esfera de vida está íntimamente relacionada
con el desmoronamiento de aquello que, durante décadas, se impuso bajo el carácter irrebatible
de la dialéctica hegeliano-marxista de la Historia, que defendía un régimen de la política
historicista, progresista y prometeico. La supremacía contemporánea del régimen cultural
reposa en cambio en una redistribución de las evidencias espacio-temporales: la cultura
coloniza, ocupa los mundos vividos, pero lo hace desde un plano horizontal, ahí donde la
Historia parece haber perdido su fuerza alentadora, su capacidad de proyectarnos hacia el
futuro.
La historia del presente o del pasado reciente, entendida como aquella historiografía que
tiene por objeto acontecimientos o fenómenos sociales que constituyen recuerdos de al menos
una de las generaciones que comparten un mismo presente histórico, pone al descubierto las
relaciones complejas y conflictivas de un presente que, en tanto pasado muy reciente, se
historiza a sí mismo. En este nuevo género historiográfico, la cuestión de la memoria traspasa
todas las dimensiones del problema de lo histórico y, en lo que a la dimensión temporal importa,
relaciona el tiempo de la memoria con el tiempo de la historia. En 1984 Pierre Nora publica el
primer volumen de Lieux de mémoire, en cuya introducción titulada “Entre la historia y la
memoria” intenta exponer la problemática con la que la memoria desafía a la historia. Esto
supone, entre otras cosas, que la perspectiva del historiador, cuya vocación no es la de trabajar
sobre lo inmediato, es la de proponer comparaciones entre modos de experiencia del tiempo
del pasado con nuestra contemporaneidad. François Hartog (2004) propuso para ello la
categoría de "regímenes de historicidad", con la cual intenté desarrollar un enfoque entre las
distintas formas que las sociedades tienen para percibir el tiempo. Sólo podemos actuar sobre
nuestro presente. En todas las sociedades fue así. Pero lo que llamamos "presente" puede
cambiar, cambió y está cambiando.
La expansión del régimen cultural de la vida no es equivalente al fin de la Historia, sino a
la multiplicación de los “obstáculos” que esta última encuentra como proceso continuo. La
obsolescencia de la Historia homogénea, de la Historia-movimiento, es aquello que alimenta la
proliferación cultural, una propagación que cierto nietzscheanismo contemporáneo puede
designar como enfermedad presente de la civilización. Ambas figuras, la de la Historia
bloqueada y obstaculizada, y la de la dilatación infinita de la esfera cultural, son indisociables.
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La conquista de los espacios sociales y mentales por las actitudes y las evidencias culturales es
un proceso secundario, que se deduce del debilitamiento de la Historia y de la disminución de
los espacios políticos. En el mundo de la Historia, el deseo de los seres humanos está orientado
hacia la acción, se trata de un deseo que se materializa en acciones y en los efectos que
acarrean esas acciones. En el mundo de la cultura, este deseo está redirigido hacia los objetos
y los recuerdos. El mundo de la cultura es un mundo superpoblado de objetos, un universo de
consumo en el que todo está saturado de memoria, tal y como han señalado Barthes o
Baudrillard. En cambio, el mundo de la Historia es un mundo en el que los seres humanos se
desprenden de los objetos y se producen transformaciones a costa de tales separaciones.
En una entrevista que Christian Delacroix, François Dosse y Patrick Garcia realizaron a
François Hartog (2008), éste se preguntaba lo siguiente: “si entramos en un régimen
‘presentista’, ¿qué tipo de historia ya no se puede hacer y, al mismo tiempo, qué historia se
podría hacer?”. Los diferentes regímenes de historicidad, sin tener la generalidad de una
categoría metahistórica, deberían poder correlacionarse con diferentes formas de historiografía.
Sin establecer una relación mecánica, Hartog reconoce que existe un lazo entre ambos niveles:
lo que denomina “régimen de historicidad” y lo que nosotros podríamos llamar “régimen de
historiografía”, es decir, los presupuestos temporales que subyacen a la escritura histórica. En
este contexto, un régimen de historicidad es la expresión de un orden dominante del tiempo
que se entreteje a partir de diferentes regímenes de temporalidad, en otras palabras, es una
manera de traducir y ordenar las experiencias del tiempo y de darles sentido. Hartog (2013)
plantea que se debe cuestionar el orden del tiempo y buscar un nuevo modo de articular el
pasado y el futuro. Si bien es cierto que la descripción fenomenológica agustiniana de los tres
tiempos constituye un punto de referencia esencial, se debe tener en cuenta que existen
diversos regímenes de historicidad que difieren del modelo de la historia europea, el cual se
fundamentaba, desde la antigüedad hasta por lo menos el siglo XVIII, en la historia magistra
vitae, que era una manera de esclarecer el presente por medio del pasado y en la que se
enfatizaba sobre todo la repetición de lo ejemplar.
El régimen de historicidad expone por lo tanto “los modos de articulación de estas
categorías o formas universales que son el pasado, el presente y el futuro”; es la expresión de
un orden dominante de tiempo en determinada época, que traduce y ordena las múltiples
experiencias del tiempo; trabaja entre las tensiones que se dan entre experiencia y expectativa.
Si la relación de las categorías de Reinhardt Koselleck, “espacio de experiencia” y “horizonte
de expectativas” era la condición de posibilidad (metahistórica) de toda historia, el régimen de
historicidad de François Hartog apunta a sus diferentes formas de articulación. Koselleck
presenta las categorías espacio de experiencia y horizonte de expectativa en el marco de una
semántica de los tiempos históricos. Se trata de categorías formales, es decir, condiciones de
posibilidad de las historias concretas y en cuanto tales, categorías del conocimiento. Las
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historias empíricas posibles son, de ese modo, determinaciones materiales de dichas
categorías. Por su generalidad, dichas categorías tematizan la temporalidad del ser humano;
son por ello apropiadas para una antropología filosófica, y desde un punto de vista
metahistórico remiten a la estructura de la temporalidad de la historia. En este sentido indican
la relación interna entre pasado y futuro de forma dialéctica: “no se puede tener un miembro
sin el otro. No hay expectativa sin experiencia, no hay experiencia sin expectativa”. Koselleck
muestra el valor de estas categorías en el análisis de la modernidad, entendiéndola como un
“tiempo nuevo desde que las expectativas se han ido alejando cada vez más de las experiencias
hechas”.
Por su parte, Hartog advierte que existen dos regímenes de historicidad que se encuentran
confrontados: el que se estudia y el del que lo estudia. Para plantear una reflexión sobre el
orden del tiempo y los regímenes de historicidad, se debe establecer una distancia que permita
cuestionar las evidencias, dudar de sus categorías y hacer posible la comparación. Ahora bien,
en el régimen de historicidad anterior al siglo XIX dominaba el pasado, pero en el del XX se
produjo una interesante unión de futurismo con presentismo.
En el mundo de la Historia prometeica, el presente (tiempo de la acción) y el futuro
(horizonte de la esperanza) establecen un pacto entre sí; en él el pasado se experimenta como
el centro de todas las cautividades, el conservatorio de todos los oscurantismos y de todas las
barbaries. El presente es ese posicionamiento, ese punto de apoyo ofertado a los vivos que
tratan de despegarse del pasado, de proyectarse en el futuro. Dicho de otra manera, un cruce
fronterizo hacia tiempos mejores, e incluso hacia un futuro radiante.
El presentismo del tiempo de la cultura, del todo diferente, hace referencia a un presente
indefinidamente renovado y prorrogado, un presente multifacético y con planos variados, que
constantemente se relaciona con el pasado, aprovisionándose de él, extrayendo significaciones,
a falta de un sentido general. Justamente la invención propia de la cultura en su acepción
actual, es esa combinación de un presente que orquesta la contemporaneidad de una multitud
de objetos heterogéneos, arrancados de su temporalidad originaria, y de un pasado
contemplado como fuente y fondo inagotable de todo lo que “hace señas”. Por esta razón, el
museo es el emblema o, si se prefiere, el lugar en donde se concentra el tiempo de la cultura:
se trata del espacio o el lugar en el que podemos ver y vivir un presente indefinidamente
estirado y prorrogado, poblado de objetos, de obras y de signos cuyo rasgo común es “recordar”
(evocar) el pasado y someter la disparidad a la regla de una total equivalencia.
François Hartog estima la aparición del régimen de historicidad presentista hacia fines de
los ochenta; ese orden del tiempo en donde el presente se instala durablemente como posición
dominante: “el presente está omnipresente”, un “presente que se dilata paulatinamente”.
Desde 1989 el tiempo pasa a ser un asunto o un problema muy importante cuyo centro es el
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presente. “El presente es el único horizonte” pero, agrega Hartog, esto ocurre con una
particularidad: “el presente, en el momento mismo en que se realiza, desea ser considerado
como ya histórico, como ya pasado”. Es como si el presente se volviese sobre sí mismo para
prever cómo será considerado en el pasado, anticipándose a lo que será nominado por el
pasado. Incluso las apelaciones a la memoria, las conmemoraciones y el patrimonio, no se
puede decir que constituyan referencias a un pasado, a una identidad que uno tiene, sino que,
por el contrario, lo que intentan es circunscribir en el presente lo que “uno es, sin haber sabido,
o sin ser capaz de saberlo”. Constituyen políticas, por lo tanto, del presente. Las últimas
décadas han dado lugar a un “presente masivo, agobiante, omnipresente, que no tiene más
horizonte que sí mismo, que crea cotidianamente el pasado y el futuro que, día tras día, le es
necesario”.
Aquí es donde reaparece el dilema de la memoria. En efecto, para reivindicar la centralidad
del presente se requiere convertir la memoria, en cuanto contenido más que forma, en un modo
de cuestionamiento histórico y de escritura de la historia, y al historiador, en el ejercicio mismo
de su profesión, en un lugar de memoria. El principio básico de esta esfera, en la actuación
cultural entendida como museo global, es establecer la equivalencia estricta entre una
exposición de Mondrian, una película sobre la guerra española y una corrida de toros; no se
trata en absoluto de encadenar acciones o acontecimientos en un plano diacrónico, un modo
dinámico o un proceso dialéctico, sino de organizar la coexistencia y la sucesión desordenada
de los objetos y de las manifestaciones más variadas. En ese sentido no es justo asociar el
museo únicamente a la muerte, como si fuera un mero depósito taxidérmico; al contrario, lo
propio del museo es volver indistinta la vida y la muerte, para lo cual es necesario restablecer
indefinidamente las continuidades entre lo vivo y lo muerto, allí donde los ritos humanos se
habían esforzado en separar lo uno de lo otro. Los museos no son cementerios, constituyen el
emblema de un tiempo cultural generalizado que trata de establecer un continuum entre lo
muerto, lo vivo y el porvenir, un tiempo que podríamos calificar como una eternidad dúctil o
maleable; los monumentos, indefinidamente cuidados y protegidos, son otro emblema más de
este tiempo confuso e indiferenciado. Lo que se podría denominar como “nación patrimonio”.
El énfasis puesto en el patrimonio revela que este se ha convertido en la categoría
dominante de la vida cultural y de las políticas públicas, situación que ha generado un
desequilibrio en el régimen de memoria que lleva de la “historia memoria” a la “historia
patrimonio”, en la que el patrimonio adquiere una doble faceta: memoria de la historia y
símbolo de identidad. Es de destacar que el concepto de patrimonio ha trascendido la esfera
de los derechos privados y se ha utilizado para definir los bienes culturales colectivos. Lo
anterior se explica por el hecho de que se ha considerado que el fundamento del patrimonio es
la conservación, motivo por el que la cultura y la naturaleza debían insertarse en la esfera del
patrimonio, con la intención de dotarlas de recursos jurídicos que permitieran su preservación
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para el mañana. Lo interesante del asunto es que el patrimonio vuelve visible un cierto orden
del tiempo, en el que el presente no puede o no quiere desvincularse del pasado. Hartog
advierte que el concepto de patrimonio no tiene el mismo sentido en todos los lugares, por
ejemplo, a los japoneses sólo les interesa la permanencia de la forma antes que la conservación
o la restauración. Así, la política cultural japonesa no descansa en la visibilidad sino en la
actualización, pues lo que interesa es reafirmar la intención que presidió la edificación de un
monumento. La ola patrimonial, asociada a la memoria, ha ocasionado que se piense en que
todo es patrimonio, lo cual ha generado que se consideren bajo esta categoría lo cultural, lo
natural, lo vivo, lo inmaterial, lo genético y lo ético. Esta diversificación ha generado que el
Estado nación tienda a imponer sus valores a través de la salvaguarda de lo que es considerado
patrimonio por los actores sociales culturizados. Desde esta perspectiva, el patrimonio no se
mira desde el pasado, sino como categoría de acción del presente y sobre el presente. La
vinculación establecida entre patrimonio y naturaleza ha generado la constitución museística
en toda su complejidad, llegando a hablarse de parques naturales y ecomuseos, circunstancia
que ha contribuido a hacer visible el paso de una percepción estética y espacial de la naturaleza
a una representación patrimonial del entorno, en la que existe una vinculación entre memoria
y territorio que se sustenta en una nueva interacción entre presente y futuro.
La invocación a la noción de patrimonio no sólo se puede concebir como una toma de
conciencia y una respuesta a una ruptura, sino que también es una manera de señalar un
peligro potencial y de hacerle frente, pues la lógica de tipo patrimonial, aunque se proclama
preocupada por la transmisión, en realidad da lugar a un tipo de “patrimonio inmaterial”. En
este régimen de temporalidad, el tiempo, el pasado se convierte en algo interesante, es el
objeto de todas nuestras preocupaciones. El homo culturalis (Allain Brossat, 2016) agota toda
su energía en revisitar, reactualizar y evocar, bajo un prisma estético y conmemorativo, un
pasado museificado. En el campo político, el pasado es objeto de todos los litigios, es la
manzana de la discordia que hace movilizarse a unos frente a otros, vencedores y vencidos de
la Historia; el pasado es la cuestión jamás resuelta que continuamente reabre las disputas, las
querellas y alimenta los conflictos internos. La cultura, como patrimonio, es un dispositivo
orientado a desconectar un pasado que no pasa: se trata de una máquina que embalsama,
ritualiza, expone, al tiempo que transforma a los denunciantes en espectadores y a las víctimas
o los criminales en consumidores. Tomemos un caso como la memoria de la transición y su
acepción actual por parte de grupos políticos o movimientos políticos… y cómo produce efectos
reglados de comunicación, obviamente, interesados o en todo caso efectos anestésicos,
sentimentales y consensuales, la novela rosa esgrimida para la ocasión, una dulce música que
acompaña a la denominada Cultura de la Transición española, que nos permite ser críticos sin
serlo.
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Una memoria redactada, modesta como decíamos, puede convertirse en un documento
clave y valer tanto como cien testigos oculares “en situación”, siempre y cuando su
presentación sostenga una exigencia de verdad y de justicia. Ahora bien, desde el momento en
que dicha presentación se inscribe en un topos cultural se produce justamente lo contrario: en
esta exposición, el tópico que representa a un prisionero argelino arrojado al vacío desde un
helicóptero francés no será un crimen de guerra, sino una foto que el discurso de la
comunicación sabrá sazonar con el adjetivo oportuno. De este modo, la “democracia cultural”
patrimonialista se experimenta y se promueve como algo intrínsecamente virtuoso. El pacto
que la origina, al vincular cultura y memoria, se presenta como la evidencia de tal moralidad.
La valorización del pasado, en especial la de los “momentos dolorosos” que conmemora una
comunidad y los crímenes sobre los cuales debe reflexionar, posee esa vocación de mostrar la
piedad de las instituciones y de los vivos, un giro moral que no compromete a nada y que sin
embargo despolitiza el pasado al presentar a la Historia como el gran teatro de la lucha eterna
entre el Bien y el Mal. En efecto, al escenificar el pasado como el teatro de un crimen inexpiable,
como un mundo poblado de víctimas y de verdugos, se activa el dispositivo litúrgico que desata
las bajas pasiones (la mala conciencia) de los vivos y no su deseo de hacer frente a la injusticia,
su intolerancia a lo intolerable en el presente.
Pero sobre todo, lo importante es que con el tiempo el pacto piadoso entre cultura y
memoria se ve respaldado por esa especie de nihilismo light que establece un principio de
indiferenciación
entre una multitud heterogénea de escenas del pasado, todas ellas
seleccionadas y homogeneizadas según el dudoso principio de un supuesto valor patrimonial,
pero también entre una multitud disparatada de actores, grupos y héroes, a la cual es necesario
añadir una lista cada vez mayor de víctimas. Ese nihilismo light es el mismo que celebra el
centenario de los Juegos Olímpicos modernos y la Declaración de los derechos humanos, que
acepta que la guerra civil fue una “gran tragedia” y sin embargo transforma sus diferentes tipos
de víctimas en un magma indefinido, que honra el recuerdo de un cantante popular como el de
un gran resistente. Lo esencial es garantizar el continuo funcionamiento de la máquina de
anamnesis, renovando sus provisiones y sus procedimientos, sustituyendo la acción propia de
la contienda de la Historia por sus efectos de integración y de movilización memoriales y
conmemorativos.
Cuando nos interrogamos sobre un pasado olvidado o, por el contrario, demasiado
presente; cuando el futuro aparece amenazante o clausurado; cuando el presente parece
consumirse en el instante o no dejar de transcurrir, surge entonces el intersticio o la grieta que
pone de manifiesto que una experiencia del tiempo presupuesta, “naturalizada”, en la que
vivíamos confortablemente, está siendo puesta en cuestión. Es este intersticio el objetivo hacia
el que apunta el régimen de historicidad cuando trata de poner en evidencia el orden de los
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tiempos que hace posible una determinada experiencia temporal (sin dejar de reconocer sin
embargo la pluralidad del tiempo social).
Dentro de este contexto, el historiador pierde también la posición “privilegiada” que le
daba la distancia temporal. El testimonio de los sobrevivientes de acontecimientos trágicos del
pasado reciente adquiere una relevancia inusitada pues, para algunos, permitiría una forma de
acceso a la experiencia vivida. Se ha entrado en la “era del testimonio”. Así comprendido, el
testimonio de acontecimientos límites ocluye la posibilidad misma de su reconstrucción
historiográfica puesto que se corre el riesgo de que, al integrarlo en un relato más amplio, se
distorsione su verdad. Dado que el discurso histórico introduciría, entonces, una inevitable
mediación entre los que no vivieron el acontecimiento y los que lo experimentaron, el
testimonio sería, para muchos, el único lenguaje en que estos acontecimientos límites deberían
ser representados. Y esto es así porque, el “testimonio nos da una representación de las
experiencias más significativas y profundas de una persona”.
La historiografía debe, en lo posible, transcribir los testimonios. Se invierte, ahora, la
posición: el testigo adquiere el privilegio epistémico sobre el historiador, la escritura de la
historia toma la forma de testimonio. Por otro lado, la búsqueda de nuevos marcos teóricos y
de herramientas metodológicas para dar cuenta de la magnitud de los acontecimientos
acaecidos llevó a que algunos historiadores entendieran estas experiencias como experiencias
traumáticas, lo que los autorizaba a exportar categorías analíticas del psicoanálisis y de la
neurobiología. Este giro hacia al modelo del psicoanálisis y de las neurociencias no sólo tuvo
fuertes consecuencias en las modalidades adoptadas para el conocimiento de pasados recientes
traumáticos sino, asimismo, en lo referente a las discusiones en torno a las concepciones del
tiempo histórico. En sus versiones más extremas, a partir del concepto de “memoria literal”,
se concibe a la historia como repetición, y desde un ángulo psicoanalítico, Dominick LaCapra
piensa la historicidad como “el retorno de lo reprimido”. La cuestión de la interpretación de los
fenómenos socioculturales en términos psicoanalíticos o neurobiológicos conlleva la negación
de la posibilidad del régimen historiográfico moderno, al menos, en aquellas sociedades con
pasados recientes traumáticos. La temporalidad del trauma es incompatible con la temporalidad
histórica que presupone un “pasado histórico” irreversible, separado y distante del presente,
tanto si el fenómeno de la repetición es entendido como el retorno de lo reprimido o si es visto
como el retorno de lo literal.
Bibliografía de referencia
Brossat, Allain (2016), El gran hartazgo cultural, Madrid, Dado Ediciones.
Delacroix, Christian; François Dosse y Patrick Garcia (2008), Historicidades, nº 155.
Hartog, François (2007), Regímenes de historicidad. Presentismo y experiencias del tiempo,
México, Universidad Iberoamericana (ed. orig., 2004).
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Hartog, François (2013), Croire del´histoire. Paris, Flammarion.
Harvey, David (1998), La condición de la posmodernidad. Buenos Aires, Amorrortu.
Koselleck, Reinhardt (1993), Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos,
Barcelona, Paidós.
LaCapra, Dominick(2013), History, Literature, Critical Theory. Cornell, Cornell University Press.
Nora, Pierre (1984), “Entre mémoire et histoire”, en Pierre Nora (ed.), Les lieux de mémoire,
t. 1, La République, París, Gallimard.
Rosa, Hartmut (2010), Accélération. Une critique sociale du temps, Paris, La Découverte, col.
«Théorie critique».
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