Num119 007

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A cuento del cambio climático
DANIEL MARÍAS MARTÍNEZ
A
poco que uno se fije, se percatará
de
que
los
estudios
e
investigaciones sobre lo que se ha
dado en llamar “cambio climático” y las
noticias periodísticas relacionadas con él han
alcanzado una prominencia enorme en los
últimos tiempos(1). La inusitada frecuencia
con que aparecen en las actas de congresos y
seminarios, en los escaparates de las librerías
o en los titulares de los medios de
comunicación supone una muestra clara de
que, sin lugar a dudas, es un tema que
interesa tanto a los científicos como a los no
iniciados. En fechas recientes ha vuelto a
estar en boca de unos y otros con motivo de
la decisión adoptada por el presidente George
W. Bush, consistente en retirar la adhesión de
los Estados Unidos al Protocolo de Kioto.
* Investigador becario de la Comunidad de Madrid.
Este suceso, al que nos referiremos más
adelante, nos ha hecho meditar sobre uno de
los asuntos que más preocupan actualmente al
conjunto de la sociedad y que lleva camino de
convertirse en todo un dogma, una de las
verdades de nuestra época, cuando sin
embargo no pasa de ser una mera teoría
sustentada en pilares poco estables. Por ello
en este breve escrito intentaremos, si no
realizar un análisis en profundidad sobre la
hipótesis del “cambio climático” —para lo que
sería preciso un espacio mucho más amplio
del que disponemos—, al menos arrojar algo
de luz e introducir un mínimo de sensatez y
racionalidad acerca de tan controvertida
cuestión. Sirvan, pues, las páginas que siguen
como una invitación a la reflexión, a la cautela
y, por qué no, al escepticismo, sin que ello
suponga de ninguna manera propugnar o
condonar
actuaciones
anárquicas
e
irresponsables ni individuales ni colectivas(2).
Las definiciones de “clima” y “cambio
climático
Parecería de sentido común, antes que nada,
aclarar qué se entiende por aquello de lo que
estamos hablando, pues teóricamente los
presupuestos de partida habrán de condicionar
en buena medida el resto de consideraciones
que se realicen. Si bien todos tenemos una
idea, más o menos clara, de lo que se
significan los conceptos de “clima” y “cambio
climático”, lo cierto es que en los libros de
climatología, meteorología y otras materias
afines existe una enorme profusión de
definiciones, a cada cual más dispar(3). Ni
mucho menos vamos aquí a reproducirlas
todas ni a resolver el entuerto, simplemente
queremos dejar constancia de este singular
hecho —aunque sea de forma sucinta —, y de
la necesidad de proceder a una clarificación.
La palabra clásica griega de la que deriva la
actual de clima significa etimológicamente
inclinación y, en este sentido, se refería a la
percepción que un observador localizado a
una determinada latitud podía tener de la
natural variación de la oblicuidad de los rayos
solares respecto del horizonte, producida
como consecuencia de la esfericidad de la
Tierra y el ángulo de inclinación del eje de
rotación terráqueo respecto al plano de la
eclíptica. Pronto pasó a asimilarse con latitud,
en la medida en que ésta se determinaba a
partir de la inclinación de los rayos del sol y la
posición de la estrella Polar. Y en seguida se
asoció a cualquier zona de la Tierra, situada
entre dos latitudes determinadas, cuya
radiación solar incidente provocaba en ella
unas
condiciones
meteorológicas
determinadas que la hacía diferente de las
contiguas. Se produce, pues, una mutación de
inclinación a latitud, y de ésta a zona
latitudinal homoclima.
En el transcurso de los últimos cien años el
concepto de clima también ha experimentado
diversas transformaciones. Si desde los
últimos decenios del siglo XIX hasta las
primeras décadas del XX imperó la definición
ofrecida por el alemán Julius von Hann
(1883), que postulaba que clima era el
conjunto de fenómenos meteorológicos que
caracterizan el estado típico de la atmósfera
en un punto cualquiera de la superficie
terrestre, mediada la centuria tuvo que
echarse a un lado y convivir en lucha
permanente con la del francés Max Sorre
(1943), basada en la serie de estados de la
atmósfera sobre un lugar en su sucesión
habitual, es decir, en los tipos de tiempo. Estas
dos posturas encarnan diferentes formas de
entender la climatología: la primera de ellas se
corresponde con el método separativo o
analítico, que determina el clima a través de
cada uno de sus elementos más
característicos, los cuales son generalmente
tratados de forma aislada, empleando las
estadísticas para determinar los valores
medios o habituales, obtenidos para un largo
período temporal (convencionalmente superior
a treinta años); mientras que la segunda
simboliza el método sinóptico o dinámico,
cuyos principios se sustentan en el análisis
combinado de los elementos del clima,
singularizado por la definición de tipos de
tiempo representativos y el análisis
frecuencial de cada uno de ellos a lo largo del
año. Con ligeros retoques —como el del
también francés Pédélaborde (1970), que
definió el clima dentro de una concepción
dinámica como lo percibido y lo vivido por el
hombre más la explicación de sus
mecanismos, dando cabida a lo subjetivo y a
las corrientes fenomenológicas— han
perdurado hasta nuestros días.
La síntesis entre ambas tendencias, analítica y
dinámica, se produce en las obras de Pierre
Pagney (1972) y André Hufty (1976), quienes
entienden el clima como el intercambio
energético producido entre la superficie de la
tierra y la atmósfera en función de la
frecuencia estadística de los fenómenos
meteorológicos, cuya acción influye en todo
tipo de vida.
En esta solución se encuentran las bases de la
definición más en boga últimamente, influida
por la teoría de sistemas. Para muchos, entre
ellos John G. Lockwood (1985), clima ya no
es sólo la sucesión habitual de los estados de
la atmósfera, sino que incluiría todos los
parámetros que influyen sobre lo que
convencionalmente llamamos tiempo; de este
modo el clima sería un sistema abierto y en
equilibrio dinámico, alimentado por la energía
solar e integrado por cinco capas
fundamentales
(atmósfera,
hidrosfera,
criosfera, biosfera y litoesfera) que se
relacionan entre sí de forma no lineal y a
diferentes escalas temporales mediante flujos
y trasvases de unas a otras.
Indudablemente la definición de clima ha
evolucionado mucho desde sus orígenes, pero
aún hoy, a comienzos del siglo XXI, no existe
consenso acerca de su significado, lo cual
parece sorprendente. Y si eso ocurre con
“clima”, la situación no es mucho mejor con
“cambio climático”, entre otras razones
porque su sentido depende en gran medida de
lo que entendamos por el primero. Veamos
algunos ejemplos.
Partiendo de la consideración estadística del
clima, el reconocimiento de los cambios
climáticos consiste en identificar rupturas y
discontinuidades en las series de datos
climáticos. Es decir, en averiguar el
comportamiento ordinario de cada serie y
determinar en qué puntos se quiebra dicha
conducta normal. Dicho así parece algo
sencillo de hacer, pero no lo es en absoluto,
fundamentalmente por dos razones: por un
lado, debido a que las fluctuaciones existentes
en las series climáticas hacen aparición a
escalas espacio-temporales enormemente
contrastadas, y por otro, a que estas
fluctuaciones experimentan una fuerte
gradación. Las escalas temporales de
variación basculan entre las diarias y las
seculares o milenarias, dándose además cada
una de éstas sobre el conjunto de la superficie
del planeta o sobre fragmentos muy pequeños
y concretos de ella. Asimismo, las magnitudes
atmosféricas pueden fluctuar de forma
periódica (como el ciclo anual o el diurno),
casi periódica (como las lluvias monzónicas) o
aleatoria (como las que tienen lugar entre
días, meses o años diferentes). Como hemos
dicho, todo ello supone un poderoso obstáculo,
tanto para la identificación como para la
propia definición del cambio climático, lo cual
queda en evidencia si echamos un vistazo a la
diversa nomenclatura existente al respecto,
empezando por la emanada de la
Organización Meteorológica Mundial (OMM),
que otorga al término cambio climático un
carácter general, válido para reunir todas las
formas de inconstancia climática, sea cual sea
su naturaleza estadística, pero detalla a
continuación y de forma imprecisa cada una
de esas inconsistencias (discontinuidad,
fluctuación, oscilación, vacilación, ritmo,
tendencia, ciclo, alteración, etc.) hasta
configurar una nomenclatura tan minuciosa
como confusa. El uso, sin embargo, ha
impuesto la utilización de la expresión “cambio
climático” en el sentido de una discontinuidad
más bien brusca y duradera, de una variación
relevante y estadísticamente significativa en
los parámetros de centralidad y dispersión de
las series climáticas desde un período de
observación a otro. Esta definición, que es la
que tradicionalmente se ha hecho del cambio
climático en los ambientes proestadísticos,
implica que el rasgo esencial para
conceptualizar dicho cambio es la magnitud,
quedando relega dos aspectos tales como su
dimensión espacial o temporal.
Para los defensores de la noción sistémica del
clima, el punto de arranque es la existencia de
un sistema en equilibrio —lo que garantiza la
estabilidad del clima—, pero dinámico —lo
que provoca sus fluctuaciones—. La
obtención del equilibrio está determinada, en
primer lugar, por el tiempo de respuesta de
cada componente del sistema ante las
anomalías y, en segundo lugar, por las
relaciones que se establecen entre los
elementos, las cuales se efectúan mediante
complejos bucles de realimentación de distinto
signo. Los bucles de realimentación negativos
tienden a contrarrestar las irregularidades que
se producen en cualquier componente del
sistema; los positivos, por el contrario, tienden
a incrementarlas. Pues bien, ambos tipos de
bucles se combinan en el interior del sistema
climático y son responsables de su equilibrio;
pero una estabilidad construida a partir de
estos mecanismos tiene que ser por fuerza
una estabilidad en movimiento —global y por
término medio—, que se consigue a partir de
una inmensa variabilidad temporal y de la
aparición de continuas anomalías. Siempre
que éstas sean compensatorias entre los
distintos lugares del planeta, y pasajeras, lo
único que reflejan son los esfuerzos del
sistema por mantener su armonía.
Únicamente se puede hablar de la existencia
de un cambio climático significativo cuando la
variación en alguno de los componentes del
sistema sea lo suficientemente importante
como para alterar su equilibrio, dando lugar a
un nuevo equilibrio tras un período de
transición entre ambos. Ello supone que la
anomalía en un componente ha sido lo
suficientemente grande como para rebasar el
umbral de estabilidad del sistema, que se ve
transformado por una serie de cambios en
cadena. Así pues, desde estos presupuestos
un cambio climático —por contraposición a
una simple anomalía o fluctuación— implica
que el sistema ya no regresa a su estado
primitivo, sino que muda hacia otro diferente.
La clave radicaría, por tanto, en saber cuándo
una anomalía en uno de los componentes del
sistema es lo suficientemente importante
como para alterar el equilibrio global del
mismo, y no en fijar un umbral de variación en
las series temporales de los elementos
climáticos.
Otro problema que surge cuando nos
enfrentamos a la definición de cambio
climático es la determinación de las causas
que lo originan, los agentes y factores
responsables de su aparición. ¿Se debe a
causas naturales, antrópicas o mixtas?
Cambio climático, en el sentido utilizado por el
Grupo de Expertos Intergubernamental sobre
el Cambio Climático (IPCC), abarca cualquier
cambio experimentado por el clima a lo largo
del tiempo, cualquiera que sea su causa; por
contra, según lo expuesto en la Convención
Marco de las Naciones Unidas sobre el
Cambio Climático, únicamente se refiere a un
cambio del clima achacable directa o
indirectamente a las actividades humanas, que
modifican la composición de la atmósfera
terrestre.
De cara al futuro los interrogantes no hacen
sino acumularse, uno detrás de otro: ¿se
puede hablar de un único cambio climático, o
de varios para las diversas zonas del planeta
puesto que no son iguales sus características?
¿Se producirá de forma rápida e inminente o
pausada, prácticamente imperceptible en la
vida de un hombre?
Lo que está claro es que la perspectiva
histórica relativiza las visiones apocalípticas
que acompañan al aumento experimentado
por las temperaturas terrestres en los últimos
lustros y lo sitúa en un contexto de evolución
constante de las condiciones climáticas del
planeta.
Evolución histórica de una teoría
emergente
Para hacerse una idea de la evolución y
situación al día de hoy de la actual hipótesis
de cambio climático, es necesario efectuar un
recorrido cronológico por los principales hitos
que la han marcado, los cuales vienen
sucediéndose a ritmo vertiginoso en los
últimos años.
Por extraño que parezca la preocupación por
este tema viene de lejos. Ya a finales del siglo
XIX el científico sueco Swante August
Arrhenius había dado a conocer en su trabajo
“On the influence of carbonic acid in the air
upon the temperature of the ground” (1896)
una teoría en la que relacionaba el incremento
de dióxido de carbono en la atmósfera y su
posible influencia en el clima con la
combustión masiva de combustible s fósiles, si
bien no sería ésta la principal responsable de
dicho aumento. Pero a pesar de esta pionera
investigación, y otras que fueron publicándose
desde entonces, no se comenzaron a realizar
mediciones metódicas de la composición
química de la atmósfera hasta 1957. En ese
momento se iniciaron bajo la tutela de la
Organización Meteorológica Mundial diversos
planes de seguimiento, encargados, por
ejemplo, de controlar los niveles de ozono
estratosférico o calcular la proporción de
dióxido de carbono en la atmósfera.
Transcurrida una década desde aquella
significativa fecha, los recuentos efectuados
se encargaron de ratificar la tendencia al alza
de la cantidad de CO2 en la troposfera, por lo
que tanto la OMM como numerosos
científicos no tardaron en mostrar su
intranquilidad por las repercusiones que dicho
aumento podría causar en el clima(4). En la
década de los setenta, la OMM se plantea de
manera definitiva el posible cambio climático
como consecuencia de un modelo de
industrialización basado en la explotación
masiva de combustibles fósiles que habría
incrementado claramente las concentraciones
de dióxido de carbono en la troposfera. En
1974 la OMM decidió crear un Grupo de
Expertos en Cambio Climático para intentar,
de algún modo, dar respuesta a una serie de
episodios atmosféricos considerados inusuales
que se dieron en muy poco tiempo y que los
servicios meteorológicos de cada país no
habían sabido interpretar. En ese mismo año
dos científicos llaman la atención sobre la
posible destrucción del ozono en la
estratosfera. Al año siguiente ve la luz la
primera declaración sobre Modificación de la
Capa de Ozono debida a actividades humanas
realizada por la OMM. En 1976, gracias a la
los avances tecnológicos, y en concreto al
satélite Nimbus 7, se obtiene la imagen del
“agujero de ozono” sobre el continente
antártico. En 1978 un nuevo estudio de la
OMM revela que el deterioro de la capa de
ozono se ha originado por la emisión de
productos elaborados por el hombre, como los
clorofluocarburos (o CFCs). En 1979 se
celebra la Primera Conferencia Mundial sobre
el Clima, en la que se habla del aumento del
efecto invernadero por causas humanas y de
las consecuencias sociales y económicas de
un cambio climático, y se acuerda crear el
Programa Mundial del Clima. A comienzos de
los ochenta, el director del Observatorio
Geofísico de Leningrado, el profesor Mijail
Ivanovich Budyko, publica en inglés The
earth’s climate, past and future (1982), obra
en la que se habla de un ascenso de las
temperaturas, de la subida del nivel del mar y
de otras previsiones poco tranquilizadoras,
utilizando para ello términos bastante
catastrofistas(5). A partir de este trabajo se
comenzó a crear una conciencia mundial
acerca del previsible cambio del clima. En
marzo de 1985 se firma el Convenio para la
Protección de la Capa de Ozono. También en
1985 tuvo lugar la Conferencia de Villach
(Austria) —convocada por la OMM, el
Programa de las Naciones Unidas para el
Medio Ambiente y el Consejo Internacional
de Uniones Científicas—, donde se dijo que el
efecto producido por otros gases de efecto
invernadero diferentes del dióxido de carbono
podía compararse al de éste; ello suponía que
el equivalente a una duplicación del CO 2 —de
continuarse con las tendencias actuales—
podía alcanzarse hacia el año 2030 en vez de
a finales del siglo XXI, produciéndose para
entonces un aumento de las temperaturas
entre 1,5 y 4,5º C y un ascenso del nivel del
mar entre 20 y 140 cm. En septiembre de
1987 se firmó el Protocolo de Montreal,
mediante el cual los países allí presentes se
comprometían a reducir en un 50% y en un
plazo máximo de once años el consumo de
CFCs efectuado en 1986. Un mes más tarde,
en octubre de 1987, aparece en la portada de
la afamada revista Time el siguiente titular:
“The Heat is On”, haciendo referencia a un
artículo publicado en su interior sobre el
calentamiento global y el agujero de ozono;
desde ese momento el cambio climático pasa
a ser tema recurrente en los medios de
comunicación de todo el planeta. A principios
de 1988 varios países
—capitaneados por
los Estados Unidos—, comenzaron a
interesarse por las enormes repercusiones
socioeconómicas que traería consigo un
cambio climático. Por ello, al considerar que
se trataba de un tema demasiado importante
para dejarlo, como hasta ahora se había
hecho, en manos de un grupo de científicos no
gubernamentales, propusieron a las Naciones
Unidas la creación de un organismo de
evaluación del cambio climático en que los
gobiernos tuvieran activa participación. De
este modo surgió el Panel Intergubernamental
de Expertos sobre Cambio Climático. Su
primera reunión tuvo lugar en Ginebra en
noviembre de 1988, donde se puso un plazo de
dos años para dar a conocer su primera
evaluación, realizada en noviembre de 1990
en esa misma ciudad, dentro del marco de la
Segunda Conferencia Mundial sobre el Clima.
En ella se expuso el Primer Informe de
Evaluación del Cambio Climático(6) que decía
que, de continuar el ritmo actual de emisiones
de gases de efecto invernadero, se podría
esperar durante el próximo siglo una tasa de
aumento de la temperatura media mundial de
0,3º C por decenio; es decir, mayor que la
ocurrida durante los últimos 10.000 años,
aunque no se especificaba si debido a
emisiones de gases o por la variabilidad
natural del clima. También en 1990, cien
estados acordaron en la Enmienda de Londres
que los países del Tercer Mundo acabarían
para el período 2010-2015 con el consumo y
la fabricación de CFCs, mientras que el resto
lo haría para antes de 2005. Asimismo, se
puso en funcionamiento el Sistema Mundial de
Observación del Ozono. Dos años más tarde,
en la segunda Conferencia de las Naciones
Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo
celebrada en Río de Janeiro en 1992, más de
150 países firmaron la Convención Marco
sobre el Cambio Climático para tratar de
estabilizar las emisiones de gases de efecto
invernadero a un nivel aceptable. En la
primera reunión de la Conferencia de las
Partes del Tratado sobre Cambio Climático,
celebrada en Berlín en marzo de 1995, los
países industrializados acordaron establecer
en 1997 en Kioto un calendario de reducción
de emisiones de gases. En diciembre de 1995
el segundo informe del IPCC sobre el Cambio
Climático, presentado en Roma, señaló
claramente al hombre como máximo
responsable del cambio climático(7). Se instó
a los gobiernos de los países industrializados a
que adoptaran medidas efectivas para lograr
una reducción en las emisiones de CO 2, por
ejemplo mediante la optimización del consumo
energético, pues de seguir así se produciría un
incremento medio de 2º C para finales del
siglo XXI y un aumento medio del nivel del
mar de 50 cm, cifras alarmantes pero
bastante inferiores a las previstas cinco años
antes. A pesar de las recomendaciones, los
estados firmantes de la Convención Marco,
reunidos en Ginebra en 1996, lograron
progresos de escasa entidad para reducir
definitivamente las emisiones de los países
industrializados. Se llega así a la Tercera
Conferencia de las Partes de la Convención
Marco sobre el Cambio Climático, celebrada
en Kioto en diciembre de 1997, donde se
habían depositado grandes esperanzas para la
obtención de un gran acuerdo internacional de
reducción de emisiones de gases de
invernadero. Entre los asistentes hubo más de
125 ministros de los países presentes, lo que la
convirtió en la mayor conferencia sobre
cambio climático celebrada hasta la fecha.
que en cada avance se están dando tres
mortales y medio con tirabuzón. Así, se llega
al punto de escuchar o leer con cierta
frecuencia que si no dejamos de utilizar el
coche para ir al trabajo provocaremos un
trágico cambio climático, u otras cosas
parecidas, lo cual no es sino una
caricaturización del asunto que es aceptada
comúnmente como si fuera verdad.
La hipótesis actual del cambio
climático y sus posibles consecuencias
Realmente dos hechos parecen sustentar la
actual hipótesis de cambio climático: el
incremento de la temperatura media del
planeta y el ritmo creciente de emisiones de
CO2 a la atmósfera desde hace por lo menos
un siglo. Parece existir una relación entre
ambas cosas. Pero, como veremos, ni las
evoluciones
son
uniformes
ni
la
correspondencia perfecta, por mucho que no
falten ciertas coincidencias. Éstas no
autorizan, desde nuestro punto de vista, a
concluir que aumentos porcentuales de
dióxido de carbono y otros gases de efecto
invernadero hayan causado un incremento de
las temperaturas, aunque casi todo el mundo
lo mantenga.
En la actualidad asistimos a la veneración del
siguiente razonamiento como acto de fe:
crecimiento continuado del consumo de
combustibles fósiles desde la revolución
industrial – aumento de las emisiones de CO 2
y otros gases por parte del hombre –
reforzamiento del efecto invernadero natural
– incremento de las temperaturas del planeta
o caldeamiento global
– cambio climático
– desastre mundial. No está nada claro que
esto tenga alguna validez, más bien al
contrario. Pero no queda ahí la cosa, va
mucho más lejos: la mayor parte de las veces,
por un generalizado y funesto mecanismo
mental que tiende a reducir y simplificarlo
todo, la gente se salta los pasos intermedios y
se cree que da igual, que se puede pasar de
un extremo a otro sin problemas, olvidando
El fundamento del llamado efecto
invernadero es bien conocido: la atmósfera
es prácticamente transparente a la radiación
emitida por el Sol, pero la radiación de onda
larga transmitida en respuesta por la
superficie de la Tierra es parcialmente
retenida por algunos de los gases minoritarios
presentes en la atmósfera. El nombre con el
que se ha designado este fenómeno deriva,
pues, de que el efecto producido por los gases
referidos es análogo al causado por el cristal
de un invernadero: el vidrio es transparente a
la luz solar incidente pero no lo es a la
radiación calórica emitida por el suelo y las
plantas situadas bajo él, alcanzándose como
consecuencia una temperatura en el interior
del invernadero superior a la del exterior. Por
tanto, el efecto citado se traduce en una
elevación de la temperatura de la Tierra por
encima de la que tendría en ausencia de
dichos gases de invernadero en la atmósfera;
este proceso es el que mantiene la
temperatura de la Tierra en un valor medio
global de 15º C en lugar de los –18º C que
tendría sin no existieran esos gases, la
mayoría de los cuales son anteriores a los
orígenes del hombre. Los únicos que
proceden exclusivamente de la actividad de
éste son los pertenecientes a la familia de los
clorofluorocarbonados, más conocidos como
CFCs; el resto son el vapor de agua, el
dióxido de carbono (CO 2), el metano (CH4), el
óxido nitroso (N2O), el ozono (O3), etc.
La cuestión que aquí nos interesa analizar es
si las actividades humanas —y especialmente
la contaminación por combustibles fósiles
iniciada a partir de la primera revolución
industrial—, han provocado un reforzamiento
del efecto invernadero al cambiar
sustancialmente la concentración natural de
los gases con capacidad para retener en la
atmósfera la radiación infrarroja procedente
de la superficie terrestre, y si este efecto sería
capaz de originar un cambio climático de
catastróficas consecuencias.
El principal protagonista del efecto
invernadero natural es, con diferencia, el
vapor de agua; y parece ser que su
concentración en la atmósfera sigue siendo
más o menos contante. Ante la complejidad
de investigar este gas, los estudios se han
centrado fundamentalmente en el CO2, que ha
acaparado casi todo el protagonismo.
El dióxido de carbono, que se genera por las
combustiones y oxidaciones de materia
orgánica, por la respiración de los seres vivos
y por determinadas reacciones químicas y
procesos industriales, sería el segundo gas de
invernadero en importancia. Los registros del
observatorio de Mauna Loa muestran un
incremento continuado de la concentración de
CO2 desde 315 partes por millón en volumen
(ppmv) en 1958 hasta más de 360 ppmv en la
actualidad, habiéndose cifrado por medio de
métodos indirectos su presencia antes de la
industrialización en unas 280 ppmv. Por tanto,
parece ser que desde el inicio de la época
industrial la proporción de dióxido de carbono
en la atmósfera habría aumentado en una
cuarta parte, con grandes alternancias entre
los meses de verano e invierno. Si antes se
pensaba que la causa principal de este
crecimiento,
teóricamente
principal
responsable de la intensificación del efecto
invernadero, era la quema de combustibles
fósiles, hoy se tienen muchas dudas al
respecto: por una parte está el hecho de que
continuara el aumento de la concentración de
dióxido de carbono durante el decenio 19741984, período en que se produjo la crisis del
petróleo y la reducción de su consumo; por
otra, los cálculos que estiman que los bosques,
a través de su función clorofílica, son capaces
de eliminar hasta un 60% del dióxido de
carbono atmosférico. Se ha pasado, pues, a la
consideración de la deforestación como factor
de primer orden en el aumento de las
concentraciones de CO2 atmosférico; es
decir, a tener en cuenta tanto la desaparición
de sumideros como el surgimiento o
incremento
de
fuentes.
Pero
independientemente de cuál fuera la causa,
también se ha cuestionado la validez de los
datos oficiales que señalan que ha habido tal
crecimiento, pues manejan las mediciones del
observatorio de Mauna Loa, que está situado
en el archipiélago volcánico de las Hawai y
próximo tanto al bosque tropical como a
numerosos campos de cañas de azúcar, lo que
podría introducir dis torsiones significativas.
Con todo, la aportación anual de carbono de
origen antrópico resulta ser únicamente el
2,5% del total de emisiones a la troposfera,
mientras que el 97,5% restante procede de las
emisiones bióticas marinas y terrestres.
Tras el dióxido de carbono sigue en
trascendencia en cuanto a la capacidad de
provocar efecto invernadero el metano, cuya
presencia en la atmósfera parece ser que se
ha duplicado con creces desde el siglo XVIII,
aumentando un 30% en las cuatro últimas
décadas. Este gas se produce de forma
natural por la descomposición de sustancias
orgánicas en ambientes pobres en oxígeno,
como las zonas pantanosas y húmedas.
También se origina en el sistema digestivo de
rumiantes y otros animales, por la explotación
de combustibles fósiles, y la quema de
biomasa. Los sumideros no están muy
estudiados, siendo su principal depredador el
radical oxhidrilo (OH) presente en la
atmósfera. Según las últimas investigaciones,
a largo plazo es mucho más preocupante que
el dióxido de carbono como agente
responsable del calentamiento global, ya que
posee un potencial de calentamiento global
sesenta veces mayor.
El óxido nitroso, gas de muy larga vida y
poca presencia en la atmósfera, habría
experimentado un crecimiento del 10% desde
la época preindustrial. Las principales fuentes
de origen humano son la combustión de
biomasa y numerosas prácticas agrícolas; las
de carácter natural, los océanos, los suelos,
los bosques, las tormentas y algunos volcanes.
La fotólisis (descomposición provocada por la
luz y más concretamente por los rayos
ultravioleta) en la estratosfera representa el
sumidero más importante.
El ozono es un gas de corta vida que se
produce fundamentalmente por la chispa
eléctrica, natural y humana, y se usa a
menudo como esterilizante. Aparte de esto es
también un gas sobre el que reina una gran
confusión. Ello se debe a que se encuentra
tanto en la troposfera como en la estratosfera,
donde desempaña papeles muy distintos y se
encuentra en muy diversa proporción.
Mientras que su presencia en la troposfera o
baja atmósfera representa el 10% del total —
aunque va en aumento— y contribuye muy
eficazmente al efecto invernadero además de
ser altamente venenosa, el 90% restante crea
en la estratosfera una capa protectora que
absorbe los rayos ultravioletas provenientes
del Sol. Capa que, según la imagen que nos ha
llegado, habría sido perforada y tendría un
agujero. Este famoso “agujero” en realidad no
es otra cosa que la disminución estacional
(primavera austral) y en una región concreta
del planeta (Antártida) de la concentración de
ozono estratosférico. Desde que fuera
detectado a mediados de los setenta, pasó a
ser cuestión de investigación prioritaria y
fuente permanente de preocupación, pues
representaba un grave peligro para los seres
vivos y cada vez adquiría una mayor
extensión. Al ir menguando la capa de ozono
y su función de filtrado, la radiación
ultravioleta B causaría daños variables
dependiendo de la intensidad que alcanzase y
del tiempo a ella expuesto: desde simples
enfermedades de origen cutáneo o trastornos
oculares leves en el hombre y cambios en el
crecimiento de las plantas hasta la destrucción
de la vida sobre la Tierra.
La aparición del agujero de ozono ha sido
interpretada como un signo más de la nociva
actividad humana, que habría generado
grandes cantidades de cloro —el principal
agente destructor del ozono— gracias a la
producción continuada de CFCs. La verdad
es que no se tiene ni idea si el hombre es el
único o el principal responsable de ese
deterioro, entre otras cosas porque se conoce
muy poco el funcionamiento del ozono
estratosférico en el pasado. Lo que parece
indudable es que las fuentes naturales de
cloro superan con creces a las humanas. La
cantidad que arroja el hombre a la atmósfera
resulta insignificante en comparación con la
procedente de la sal marina al evaporarse el
agua superficial de los océanos o la que
podría proyectar una enérgica erupción
volcánica; además, si no es mediante esta
última posibilidad, habría que explicar cómo
unos gases más pesados que el aire pueden
ascender por sí solos tan alto y llegar hasta la
troposfera. También hay quien cree que el
agujero de ozono tendría más que ver con un
aumento de la actividad solar que con un
incremento de la concentración de cloro, pues
el ozono se crece con la actividad solar. Los
meteorólogos sostienen, además, que hay
factores climáticos que han agravado o
incluso podido originar el problema, como la
mayor formación de un tipo de nubes, las
nubes estratosféricas polares, cuyos cristales
de hielo aceleran el proceso destructivo del
ozono.
Sintetizando, paradójicamente allá arriba
(estratosfera), donde necesitamos el ozono, lo
estaríamos destruyendo, y aquí aba jo
(troposfera), donde es venenoso y contribuye
al efecto invernadero, lo estaríamos
potenciando. Ambas situaciones, tanto la
disminución del ozono estratosférico como el
aumento del troposférico, teóricamente
contribuirían a que la temperatura superficial
del planeta se incrementase. Pero debe
quedar muy cla ro que una cosa es el
“agujero” de la capa de ozono y otra muy
diferente el “efecto invernadero”.
Los clorofluorocarbonos —como indica su
nombre— se componen principalmente de
carbono, fluor y cloro, y pese a su
reducidísima proporción en la atmósfera se les
concede en los últimos tiempos una gran
relevancia. Estos gases de origen totalmente
antrópico son inocuos para el hombre, y por
ello, idóneos para la conservación de
alimentos y sustancias tales como los
perfumes, que no pueden oxidarse. Pero más
famosos que por esto, lo son por un doble
motivo. Por un lado su enorme poder como
agentes inductores del efecto invernadero.
Por otro, como adelantábamos, su posible
contribución a la creación y engrandecimiento
del “agujero” de la capa de ozono. La
radiación ultravioleta, al entrar en contacto
con el CFC, produce una reacción química
que libera su contenido de cloro, el cual acaba
por destruir el ozono de forma masiva (se
calcula que un átomo de cloro es capaz de
destruir hasta 100.000 moléculas de ozono).
Los CFCs han aumentado a un ritmo del 4%
anual desde mediados del siglo XX, si bien
desde finales de los ochenta el uso de los más
perjudiciales para la capa de ozono —como el
CFC 11 y 12, que se emplean en circuitos de
refrigeración y aire acondicionado— se ha
reducido drásticamente, gracias entre otras
cosas a la firma del Protocolo de Montreal en
1987 y a comunicados como el de la Agencia
para la Protección del Ambiente de los
Estados Unidos (EPA), que calculó que un
aumento del 2,5% al año en la cantidad de
CFC emitido provocaría un milló n de muertos
por cáncer de piel solamente en su país. Que
se sepa, no existen sumideros significativos de
estos gases en la troposfera; su destrucción
tiene lugar en la estratosfera mediante
complejos procesos fotolíticos.
Junto a este aumento de gases que hemos
comentado, teóricamente responsable del
cambio de composición química de la
atmósfera, parece haberse detectado, como
adelantamos con anterioridad, un aumento de
las temperaturas del planeta, por lo que se
tiende a correlacionar ambas variables.
Las series térmicas manejadas por los
organismos oficiales señalan un aumento de
unos 0,7º C para el conjunto del planeta en el
período comprendido entre 1860 y 1990(8).
Pero la interpretación de estos datos presenta
varias dudas. La primera de ellas sobre la
propia homogeneidad y fiabilidad de las series
climáticas disponibles, pues ni siquiera los
estudios a corto plazo, que pudieran parecer
más sencillos, están libres de obstáculos; así,
por ejemplo, a pesar de los enormes esfuerzos
de sistematización realizados en las últimas
décadas, nos encontramos con que la longitud
de las series suele ser insuficiente; con que
existen amplias zonas del planeta (terrestres,
pero sobre todo oceánicas) desprovistas de
observatorios;
con
que
éstos
han
experimentado muchas veces cambios de
ubicación o han quedado englobados por la
expansión urbana y afectados por su “isla de
calor”; con que los instrumentos de medida ya
no son los mismos que antes ni tampoco
iguales en todas partes, etc. Como es obvio,
estos y otros factores pueden provocar
importantes distorsiones en los registros. Por
otra parte las curvas de temperaturas no
ofrecen un incremento ininterrumpido, ya que
éste ha sido inexistente en los intervalos que
van de 1860 a 1920 y 1935 a 1965(9),
habiéndose producido los aumentos en los
periodos comprendidos entre 1920-1935 y
1965-1995, a pesar de que el crecimiento de
la concentración atmosférica de dióxido de
carbono ha sido notoriamente regular. Ello
invita a pensar que estos contrastes térmicos
puedan deberse a fluctuaciones enteramente
naturales, al margen de la actividad humana.
Por tanto, aun admitiendo el incremento de
temperatura, persiste la incertidumbre de su
causa, que puede no ser el efecto
invernadero de origen humano.
Mucho antes de que el hombre existiese, e
incluso en su corta andadura sobre la faz de la
Tierra, el clima planetario ha estado sujeto a
cambios explicables por factores infinitamente
más poderosos que el hombre y su tecnología
moderna. Los factores más decisivos —que
se miden en decenas de miles de años —
tienen relación con el comportamiento del
balance energético terrestre. Parece ser que
la energía solar que en forma de radiación
alcanza la superficie terrestre experimenta
variaciones debido a efectos astronómicos
como los cambios en la inclinación del eje de
rotación terrestre respecto del plano de la
eclíptica (a mayor inclinación los inviernos y
veranos se volverían más extremos) o la
excentricidad de la órbita terrestre, que incide
en la mayor o menor cercanía del planeta con
respecto al Sol (a mayor proximidad, mayor
cantidad de radiación global), aunque factores
geográficos como el vulcanismo —que
merced al polvo desprendido por las grandes
erupciones puede mitigar la radiación solar—
también son capaces de influir decisivamente.
Estos factores astronómicos, combinados
entre sí, son suficientes para explicar el
comportamiento del clima terrestre a lo largo
de la historia como una sucesión de períodos
fríos y períodos cálidos, que probablemente
seguirá repitiéndose, queramos o no.
Otras cuestiones que contribuyen a
agrandar la incertidumbre en torno al
fenómeno del cambio climático —y que no
vamos más que a enunciar para no
extendernos demasiado—, son: el papel de las
nubes en todo este proceso, la verdadera
incidencia de la enorme ma sa oceánica y de
sus corrientes superficiales y en profundidad,
el comportamiento interno del Sol, la dinámica
del bosque tropical, la actividad volcánica, el
funcionamiento de la circulación atmosférica,
etc., elementos todos ellos que acrecientan
aun más si cabe las imperfecciones que
todavía presentan los modelos y sistemas de
predicción climáticos. El hecho de que incluso
las previsiones meteorológicas realizadas a
corto plazo, donde además intervienen menos
variables, sean bastante imprecisas y cometan
frecuentes equivocaciones debería dejar claro
que predecir a décadas vista es algo
sumamente arriesgado, y que para hacerlo
hay que actuar con extrema cautela, al revés
de lo que se suele hacer(10).
A pesar de que los interrogantes que quedan
por contestar son numerosos y relevantes, la
mayor parte de los estudiosos coinciden en las
supuestas consecuencias que podrían
derivarse del recalentamiento de la atmósfera,
las cuales se han tendido a presentar de
forma alarmante.
un amplio etcétera que contribuirían a hacer
aun más crudo el panorama.
Los estudios más recientes de que
disponemos, que constituirán el Tercer
Informe de Evaluación del IPCC, prevén a
través de cuarenta escenarios posibles un
calentamiento para el año 2100 —si no se
toma medida alguna— de entre 1,4º y 5,8º C
como media.
Como hemos visto, la situación real parece
que no se corresponde con la presentación del
“problema” que normalmente se hace. Si
existen todas las incertidumbres que
acabamos de enumerar, entonces ¿por qué la
hipótesis del cambio climático se ha
convertido en una verdad incuestionable y
ampliamente difundida? El hecho de que este
asunto haya irrumpido en nuestra vida
cotidiana y sea de referencia obligada —
aunque muchas veces no querida — en
muchos estudios científicos tiene su
explicación, y no es otra que la conjunción de
diversos factores, algunos de los cuales
apuntamos a continuación. 1) En primer lugar,
hoy en día la Naturaleza se considera como
un patrimonio de toda la Humanidad; nunca
ha sido mayor la preocupación por ella, y lo es
de tal magnitud que se diría que forma parte
de la mentalidad de nuestro tiempo, que
constituye una nueva ética, como ya señalara
el geógrafo Manuel de Terán a mediados de
los sesenta(11). Por tanto, todo lo que tenga
que ver con ella —directa o indirectamente—
interesa per se. 2) Si además se trata de una
amenaza, de un “cambio” que puede traer
consigo consecuencias negativas, el atractivo
se hace mucho mayor. 3) Y no digamos si las
catastróficas predicciones se pueden hacer
realidad en un futuro no muy lejano y afectar
no sólo a espacios remotos, sino también al
territorio más próximo a nosotros, aquel en el
que nos desenvolvemos. 4) Aun mayor
fascinación —si cabe— causa el asunto
cuando sus efectos pueden alterar nuestro
modo de vida en un amplio abanico de
facetas, e incluso hacerlo de forma radical e
El teórico aumento de las temperaturas que
caracterizaría
al
“cambio
climático”
provocaría,
fundamentalmente,
la
modificación del régimen pluviométrico y un
ascenso del nivel del mar. Todo ello unido,
acarrearía indirectamente un largo rosario de
secuelas, como: la fusión de las principales
masas de hielo del planeta y la consiguiente
devastación de numerosas zonas de costa,
cambios de salinidad en las aguas oceánicas y
alteraciones del oleaje y de las corrientes
superficiales, mutaciones en el equilibrio de
los ecosistemas marinos y de la dinámica de
playas, la aparición de extensas áreas
desérticas
—sobre todo en países
mediterráneos como el nuestro, amenazados
por la desertización—, al mismo tiempo que
una mayor virulencia y torrencialidad de las
lluvias cuando se produzcan, aceleración de
los procesos erosivos, graves daños para la
actividad agraria, un incremento del número
de ciclones tropicales y de inundaciones,
transformaciones en la dominancia y
distribución de las especies animales y
vegetales, con la amenaza de extinción para
aquellas que no puedan o sepan adaptarse o
migrar, un aumento de enfermedades
tropicales que o bien no existían, o estaban
extinguidas, o se encontraban en retroceso, y
La difusión social del “cambio
climático” y su aceptación como
verdad incuestionable
irreversible, hasta el punto de cuestionar
nuestra propia existencia; no es ya que el
hombre deteriore la naturaleza, sino que pone
en peligro el planeta como espacio habitable.
5) Otra clave explicativa del éxito de la teoría
del cambio climático es la ambigua definición
del problema; vaguedad que por ejemplo,
como ya vimos, se pone de manifiesto en las
múltiples e incluso contradictorias definiciones
que se han dado al respecto. 6) También
influye su relativa novedad, pues al ser
presentado
como
un
rompecabezas
emergente, sin historia —por mucho que se
hubiera comenzado a hablar de él hace más
de un siglo—, su calado es mucho mayor
entre la población, ávida de descubrimientos
recientes y noticias inéditas. 7) La aparición
de ciertas situaciones difícilmente predecibles
que generan gran preocupación en la sociedad
(como inundaciones, largos períodos de
sequía, huracanes, etc.), teóricamente más
frecuentes, anormales y devastadoras que
nunca —porque no se tiene en cuenta que
también hay más zonas pobladas, habitadas
por un mayor número de personas y que
merced a los medios de comunicación
tenemos constancia de su existencia al poco
tiempo de haberse producido—, ha facilitado
que el cambio climático deje de ser una
hipótesis para convertirse en una realidad
palpable poco a poco, de la que estos
fenómenos serían los primeros indicios. 8)
Aparte de estos motivos, también ayuda a
entender la popularización y sacralización del
cambio climático la actitud de varios
colectivos. Así, por ejemplo, hay que tener en
cuenta el papel jugado por los líderes y
responsables públicos en todo este proceso.
Las diversas instancias de poder (a todos los
niveles, desde el mundial al local, pasando por
el nacional y el regional) se han sentido
relativamente cómodas ante el surgimiento de
este problema; de hecho, han contribuido
activamente a su propagación y han
fomentado
su
tratamiento
mediante
programas de investigación financiados por
varias causas. Por una parte, las
consecuencias de las alteraciones producidas
en la atmósfera serían tan amplias, que
rebasarían
sus
propios
ámbitos
competenciales; además, siempre queda la
posibilidad de culpar a ciertas empresas
multinacionales o a otros gobiernos de
incumplir los acuerdos internacionales en
materia de protección medioambiental. Por
otra, el enunciado de un tema tan general
como el cambio climático evita que
determinadas contrariedades o catástrofes
sean achacadas a políticas concreta s y, en
consecuencia,
ayuda
a
que
las
responsabilidades se diluyan. Por último, la
existencia de este nuevo reto de base
ecológica al que hacer frente contribuye a la
renovación de los programas políticos al
mismo tiempo que demuestra la buena
voluntad de los dirigentes en su gestión. 9) No
es menor el papel desempeñado por ciertas
Organizaciones No Gubernamentales de corte
ecologista, cuyos radicales miembros —lejos
de contribuir a aclarar— no han hecho sino
distorsionar la realidad, muchas veces en su
propio beneficio, constituyéndose en unos de
los más activos manipuladores de la difusión
pública del cambio climático. 10) También los
científicos tienen su parte de responsabilidad.
Muchos de ellos han encontrado en el cambio
climático y sus supuestos efectos derivados
un campo de investigación con unas
posibilidades científicas y económicas
impensables hace años, y algunos se han
aprovechado de ello, bien publicando cualquier
cosa y dando a conocer los resultados de sus
investigaciones sin que estuvieran bien
comprobados, bien permitiéndose adoctrinar
sobre un tema que no dominan, como ha
ocurrido con numerosos especialistas de
disciplinas ajenas a la meteorología y la
climatología. La cosa, con ser grave, no queda
ahí: muy pocos de los que desarrollan su labor
con honestidad y competencia han levantado
la voz y adoptado una actitud crítica frente a
los que tratan el tema con ligereza. 11) Pero
quizá el gran predicamento alcanzado entre la
población se deba a los medios de
comunicación de masas, pues desde ha ce
unos años todos ellos al unísono —y sin que
realmente existan fisuras de importancia en la
unanimidad de tal postura— se han hecho eco
de la existencia del cambio climático como
verdad incuestionable. Gracias a la prensa, la
radio, la televisión o internet, estas ideas han
penetrado en todos los estratos sociales. El
amplio despliegue informativo que realizan y
la apariencia objetiva y científica de las
noticias, que son reproducidas de manera
sistemática y continuada, logran concienciar
del problema al lector, oyente o telespectador,
que se siente atraído por unos datos que se
caracterizan también por su tono alarmista y
altamente preocupante. En definitiva, han
creado —o cuando menos reforzado— una
imagen ficticia en nuestra mente, que muchas
veces ya ni cuestionamos(12).
Acuerdos y desacuerdos
A la vista de lo expuesto hasta aquí, está claro
que aún quedan numerosas incógnitas por
resolver y que la actual hipótesis de cambio
climático por incremento del efecto
invernadero dista mucho de ser algo más que
una teoría plenamente aceptada por la
sociedad. Hemos dicho que no deja de ser
una hipótesis; pero por si acaso se acabara
confirmando, debería iniciarse en serio una
apreciable reducción de emisiones de gases a
la atmósfera. Este compromiso —dada la
teórica globalidad de sus efectos— tendría
que ser asumido en un gesto de solidaridad
por todos los países del planeta, aunque a
unos perjudicase más que a otros.
Independientemente de ello, de que la
reducción de la emisión de gases tenga alguna
influencia sobre el cambio climático, es un
objetivo siempre deseable, pues contribuye a
lograr un mundo menos contaminado.
Es desde esta doble perspectiva desde la que
hay que valorar la reciente postura adoptada
por los Estados Unidos, dando la espalda al
Protocolo de Kioto —que no ha querido
ratificar a pesar de haberlo firmado su
presidente Clinton en noviembre de 1998 en la
Cumbre del Clima de Naciones Unidas
celebrada en Buenos Aires— supuestamente
por amenazar su economía. Como ya dijimos,
el Protocolo de Kioto se adoptó en la Tercera
Conferencia de las Partes de la Convención
Marco sobre el Cambio Climático, celebrada
en dicha ciudad japonesa en diciembre de
1997(13). En él se estableció que los 39
países más industrializados (o Partes
recogidas en el Anexo I) reducirían sus
emisiones de gases de efecto invernadero
para el período 2008-2012 en un 5,2% de
media respecto a las de 1990, cantidad muy
por debajo de lo esperado. El acuerdo,
jurídicamente vinculante, aún no ha entrado en
vigor porque no lo han ratificado suficientes
países,
pendientes
de
que
queden
definitivamente fijadas las condiciones para su
cumplimiento(14).
Dichas condiciones son las que se han venido
discutiendo desde entonces, y muy
particularmente en la Sexta Conferencia de
las Partes de la Convención Marco sobre el
Cambio Climático, que tuvo lugar en La Haya
(Holanda) entre el 13 y el 24 de noviembre de
2000, sin que se llegara a un acuerdo. Allí se
deberían haber resuelto las cuestiones que
quedaron pendientes en el texto del Protocolo
de Kioto, pero se saldó con un rotundo
fracaso debido a la oposición, entre otros, de
los Estados Unidos, el Canadá y el Japón, los
gobiernos del grupo de países llamado
“paraguas”. Más tarde, en el comunicado
final de Trieste (norte de Italia) emitido a
principios de marzo de 2001, los ocho países
más industrializados del mundo (el G-8 o G-7
—Italia, Alemania, Francia, Reino Unido,
EEUU, el Canadá y el Japón— más Rusia) se
comprometieron a relanzar la fallida Cumbre
sobre el Clima de La Haya. En aquella
ocasión, la representante del recién estrenado
Gobierno republicano de Bush, Catherine
Whitman, demostró una sensibilidad distinta a
la de Washington en relación a las cuestiones
medioambientales e hizo público su empeño
en reducir las emisiones de CO2, declarando
que el calentamiento global era el mayor reto
ambiental al que se enfrentaba la Humanidad,
aunque sin mencionar en ningún momento el
Protocolo de Kioto. Pero tras este espejismo
se han vuelto a ver las verdaderas intenciones
de los Estados Unidos, negándose en rotundo
a respaldar el convenio de Kioto a pesar de
los esfuerzos realizados por parte de otros
países desarrollados. Ahora la nueva posición
de los Estados Unidos se alza como un
nubarrón muy negro sobre la continuación de
la Cumbre sobre el Clima de La Haya a
celebrar en Bonn (Alemania) el próximo julio,
y la siguiente conferencia de las partes de la
Convención Marco de las Naciones Unidas
sobre Cambio Climático, que se efectuará en
Marraquech a finales de 2001. Mucho
tendrán que reconducirse las cosas para que
se pueda cumplir la declaración de intenciones
de la comunidad internacional, que pretendía
tener el Protocolo de Kioto aprobado en el
plazo bautizado Río+10, una década después
de la cumbre de la Tierra de Río.
El tema se ha disparado especialmente en el
último mes porque la polémica en torno al
cumplimiento del Protocolo de Kioto ha
coincidido con la presentación formal en
Nairobi del nuevo informe del IPCC,
denominado Cambio Climático 2001, cuyas
tres secciones (Bases científicas; Impactos,
adaptación y vulnerabilidad; y Mitigación) se
han hecho públicas secuencialmente en los
últimos meses(15). En su tercer informe, el
IPCC evalúa en 0,6º C el aumento de la
temperatura media durante el recién
terminado siglo XX, lo achaca en su mayor
parte a las actividades humanas y a través de
cuarenta escenarios posibles prevé un
calentamiento para el año 2100 —si no se
toma medida alguna— de entre 1,4º y 5,8º C
como media y un ascenso del nivel del mar de
entre 9 y 88 cm.
Así pues, nos hallamos en un momento en
que, curiosamente —o no tanto—, las
discrepancias entre países surgen sobre todo
a la hora de adoptar medidas para corregir o
mitigar las posibles consecuencias de un
cambio climático y no tanto a la hora de
aceptar su existencia, que parece darse por
supuesta en todos los foros. Parece existir un
acuerdo unánime acerca del cambio climático
y en función de ello se firman acuerdos
internacionales para reducir las emisiones de
gases que lo generarían, pero sin embargo
antes, después y en medio de ellos surgen
numerosos desacuerdos. La situación se
explica porque hay demasiados intereses en
juego, muchos de ellos contrapuestos(16).
La controversia entre los países con diferente
grado de desarrollo era conocida antes de la
Conferencia de Kioto y se ha puesto de
manifiesto en repetidas ocasiones desde
entonces, pero quizá lo más relevante ahora
mismo es la existencia de importantes
enfrentamientos en el seno de los
desarrollados: la Unión Europea por un lado, y
los Estados Unidos por otro. Examinemos con
mayor detenimiento cuáles son las posturas de
los principales implicados.
El Protocolo de Kioto reafirmó el principio de
responsabilidades
comunes
pero
diferenciadas. Esto es decisivo, pues el
compromiso de reducción de emisiones varía
por país o región: dentro de los países más
desarrollados, la Unión Europea —con
oscilaciones entre sus miembros — se
comprometió a reducir sus emisiones en al
menos un 8% como promedio para el
quinquenio 2008-2012, los Estados Unidos en
un 7% y el Canadá en un 6%, mientras que el
Japón, Rusia, Polonia, Hungría, Nueva
Zelanda y Ucrania únicamente tendrían que
estabilizar sus emisiones con relación a las de
1990, y algunos países como Australia e
Islandia podían aumentarlas hasta un 8% y un
10% respectivamente. Para los países menos
desarrollados no se fijó ningún límite. Todas
ellas son medidas insignificantes e
insuficientes si nos atenemos a las
indicaciones del IPCC, según el cual las
reducciones por debajo del 20% apenas
mitigarán el llamado efecto invernadero.
— Los Estados Unidos, con sólo el 4,6% de
la población de la Tierra, emite actualmente el
24% del CO2 mundial (más de 20 toneladas
por habitante y año mientras que la media en
los países desarrollados es de 12 toneladas y
en los países en desarrollo de dos),
habiéndose producido un incremento del 22%
entre 1990 y 1998. Como hemos mencionado,
el Protocolo de Kioto obliga a los EEUU a
reducir sus emisiones en sólo un 7%, cuestión
que no está dispuesto a aceptar por varios
motivos, fundamentalmente dos. En primer
lugar, estima que tal medida daña
ostensiblemente su economía, que pasa por un
momento de recesión. En segundo lugar,
considera que los términos del protocolo son
injustos con ellos y otros países desarrollados
porque eximen al 80% del mundo de su
cumplimiento. Por todo ello exige una serie de
cuestiones. Una de sus pretensiones es que
los países en vías de desarrollo
(fundamentalmente China, la India y el Brasil)
también se comprometan a reducir sus
emisiones en el plazo 2008-2012. Asimismo,
quiere tener libertad para utilizar todos los
mecanismos de flexibilidad que se aprobaron
en Kioto. Mientras que la UE defiende que un
gran porcentaje del recorte de emisiones se
haga mediante medidas internas de cada país,
EEUU no quiere barrera alguna para poder
recurrir a la compra de cupos de emisión que
le sobren a otras naciones, es decir, que haya
un comercio de emisiones sin restricciones.
También quiere que se realice el recuento de
los sumideros de dióxido de carbono de la
forma más beneficiosa para sus intereses,
proponiendo que el carbono capturado a
través de actividades agrícolas o forestales
tenga el mismo valor y cuente tanto como el
carbono que se deja de despedir a través de la
reducción de emisiones de la actividad
industrial. Además demanda que el régimen
de cumplimiento del protocolo no conlleve
sanciones de obligado cumplimiento para los
países que no alcancen sus compromisos. E
incluso está pensando en nuevas medidas
para combatir su “crisis” energética, para lo
cual está dispuesto a perforar Alaska en
busca de petróleo o permitir la construcción
de nuevas plantas nucleares por primera vez
desde hace 26 años(17).
— Los miembros de la Unión Europea han
adoptado, en general, las posiciones más
avanzadas entre los países desarrollados. La
política para afrontar el problema del cambio
climático está promoviendo en la Unión
Europea importantes esfuerzos al más alto
nivel(18). La estrategia comunitaria sobre el
cambio climático se concreta básicamente en
el denominado Programa Europeo del Cambio
Climático (PECC), anunciado por primera vez
por la Comisaria Wallström en el Parlamento
Europeo en octubre de 1999, y que ha sido
puesto en marcha mediante la Comunicación
de la Comisión al Consejo y al Parlamento
Europeo de 8 de marzo de 2000, sobre
políticas y me didas comunitarias para
reducir las emisiones de gases de efecto
invernadero. Diferentes grupos de técnicos
deberán presentar en breve plazo informes
que sirvan de base a las propuestas políticas
que discutirá la Comisión con el Consejo de
Ministros, en campos como la energía, el
transporte, los gases industriales y el
intercambio de emisiones(19). Además, tras
una reunión mantenida en Kiruna (norte de
Suecia), los Quince están decididos a
continuar sus esfuerzos, con o sin los Estados
Unidos, en las direcciones que indica el
acuerdo de Kioto. En este sentido hay que
señalar que la Unión Europea no se opone a
las exigencias de los EEUU, pero sugiere que
no más del 50% de los compromisos asumidos
a través del Protocolo de Kioto pueda deberse
al agregado de la protección de bosques
amenazados, la captura de carbono a través
de actividades agrícolas o forestales, la
comercialización de emisiones y la
financiación de proyectos de reducción de
emisiones en países del “tercer mundo”.
— Entre medias se encuentran otros países
desarrollados que hasta ahora se habían
mostrado contrarios al acuerdo de Kioto y que
recientemente parecen haber cambiado de
actitud. Australia, el Japón, Nueva Zelanda o
el Canadá, antes muy próximos a la postura
de los Estados Unidos, no han secundado la
negativa de Washington, aunque tampoco han
aclarado con precisión cuál es su posición
actual.
— Por lo que se refiere a los países en
desarrollo , éstos rechazan cualquier medida
que pueda impedir su progreso, ven con
preocupación las repercusiones del cambio
climático en sus países —pues el IPCC ha
dicho en varias ocasiones que será donde los
efectos se sientan con mayor gravedad—, y
en algunos casos tratan de obtener fuentes
adicionales de capital a través de la venta de
cupos de emisiones. Pero lo que más claro
tienen es que los Estados Unidos, Europa y el
Japón deben ser los que den ejemplo, por
constituir la fuente principal de emisiones en
la actualidad, por la capacidad técnica y
financiera a su alcance y porque serían las
emisiones históricas, las generadas por ellos
durante la industrialización, las que habrían
causado el problema del calentamiento global.
Por tanto los países en desarrollo exigen que
ahora paguen los platos rotos los que han
creado el problema; más adelante ya harán
ellos lo propio.
— Existen otros colectivos implicados que
deben tenerse en cuenta, como los países
miembros de la OPEP (Organización de
Países Exportadores de Petróleo: Irán, Irak,
Indonesia, Kuwait, Nigeria, Libia, Indonesia,
Arabia Saudí, Emiratos Árabes, Argelia,
Qatar y Venezuela), que temen perder más
de 20.000 millones de dólares en
exportaciones si se tratara de cumplir la
reducción de emisiones a través de la
disminución en el consumo de petróleo y otros
combustibles fósiles, o las grandes
multinacionales de la energía y el
automóvil, que, organizadas en grupos de
presión como la Coalición Global del Clima
(GCC) en EEUU y la Mesa Europea de
Industriales (ERT) en Europa, se oponen a
cualquier reducción obligatoria de emisiones
sin que existan a cambio compensaciones
económicas.
Reflexión final
En resumen, hoy en día no se dispone de
datos suficientes como para concluir que nos
hallamos inmersos en un cambio climático —o
aumento térmico— como el que según
algunos estaríamos ya padeciendo, y por
supuesto tampoco para responsabilizar del
mismo a la actividad humana, por más que
ésta haya podido y pueda tener repercusiones
atmosféricas negativas. Resultaría, sin
embargo, imprudente minusvalorar el riesgo
de que un cambio climático ocasionado por la
potenciación del efecto invernadero pudiese,
enmascarado por una serie de fluctuaciones,
pasar desapercibido como tal durante largo
tiempo. De ahí que, al margen de
especulaciones interesadas y alarmismos
histéricos,
encontremos
enteramente
justificada la aplicación del “principio de
cautela”, que permitiría tomar medidas sin la
necesidad de esperar a una comprobación
científica de la hipótesis. Sea como fuere, si la
Humanidad no hace todo lo necesario para
evitar el supuesto calentamiento por efecto
invernadero y la temperatura del planeta
experimenta un importante incremento en los
próximos cien años, ¿sería tan catastrófico
para la Tierra como quieren hacernos creer?
Por otra parte parece razonable que si existe
una preocupación mundial por la conservación
de la naturaleza se intente evitar —como una
tarea más— el deterioro de las condiciones
atmosféricas, pues al fin y al cabo el clima
constituye una parte fundamental de la
naturaleza y determina en buena medida su
propia esencia.
Quizá el único aspecto positivo de la
exagerada difusión que se ha hecho del
cambio climático sea la llamada a la reflexión
de los dirigentes mundiales para que se
replanteen las bases del actual desarrollo
económico, si bien no en todos los casos ha
tenido igual calado. No pretendemos entrar
aquí a valorar las posturas de unos y otros,
pues probablemente todos tengan su parte de
razón, pero tampoco quisiéramos finalizar este
artículo sin emitir una breve opinión acerca
del asunto que nos ha llevado a escribirlo.
Puede que la decisión del presidente de los
Estados Unidos refleje el sentimiento de los
habitantes de ese país, que sea más lícito
poner el énfasis en los problemas económicos
y sociales que en los ambientales, ya que por
impopular que el cambio climático resulte en
las conciencias ecológicas estadounidenses, la
factura energética es un problema más real e
inmediato para millones de ciudadanos; hay
que recordar al respecto que la subida del
precio del petróleo y el gas natural en los
Estados Unidos, que sobrepasó el 40% el año
pasado, ha provocado fuertes alzas en las
tarifas y eso hace mella en una sociedad que
ha comenzado a pensar que prefiere
conservar su vida actual a mejorar su calidad
futura. Pero puede también que responda a
intereses más personales; es posible que —
como se ha especulado— los compromisos
preelectorales de Bush con las compañías
petroleras que presuntamente financiaron su
campaña sean la causa de la posición
adoptada. No es lo mismo, pero para lo que
aquí nos interesa subrayar tanto da.
Independientemente de que la decisión de los
Estados Unidos sea o no justificada, desde
luego es un mal ejemplo para todos,
especialmente para los países que se
encuentran en una situación opuesta, es decir,
para los más pobres y menos contaminantes.
Además no puede convertir en “papel
mojado” lo firmado por su antecesor.
Conviene ahora traer a colación las sensatas
declaraciones que hizo en su momento
nuestro Ministro de Medio Ambiente, Jaume
Matas, recordando que los acuerdos de
Estado siempre son institucionales y quedan
por encima de los presidentes, se llamen como
se llamen, sean del partido que sean.
La nueva administración Bush ya ha recibido
un claro mensaje del resto del mundo
industrializado e incluso de algunos
destacados miembros de su propia nación
sobre la necesidad de controlar las emisiones
de CO 2 y otros gases contaminantes. Otra
cosa no se puede hacer. Como mucho que
alguien le recuerde de vez en cuando a
George W. Bush el significado de tres
palabras que parece haber olvidado:
responsabilidad (“cargo u obligación que
resulta para uno del posible yerro en cosa o
asunto
determinado”),
compromiso
(“obligación contraída, palabra dada, fe
empeñada”) y solidaridad (“adhesión a la
causa o empresa de otros”)(20).
global ni que, necesariamente, ello nos lleve a la
catástrofe”. Eduardo Martínez de Pisón, “El dudoso
cambio climático”, Cuenta y Razón, nº 90, febrero-marzo
1995, pp. 15-20.
¿Cambiará en algún momento la actitud de los
Estados Unidos? Quizá sí, quizá no. Como
todo movimiento, el ecologista tiene sus flujos
y reflujos. Así, el actual reflujo de la “marea
verde” en los EEUU coincide con un nuevo
flujo en Europa. Las ideas del cambio
climático y el efecto invernadero, que
alcanzaron su mayor apogeo a comienzos de
la pasada década en los EEUU, han llegado a
Europa con fuerza hace unos años, y desde
ella se extienden al resto del mundo. De este
modo, actualmente unos parecen ser “los
malos de la película” y otros han izado la
bandera ecologista y se han convertido en los
“salvadores del planeta”. ¿Hasta cuándo
durará este reparto de papeles?
(3) Aunque expuesta de forma un tanto farragosa, es
sintomática de esto que decimos para la palabra “clima” la
larga lista de definiciones reunida por Juan José Sanz
Donaire en su artículo “La climatologie est morte! Vive la
climatologie! Reflexiones sobre el cambio climático”,
Estudios Geográficos, t. LX, nº 236, julio -septiembre
1999, pp. 467-486, que debe complementarse, no
obstante, con el clarificador ensayo de Luis Miguel
Albentosa Sánchez, “Evolución histórica del concepto del
clima y métodos de estudio”, en VII Jornadas de la
Asociación de Meteorólogos Españoles , Madrid, AME,
1977. Respecto a “cambio climático”, véase el capítulo de
María Fernanda Pita sobre “Los cambios climáticos”
contenido en el manual de José María Cuadrat y dicha
autora, Climatología, Madrid, Cátedra, 1997, 496 pp.
Notas
(1) Por citar sólo un par de ejemplos, las dos últimas
novedades editoriales aparecidas en castellano en forma de
libro son AA. VV., El cambio climático, Madrid, Servicio
de Estudios del Banco Bilbao Vizcaya Argentaria, 2000,
470 pp. (separata de El campo de las ciencias y las artes,
nº 137, 2000); y Alicia Rivera: El cambio climático: el
calentamiento de la tierra, Madrid, Debate, 2000, 270 pp.
En el último mes en todos los periódicos de tirada nacional
y regional se le ha dedicado al cambio climático una
noticia diaria más unos cuantos editoriales y artículos de
opinión además de alguna portada. Asimismo, los
telediarios de todas las cadenas, públicas y privadas,
estatales y autonómicas, han abierto sus diferentes
ediciones durante varios días consecutivos con este tema
entre los titulares más destacados.
(2) Cabe recordar que ya se adoptó una posición parecida,
incluso desde el mismo título, en un artículo publicado en
esta revista hace seis años, cuyo autor comenzaba sus
comentarios con estas palabras: “No es que sea dudoso que
el clima cambie. Claro está que cambia y lo ha hecho
intensamente repetidas veces en todo —o casi todo— el
planeta en los últimos dos millones de años [...]. Lo que no
es seguro es que lo que hoy se presenta como datos de un
cambio climático actual —con ciertas crecidas o sequías
temporales— signifiquen realmente tal modificación ni que
los datos generales manejables permiten afirmarlo de modo
(4) Quizá no esté de más, puesto que se van a usar
repetidas veces ambos términos, recordar que la troposfera
es la capa de la atmósfera que se halla en contacto con el
suelo y cuya altura, que oscila entre 8 y 18 km, queda
delimitada por la tropopausa; mientras que la estratosfera
es la capa comprendida entre la tropopausa y el nivel de
50 km aproximadamente, donde se inicia la estratopausa.
(5) Mijail Ivanovich Budyko, The earth’s climate, past
and future, Nueva York, London Academic Press,
International Geophysics Series v. 29, 1982, 307 pp.
(6) J. T. Houghton; G. J. Jenkins y J. J. Ephraum (eds.),
Climate Change. First Assessment Report of the IPCC,
Ginebra, WMO-UNEP, 1990 (versión española: Cambio
climático, Madrid, Instituto Nacional de MeteorologíaGrupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio
Climático, 1992, 3 vols.).
(7) J. T. Houghton; L. G. Meira Filho; B .A. Callander; N.
Harris; A. Kattenberg y K. Maskell (eds.), Climate Change
1995. The Science of Climate Change. Second Assessment
Report of the IPCC, Cambridge, Cambridge University
Press, 1996.
(8) A este aumento térmico se ha asociado tanto la
reducción de la superficie ocupada por los glaciares de alta
montaña como la de los casquetes polares. La primera
parece constatarse en casi todas las regiones del mundo,
mientras que la segunda no está tan clara. Según
mediciones recientes, los hielos de la Antártida son
estables y no disminuyen, si acaso aumentan levemente.
(9) Uno de los primeros en mostrar a partir del estudio de
las series térmicas que desde 1945, y especialmente desde
1960, la Tierra se estaba enfriando fue el prestigioso
climatólogo británico Hubert H. Lamb. Siguiendo estos
datos, la Asociación Americana para el Avance de la
Ciencia alertó a los poderes públicos sobre un posible y
acelerado tránsito a una nueva glaciación, aunque la idea se
descartó pronto.
(10) En este sentido, nos interesa traer a colación la
opinión del eminente físico Carlos Sánchez del Río (“La
anticipación del porvenir”, Saber Leer, nº 76, junio -julio
1994, p. 2): “[...] las previsiones de cambios climáticos a
largo plazo entran de lleno en el terreno de la ciencia
ficción por muchas razones. En primer lugar, porque ni
siquiera entendemos los mecanismos que produjeron los
cambios de clima en el pasado. Y no me refiero a las
glaciaciones, sino a modificaciones climáticas más
recientes de las cuales tenemos registro histórico. En
segundo lugar, porque en el clima futuro no sólo
intervienen la física y la química, sino también la biología,
y en particular la ecología, ciencia reciente y en constante
progreso, pero poco predictiva. Los adivinos del clima
futuro se basan en modelos simplistas con datos inciertos.
Eso sí, todo en un ordenador. No hay nada peor que un
ambicioso con un computador y acceso a la prensa.
Además no tiene ningún riesgo predecir lo que va a ocurrir
cuando el adivino esté ya muerto. Con esto no quiero decir
que los presagios de estos sabios no vayan a suceder.
Pueden ocurrir cosas peores o... mejores. No lo sabemos”.
(11) Manuel de Terán, “Una ética de conservación y
protección de la Naturaleza”, en Homenaje al Excmo. D.
Amando Melón y Ruiz de Gordejuela , Zaragoza, Instituto
Juan Sebastián Elcano-Instituto de Estudios Pirenaicos
(CSIC), 1966, pp. 69 -76.
(12) Véanse al respecto los trabajo s de Ester Duce Díaz,
“Incidencia y tratamiento de los cambios climáticos en la
prensa: La Vanguardia, entre 1985 y 1990”, en Agustín
Justicia Segovia (coord.), Perfiles actuales de la Geografía
cuantitativa española. VI Coloquio de Geografía
Cuantitativa, Málaga, Departamento de Geografía de la
Universidad de Málaga-Grupo de Métodos Cuantitativos de
la AGE, pp. 73-82; y Luis A. Escudero Gómez; Rubén C.
Lois González y Alberto Martí Ezpeleta, “La cuestión del
cambio climático, realidad y noticia. Una aproximación
desde el territorio gallego”, Revista de Geografía , vol.
XXXII-XXXIII, 1998-99, pp. 67 -78, donde se analiza el
tratamiento dado al tema en las páginas de La Vanguardia
y La Voz de Galicia.
(13) Protocolo de Kyoto de la Convención Marco de las
Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (Kyoto, 11 de
diciembre de 1997) , [s.l.], Naciones Unidas, 1997, 31 pp.
(este documento se halla disponible en varias direcciones
de
Internet,
por
ejemplo
en
http://www.unfccc.de/resource/docs/convkp/kpspan.pdf ).
(14) El Protocolo entrará en vigor noventa días después de
que haya sido ratificado, aprobado o aceptado por no
menos de cincuenta y cinco Partes de la Convención,
cuyas emisiones conjuntas representen como poco el 55%
de las emisiones totales de dióxido de carbono de las Partes
del Anexo I en 1990. En la actualidad ya lo han firmado
84 países, entre ellos los EEUU y los de la UE, aunque sólo
lo han ratificado 33, ninguno desarrollado.
(15) Third Assessment Report: Contributions of IPCC
Working Groups Summari es for Policymakers (Working
Group I “Climate Change 2001: The Scientific Basis”; WG
II “Climate Change 2001: Impacts, Adaptation and
Vulnerability”; WG III “Climate Change 2001:
Mitigation”).
Este
documento
se
halla
en
http://www.ipcc.ch.
(16) Aunque no compartimos enteramente sus opiniones,
Blanca Azcárate y Alfredo Mingorance muestran cómo el
denominado “cambio climático” —un problema
teóricamente global— es visto de forma diferente según el
nivel de desarrollo de las distintas regiones del planeta, al
mismo tiempo que evidencian la dificultad de conjugar
intereses muy diversos. Véase Blanca Azcárate y Alfredo
Mingorance, “Modelos de desarrollo y cambio climático”,
Espacio, Tiempo y Forma (Serie VI, Geografía), t. 10,
1997, pp. 33-50.
(17) Hoy en día funcionan en EEUU 103 plantas que
proporcionan el 20% de la energía. Todas ellas fueron
construidas antes de 1975, cuando los ecologistas y el
accidente de Three Mile Island —el Chernobil
americano— forzaron el parón nuclear que llega hasta
nuestros días. Si no fuera por las 40.000 toneladas de
residuos radiactivos provisionalmente almacenados y que
siguen a la espera de un cementerio nuclear, el riesgo de
escapes y accidentes o la contaminación causada por el
proceso de extracción de uranio y el enriquecimiento del
combustible radioactivo, parecería creíble que fueran a
construirse más.
(18) Un reflejo de ello se puede ver en los siguientes
documentos: Comisión Europea, El cambio climático:
hacia una estrategia post-Kioto, Luxemburgo, Oficina de
Publicaciones Oficiales de las Comunidades Europeas,
1998, 33 pp.; Comisión Europea: Comunicación de la
Comisión al Consejo y al Parlamento Europeo sobre
políticas y medidas de la UE para reducir las emisiones
de gases de efecto invernadero: hacia un Programa
Europeo sobre el Cambio Climático (PECC),
Luxemburgo, Oficina de Publicaciones Oficiales de las
Comunidades Europeas, 2000, 14 pp.; M. Parry, C. Parry
y M. Livermore (eds.), Valoración de los efectos
potenciales del Cambio Climático en Europa (Informe
ACACIA de la Comisión Europea, Resumen y
Conclusiones) , Toledo, Universidad de Castilla-La
Mancha-Iberdrola, 2000, 29 pp.
(19) En algunos sectores ya se ha venido trabajando
anteriormente con miras a producir menos emisiones y
lograr un mayor desarrollo de las fuentes de energía
renovables. Una buena muestra de esta política, que se
remonta a 1996, sería la puesta en marcha de una
estrategia comunitaria para reducir las emisiones de CO2
producidas por los automóviles particulares y mejorar el
ahorro de combustible; para alcanzar esos objetivos, se ha
previsto la necesidad de acuerdos con la industria del
automóvil que permitan reducir el promedio de emisiones
de los turismos de nueva matriculación, a 120 gramos de
CO2 /km para el año 2005 o, como más tarde, para el año
2010. Otro proyecto de la Unión Europea, impulsado en la
reunión de los Ministros de Medio Ambiente en la ciudad
austríaca de Graz, en julio de 1998, fue la elaboración de un
Libro Blanco sobre las energías renovables, que
representan una importante opor tunidad para alcanzar los
objetivos de Kioto manteniendo los niveles de desarrollo
económico; en dicha reunión se apuntó la necesidad de
duplicar la utilización de este tipo de energías antes del año
2010, obteniéndose un 12% de la energía necesaria a part ir
de fuentes renovables para esa fecha. Para la consecución
práctica de este objetivo en el marco de los compromisos
de Kioto, y por impulso de los Consejos de Ministros
Europeos de Energía, se consiguió dar luz verde, en
diciembre de 1999, a una iniciativa de la Comisión
Europea sobre la presentación de una propuesta de
Directiva relativa a la producción de electricidad a partir
de fuentes de energía renovables en el mercado interior de
la electricidad. En diciembre de 2000, el Consejo Europeo
de Energía aprobaba la propuesta de la citada Directiva.
Con ella, los Estados miembros se comprometen a respetar
los objetivos nacionales de consumo de electricidad
producida por fuentes energéticas renovables, a instaurar
un sistema de certificación de origen de la electricidad
“verde” y a crear condiciones justas que favorezcan el
acceso prioritario a la electricidad producida a partir de
fuentes de energía renovables. Otro elemento importante
de la estrategia comunitaria de reducción de las emisiones
de CO2 es el Programa ALTENER, de fomento de las
energías renovables, aprobado en febrero de 2000. Por
otra parte, en abril de 2000 la Comisión Europea adoptó
un plan de acción para mejorar la eficacia energética,
tanto a nivel de la Unión Europea como al de sus Estado s
miembros.
(20) Definiciones extraídas de la vigésima edición del ,
Madrid, Real Academia Española, 1984.
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