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Hombre, ciencia y libertad
HELIO CARPINTERO *
H
* Barcelona, 1939. Catedrático de Psicología. Universidad
Complutense.
AY dentro de la tradición cultural de Occidente múltiples
líneas de desarrollo y, al mismo tiempo, de contradicción.
Así, hay junto al pragmatismo más puro un puritanismo de
igual número de quilates; junto al amor de la naturaleza y los
animales, la polución del medio ambiente y la destrucción de las
personas por la droga, por citar sólo algunos casos bien notorios.
Éstos y otros contrastes han ido naciendo precisamente de la
capacidad creativa y libre del hombre de occidente. Encontramos
precisamente uno de esos conflictos entre la ciencia y la libertad.
Es ya un tópico hablar del singular papel de la ciencia en la
formación de nuestra mentalidad. Renán ya vio que el logos de los
griegos, el derecho romano y la fe de los judíos habían sentado,
según él, las bases de nuestro mundo moderno. Y precisamente,
como herederos de ese pasado, hemos tenido una y otra vez que
reconciliar una vida libre, regida por la ley, e incluso abierta a una
trascendencia y una esperanza, con la aceptación de un determinismo natural que regiría todos los fenómenos, incluidos, por supuesto, los humanos.
En realidad, la cuestión viene ya de lejos. Los griegos trataron
de conciliar la physis y el nomos, la ley natural y la social o moral;
al cabo de los siglos, Descartes pondría los cuerpos espaciales bajo
el régimen determinista, inquebrantable del movimiento, y dejaría
a la mente, como fuerza libre y creativa, en un nivel superior,
como un piloto que sólo dirigiera y orientara el rumbo de una
máquina totalmente automatizada a base de mecanismos reflejos.
Ambos mundos, el del determinismo y el de la libertad, el de la
naturaleza y el de la mente, han sido explorados desde perspectivas bastante diferentes: la ciencia ha tendido a ocuparse de la naturaleza, buscando allí explicaciones causales; mientras, la filosofía pareció atender el mundo de lo mental y de la libertad. Pero
una y otra vez se sentía la necesidad de acercarse hacia una unidad
o, al menos, hacia una visión unificadora de ambos hemisferios.
Dejando a un lado los esfuerzos del monismo filosófico, creo
que puede verse el nacimiento de una ciencia de la mente, entendida primero como frenología y poco tiempo después como psicología, como el fruto de aquella necesidad sentida de coherencia
intelectual. Con ello, el determinismo causal pareció abarcar todos
los fenómenos, tanto los de dentro como los de fuera del hombre.
Comentando esto, Skinner ha notado que mientras se veía a los
organismos como seres espontáneos, hablar de una ciencia de la
conducta habría resultado algo contradictorio, pero que al reemplazar el determinismo a la espontaneidad, y hacer del organismo
una máquina, se había abierto el camino para semejante ciencia.
De este modo, la nueva ciencia de la conducta se habría pagado al
precio de la propia libertad. Se habría cerrado también, coherentemente, el globo intelectual de las ciencias.
Cierto que la visión mecanicista del hombre, que ha dominado
gran parte de nuestro mundo científico y social moderno, ha ido
acompañada del enorme desarrollo tecnológico de la modernidad.
Ha ido igualmente acompañado de un profundo desprecio de los
valores personales humanos, lo que ha hecho posible las mayores
atrocidades y genocidios. Una y otra vez, ciertas voces, ciertos
grupos se han alzado en contra, reivindicando los valores de la
libertad y la independencia personales: son lo que podríamos llamar, genéricamente, los «romanticismos», explosiones de entusiasmo más o menos teñido de irracionalidad. Pero para nosotros,
la cuestión es muy otra: ¿acaso no habrá modo de recuperar la
libertad perdida para la ciencia del hombre, sin menoscabo de
ésta, con lo que ello representaría de apertura e innovación?
Diré, desde el principio, que me parece que tal posibilidad
existe; más aún, pienso que la libertad que se perdió en su día, se
perdió por mantener un ideal de ciencia que está ya, tal vez, a
nuestra espalda.
En primer lugar, la idea de la ciencia como un conocimiento
absoluto y definitivo acerca de una parcela de la realidad ha ido
dando paso a otra idea, más modesta y limitada, de la ciencia
como construcción histórica de validez temporal.
En segundo lugar, el modelo de hombre constituido por un
manojo de asociaciones y reflejos al que el medio ambiente tendría controlado con sus estímulos ha ido dando paso a la imagen
del hombre que, como un científico, iría creando deliberadamente
el conocimiento y la acción.
Me gustaría, pues, examinar el problema añejo a la luz de estas
nuevas convicciones.
Aun a riesgo de incidir en un tópico, permítaseme retomar el
hilo del problema trayendo aquí a consideración las reflexiones de
Kuhn sobre las revoluciones científicas.
Kuhn ha distinguido dos modos fundamentales de desarrollarse la ciencia. Uno es el propio de la «ciencia normal», donde se
van adicionando nuevos pedazos de conocimiento a los ya existentes, en comunidad conceptual y metodológica que impone el
modelo teórico reinante o paradigma vigente. El otro es, precisamente, el desarrollo revolucionario, el cambio y sustitución de un
paradigma por otro, la reconstrucción del campo de conocimiento
desde un radical e innovador punto de vista —como el cambio
que Copérnico impuso a una astronomía regida por Ptolomeo.
Lo importante es que, como Kuhn ha visto, no hay posibilidad
de conectar el paradigma nuevo con el antiguo en términos de una
pura inferencia lógica. Hay ahí un salto que ninguna lógica cubre:
por eso salta, precisamente, la revolución.
LAS
REVOLUCIONES
CIENTÍFICAS
Este modelo kuhniano, evidentemente, nos sitúa ante una
ciencia concebida esencialmente como histórica. Los paradigmas
no son, ni pretenden ser, el conocimiento «para siempre» que
buscaban los griegos en su episteme; muy al contrario, estamos
ante verdades temporales, defendidas y mantenidas por una comunidad científica, en un aquí y un ahora; se trata de una cierta
realidad transaccional: por ahora, entre la realidad y nosotros, no
tenemos esquema mejor con el que trabajar que el que nuestro
paradigma nos ofrece, pero esto es sólo «por ahora...». Desde esta
perspectiva, se subraya lo que el conocimiento tiene de creación
humana, como el arte o la poesía. Ortega, entre nosotros, hace
muchos años, dijo que Hamlet y el triángulo eran, los dos, criatura
de ficción creadas por el hombre, y que la ciencia era verdaderamente obra de imaginación.
Lo interesante es que, si de acuerdo con una ciencia de fenómeno éstos están determinados, hay en cambio una región de indeterminación inevitable en que se sitúan, precisamente, los cambios de la propia ciencia. El determinismo de los científicos habría
de detenerse, justamente, al volverse hacia su propia ciencia. La
mente del científico no tiene camino lógico para descubrir la nueva ciencia del mañana, sólo sabe que en este punto le espera un
salto, pero no el dónde, ni el cuándo, ni en qué dirección. Se
puede favorecer la creación e innovación en el espíritu de los científicos, pero no se puede forzar ni determinar la próxima revolución.
EL
DETERMINISMO
Y LA VIDA
HUMANA
Curiosamente, la psicología se ha desarrollado en los años recientes en una dirección bastante paralela a la que ha movido a la
ciencia en general.
En el primer tercio de nuestro siglo, podríamos simplificar la
escena psicológica diciendo que había dos grandes modelos de
pensamiento: el de los conductistas y el de los psicoanalistas.
Por debajo de mil y una diferencias, los dos eran modelos deterministas en cuanto a su explicación de la conducta del hombre.
El psicoanálisis nació en una atmósfera clínica, donde abundaban los pacientes con histerias. Allí Charcot había comenzado a
poner algún orden. En ese mismo terreno, se situó Freud con
mentalidad científica. Como ha dicho uno de sus exégetas, «Freud
aceptó el determinismo más riguroso que dice "no hay causas sin
efectos, no hay efectos sin causas" y éste es el principio investigador más general del psicoanálisis» (Wolman).
Al aplicarse el determinismo a la vida humana, todo cobró un
nuevo color. Los síntomas del neurótico dependían de pasadas
experiencias; los errores y los aparentemente accidentales lapsos y
equivocaciones de la vida cotidiana dependían de las asociaciones
mentales formadas por la persona, y trabajando a un nivel inconsciente. Las «libres asociaciones» y espontáneas expresiones se convirtieron en vías hacia la oscuridad profunda y dinámica de la
psique. El arte, la religión, la poesía, la creación humana en general, estaba sometido a un mismo proceso causal: en ellas el hombre no trabajaría libremente, sino guiado indefectiblemente por su
pasado y su mundo inconsciente.
El conductismo fue en una dirección opuesta, que tal vez sería
mejor llamar complementaria. Ahora el hombre estaba determinado en su conducta desde fuera, desde su entorno, como parte
misma de su propio paisaje, sin distancia alguna respecto a éste.
La imagen que los conductistas han ofrecido para aproximarse a
lo que un tiempo fuera el «hombre interior», la de la «caja negra»,
es suficientemente expresiva.
La caja negra, en efecto, no tiene más misión que registrar y
conservar cuidadosamente los estímulos de fuera —órdenes, mensajes y demás—. La caja negra es la versión moderna de la tabla de
cera, o la tabula rasa de los empiristas antiguos: es una caja pasiva,
reactiva, en modo alguno creadora o activa. Esta caja negra puede
que esté, además, metida en una caja de Skinner, acristalada, cerrada, brillante, como metáfora de un mundo finito y cerrado que
dispensa estímulos y controla a la otra caja que está en el interior.
La vida y la conducta sería entonces la interacción entre ambas
cajas, regida por la pura causalidad.
Hasta que el espacio cerrado de aquellas cajas se sintió como
insuficiente. El psicólogo se ha sentido, tal vez, como el Dante:
«puro e disposto a salire a le stelle.»
Empezando por el lenguaje, siguiendo luego por el conocimiento, pasando después por la creatividad, los ordenadores y la
simulación de conducta, el psicólogo ha vuelto a tomar en consideración eso que Cassirer llamó «el animal psicológico», el hombre como ser creador de cultura y de realidad.
La necesidad de entender toda una serie de conductas sometidas a normas o a planes ha obligado a volver la atención hacia los
temas de auto-control, la imitación de modelos, la construcción
social de la personalidad y del conocimiento, y, muy enérgicamente, hacia la dimensión interpretativa y consciente. En fecha aún
reciente, un psicólogo prestigioso norteamericano, George Mandler, se atrevía a escribir sobre el papel de la conciencia diciendo
cosas como éstas: «La función de la conciencia más ampliamente
tenida en cuenta es un papel en la elección y selección de los
sistemas de acción... En la conciencia se representa el estado actual del mundo, así como los pensamientos y acciones, y se pueden utilizar las estructuras disponibles para construir representaciones almacenables que sirvan luego de referencia o para la
acción... La conciencia provee de una función de descarga de problemas a aquellas estructuras que no están normalmente representadas en la conciencia.»
Sin ir tan lejos, entre nostros, José Luis Pinillos ha venido
reclamando una renovada atención hacia la conciencia por parte
de los psicólogos y antropólogos. Tras subrayar la enorme importancia de la reflexión española de Ortega, de Marías y Zubiri sobre
el hombre como ser que proyecta y que construye su vida, que no
es pura respuesta sino que es antes que nada «propuesta», añade
estas significativas palabras: «En el acto consciente, la biología se
hace biografía y el puro existir se eleva a existencia. Es siendo
consciente como el hombre puede llegar a ser en cierto modo
todas las cosas y a la par su propia posibilidad. Sin conciencia del
mundo y de su existencia en él, el hombre sería una realidad per-
VOLVER
A LOS TEMAS
DE
AUTOCONTROL
sonal. Nada menos que éste es el cometido que desempeña la
conciencia humana.»
De este modo, el hombre a que va llegando la ciencia, al terminar nuestro siglo, está bastante lejos de la máquina que dibujó
Chaplin en «Tiempos modernos». Este es un hombre que recibe y
procesa la información de su entorno, que se autocontrola y regula
mediante su lenguaje y sus representaciones, que elabora planes y
reglas simbólicas, y puede ajustar éstas a un canon de racionalidad
y universalidad que le sitúan, al menos algunas veces y en ocasiones propicias, sobre los estímulos y sobre sus propias emociones y
tensiones. Tal vez ese singular ordenador que puede ser la mente
humana, con sus múltiples capacidades para representar y formular propuestas de acción, no pase de ser lo que supo Bergson que
era: el órgano que fabrica indeterminación. En el espacio creado
por esa indeterminación vendría, pues, a inscribirse de nuevo la
libertad. Estamos en el comienzo de una nueva, psicología de la
libertad y de la voluntad. Esto, que lo hubo ya en el siglo pasado,
lo tenemos que reconstruir desde la altura de nuestro presente,
coherentemente con los otros pedazos de teoría hoy vigente. Lo
que no creo es que estemos ya sin más colocados, según dijo Skinrier, «más allá de la libertad y de la dignidad», sino que estamos,
dentro de la visión científica de lo humano, llegando precisamente
a la libertad y la dignidad.
Termino. Como se puede ver, en este como en otros puntos está
el hombre de hoy poniendo punto y aparte a una serie de convicciones que surgieron inmediatamente para nosotros en el marco
de la modernidad. Aunque Ortega, con su sorprendente visión de
lo histórico, predijera el fin de lo moderno hace ya muchos años,
es ahora cuando a muchos va pareciendo que ese fin está al caer.
Y así, por lo que a este asunto respecta, ni la ciencia ni el hombre
son lo que parecían ser a los deterministas de antaño.
En la ciencia, y en el hombre, hay una dimensión esencial de
creación, de indeterminación y de novedad. Sus imágenes son más
afines a la imagen que de la existencia y del conocimiento tenemos cada uno de nosotros en nuestro personal vivir, allí donde nos
sentimos ser, irremediablemente, mínimos pero efectivos autores
de nosotros mismos. A la ciencia, y a la psicología, parece, en
definitiva, que se les está acercando, irremisiblemente, un nuevo
romanticismo.
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