Num089 019

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La última
palabra de
Olivier
Messiaen
ÁLVARO
MARÍAS
D
entro del Festival de
Otoño de 1994, el
ciclo titulado —un
tanto
pomposamente— "Preludio del III
Milenio" nos ha traído la última
obra de Olivier Messiaen (19081992), Eclairs sur l'Au-de-tá,
partitura orquestal compuesta
entre 1991 y 1992. El interés de la
ocasión era, indudablemente,
extraordinario, puesto que se
trataba del estreno en España del
último capítulo de una de las
obras musicales más importantes
de la segunda mitad del siglo.
Sería ocioso a estas alturas insistir
en la colosal importancia de
Olivier Messiaen dentro del panorama compositivo de nuestro
tiempo. Su obra, tan variada como
coherente, está definida de
principio a fin por la independencia y la originalidad; y no es en
absoluto arriesgado predecir que
su música será uno de los más
importantes legados que el arte
musical de la segunda mitad de s.
XX dejará a la próxima centuria.
En Messiaen se conjugan, de
manera sorprendente y originalísima, audacia y tradición. Se
trata, por un lado, de un músico de
MÚSICA
formación muy sólida, excelente
conocedor, tanto a nivel teórico
como práctico, de la música de
antaño. Su actividad —jamás
abandonada— como organista,
constituye en cierto modo la
clave de muchos aspectos de su
trayectoria: por un lado, el artista
de profunda religiosidad, que
desde un catolicismo lúcido,
sincero y exuberante, apunta
hacia una actitud claramente
ecuménica; esta religiosidad, de
raigambre tan netamente francesa,
en cierto modo ingenua y
candorosa, determina algunos de
los rasgos más característicos de su
vida y de su obra, tales como el
optimismo , la alegría y la
luminosidad que distinguieron
tanto al hombre como al músico.
En
Messiaen
reconocemos
siempre, como en Bach —como él
organista y hombre de sólida fe—
«En Messiaen
reconocemos siempre,
como en Bach, la
confiada alegría, el
optimismo radical del
creyente. Esto es uno de
los rasgos más valiosos y
singulares de que se nutre
su música.»
la confiada alegría, el optimismo
radical del creyente. Esto es, a
nuestro juicio, uno de los rasgos
más valiosos y singulares de que
se nutre su música. En una época
en que la música aparece teñida,
con enfermiza frecuencia, de
pesimismo, angustia o violencia,
resulta reconfortante una música
alegre, vital, colorista e imaginativa
como es la de Messiaen. De nuevo
aflora aquí el organista en un
sentido bien diferente: el del
músico capaz de archivar su saber,
de hacer tabla rasa, para lanzarse
con un espíritu puramente lúdico,
a la búsqueda de nuevas
sonoridades. En Messiaen —tal
vez junto a Rameau, Berlioz y
Ravel el más genial orquestador
de la historia— reconocemos
una y otra vez al organista que, de
la mano de su formidable juguete
musical,
se
entrega
con
insaciable glotonería e infantil
curiosidad a la investigación
sonora.
Son su curiosidad, su vitalismo,
su ingenuidad y su luminosa
religiosidad, que lo convirtieron
en ornitólogo, los que lo llevaron a
recorrer el mundo con un
magnetófono
al
hombro,
dispuesto a registrar con científico
rigor el canto de las aves del
universo, canto que constituirá uno
de los materiales básicos de su
música. Esa misma curiosidad será
la que lo llevará a interesarse por
músicas de otras culturas, como
es el caso de la utilización de
ritmos procedentes de la música
hindú. Pero Messiaen es, además,
el maestro, el hombre capaz de
conectar el pasado con el futuro,
de tender un puente cuyo trazado
es
en
nuestro
tiempo
particularmente
difícil
y
especialmente valioso; el hombre
capaz de sistematizar su obra y la
de los demás, capaz de organizar
aquello que ha nacido de la
espontaneidad en un sistema
compositivo que otorgue unidad
y coherencia a una obra que, de
otro modo, podría ser tan
atractiva y sugerente como
caprichosa y caótica.
Messiaen, ha sido, indudablemente,
uno de los más fructíferos maestros
del siglo XX. A pesar —o tal vez a
causa— de no haber creado
propiamente escuela, ha sido uno
de los más poderosos incitadores
de la creación musical de nuestro
tiempo. Libre de todo sectarismo,
Messiaen fue el verdadero padre —
como recuerda con toda justicia
Tomás Marco— del "serialismo
integral",
la
tendencia
compositiva
más
altamente
sistematizada de nuestro tiempo;
pero, al mismo tiempo, fue el
primero en superarla, incapaz —
como todo verdadero artista— de
en-corsetarse en su propio hallazgo, siempre libre de la
tentación de convertirse en
esclavo de un instrumento técnico
cuya finalidad es servirse de él, no
convertirse en su servidor.
Su última obra, Eclairs sur l'Audelá (Iluminaciones del Más
Allá), es quizá la más importante
de las escritas por Messiaen, la
culminación y el resumen de toda
su producción anterior. En ella
nos encontramos con todos los
ingredientes arriba reseñados: con
la religiosidad como fuente de
inspiración y como punto de partida
artístico —que alcanza aquí un
admirable grado de profundidad—;
con el canto de los pájaros; con la
asimilación
de
elementos
provinien-tes de la música hindú;
con la originalidad y sutileza
tímbrica en su máximo grado de
aquila-tamiento;
con
la
sistematización de un sistema
armónico propio, concebido antes
para uso personal que para ser
impuesto a modo de código escolástico a otros músicos.
El resultado de todo ello es una
obra suma-m e n t e u n i t a r i a a l
tiempo que extraordinariamente
variada que, a pesar de complacerse
a veces en un extremado estatismo,
mantiene una audición tensa, sin
un momento de declive. Música
diáfana, transparente y colorista
como las vidrieras de una
catedral gótica, dotada de la
caprichosa, caleidoscópica variedad
de un lienzo de Miró. Música —y
esto es algo que se puede decir de
muy pocas partituras de esta
segunda mitad de siglo—
profunda, radicalmente bella, cuya
esplendorosa
serenidad
deja
traslucir una apacible emotividad
de
la
naturaleza
inconfundiblemente mística.
Eclairs sur l'Au-delá conserva la
refulgente belleza multicolor de
los más deslumbrantes objetos
musicales de Messiaen pero, al
tiempo, carece de la relativa
ligereza de parte de su obra, puesto
que posee a su vez la ternura, la
sinceridad y la humanidad de sus
obras de más viva inspiración
religiosa Eclairs sur l'Au-delá
constituye la cumbre de la obra
de Messiaen, ya que es obra de
síntesis que condensa y resume a la
vez su credo estético y humano.
Creo que no es aventurado afirmar
que esta obra esta destinada como
muy pocas de la actualidad a
incorporarse al repertorio de los
tiempos venideros.
A fortunadamente —y hay que
decirlo con orgullo— pudimos
conocer tan importante y compleja partitura a través de una
interpretación muy cuidada y
segura de la Orquesta Nacional,
bajo las ordenes, eficaces, conocedoras y sensibles de Antoni
Wit. Para que nada faltara, el
programa, muy cuidado, incluía
unos muy precisos e ilustrativos
comentarios sobre la obra
redactados por la viuda de Messiaen, la gran pianista y extraordinaria intérprete de su música
Yvonne Loriod.
Kathleen Battle
La Asociación Filarmónica de
Madrid, y muy poco después el
ciclo de Ibermúsica, nos han traído
a la americana Kathleen Battle,
una de las sopranos más cotizadas
y prestigiosas de la actualidad.
En un sentido la Battle ha satisfecho con creces las expectativas:
es la suya una voz muy bella y
flexible, cuya calidad tímbrica no
desmerece en ningún registro.
Una voz transparente y cristalina,
no demasiado grande, pero de
gran calidad y refinamiento,
puesta al servicio de una técnica
sencillamente
extraordinaria.
Todo su recital fue una lección
de canto, a lo largo de la cual la
afinación, la tímbrica, la limpieza
y seguridad del ataque, la
planificación de la dinámica y la
MÚSICA
colocación de la voz fueron
impecables. Una de esas cantantes
que pueden grabar "en vivo" con la
misma perfección que en estudio.
Artísticamente las cosas fueron
más irregulares: su Purcell resultó
bastante caprichoso desde un punto
estilístico, aunque la americana
demostró
poseer
cualidades
vocales que, bajo una buena
dirección, podrían convertirla en
una voz muy adecuada para cantar
música barroca. Tal vez el punto
más bajo de los dos conciertos
escuchados coincidió con su
interpretación schubertiana. A
pesar de que la belleza, transparencia y flexibilidad de la voz —
que posee un formidable legato—
podría resultar un vehículo idóneo
para el Lied, lo cierto es que su
aproximación musical carece de
la profundidad deseable y hasta
puede rozar la cursi lería en algún
momento. Su Schubert es uno de
« La Asociación
Filarmónica de Madrid, y
muy poco después el ciclo
de Ibermúsica, nos han
traído a la americana
Kathleen Battle, una de las
sopranos más cotizadas y
prestigiosas de la
actualidad.»
los más ligeros y desenfadados
que hemos escuchado jamás, lo
que si con algunos de los textos
escogidos podría ser justificable,
no lo es en absoluto ante otros de
carácter marcadamente dramático.
Tras tres Lieder de Strauss a los
que se podrían hacer similares
reparos —aunque su voz no es
tan adecuada para Strauss que
para Schubert— el recital dio un
giro de noventa grados a partir
del aria de Romeo y Julieta de
Gounod,
cantado
magníficamente. Mejor aún las
canciones de Villa-Lobos, para
cantar ya fuera de programa, un
buen "Aleluya" de Mozart —
tiene coloratura sobrada para
ello— y transfigurarse con la
música norteamericana y los
espirituales negros.
Pocos días después, dentro del
ciclo de Ibermúsica la Battle nos
ofreció, no las arias de concierto
de Mozart que habían sido
anunciadas —y que desde luego
nos habría gustado escucharle—,
sino el atractivo ciclo de canciones
"Honey and Rué", especialmente
compuesto para ella por André
Previn sobre seis sugestivos
poemas de Toni Morrison. El
ciclo está muy bien escrito y se
adapta a la perfección a las
características vocales e interpretativas de la Battle, cuyo arte
brilló con especial luminosidad en
"Do you know him?", para voz
sola. Ya fuera del programa, hizo
las delicias del respetable con
una amaneradísima versión del "O
mió babbino caro" del Gianni
Schichi pucciniano. No es la suya
voz para el verismo, y haría mejor
no frecuentar ese repertorio.
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