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Edipo y el complejo
estado de bienestar
PABLO RUIZ JARABO *
L
a crisis del Estado de bienestar ha
producido, entre otros efectos, un
claro desconcierto en las sociedades
occidentales, que se ven huérfanas de
fórmulas y propuestas para adaptar su sistema
de reparto social de la riqueza a un crecimiento económico que insiste desde hace ya
años en su debilidad. Y sin embargo, esta
ausencia de soluciones que sigue a la
perplejidad es en sí inexplicable. Tendría
sentido si el pacto social que se refleja en el
Estado de bienestar hubiese regido con
amplitud en el espacio y en el tiempo, pero no
es así: históricamente, incluso forzando su
definición, apenas podría otorgársele más de
*Diplomático.
un siglo de existencia. Además, ha estado
presente sólo en las naciones occidentales, y
ni siquiera en todas. Constituye por lo tanto
una excepción en el tiempo y en el espacio, y
su crisis, más que dejarnos perplejos, debería
confirmarnos la regla consistente en
sociedades que, al repartir la riqueza,
practicaron y practican una brutal dualidad
entre ricos y pobres, capitalistas y trabajadores,
propietarios y operarios. No fue hace mucho
cuando economistas de la talla de Malthus y
David Ricardo vaticinaron que la mayoría de
la población estaría irremediablemente
condenada a un nivel de subsistencia. Y
aunque una mirada al Occidente de fin de
siglo contradiga sus vaticinios, no es menos
cierto que sí se cumplen para la mayoría de los
pueblos de la tierra, así como se cumplieron
para nuestros abuelos.
El estancamiento ideológico que sigue al
económico no puede justificarse por lo
tanto en señeras costumbres arraigadas en
nuestras sociedades. Bien es cierto que la
crisis del Estado de bienestar cuestiona
directamente
principios
considerados
fundamentales de nuestra convivencia, como
la estabilidad en el empleo, el reparto de las
cargas sociales o la irreductibilidad de
muchos derechos económicos adquiridos,
convertidos en mínimos irrenunciables.
Pero la sacralidad de estos principios rectores
no mana de la tradición de siglos. Si se han
elevado al máximo registro ético, tal vez
obedezca a la táctica de los diferentes grupos
sociales: una vez obtenida una ventaja en el
reparto de la riqueza, rodearla de solemnidad
habría garantizado tanto su conservación
como
el
fundamento
de
futuras
reivindicaciones. Otra de las causas de este
fundamentalismo de las dádivas bien podría
radicar en la facilidad con que el ser humano
se acostumbra a las ventajas que se le
conceden, convirtiéndolas en exigencias y en
lo que el autor francés Pascal Bruckner ha
denominado l'accoutumance au don, a su
juicio uno de los rasgos más marcados de
nuestras sociedades. Una prueba de la
relativa prosaicidad y coyunturalidad de este
armazón ético es que ha bastado la
persistencia de bajas tasas de crecimiento
del PNB para que pasase a cuestionarse y a
plantearse su reforma. Ello no despoja a estas
conquistas sociales de su carácter tan
necesario
como
inequívocamente
significativo de verdadero progreso, pero su
difícil adaptación a las condiciones actuales,
más duras, pone en evidencia su debilidad
ética a pesar de las apariencias.
Problemas no sólo económicos o
políticos
Parece en consecuencia que los instintos
podrían ayudarnos a conocer mejor problemas
que no son sólo económicos o políticos. No
en vano la crisis del antecesor del Estado
social, el liberal, se resolvió en buena
parte gracias a la teoría keynesiana, cuyo
fundamento, recordémoslo, residía en
identificar la instintiva preferencia de las
economías domésticas por la liquidez,
irracional para el saber convencional de
entonces. Adentrándonos aún más en la
senda del subconsciente colectivo en
busca de explicaciones al desconcierto
actual de Occidente, llama la atención el
rostro especialísimo del Estado de bienestar
a la hora de mirar a los individuos que lo
habitan. Es sabido que entre la autoridad y
los sometidos a ella —antaño señor y
vasallo, hoy Estado y ciudadano— se
establece siempre una relación que, en
última instancia, es reproducción de la
filial. Ésta siempre ha tenido una doble y
complementaria dimensión, la paterna y la
materna. Al padre corresponde transmitir la
dureza de la existencia: la privación, el
deber, la necesidad del trabajo para
sobrevivir. El papel de la madre, en cambio,
se ha centrado en la ternura, en el logro sin
esfuerzo de los deseos. A ella le ha
correspondido además tejer los lazos que
cohesionan a las comunidades humanas,
esa
metafísica
social
que
Ortega
denominaba la "instancia última a la que
referirnos" y Freud el vínculo libidinal, el
Eros social. Pues bien, en el pasado y el
presente de la mayoría de las sociedades, el
reparto de la riqueza material ha
correspondido al padre; el trabajo en
durísimas condiciones ha constituido y
constituye una condición indispensable de la
supervivencia. El rostro de la autoridad
encargada de transmitir la dureza de la
existencia servía y sirve así para justificar la
desigualdad y la penuria materiales. La
madre, en cambio, se ha reservado
normalmente para el espíritu y la ideología,
y ha cohesionado a la sociedad
divinizando a la autoridad y a quien la
encarnaba, o resaltando la concordancia del
orden temporal con el cósmico o el religioso.
La publicidad nuevo Eros
El Estado de bienestar constituye de nuevo
otra excepción a esta tendencia, al trastocar los
papeles de cada una de las dimensiones de la
autoridad. Ya el término elegido,
"bienestar", anuncia el cambio. El Eros
social, unificador y libidinoso, abandonará el
reino ideológico y pasará a determinar el
reparto de la riqueza material. Ésta, se nos
dirá en el discurso dominante, ya no se
adquiere tras privaciones y supone además la
vía de la felicidad y de la plenitud. La nueva
sublimación consistirá en la adquisición de
objetos materiales, e irá acompañada de la
expectativa de aumento continuo del nivel de
vida. La publicidad convierte la posesión de
bienes en el nuevo Eros y crea su necesidad,
y el Estado, mediante el reparto de la
riqueza, se encarga de satisfacerlo para todos.
Nace así la sociedad de consumo y el
"hedonismo materialista", expresión que
evoca con acierto el nuevo carácter material
del poder materno. El paterno, en
consecuencia, fue desterrado de su ámbito
histórico, quedando totalmente relegado. Ni
siquiera el reino de lo espiritual, gobernado por
el individualismo y la ética de los derechos,
pudo encontrar acomodo. Satisfecho el vínculo
libidinal con el consumo material y la
expectativa en el crecimiento y homologación
de las rentas, el padre tuvo que desaparecer de
escena.
La ignorancia desconcertante
Y así llegamos de nuevo al instinto como
regidor de las sociedades, por mucho que
éstasse tecnifiquen y se vistan de racionalismo:
la actual situación del Estado de bienestar es
muy similar al inicio de la obra Edipo, Rey,
donde el pueblo de Tebas denuncia ante su
rey las desgracias que se ciernen sobre la
ciudad y la ignorancia sobre sus causas.
Igualmente, nuestras sociedades de
bienestar lamentan hoy los niveles de deuda
pública, el porcentaje de riqueza destinado
al gasto público o el negro futuro del
sistema de reparto de las pensiones, y se
preguntan angustiadas dónde residen los
remedios y las causas. Queda por
descubrirlas: pero tal vez consistan, como en la
famosa tragedia rescatada por Freud para
explicar muchos de nuestros impulsos, en el
crimen cometido al matar al padre autoritario
para, superando la subsistencia a que él nos
tenía condenados, protegerse en el regazo de
la madre hedonistamente consumista, que
nos promete continuamente dones sin
esfuerzo y garantías en el nivel de renta. Y el
crimen, de nuevo parangonable con la
tragedia de Sófocles, no fue consciente ni
voluntario: lo marcó el destino inevitable y
fatalista de un sistema económico que
construyó el Estado de bienestar para asegurar
su propia expansión y amortiguar los efectos
depresivos de las recesiones económicas tan
inherentes al capitalismo. Nuestro estadio
actual, mientras desconozcamos el crimen, es
el de la ignorancia desconcertante.
Se explica así una de las patologías más
recientes de las sociedades occidentales:
mientras a muchos de sus ciudadanos —
funcionarios, trabajadores con empleo fijo,
pensionistas— el Estado les sigue mostrando
su rostro dulce y materno, otros —jóvenes,
desempleados, trabajadores precarios, futuros
pensionistas— se enfrentan a un Estado
severamente paterno que les niega cualquier
favor, condenándoles a la subsistencia. Es así
como Alain Touraine ha hablado
recientemente de la nueva división de nuestras
sociedades, que ya no consiste en ningún
"arriba, abajo", sino en ciudadanos "in" y
"out", incluidos y excluidos del Estado de
bienestar.
De donde se deduce la única solución posible a
la crisis: consiste en tomar conciencia del
crimen cometido y, anulando el peligroso
desdoblamiento de personalidad a que se
encuentra sometido el Estado en la
actualidad, reconstruir para todos un poder
paterno y materno que evite tanto la condena
a la subsistencia como la promesa en el goce
material asegurado y creciente como única
vía de plenitud. Ello supondrá la inclusión en
el Estado de los actualmente excluidos, así
como la desaparición de algunas de las
ventajas de que aún gozan los incluidos —
ventajas que de derechos han pasado a
convertirse en privilegios. Padre y madre
deberán estar presentes en los ámbitos material
y espiritual de nuestra sociedad para
restablecer un nuevo equilibrio, que esta
vez no suponga ni la pobreza
generalizada a que condenaba el padre
material ni las bolsas de exclusión producidas
por una sociedad que, agotada la fuente de
dádivas del crecimiento económico acelerado,
debería percatarse de su propio "complejo
de Edipo".
Adiós a las promesas
Sin embargo, cualquier intento de reforma, en
este u otro sentido, se enfrenta al lenguaje
político de las sociedades del bienestar,
estructurado —anquilosado— en la cultura del
Estado regido por la dimensión materna.
Desde hace décadas, la política ha consistido
en la promesa de nuevas prestaciones
sociales, el aumento de rentas o la
aminoración de las obligaciones —en la
forma de reducción de impuestos, por
ejemplo. La política ha vivido de y para la
libido material de la sociedad. En la medida
en que cualquier reforma debe pasar por la
pérdida de algunos de los privilegios de los
"in" —que constituyen además la mayoría
de la población votante—, el lenguaje político
debería anunciar las futuras privaciones en
forma de recortes del Estado de bienestar—
adoptar, en consecuencia, un lenguaje
paterno—, con el grave riesgo de no obtener
entonces el apoyo del electorado. El reciente
ejemplo de Francia, donde las elecciones
presidenciales se ganaron con un lenguaje
maternalmente promisorio de ventajas y donde
la reacción de la población al anunciarse la
pérdida de algunas prestaciones sociales fue
hostil, constituye una clara constatación de
esta contradicción.
La búsqueda del equilibrio
La peligrosa dualidad paternal y maternal
debe resolverse, por lo tanto, con un
equilibrio entre ambas dimensiones que
supere tanto la subsistencia de antaño
como el excesivo maternalismo presente —
coexistente además con un nuevo y creciente
discurso privacionista hacia los excluidos; y,
por ello, con una sociedad inevitablemente
"mejor que las anteriores al superar la
dialéctica entre pobreza y materialismo. Esta
propuesta equilibradora, lejos de ser utópica,
se encontraría sólidamente respaldada por la
inmensa riqueza de las sociedades
occidentales, fruto tanto de la productividad
tecnológica como de la mera acumulación de
capital. De hecho, las continuas alusiones a la
futura bancarrota del Estado de bienestar
contrastan con la inmensidad de recursos de
que dispone Occidente, muchos deellos
dedicados a la tecnología de un ocio
desculturizante, a estructuras administrativas
anquilosadas y a otras actividades que,
aunque tal vez productivas desde el punto de
vista mercantil, no parecen serlo socialmente.
Tal vez en ello radique la esencia del problema:
en que, ya desaparecido el excedente de
riqueza generado cada año como elemento
cohesionador de la sociedad, haya que
reconocer que el mercado no reparte la
riqueza válidamente, y que la corrección
introducida por el Estado mediante el
gasto público y las rentas de transferencia ya
no puede llevarse a cabo. El dirigismo estatal
y público de la economía debe descartarse
como alternativa, porque se traduce
inevitablemente en una menor riqueza global.
Quien descubra una nueva forma de
distribución de la riqueza que permita la
inclusión de todos en el sistemay sea capaz de
articular un mensaje político que, superador
de la presente dualidad diabólica consistente
en promesas maternas para alcanzar el poder
y medidas paternas para reformar el Estado,
convenza a los incluidos de la necesidad de
resucitar al padre estatal sin por ello anular del
todo a la madre, logrará vencer el actual
atolla-dero e instaurar un modelo de sociedad
sin duda más equilibrado que el existente; y
muy posiblemente, como le ocurrió a Keynes
hace cincuenta años, la clave de bóveda de su
novedoso sistema consista en descubrir
algunos de los instintos que, agazapados en la
oscuridad del subconsciente, nos gobiernan
soberanamente, por mucho que insistamos en
reducir nuestras principales instituciones,
también el Estado de bienestar y sus
problemas, a estadísticas numéricas.
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