Num137 009

Anuncio
Signos de esperanza
ENRIQUE GONZÁLEZ FERNÁNDEZ *
R
esulta muy peligrosa la
actitud
pesimista.
Es
verdad que a veces
parece desesperanzador
el panorama de nuestro
mundo actual. Pero no deja de ser una
tentación creer como si fuera verdad lo
que Jorge Manrique, en sus Coplas,
consideraba sólo un parecer: “cualquiera
tiempo pasado fue mejor”.
Frecuentemente parece así para la
inmensa mayoría de los hombres de
nuestro tiempo. Esto, repito, es una
opinión, algo que pertenece al ámbito de
la apariencia. Sin embargo, lo aparente
no siempre concuerda con la realidad;
muchas veces las apariencias engañan.
Los medios de comunicación suelen
presentar una imagen distorsionada de
nuestras sociedades: periódicos y
televisiones
aparentan
negros
pregoneros de catástrofes, heraldos de
malas noticias. El lector, el espectador o
el oyente, si no tiene buen criterio, puede
sucumbir, ante tantas calamidades
anunciadas, en el desánimo, en el temor.
“¡No tengáis miedo!”. Con este grito
evangélico
(etimológicamente,
de
buenas
noticias)
comenzaba
su
pontificado Juan Pablo II. Es curioso
cómo
esos
mismos
medios
de
comunicación no tuvieron más remedio
que informar no sólo sobre la agonía y la
muerte del Papa, sino también sobre lo
que
significa
ese
mismo
grito,
acompañado por resúmenes informativos
de sus actividades, de su ímpetu
evangelizador, de sus sacrificios (incluido
el del terrible atentado que padeció sin
una sola queja o reproche), de sus viajes
por todo el mundo anunciando la paz y
las buenas noticias.
El mundo, por unos días, se sintió
huérfano. Se dio cuenta de lo mucho que
somos deudores de esa persona
excepcional. Casi todos estuvimos
pendientes de las bellas imágenes que,
desde el Vaticano, nos ofrecía la
televisión, que transmitía las exequias del
Sumo Pontífice, del gran hacedor de
puentes entre Dios y nosotros. Los
principales líderes mundiales, reyes, jefes
de estado, presidentes de gobierno, se
postraban a los pies de su cadáver. ¡Para
darle gracias!
Recuerdo que cuando —después de mi
ordenación en 1989, fui enviado a Roma,
para continuar mis estudios en la misma
Universidad pontificia donde estuvo el
* Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación.
1
entonces Karol Wojtyla tras su respectiva
ordenación— lo saludé por primera vez
en el apartamento pontificio, yo le di las
gracias. Al cabo de tres años, al
despedirme de él en su despacho, antes
de volver a España, le reiteré mi gratitud,
pero él, estrechando mi mano entre las
suyas,
contestó
inmediatamente
diciéndome con énfasis y sonriéndome
de nuevo: ¡demos gracias a Dios! Él
estaba tratando de hacerme comprender,
una vez más, que se consideraba
portavoz de la Buena Nueva, de la Mejor
Noticia, la cual es precisamente la de
Dios, que nunca nos desampara ni deja
al mundo a su suerte o dejado de su
mano.
Después de su muerte, he podido
comprender que en sus palabras había
también una invitación para que seamos
agradecidos con nuestro mundo, con
nuestro Creador y Salvador, con la
posibilidad de servir a los demás
sirviendo a Aquel que nos capacita para
amar y ser amados. Es de bien nacidos
ser agradecidos. ¡Cuánta gratitud ante la
belleza, ante la bondad, ante la verdad!
Gracias porque vivimos en el tiempo
actual, cuando Dios ha querido.
De entre los títulos de Su Santidad el
Papa, Sumo Pontífice, Obispo de Roma,
Vicario de Jesucristo, Sucesor del
Príncipe de los Apóstoles, Patriarca de
Occidente, Primado de Italia, Arzobispo y
Metropolitano de la Provincia Romana,
Soberano del Estado de la Ciudad del
Vaticano, él prefería el de Siervo de los
Siervos de Dios, como sus inmediatos
predecesores. Cierto que la muerte y los
funerales de éstos —todos ellos
extraordinarios Papas— no tuvieron
tanta
resonancia
y
seguimiento
mundiales, porque no existían entonces
los
medios
técnicos
que
hoy
afortunadamente disponemos. Un nuevo
motivo para estar satisfechos del avance
tecnológico.
La misma satisfacción cabe ante el
hecho de que el Papa sea Soberano de
un Estado, el Pontificio, que aunque
mínimo en su extensión está rebosante
de belleza: arquitectónica, escultórica,
pictórica, musical, litúrgica, protocolaria,
incluso la de la Guardia Suiza. ¿Acaso
hay en el mundo otro minúsculo lugar
comparable, tanta concentración de
hermosura al amparo de la cúpula de
Miguel Ángel, de la Capilla Sixtina, desde
los brazos acogedores de la columnata
de la Plaza de San Pedro hasta los
Museos Vaticanos? Sin todo esto, la
muerte de un Papa y la elección de su
sucesor no tendrían apenas resonancia
informativa.
Tras el sentimiento de orfandad mundial,
aparece otro Padre vestido de blanco
que también anuncia la paz, la
esperanza, la alegría: Benedicto XVI. Ha
conmovido a muchos contemplar todas
esas
imágenes.
No
se
hubiera
conseguido esa conmoción mundial sin
todas esas circunstancias, si el Vicario de
Cristo no tuviera nuncios —anunciadores
de su noticia— en las naciones de la
tierra. Es providencial que haya sido así.
Hemos vuelto los ojos al papel
pacificador que tuvo Benedicto XV
durante la llamada Gran Guerra, la de
1914. Por mi parte, no he podido evitar
recordar una vez más la obra humanitaria
de nuestro Rey Alfonso XIII durante esa
Primera Guerra Mundial, en cuyas manos
depositaron sus esperanzas tantos
millares de damnificados.
Seguro que no ha habido un tiempo
pasado mejor que el nuestro. Es verdad
que de lo malo siempre se hace noticia.
Pero hay más de bueno. Muchos se
abandonan a las malas noticias. No es
para tanto. Vivimos una época que, a la
vez, como todas, es buena y mala.
Puestos en la balanza los dos elementos,
indudablemente pesa más lo bueno. No
hay que dejarse vencer por el mal.
Tampoco por aquellos medios de
comunicación que magnifican tanto lo
malo.
En realidad, quienes vivimos en este
siglo XXI somos unos privilegiados.
Compárese solamente nuestra situación
de disponer de agua corriente, de
electricidad,
de
televisión
o
de
acondicionadores de temperatura, con la
de los hombres de hace unos decenios o
2
de siglos atrás. Repárese en la difusión
que tiene hoy lo que diga, lo que haga, lo
que le pase a un sucesor de San Pedro.
animosamente,
su
necesario
renacimiento, iluminación y renovación.
Lo que ocurre es que a muchos les
interesa el negativismo para hacer una
descalificación global e imponer sus
oscuras intenciones. En el caso
particular de esa labor de Alfonso XIII a
la que me he referido, a muchísimas
personas no les ha interesado ni les
interesa que se sepa, y de hecho ha sido
estratégicamente silenciada u ocultada.
Recuerdo también cuando, en 1991,
murió la hermana del entonces cardenal
Ratzinger, María, la cual pedía suprimir
de las misas a las que asistía aquellas
lecturas
tremendas
del
Antiguo
Testamento. Simpático gesto que,
complacido, me contaron hace varios
años a propósito de un escrito mío.
Frente al pesimismo hay que estar en
guardia con verdadero espíritu positivo,
mirando y admirando cuanto de noble
hay en nuestro mundo, mostrando y
advirtiendo
signos
que
son
esperanzadores para las crisis actuales,
que ciertamente las hay y es preciso
tenerlas
en
cuenta;
no
para
desanimarnos con ellas, sino para
sobreponernos a ellas.
No es cierto que cualquier tiempo
pasado fue mejor. A algunos les
conviene presentar este parecer. Los
infernadores
de
siempre
intentan
amenazar
pareciendo
exhibir
la
inscripción que Dante imaginó en la
puerta del infierno: Lasciate ogni
speranza. No perdamos ni dejemos a un
lado esa esperanza. Hay muchos signos
que nos invitan al optimismo.
Pero lo más importante es que sin ese
optimismo sería imposible avanzar y
cruzar el umbral de la esperanza, no
tendríamos la fuerza necesaria para
vencer el mal con el bien, para superar la
quejumbre, la protesta que nos
amenaza. Estaríamos llenos de miedo,
aterrorizados. No seríamos capaces de
continuar
dando
al
mundo,
3
Descargar