Hacer educación en femenino

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HACER EDUCACIÓN EN FEMENINOi
Concepción Jaramillo Guijarro
Publicado en la revista DUODA nº 22 (2002)
El título de este artículo se lo debo a “Nombrar el mundo en femenino” un libro
de Milagros Riveraii que lei hace unos seis años y que me dio algo que llevaba tiempo
buscando en el feminismo y aún no habia encontrado. Lo que me dio es lo que Luisa
Muraro llama teoría, es decir, las palabras que hacen ver lo que es iii. Hasta entonces, el
feminismo me había hecho ver sólo una parte de lo que es una mujer: una víctima del
patriarcado que debe rebelarse para ser libre. El libro de Milagros me hizo ver que el
patriarcado nunca lo ha ocupado todo, ni para las mujeres de hoy ni para las de otros
tiempos y otros lugares. ¿Cómo un descubrimiento, aparentemente tan pequeño,
puede ser tan grande?, no lo se, pero en mi caso, significó un poner en palabras algo
que estaba en mi vida: efectivamente el patriarcado nunca la ha ocupado toda; y
también significó un desplazamiento desde el lugar en el que sólo cabe la rebelión, la
insumisión, la lucha, la pelea o la crítica, hacia el lugar que me permite actuar y hablar
a partir de mi y en relación con otras y otros.
Pertenezco a una generación que se educó en aulas mixtas, en las que alumnas
y alumnos compartíamos los mismos espacios, las mismas profesoras y profesores, los
mismos libros, las mismas asignaturas. En estas instituciones nos aseguraban una y
otra vez que el objeto y el sujeto de la educación es asexuado. La educación, nos
decían, se dirige a un sujeto neutro, abstracto, sin sexo, porque todos somos iguales. Y
mientras tanto, nos enseñaban un montón de cosas que nos remitían constante y
únicamente a los hombres. Hombres concretos, de carne y hueso, con nombres y
apellidos y también hombres sin nombre que se querían representantes del género
humano. Muchas de nosotras, al no encontrarnos en los textos, ni en los libros,
tratábamos de explicarnos porqué esta educación pretendidamente neutra, se dejaba
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fuera la experiencia de las mujeres, sus actividades, sus conocimientos, sus nombres y
sus cuerpos.
Siendo estudiante, en la universidad, aprendí una historia de la educación en la
que, no sólo no había rastros de existencia femenina, sino que tampoco había la más
mínima explicación sobre esta ausencia, tan significativa para mí, que requería de
explicaciones urgentes. Tardé un tiempo en descubrir que mis profesoras y profesores,
siguiendo una práctica muy común, tomaban una parte por el todo y nos enseñaban la
historia de la educación masculina como si fuera la historia de la educación. Por esta
razón, tuve que aprender por mi cuenta, a través de otras mujeres, el resto de la
historia y así poder encontrarme en algún sitio.
Por entonces, a principios de los ochenta, en las escuelas de magisterio y en las
facultades en las que se enseñaba pedagogía nada se sabía de la coeducación. Sin
embargo, la coeducación si estaba presente en una parte de la práctica educativa,
concretamente en la práctica de maestras y profesoras que estaban vinculadas, de un
modo u otro, al feminismo. El término “coeducación”, que en otros tiempos había
significado lo mismo que escuela mixta, se empezó a utilizar
entonces con otro
sentido. Con la coeducación se quiso significar una educación libre de sexismo que
tuviera en cuenta tanto a las niñas como a los niños. Bajo esta palabra, se identificaban
tanto las críticas al sexismo de la escuela mixta, como las experiencias que se llevaban
a cabo con el objetivo de eliminar el sexismo y de dar visibilidad a las niñas en la
escuela.
Fue a finales de los años 70 y en la primera mitad de los 80 cuando en España
empezaron a circular textos sobre el sexismo en la escuela que provenían sobre todo
del ámbito anglosajón, especialmente de Gran Bretaña y de EEUU. Y también
empezaron a elaborarse los primeros textos propios en los que se relataban
experiencias o en los que se evidenciaba el sexismo en sus diferentes manifestaciones.
Ya entonces se puso de manifiesto que el currículo de la escuela mixta, al estar
orientado y centrado en los niños, favorecía a éstos en detrimento de las niñas.
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En este contexto, fueron muy significativas la aportaciones de grupos como “El
feminario de Alicante”, el “Colectivo a favor de las niñas” en Madrid o la “Assamblea de
dones d’ensenyament de Barcelona”. Así mismo, los trabajos de autoras como
Montserrat Moreno, Victoria Sau, Marina Subirats y algo más tarde Mª José Urruzola y
Ana Mañeru, fueron referentes imprescindibles para muchas de las que entonces
empezábamos a interesarnos en la coeducación.
Las críticas al sexismo escolar y las reivindicaciones realizadas desde los grupos
feministas, desde algunos sindicatos y más tarde, desde algunos partidos políticos,
fueron poco a poco recogidas en las políticas públicas que empezaban a ponerse en
marcha a través de la creación de organismos de igualdad de oportunidades entre los
sexos. Se impulsaron programas; se promovieron iniciativas; se apoyó la difusión, la
elaboración de textos, investigaciones y materiales didácticos y comenzaron a
ofrecerse cursos de coeducación dirigidos al profesorado.
Para mi, el descubrimiento de la coeducación fue crucial porque me puso en
relación con otras que, antes que yo, se habían preguntado lo mismo que yo, ¿por qué
no estaban las mujeres en todo aquello que nos habían enseñado en la escuela y
después en la universidad?.
La primera respuesta era, por así decirlo, un poco simple aunque muy
reveladora: las mujeres no estaban porque históricamente habían sido discriminadas en
todos los ámbitos, no sólo en el de la educación. Esta respuesta era muy
tranquilizadora, porque, de algún modo, al reconocer la discriminación, dejaba de
culpabilizar a las mujeres de su invisibilidad. A ello contribuyó mucho la distinción entre
sexo y género, porque con ella se nos liberaba del peso de una tradición patriarcal que
vinculaba nuestro sexo con contenidos predeterminados que habían servido para
justificar la exclusión de las mujeres del espacio que entonces llamábamos público. El
concepto de género nos dijo que lo femenino y lo masculino eran construcciones
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socioculturales cargadas de estereotipos y que, como tales, podían y debían
cambiarse, cuando no, eliminarse.
Pero era una respuesta insuficiente, porque como señala Mª Milagros Rivera “el
concepto de género nos ayudó a desnudarnos, pero de alguna manera nos dejó
desnudas”iv. Esta respuesta no nos servía para ofrecer referentes femeninos en los
que las alumnas y las profesoras pudieran reconocerse en libertad. Es más, este
descubrimiento no nos sirvió para paliar esa miseria en la que nos encontrábamos
después de haber aprendido lo que se nos enseñaba en la escuela: que nuestras
semejantes, tanto las antepasadas como las contemporáneas se habían limitado
siempre a reproducir la cultura pero nunca a crearla.
Los análisis feministas que introdujeron otros conceptos, como el de patriarcado
y androcentrismo, dieron respuestas más significativas a esta primera pregunta sobre la
ausencia de las mujeres. Con estos análisis, no sólo se criticaba la construcción del
género, sino que se ponía en evidencia la parcialidad de una visión de la educación que
se autodenominaba neutra y universal pero que en realidad tenía rostro, forma y origen
masculinos. Con el concepto de androcentrismo, se explica la ausencia de las mujeres
no sólo como un problema de injusticia social basado en el sexo, sino como la
consecuencia de una tradición histórica que ha elevado arbitrariamente lo masculino a
la categoría de universal, creando así un orden simbólico y social patriarcal que define
lo femenino como derivado, subordinado, inferior, complementario y en lecturas más
actuales como igual a lo masculino. Un orden que para las mujeres es en realidad un
desorden porque no permite que lo femenino circule libremente por el mundo.
Estos análisis, aunque se quedaban sólo en una crítica, abrían una puerta a la
posibilidad y también a la necesidad de otras definiciones distintas de lo femenino y de
lo masculino. Otras definiciones que se distinguieran de las viejas no tanto en sus
contenidos, sino en el lugar desde el que se enunciaban. Invitaban, nos invitaban a las
mujeres a tomar la palabra para decir desde nuestra experiencia qué era “lo femenino”,
después de siglos de definiciones ajenas. Y, con ello, invitaban también a la búsqueda
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de
otras medidas que permitieran vislumbrar unas relaciones entre los sexos de
autonomía, de diferencia y de intercambio; unas relaciones que permitieran que lo
femenino fuera por sí mismo y no sólo en referencia a lo masculino. En definitiva,
abrieron una puerta para pensar sobre
el sentido de la diferencia sexual en la
educación.
Sin embargo, esta puerta se cerró precipitadamente, porque mientras todo esto
sucedía, en los cursos, en los textos, en los materiales, en el discurso, el término
“coeducación” fue siendo sustituido cada vez con más frecuencia por el de “educación
para la igualdad”, especialmente en el lenguaje institucional, y sobre todo a partir de
1990 cuando la LOGSE hizo suyo el principio constitucional de no discriminación por
razón de sexo y creó una materia transversal llamada “Educación para la igualdad de
oportunidades entre ambos sexos”.
Creo que ese tránsito desde la coeducación hacia la educación para la igualdad,
no es sólo cuestión de palabras porque refleja también un cambio en los objetivos y en
las prácticas educativas. A mi modo de ver, este tránsito simbolizó un desplazamiento
que dejó de interesarse por las preguntas sobre las mujeres en la educación, y que se
movió hacia un objetivo único y prioritario: el de la igualdad de oportunidades entre los
sexos. La educación para la igualdad no ha modificado sustancialmente el sentido de lo
femenino y de lo masculino, más bien ha contribuido a una operación simbólica que
cancela lo femenino por ser fruto del sexismo, pero que deja intacto lo masculino
manteniéndolo como referente al que las alumnas, las maestras tienen que aspirar para
ser tenidas en cuenta y para ser valoradas. Este horizonte considera una impertinencia
interrogarse sobre el sentido de la diferencia sexual porque, de nuevo, pretende
hacernos creer en una humanidad neutra en la que todos somos iguales porque todos
somos personas.
En el caso de la escuela, esta pretensión de neutralidad se materializa en la
existencia de un “alumno medio” del que hablan ciertas teorías psicopedagógicas al
uso. Pero, como afirma Milagros Montoya, profesora de secundaria “yo no me he
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encontrado hasta ahora en mi centro al alumno medio del que hablan los pedagogos y
sociólogos, ni he podido relacionarme con ese ente abstracto que, por otra parte,
cuando he tratado de actuar como si existies me ha hecho invisibles a los alumnos y
alumnas que se sientan cada día en nuestras aulas, chicos y chicas diferentes en
cuanto a su sexo y con diversas cualidades y características”v.
Entre un sector amplio del profesorado se ha ido extendiendo cada vez más la
creencia de que las alumnas y los alumnos son iguales y que, para evitar
discriminaciones, hay que tratarles a todos igual. Con frecuencia, cuando finalmente se
acepta lo obvio: que existe la diferencia sexual, ésta se interpreta únicamente como
fruto del sexismo y se acompaña de la comparación de las alumnas con los alumnos.
En esta comparación, casi siempre suelen ganar los alumnos porque se les considera
más “libres” de las imposiciones sexistas; y entonces sucede que, de nuevo, ellos se
convierten en el referente, mientras que ellas siguen siendo vistas como “victimas” y por
ello sus comportamientos, formas de ser, de estar y de relacionarse carecen de valor y
se quedan en la insignificancia. Desde la óptica de la educación para la igualdad las
diferencias han de borrarse para construir un modelo de persona libre de prejuicios,
estereotipos e imposiciones de sexismo y podría decirse también libre de sexo. Se
interpreta así la diferencia sexual como una dificultad para el desarrollo y el aprendizaje
al considerarla como algo necesariamente limitador, que quita libertad. Sin embargo, la
escuela tiene la obligación de procurar que cada niño y cada niña den un sentido libre a
su diferencia sexual para que puedan ser y estar en la escuela como prefieran,
eligiendo entre las múltiples formas disponibles y posibles de ser niña o niño.
El movimiento de la educación para la igualdad que parecía ocuparlo todo
durante la última década, no impidió que muchas docentes, maestras e investigadoras
continuáramos interrogándonos sobre las mujeres en la educación y gracias a que no
perdimos el hilo, hemos podido hacer visibles a las alumnas, a las profesoras, a las
madres, no como víctimas de discriminación, sino como sujetos que piensan, viven,
actúan y existen por sí mismos. Esa pregunta que yo me hacía siendo estudiante y que
las estudiantes de hoy se siguen haciendo ¿dónde están y estaban las mujeres? nos
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ha llevado a buscar las huellas, a rastrear las pruebas que nos hablaran, en palabras
de Remei Arnaus, de un sentido original de lo femeninovien el pasado y en el presente,
porque teníamos necesidad de ello para nosotras mismas y también para enseñárselo
a nuestras alumnas.
A la luz de las aportaciones del pensamiento de la diferencia sexual, que
llegaron a España desde Francia e Italia, empezamos a poner nombre a prácticas
educativas cuyo referente era la diferencia sexual. A este proceso contribuyó de
manera determinante, a partir de 1991 y por mediación de Carmen Pino, la llegada a
España de textos sobre la pedagogía de la diferencia sexual que venían de Italia. Ana
Mañeru favoreció esta llegada y la difusión de estos textos, así como un intercambio
muy productivo con algunas profesoras italianas, como es el caso de Clara Jourdan y
de Anna Mª Piussi.
Cuando se acepta que en la educación, igual que en el mundo hay siempre dos
sujetos, las alumnas y las profesoras se hacen visibles y con ello dejan de estar en la
insignificancia o encerradas en una identidad de género predeterminada. En el caso de
las alumnas, esto sucede siempre que encuentran en la escuela figuras femeninas con
autoridad que, como afirma Anna María Piussi, les ayudan a crecer en libertad, siendo
fieles a sí mismas y no en subordinación al orden masculino vii. ¿Cómo? Una manera de
hacerlo es la que sugieren las pedagogas María Cobeta y Marta Holgueras “dando
ejemplos de libertad femenina, mujeres que han realizado sus deseos, y así permiten
pensarlos también a las alumnas; saber que hay mujeres que se han autorizado es un
poco autorizarse a sí mismas, porque hay otras que lo han hecho antes”viii. Figuras de
autoridad femenina como son, por ejemplo, todas aquellas que ahora conocemos
gracias al trabajo de reconstrucción de genealogias y de historia de las mujeres y que
nos han revelado que en todas la épocas históricas siempre hubo mujeres sabias
capaces no sólo de consumir conocimiento, también de crearlo. Pero también y sobre
todo, son figuras de autoridad femenina las profesoras que, en su práctica educativa
dan vida y sostienen el deseo de libertad de sus alumnas, su gusto por aprender, sus
pretensiones, sus proyectos y sus ganas de habitar el mundo haciendo mundo.
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“¿Qué hemos sabido hacer estos pocos años para que hoy resulte impensable
hablar de educación sin prestar atención a lo que hacen y dicen las profesoras, las
alumnas, las madres, las investigadoras? ¿Qué ha ocurrido para que pudiéramos
abandonar el horizonte de la queja, de la lamentación, de la carencia y pudiéramos ver
grandeza femenina en la educación?” se pregunta Ana Mañeru. “Simplemente que
algunas han ido mostrando con su práctica lo que ya se sabía pero no estaba dicho”
ixresponde.
Esto que se sabía y no estaba dicho es solamente y nada más que ésto:
reconocer, nombrar y valorar lo que las mujeres aportan y han aportado a la educación.
Remei Arnaus lo explica a través de dos movimientos: “por un lado, nombrar lo
femenino que ya existe, lo que es por sí mismo – movimiento necesario después de
nombrar lo que le faltaba o sobraba a nuestro ‘género’ femenino; y por otro, analizar y
reflexionar sobre el significado de una educación que sea, de verdad, para los dos
‘sexos’”. (...) Nombrar esa realidad, continua escribiendo,
que es a la vez vieja –
porque ha existido siempre – y nueva – por el deseo de nombrarla – significa no excluir
como fuente de saber y de conocimiento, lo que siempre las mujeres, en todos los
tiempos y en todas las comunidades han sabido hacer de una manera amplia y abierta
que descubre una manera de estar en el mundo: el cuidar, el respetar, el transmitir y el
sustentar la vida; un hacer civilizador – por tanto educativo – que lleva necesariamente
marcado el vínculo de la relación”x.
Cuando se mira la experiencia de las mujeres en la educación como fuente de
saber y de conocimiento, se reconoce autoridad femenina en la educación y también en
el mundo. Y este reconocimiento es, como tambien afirma Ana Mañeru, decir que la
educación materna, la educación de la madre, es el origen de la educación: “si lo que
queremos es que las criaturas crezcan y se hagan viables en el mundo tendremos que
aprender de las madres que son las que lo saben hacer y las que de hecho lo
consiguen cada día (...)la educación de cada madre es el modelo del que se nutre sin
decirlo la educación reglada, aunque enseguida se aparte de él
y lo abandone,
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negando su eficacia civilizadora en el enseñar a hablar y, por tanto, en el enseñar la
relación que nos caracteriza como humanas y humanos y que nos permite después
seguir aprendiendo”xi.
A través de estos movimientos he esbozado cómo hoy las alumnas, las madres,
las maestras, en definitiva, las mujeres se hacen, nos hacemos visibles en la
educación, dando un sentido a lo femenino que se escapa a los límites previstos,
porque ya no es lo opuesto, ni lo complementario, ni lo subordinado, ni lo igual a lo
maculino, simplemente es lo que es y en él caben infinitos significados.
A la vez, estos cambios en el sentido de lo femenino tienen trascendencia no
sólo en el mundo de las mujeres, sino en el mundo común que compartimos unos y
otras. Por eso, los padres, los profesores, los alumnos y los hombres en general están
aprendiendo, con distintos grados de aceptación, que lo masculino ocupa sólo una
parte del mundo.
i
Este texto tiene su origen en dos ponencias. La primera de ellas de las III Jornades de debat
educatiu-Proyecte educatiu de cuitat :“Coeducaciò: donar sentit a la diferència sexual”, el 7 de
julio de 2000 en Reus; y la segunda del Seminario “Coeducación y pedagogía de la diferencia
sexual. Una apuesta desde el feminismo”, organizado por el Colectivo de Escuela no Sexista de
Oviedo el 25 y 26 de Mayo de 2001.
ii
Mª Milagros Rivera Garretas (1994) : Nombrar el mundo en femenino, Icaria, Barcelona.
iii
Luisa Muraro (1994): El orden simbólico de la madre, Icaria, Barcelona
iv
Mª Milagros Rivera, ibid.
v
Milagros Montoya (2000): “Diversidad, igualdad y diferencia”, en Cuadernos de Pedagogía” nº
293, Julio-Agosto de 2000.
vi
Es el título con el que Remei Arnaus ha prologado un libro de Gaby Weiner (1999): Los
feminismos en la educación, MCEP, Sevilla.
vii
Lo dice Anna Mª Piussi en una entrevista que le hizo Ana Mañeru: “ La diferencia sexual más
allá de la igualdad” en Cuadernos de Pedagogía, nº 267, Marzo de 1998.
viii
María Cobeta García y Marta Holgueras Pecharromán (2000): “Prácticas educativas desde la
libertad femenina”, en Duoda, nº 18.
ix
Las citas corresponden a una ponencia que presentó Ana Mañeru en Marzo de 2000 con el
título “La pedagogía de la diferencia sexual” en las Jornadas: La educación de las Mujeres.
Nuevas perspectivas, organizadas por la Universidad de Sevilla.
x
Remei Arnaus, ibid.
xi
Ana Mañeru, ibid.
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RESUMEN
Hacer educación en femenino señala la necesidad de significar que el origen de la
educación es la educación materna y también de reconocer lo que las mujeres: madres,
maestras, alumnas, aportan y han aportado a la educación. En este texto trato de hacer
un recorrido por lo que han sido en España las diferentes prácticas educativas
feministas; en realidad, trato de explicar lo que han sido para mi y lo que significan en
mi práctica educativa presente en la que el punto de partida ya no es el malestar y la
crítica del sexismo, sino el deseo de actuar y hablar a partir de mi y en relación con
otras y otros.
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