EL EFECTO PIGMALIÓN El denominado Efecto Pigmalión fue postulado por el profesor J. Sterling Livingston, de la Universidad de Harvard, en un artículo que lleva este mismo nombre. Dada la actualidad del tema, la revista Harvard Business Review (septiembre-octubre de 1988) retomó este artículo, pero esta vez como uno de sus artículos clásicos. El fundamento de las teorías del profesor Livingston es que las expectativas de un gerente son la base del desempeño y desarrollo de sus colaboradores. El nombre de Efecto Pigmalión viene originalmente de la mitología griega y está estrechamente relacionado con la obra teatral de George Bernard Shaw “My Fair Lady”, en la que una florista es entrenada para actuar como una dama. Livingston fue inspirado por esta expresión de la florista: "Realmente, aparte de las cosas que cualquiera puede aprender, como vestirse o hablar bien, la diferencia entre una florista y una dama no es la forma en que ella procede, sino la manera como ella es tratada. Siempre seré una florista para el profesor Higgins porque él siempre me trata como una florista, pero yo sé que puedo ser una dama para usted porque usted siempre me trata como una dama". Tanto la estatua de Pigmalión como la florista del profesor Higgins llegan a ser personas distintas porque alguien quiere que lo sean. Livingston sostiene que algunos gerentes suelen tratar a sus colaboradores de una manera que los conduce a desempeños superiores, pero otros, como el profesor Higgins de la obra de Shaw, suelen tratarlos, sin proponérselo, de una forma que los lleva a lograr resultados bastante inferiores a los que ellos son capaces de lograr. La manera como los gerentes tratan a su personal está sutilmente influenciada por lo que esperan de éste: si las expectativas de los gerentes son altas, es más probable que los resultados sean los mejores, y viceversa. Es como si existiera una ley que causara que el desempeño de los colaboradores subiera o bajara de acuerdo con lo que su jefe espera de ellos. Con gran influencia los colaboradores parecen hacer lo que creen que se espera que ellos hagan. Un experimento bien documentado fue el que se llevó a cabo en una compañía de seguros en la que el presidente decidió agrupar a sus vendedores estrella en una unidad a cargo del mejor gerente, todo esto con el fin de estimular su desempeño y lograr de ellos mejores resultados todavía. Igualmente, agrupó a sus vendedores promedio con un gerente promedio, y a los que quedaban, con un gerente menos capaz. Al poco tiempo la gente comenzó a referirse al grupo selecto como el grupo estrella, distinguido por un gran espíritu de grupo y por una unidad a toda prueba; su productividad creció por encima de todas las expectativas. La productividad de los empleados del grupo inferior, a quienes no se daba el menor chance de alcanzar metas aceptables de ventas, declinó por debajo de sus ya bajos promedios, y sus miembros mostraron síntomas de agotamiento y desgaste. La sorpresa la constituyó el grupo de la mitad, el promedio: su gerente no quiso aceptar que fuera considerado y tratado como inferior al del primer grupo, y supo, además, transmitir a sus colaboradores el mensaje de que él los consideraba tan buenos como los del grupo estrella, tan sólo un poco faltos de experiencia. Los resultados de este grupo fueron también espectaculares, aunque sin llegar a igualar a los del primero. Este gerente no aceptó ser tratado como promedio, al igual que la Eliza Doolittle de “My Fair Lady” no aceptaba que otros la trataran como florista, por considerarse ella misma una dama. La gente trata de vivir con la imagen que se le impone. Los agentes de seguros del primer grupo se hicieron a esa imagen y procedieron como los súpervendedores que se les dijo que eran. Los del último grupo se trataron como si no tuvieran chance alguno, y esta expectativa negativa se convirtió, así mismo, en una profecía gerencial autocumplida. Los vendedores sin éxito tienen gran dificultad para mantener su autoimagen y su autoestima: para evitar mayores fracasos, y ante las expectativas negativas que se tienen de ellos, normalmente evitan, por protegerse, situaciones que los puedan conducir a nuevas fallas; reducen el número de contactos de venta o evitan tratar de cerrar negocios para no pasar por nuevas situaciones de rechazo. Las bajas expectativas y los egos dañados conducen a comportamientos que aumentan la posibilidad de fallar, cumpliéndose así las previsiones de los gerentes; más aún, la situación puede hacer que los empleados procedan irracionalmente, vendiendo, por ejemplo, a alguien que no puede pagar, en un desesperado intento por hacer algo que de golpe les salga bien y les cambie la imagen. Los gerentes no pueden evitar el ciclo depresivo de eventos que se derivan de las bajas expectativas simplemente ocultando sus sentimientos ante sus colaboradores. Si los gerentes creen que sus colaboradores se desempeñarán pobremente, es virtualmente imposible para ellos disimular sus expectativas. El mensaje se comunicará tarde que temprano, así no exista la intención consciente de hacerlo. De hecho, los gerentes comunican mucho cuando creen estar comunicando poco; por ejemplo, cuando no dicen nada, cuando se vuelven fríos y no-comunicativos, dan señal de no estar satisfechos con el desempeño de sus colaboradores. Lo crítico en la comunicación de expectativas no es lo que el jefe dice, sino cómo procede. Los gerentes son mejores comunicando bajas expectativas que altas expectativas, a pesar de que piensen lo contrario. El ejecutivo a cargo de la compañía de seguros en la que se corrió el experimento referido negaba que él le hubiera comunicado bajas esperanzas al grupo más pobre, aquél que consideraba que no tenía chance alguno. Sin duda, los agentes asignados al grupo inferior entendieron su designación como una solicitud de renuncia, y así lo hicieron prontamente algunos. Los sentimientos del jefe también son definitivos. Otra división de la misma compañía de seguros, la cual repitió el experimento, encontró que esto no funcionó porque, si bien el gerente había redistribuido sus agentes en los tres grupos originales, él mismo no estaba convencido de que contara con vendedores sobresalientes. Otro fracaso en otra repetición de la experiencia se dio cuando un gerente repartió a su gente colocando en el primer grupo a la mejor: a la postre se encontró que la persona a cargo del primer grupo no tenía ni idea de que su jefe lo consideraba su mejor hombre. Como el jefe no comunicó las elevadas expectativas, el grupo no entendió la razón de la nueva organización. Claramente, no es la forma como los gerentes organizan su gente, sino la forma como la tratan, lo que hace que se logren altas expectativas y productividad. Es igualmente importante que las metas que se proponen sean alcanzables, no sólo para el jefe que las induce, sino también para el grupo que debe alcanzarlas. De lo contrario, la experiencia sólo conducirá a frustraciones. En otras palabras, para motivar empleados no se puede utilizar la zanahoria delante del caballo que tira la carreta, pues pronto se darán cuenta de que es inalcanzable. Los gerentes más exitosos son aquéllos que confían en su propia capacidad de crear altas expectativas de logro en sus colaboradores, mientras que los gerentes más débiles son aquéllos que no logran obtener respuestas similares. La diferencia está en que los gerentes exitosos tienen mayor confianza que los otros gerentes en su propia habilidad para desarrollar el talento de sus colaboradores. Las más altas expectativas de los gerentes de éxito radican en lo que ellos piensan de sí mismos, de su propia habilidad para escoger, entrenar y motivar a sus colaboradores. Lo que estos gerentes creen acerca de ellos mismos sutilmente influye en lo que ellos creen de sus colaboradores, en lo que esperan de ellos y en la manera como los tratan. Si los gerentes tienen confianza en su habilidad para desarrollar y estimular altos niveles de desempeño, esperarán mucho de sus empleados y tendrán confianza en que las metas trazadas se cumplan; pero, si tienen dudas de su capacidad para estimularlos, esperarán menos de sus colaboradores y los tratarán con menos confianza. Puesto de otro modo, el historial de éxito del gerente y la confianza que los colaboradores tengan en su habilidad, darán gran credibilidad para que los colaboradores acepten sus expectativas como realistas y traten de lograrlas. Como ejemplo, cita Livingston el caso de un aseador a quien el director del Centro de Cómputo de la Facultad de Ciencias Biomédicas de la Tulane University enseñó a operar las máquinas, pese a que su cociente intelectual no le hubiera permitido siquiera manejar una máquina de escribir. Lo que triunfó no fue tanto la capacidad de aprendizaje del aseador, sino la confianza que el director tenía en su propia capacidad de enseñar. Las expectativas gerenciales tienen su influencia más crítica en la gente joven. Cuando los colaboradores maduran y ganan experiencia, su autoimagen se afianza gradualmente, y comienzan a verse a sí mismos conforme a sus logros y realizaciones. Comienza a ser cada vez más difícil para ellos y para sus jefes generar altas expectativas mutuas, a no ser que ellos tengan historiales sobresalientes. Los jóvenes son definitivamente más moldeables y responden mejor a los estímulos, aunque también se les puede hacer más daño con estímulos negativos. Un estudio de la AT&T probó que los primeros años en una organización, cuando se puede influir sobre los jóvenes con expectativas gerenciales, determinan el desempeño futuro de éstos y el éxito de sus carreras. La investigación concluyó que la correlación entre lo que la compañía espera de un empleado en el primer año y lo que éste contribuye durante los siguientes cinco años, era demasiado alta para ser ignorada. La conclusión anotó además que algo muy importante debe suceder en el primer año, pues en este lapso se interiorizan actitudes positivas y elevados estándares de trabajo. La clave es que el primer año es un período crítico de aprendizaje, el único momento en que el empleado en entrenamiento (training) está listo para desarrollar o cambiar en dirección de las expectativas de la compañía. El primer gerente que tiene una persona joven es, consecuentemente, el que más influencia tiene en su futura carrera. Si el gerente no es capaz de desarrollar las habilidades que el joven requiere para desempeñarse, o no desea hacerlo, éste se fijará bajos estándares y desarrollará actitudes negativas hacia su trabajo, su empleador y, quizás, su propia carrera. El éxito de los funcionarios que ingresan jóvenes a una compañía es, en buena parte, función de la suerte que corran en encontrar un jefe que los desarrolle. Visto de otra manera, el fracaso de los funcionarios jóvenes, a los pocos años de su ingreso, es, en buena medida, imputable al jefe que les tocó soportar. El compromiso de los jefes con los colaboradores que la empresa les confía en entrenamiento es algo bien profundo. La relación jefe-colaborador es una especie de matrimonio, y en una boda la novia es escogida, no impuesta. Es por eso que ningún jefe debería aceptar un colaborador con quien no se sienta cómodo; debería participar en su selección porque así estaría comprometido con su desarrollo y sólo contrataría colaboradores de cuyo éxito esté seguro, pues, de otro modo, no se molestaría en invitarlos a unirse al equipo. Los gerentes de éxito tienen un sexto sentido para detectar cuándo un entrevistado tiene potencial; es algo intangible que pocos tienen la capacidad de apreciar. El proceso de selección es intuitivo, y parece haber en él un fuerte ingrediente de compatibilidad entre el jefe y el empleado que éste selecciona. Tiene que ser así, puesto que con él inicia una relación que debe ser duradera, además de exitosa para los dos. Es, en síntesis, una forma de matrimonio. Los jefes menos exitosos escogen su personal sin precaución alguna o se lo dejan imponer. Con estos colaboradores no desarrollan fácilmente una relación y se cansan de ellos a la menor dificultad, sin darse cuenta de que los que fracasan son ellos, y no los que recién inician su carrera. A los jóvenes que ingresan a una empresa una vez concluidos sus estudios profesionales, se les debería colocar los mejores jefes de la organización; y esto no es lo que regularmente ocurre: raramente se le permite a un recién graduado trabajar al lado de gerentes con experiencia y de alto nivel. Se les coloca a cargo de profesionales antiguos que no surgieron en la organización, o de otros más jóvenes que están haciendo el tránsito entre hacer y dirigir. A menudo estos jefes carecen de la habilidad y de la experiencia para despertar capacidades productivas en sus colaboradores. Así las cosas, la mayoría de los recién graduados empieza su carrera en las condiciones menos favorables, y ellos pronto se vuelven negativos hacia sus empleos, sus jefes y su propio desempeño. Los recién graduados son el más valioso recurso potencial de una organización y generalmente son subutilizados. No saber cómo encauzar a los recién graduados dentro de la organización es, además, fuente primaria de la alta rotación profesional que ronda por nuestras empresas. Las ideas anteriores son todas originales del profesor Livingston y, en la práctica, resumen su artículo. Personalmente, las comparto todas, y no he querido agregarles comentarios que puedan deformar el pensamiento del autor, quien, diecinueve años después, declara para la misma revista que a su artículo original no le haría cambio alguno, fuera de hacer más énfasis en el daño que pueden hacer las motivaciones negativas conscientes o inconscientes.