AUGE Y COLAPSO DE LA ANTIPOLÍTICA, 1999-2002 Andrés Stambouli, 2002 El proyecto de unidad de las izquierdas que, con exiguos resultados, buscaba ganar las elecciones realizadas a partir de 1973, con las candidaturas de Jesús Ángel Paz Galárraga y de José Vicente Rangel, llega finalmente al poder de manos del teniente coronel Hugo Chávez Frías, coautor del intento de golpe de Estado del 4 de febrero de 1992, triunfador en las elecciones de diciembre de 1998, con el respaldo del cincuenta y seis por ciento de los votantes y más del cuarenta por ciento de abstención. Esa victoria fue la consecuencia del radicalismo electoral producido por el colapso de los gestores políticos del modelo de conciliación nacido en 1958. El Polo Patriótico, coalición inestable de los partidos de izquierda, conformado por el Partido Patria para Todos (PPT), el Movimiento Electoral del Pueblo (MEP), el Partido Comunista de Venezuela (PCV), el Movimiento al Socialismo (MAS), y el Movimiento Quinta República (MVR), de reciente fundación por el propio Chávez, líder de esa coalición, le sirvió de apoyo organizacional a la campaña electoral y, posteriormente, proporcionaría los cuadros gubernamentales que, junto con un cuantioso contingente de oficiales retirados, partícipes de los intentos de golpe de 1992, y otros activos de las Fuerzas Armadas, administrarían el país a comienzos de 1999. Los partidos y las corporaciones integrantes de la comunidad política nacida del Pacto de Punto Fijo, AD, COPEI, Fedecámaras, la Confederación de Trabajadores de Venezuela, CTV y la propia Iglesia Católica, serían excluidos de los mecanismos de diálogo para la gestión gubernamental y enfrentados de manera virulenta por los nuevos hombres en el poder, particularmente, por el propio Presidente de la República. Chávez, movido por las mismas concepciones que lo llevaron a intentar previamente un golpe de Estado, esta vez electo democráticamente, se negaba desde el comienzo de su gestión, no sólo a dialogar y a entenderse con los representantes del cuarenta por ciento de los electores que votaron por otras opciones, sino que le declaraba una incesante y descalificadora guerra verbal a todas las organizaciones sociales criticas de su gobierno. Ya lo había anunciado durante su campaña electoral: (...) nosotros cargamos un proyecto de transformación integral que bien puede ser llamado un “proyecto revolucionario”, sin duda alguna es una revolución (...). (...). Hagamos un nuevo “contrato social”, en vez del Acuerdo que proponen otros sectores (...). ¿Qué acuerdo vamos a hacer con los que destrozaron a Venezuela? (Academia de Ciencias Políticas, 1998, pp. 101-102) No bastaba con llegar al poder, había que “hacer la revolución” para terminar de desarticular al antiguo régimen y a las capas políticas y sociales que le habían servido de soporte. Muchos entendieron que “(...) la sociedad (...) debe ser aplastada, quebrada, dada la vuelta, desmembrada y sólo en raras ocasiones convertida o persuadida por medios pacíficos”. (Crick, p 47). A partir de este razonamiento, los dirigentes de los partidos de oposición conformaban cúpulas podridas, los empresarios eran oligarcas, la alta jerarquía eclesiástica era cómplice silente de cuarenta años de corrupción, los ciudadanos opositores al gobierno escuálidos, y así sucesivamente. Incluso la oposición, más escandalosa que efectiva, debe ser destruida no porque ofende el orgullo propio de los autócratas sino porque su misma existencia niega las teorías del ideólogo totalitario. (Crick, p.38) 1 Ante las legítimas disidencias y críticas de los opositores, requeridas de tratamiento político, dialogado, Chávez más bien optaba por confrontar a la “contrarrevolución”, responsable de cuarenta años de fracasos, obstaculizadora del “saneamiento de la patria”: (...) el líder totalitario aspira a “remodelar por completo esta penosa situación” y su pensamiento abarca épocas enteras en lugar de limitarse a generaciones humanas. (Crick, p.39). Borrón y cuenta nueva en resumen, caída y mesa limpia de la historia, como si eso fuese posible, como si la historia democrática de Venezuela no hubiese dejado su huella en cultura refractaria a cualquier intento autoritario de rediseñar la sociedad. En efecto, el discurso oficial trataba de “cuarenta años de fracasos de la falsa democracia puntofijista”; la oligarquía, las cúpulas podridas de los partidos derrotados, los empresarios cómplices del fracaso de cuarenta años, los sindicalistas corruptos, los prelados “adecos con sotana” y los medios de comunicación, mentirosos al servicio de oscuros intereses nacionales y transnacionales, serían el blanco implacable del verbo y la prédica presidencial, frecuentemente ataviada en uniforme militar. Se trataría ahora de la revolución bolivariana, “pacífica y democrática”, al servicio del pueblo soberano, de los condenados de la tierra. Haberse referido Chávez alguna vez al “mar de la felicidad” de la revolución cubana, sería percibido de modo alarmante por los opositores, e interpretado como referente proclamado y ejemplo a seguir. La confrontación desatada, y los contenidos de algunos decretos y leyes inconsultos que, según los afectados, amenazaban la propiedad y la educación privada, como la Ley de Tierras y el Decreto 1.011 referido a la supervisión de los institutos educativos provocarían, en un primer momento, temor y pánico en la clase media que pronto se convertirían en desafío abierto y movilización de múltiples organizaciones sociales, que solicitaban rectificaciones profundas al gobierno, acompañadas posteriormente de multitudinarias manifestaciones. En ocasión del nombramiento por parte del Presidente de una nueva Junta Directiva de Petróleos de Venezuela, PDVSA, rechazada con vehemencia por sus trabajadores y gerentes, por considerarla violatoria a la meritocracia, la protesta desembocó en una marcha de más de medio millón de personas hacia el Palacio de Miraflores, el 11 de abril de 2002, para solicitar la renuncia del Presidente. El trágico final de esta marcha, traducido en muertes provocadas por francotiradores, pondría en evidencia una dramática fractura en la alta oficialidad de la Fuerza Armada. La solicitud de renuncia del Presidente por parte del Inspector General de la Fuerza Armada Nacional, General en Jefe Lucas Rincón, en representación del Alto Mando Militar, la cual habría sido aceptada por Chávez, la instauración de un gobierno de transición provisional por menos de cuarenta y ocho horas, que comenzaba a gobernar disolviendo la Asamblea Nacional, atribuyéndose también la facultad de destituir gobernadores y alcaldes electos, una sucesión de confusos golpes y contragolpes de Estado, y manifestaciones de calle de partidarios del gobierno, cerrarían un primer ciclo de tres años de antipolítica y violencia. Finalmente la vuelta al poder de Hugo Chávez Frías, en medio de saqueos y más muertes, pidiendo perdón por los errores cometidos, nombrando otra Junta Directiva en PDVSA, cambiando parcialmente su tren ministerial y promoviendo mesas plurales de diálogo nacional a cargo del nuevo vicepresidente de la República, inauguraron, aparentemente, una nueva etapa para el gobierno y la sociedad. Pero el país sigue sumido en un estado de conmoción, originado en la antipolítica como práctica de un gobierno democrático, legítimo en su origen más no en sus ejecutorias. 2 La antipolítica como práctica gubernamental, había provocado su propio colapso, pues Renunciar a la política o destruirla es destruir justo lo que pone orden en el pluralismo y la variedad (...) sin padecer la anarquía ni la tiranía de las verdades absolutas (...) (Crick, p.28). Un destacado dirigente de Acción Democrática, Carmelo Lauría, varias veces ministro y alguna vez Presidente de la Cámara de Diputados, sostuvo en una entrevista de prensa en 1994 que Hugo Chávez no representa ninguna alternativa válida de liderazgo y conducción para el pueblo venezolano (...) Chávez no llegará a ninguna parte, porque no tiene capacidad de conducción política. Chávez es un efectismo (...) hombres así podrán ser galanes de telenovelas, pero no conductores de pueblo y la historia así lo ratificará. (El Nacional, 24-7-94). Efectivamente, Chávez viene demostrando no tener capacidad de conducción política, entendiendo ésta como la búsqueda permanente de la integración de la heterogénea diversidad social, mediante la práctica de la tolerancia al disidente, respeto a la historia y al opositor, así como el cultivo del diálogo y el entendimiento para la resolución de conflictos. (...) sólo el hombre “absolutamente” bueno no tendría necesidad de escuchar a sus congéneres ni necesitaría tener poderes rivales (...). (...). Lo más sorprendente es (...) lo bien dispuestos que se muestran sus muchos seguidores (...) a tratarle como si fuera Dios: el que dicta la ley, el que está por encima de cualquier crítica, el único hombre de verdad autosuficiente. (Crick, p. 24) Lo dramático es que en la Venezuela democrática, la antipolítica se hizo poder con un amplio respaldo popular, desvirtuando la premonición de Lauría de que Chávez no llegaría a ninguna parte; ¿cómo entenderlo? La Crisis de Representación En ocasión de la primera victoria electoral de Berlusconi en Italia, preguntado Humberto Eco acerca de tal victoria, el filósofo italiano contestó que “(...) como demócrata mucho más me preocupan los motivos que han conducido al pueblo italiano a darle la espalda a los partidos históricos y a votar por Berlusconi”. En efecto, el edificio institucional de la democracia representativa venezolana, socialmente legitimado a partir de 1958, se encontraba seriamente resquebrajado en su representatividad por el malestar civil. La oligarquización, la miope pragmatización cortoplacista, la burocratización y opacidad de los aparatos partidistas, unidos a episodios de corrupción y a la ineficacia en la gestión económico-social del Estado, habían alejado a los ciudadanos de los partidos históricos; ahora, la sociedad buscaría recuperar el monopolio ejercido por los hombres de los partidos, los políticos profesionales. La apatía electoral y la caída de la preferencia por los partidos históricos, en beneficio de personajes y movimientos que se presentaban como sustitutos de los partidos y de los políticos, fueron síntomas de una conciencia social contraria a los partidos, originada en casos notorios de corrupción, reales o ficticios pero sólidamente instalados en el imaginario colectivo. Hasta el término partido lucía vergonzoso, por lo que los “movimientos, proyectos, foros, mesas, redes, se abrieron paso, disfrazando con otros ropajes semánticos a los nuevos protagonistas de la lucha por el poder. En la conciencia política de la sociedad venezolana se había instalado con fuerza, aunque no 3 siempre con rigor, la idea de la crisis de representatividad de los partidos políticos. Por cuanto, como decía Macpherson en su clásico La democracia liberal y su época, “lo que la gente cree acerca de un sistema político no es algo ajeno a éste sino que forma parte de él” (Macpherson,1982), urgía pensar y ejecutar la readaptación de los modelos y formas de la democracia representativa, en la que los partidos políticos ocupaban un lugar nuclear, pues éstos, imprescindibles como son a la democracia, habían perdido su capacidad intermediadora entre la sociedad y el Estado. Por tal exigencia irrealizada por los partidos, aún clama la sociedad venezolana. La sociedad democrática venezolana, con partidos debilitados, no hallaba cómo articularse frente a las insuficiencias del Estado. Esta era, y sigue siendo, la gran paradoja de nuestro tiempo de crisis de representación. La parte de la sociedad que hoy reclama por la ausencia de oposición, se encargó de desbaratarla, por cierto con una buena dosis de ayuda por parte de los partidos mismos, en este proceso de destrucción institucional. Se reniega del político profesional, muchas veces por causas justificadas, a favor del “independiente” o de las “organizaciones de la sociedad civil”, incapaces por su heterogeneidad de articular una política coherente de representación social global. Así, la política sin partidos y sin políticos dejaba a una parte sustancial de la sociedad huérfana de una representación articulada, coherente y poderosa. La declinación de la fuerza partidaria, la fragmentación del liderazgo, la evaporación del apoyo de masas, la decadencia de la estructura organizativa (...) preanuncian el momento en que los coroneles ocupan la casa de gobierno. Fue precisamente en estas circunstancias, en las que los partidos estaban llamados a recomponerse de cara a recuperar la legitimidad perdida, que Hugo Chávez se abrió paso. La crisis de la política democrática ha producido tanto resultados paradójicos como soluciones ilusorias que, lejos de recolocar en espacios novedosos a la representación, más bien la han disuelto peligrosamente. La nueva Constitución Nacional de 1999, por ejemplo, debilitó la institución partidista, al eliminar, sin mayor debate social, su financiamiento público y el resultado fue que el único capaz de financiarse usufructando los recursos del Estado fue el oficialismo. Al mismo tiempo, no hubo manera de convencer a los representantes de algunas organizaciones de la sociedad civil venezolana de los efectos perniciosos e ilusorios del sistema electoral llamado uninominal, sino cuando sus resultados otorgaron una sobrerepresentación al oficialismo en relación con los votos que obtuvo para la Asamblea Nacional Constituyente, cuando en sucesivas elecciones previas, sus candidatos obtenían resultados exiguos que sólo contribuyeron a la fragmentación y dispersión del voto opositor. El problema real no reside entonces en la sustitución de los políticos por independientes o de los partidos por movimientos mesiánicos. Tampoco reside en adoptar sistemas electorales que supuestamente "acercan al elector al elegido", de fácil burla por el partido dominante. Tampoco se trata de la desburocratización de los partidos, como si ello fuera un asunto sencillo. Quien dice partido dice organización y quien dice organización dice burocracia, con todas sus limitantes y virtudes. Los aparatos partidistas siempre fueron y serán burocráticos; allí reside su fortaleza y ese hecho debe asumirse en todas sus consecuencias. De hecho, aún siendo burocráticos, los partidos fueron y pueden volver a ser representativos y legítimos. Es imprescindible superar la banalización y superficialidad que hoy es moneda corriente, tanto en los diagnósticos como en las soluciones a la crisis de la representación política, y contribuir decididamente a que la conciencia social supere la demagógica ilusión del vínculo populista y autoritario entre el líder y las masas, sin 4 instituciones de intermediación. La pérdida de la legitimidad de los partidos históricos como institución representativa, coincidió con la crisis del Estado social interventor de la Venezuela rentista. Mientras el Estado de partidos rentista dispuso de recursos y supo distribuirlos, su legitimidad y representatividad conoció pocos desafíos. Todo lo contrario, la participación electoral superaba el ochenta por ciento y los partidos del establecimiento obtenían un abrumador respaldo. Partidos y pueblo unidos por vínculos clientelares utilitarios, cultivados y tercamente mantenidos a lo largo de varias décadas desde el Estado de partidos, casi que no podía producir otro resultado, una vez ocurrida la inevitable crisis del Estado rentista distribuidor, que por cierto aún se mantiene. Con cuarenta por ciento de la población alienada de la participación electoral, una sociedad políticamente dividida en dos bloques polarizados, el del oficialismo, profundamente dependiente de manera exclusiva de su líder antipolítico errático, y el de una oposición desarticulada, pero unida circunstancialmente alrededor de algún candidato a la presidencia, en 1998 Henrique Salas Römer y en el 2000 Francisco Arias Cárdenas, Venezuela es hoy en día una sociedad debilitada y su espacio político democrático altamente vulnerable. El país aún no ha cobrado conciencia de que su crisis de representación institucional no es más que un reflejo de una crisis más profunda: la crisis de sociedad originada en una crisis del modelo de políticas públicas ejecutadas al amparo de la abundancia. En el origen del ascenso al poder de Chávez se encuentra la crisis del Estado rentista, la crisis de representatividad de los partidos históricos y el debilitamiento de las instituciones democráticas, absolutamente descuidados por dichos partidos, incluyendo la reforma constitucional, siempre relegada desde que se planteara su necesidad, finalizando la década de los ochenta. La incongruente revolución bolivariana La convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente fue el primer acto de gobierno de Chávez, y si bien la pertinencia de su convocatoria, su elección, la legitimación de la Constitución resultante y de los nuevos poderes públicos surgidos a su amparo, se realizaron mediante consultas electorales, sin embargo, todo el proceso se caracterizó por una confrontación antipolítica extrema y la negación del diálogo y el consenso nacional que debería caracterizar a un proceso de esta naturaleza. De todos modos, el producto fue una Constitución esencialmente democrática liberal, que consagra el Estado de Derecho, la separación de los poderes, el carácter democrático y alternativo de los poderes públicos, nuevas formas de participación social mediante referendo consultivo para materias de trascendencia y el revocatorio de los mandatos, ampliación de la ciudadanía a venezolanos por naturalización, amplia defensa de los derechos humanos y otorgamiento del voto a los militares, entre otros aspectos. Pronto, esta misma Constitución revelaría las contradicciones entre sus contenidos y el ejercicio autoritario y antipolítico del poder. En efecto, el discurso de lo que Chávez ha dado por llamar "revolución bolivariana" violenta la lógica implacable que impone el hecho de haber llegado a la presidencia por la vía electoral y de tener que gobernar en el marco de una Constitución predominantemente democrática liberal; contradice el origen de su poder, la Constitución que lo regula y, quizás lo más relevante, las características actuales de la sociedad venezolana, maduradas en el transcurso del siglo XX y, de sobremanera, al calor de la crisis que derrumbó la hegemonía política vigente hasta principios de los noventa. 5 Chávez se quiere líder de una sociedad inexistente; habla como si gobernara una extraña simbiosis de la Venezuela independentista, con el Egipto nasserista, la Argelia colonizada y la Cuba revolucionaria. La textura del a Venezuela de hoy y las exigencias de su población la convierten, afortunadamente, en una sociedad bastante menos dramática que cualquiera de las anteriores por separado, y menos aún incoherentemente juntadas. ¿Que Venezuela tiene problemas graves de injusticias, inequidades y calidad de vida? Nadie en su sano juicio lo niega. ¿Que hace falta un compromiso decidido hacia la justicia social, relanzar la productividad agropecuaria, regularizar la propiedad de las tierras urbanas; ampliar el acceso a los créditos públicos, reforzar drásticamente la educación preescolar, mejorar la calidad de la primaria y secundaria, exigir mayor eficacia a la universitaria y diversificar la técnica, utilizar los ingresos petroleros como palanca para el desarrollo diversificado, entre otras políticas públicas? Muy bien, pero todo ello puede y debe hacerse de manera concertada, con una mayor dosis de apoyos sociales, tranquilamente y en paz, a lo que Chávez sistemáticamente se ha negado. Los venezolanos están juzgando la gestión presidencial por el clima de sosiego y confianza que toda sociedad democrática exige y el resultado es francamente desalentador para el Gobierno y la paz social. Un gobierno democrático regulado por una Constitución liberal, en el contexto de una sociedad civil activa y participante como nunca antes, no puede orientar su acción en base a ilusorios designios revolucionarios; sólo puede limitarse a reformas profundas y concertadas, que ya es bastante decir, y dedicarse a obtener resultados satisfactorios en la calidad de vida cotidiana, observables en el corto y mediano plazo, a ver si así logra ser reelecto en una próxima confrontación electoral. Otro proceder y otras metas sería gobernar bajo reglas diferentes a las formalizadas, lo cual, por esquizoide, produce una imposibilidad lógica de buen éxito. El mantenimiento de esta situación en el tiempo, durará, por un lado, lo que pueda durar en el imaginario colectivo las causas aparentes de su origen y la ilusión y esperanza de que el nuevo redentor si cumplirá y, por otro lado, lo que puedan tardar los partidos en producir su relegitimación. Mientras tanto, estaremos evidenciando que los comportamientos, modelos y formas antipolíticos sustitutivos de la democracia representativa, por más participativos y protagónicos que les proclame, son autoritarios en esencia y la sociedad venezolana, desarrollada democrática y políticamente en su historicidad, se ha vuelto, afortunadamente, decididamente refractaria a tales pretensiones, sean del signo que sean. Es posible que la política ocupe algunos espacios en un gobierno autoritario, pero ello ocurre sin demasiado convencimiento, (...) la política existe hasta el momento en que el gobernante se siente libre para actuar por su cuenta (...) mientras se ve forzado a consultar a otros a los que considera enemigos (...) establecerá algún tipo de relación política que, de todos modos, será en esencia frágil y no deseada (Crick, p. 21). Lo que se impone más bien es el esfuerzo nacional por recuperar la política con autenticidad, como forma insuperable de la vida en sociedad, frente a un gobierno que cultiva un sentimiento de revolución permanente, de que se libra una desesperada guerra sin armisticios contra los traidores internos y los agresores externos, una guerra que a menudo se alimenta de manera bastante artificial y que parece ser un instrumento básico de gobierno. La restauración de la política y el relanzamiento de la democracia institucional, requiere de los partidos, instrumentos de primer orden aunque siempre contestados, para la modernización y democratización de la sociedad. De no haber sido por ellos y 6 por sus dirigentes, los avances alcanzados en el desarrollo de la política y de la democracia no hubieran sido tales. Pero: Quienes se encierran en sí mismos y se sientan a esperar que los arrastre la deriva, murmurando salmos que en el pasado les salvaron del naufragio, es muy improbable que embarranquen en costas hostiles. (Crick, p. 26). Por acción u omisión, han sido responsables de varias crisis y rupturas políticas, hasta de la quiebra democrática en algunas ocasiones, cuando fallaron los mecanismos de negociación dentro y entre ellos. En efecto, una importante fuente de perturbación e inestabilidad para la democracia venezolana, viene dada por la calidad de la vida interna de los partidos; la lucha entre dirigentes y facciones y las relaciones autoritarias que vinculan a las bases con las cúpulas. Las pugnas por el control del partido, cuando niegan la transparencia y la democracia interna, marcan un enfrentamiento feroz que termina por desprestigiar y deslegitimar a los políticos y a los partidos ante la sociedad global, debilitando con ello al partido como soporte principal de la democracia y la política. La emergente sociedad civil venezolana ha reaccionado contra la tutela que sobre ella han ejercido los partidos y ha exigido una transferencia del poder social que por largo tiempo retuvieron. De hecho, en los actuales momentos de crisis de representatividad de los partidos venezolanos, ninguno de ellos hubiera tenido la capacidad de convocatoria y movilización social acaecidos el 23 de enero y el 11 de abril de 2002. De la capacidad que demuestre la sociedad civil para ejercer de manera responsable el poder social que reclamó y obtuvo, dependerá también, en gran medida, la recuperación de la política y de la democracia. La recuperación de una ética de la responsabilidad política, que se traduzca en efectiva colaboración entre el gobierno, los partidos, y entre éstos y la sociedad en función del reequilibrio democrático, dependerá de la capacidad política que todos demuestren y de las lecciones que revelen haber aprendido de las recientes convulsiones sociales. Dependerá así mismo del despliegue de una cultura política de la tolerancia y la convivencia y de la conciencia del interés general en mantener la democracia y, fundamentalmente, de la reducción drástica del código de la contradicción, tan frecuente en muchos de los dirigentes del actual proceso gubernamental, cuyo verbo ocasionalmente conciliador, es inmediatamente disuelto por sus actos pugnaces. En definitiva, de lo que se trata en la Venezuela de hoy, es de "(...) la recuperación de la confianza en las virtudes de la política como una excelente y civilizadora actividad humana" (Crick, p. 15). A manera de epílogo. Restablecer la comunidad política El primer encargo de los hombres de avanzada constituidos en partidos en la década de los cuarenta, fue el de movilizar en torno a la idea de democracia, a una sociedad política y socialmente debilitada por treinta y seis primeros años de siglo XX, definidos autoritariamente como años de aprendizaje en disciplinada obediencia al poder personalista establecido, justo es reconocerlo, el primer eslabón de poder en la construcción de la modernidad venezolana. La reflexión ideológica plural y las proposiciones democratizadoras, fundamentaron el debate y la acción proselitista durante los años de oposición, abriéndole paso legitimado al establecimiento del sistema de partidos. Luego, fueron los tiempos turbulentos en los que la irrupción a la ciudadanía de las "masas inmaduras", liderizadas por posturas radicales, produjeron el atrincheramiento social y la exacerbación del conflicto entre 1945 y 1948. El paréntesis dictatorial sirvió para que el liderazgo partidista -en ningún momento deslegitimado popularmente- pensara los problemas de la gobernabilidad democrática derivados de la 7 lección autoritaria; los líderes supieron y quisieron dirigirse al origen del asunto. El radicalismo programático impuesto, fue sustituido por el Pacto de Punto Fijo en 1958, a fin de reducir drásticamente los desencuentros con la política. A partir de entonces, y por algún tiempo, el debate enfrentó con armas y palabras a los defensores del establecimiento democrático a quienes lo calificaban de formal y burgués, "continuación estructural" de la dictadura e inferior en tanto que orden económico, social y político, a la democracia real, popular y socialista. La derrota en la guerra de los sesenta y la revisión ideológica del socialismo fáctico, produjeron el fortalecimiento de la idea democrática escueta, sin adjetivos, restableciendo una vez más la política entre los contrincantes. Hoy nuevamente la ética de la política, definitoria de las reglas de convivencia entre diferentes, debería ser fundamento compartido por todos los partidos, por ser producto histórico de más de cincuenta años por establecerla, cultivarla y consolidarla como forma superior de la vida en sociedad. Los partidos venezolanos edificaron en cuarenta años, una sociedad política y democrática, y ello no es poca cosa dados los severos déficits societarios que caracterizaron a la Venezuela que entró al siglo XX. Haber contribuido los partidos a estructurar con su acción mediadora un circuito de comunicación integrado por múltiples sectores sociales, para resolver los problemas del gobierno de la sociedad por medios no violentos, ha sido uno de los logros más cruciales alcanzados en el proceso civilizatorio de Venezuela, y como tal debería ser valorado: (...) tomar posesión de lo que se tiene, de los que se ha acumulado durante siglos de grandeza, de error, de dolor, de esfuerzo, hasta llegar a lo que se es (...) (Julián Marías, 2000). Como la tendencia natural de toda organización, repitiendo tercamente prácticas y comportamientos que las circunstancias revelan como productoras de entropía, desgaste y degeneración, conduce irremediablemente al deterioro y a la desaparición, los partidos necesitan que sus miembros intervengan sobre su funcionamiento, definiendo y redefiniendo su direccionalidad, su estructura, sus procesos y sus pautas de acción, para adaptarlas a entornos cambiantes y exigentes. De este principio general depende su supervivencia y utilidad social y el restablecimiento de la política. Los partidos políticos se encontraron con una sociedad desarticulada que necesitaba articulación, desorganización por organizar, pasividad por activar y así, con centralismo democrático y disciplina, operaron como maquinarias políticas, electorales, sociales y gubernamentales poderosos que, en medio de la abundancia relativa de recursos, programar el gobierno para la eficiencia y la productividad se hacía innecesario. A la largo, el efecto perverso de los logros de los partidos, fue el de convertirlos en mediatizadores del reparto generalizado; créditos, subsidios, protecciones, gestión de cargos, favores, contratos y contactos, se impusieron como instrumentos privilegiados, si no únicos al menos dominantes, del poder partidista. Sin presión real para pensar problemas societales y elaborar propuestas, los partidos se limitaron a servir de máquinas de distribución de prebendas y privilegios para ganar elecciones. Hizo falta que la crisis económica, social y ética se instalara de manera demasiado visible, para que el país se conmoviera ante la ineficiencia y el clientelismo de los partidos y les diera la espalda. Reducidos los recursos y cambiada súbitamente la práctica de los partidos en funciones de gobierno -y sobre todo del partido ganador- para hacer efectivo el reparto ofrecido en tiempos de campaña, aunado al deterioro de las condiciones materiales de 8 vida y al develamiento de corrupciones e ineficiencias del pasado reciente, que se acumulaban a otras menos recientes, el desconcierto interno en todos los partidos se condensó con gran fuerza en los partidos que fueron gobierno. Así, el clamor hasta ahora estéril sobre la necesidad de renovación de los partidos, habiéndose circunscrito a los partidos de gobiernos pasados, resulta hoy tan o más necesario que nunca en los de ahora. No es tarea fácil convencer a la gente del inútil reduccionismo implícito en el señalamiento de la institución partidista y la democracia requiere de partidos legitimados por la opinión social. Es imprescindible poner el mejor empeño y esfuerzo en preservar los logros históricos valiosos y en reconciliar al electorado con las instituciones de la democracia. Los partidos deben volver a ser percibidos como entidades confiables y eficientes en la conducción de la sociedad nacional, regional y local; deben actuar como sistemas abiertos a recibir insumos de una sociedad que ya es mucho más compleja y moderna. En tiempos como los actuales, la lógica de la pasión debe cederle un espacio a la razón. La calidad de la comunicación dentro de los partidos, entre los partidos y entre ellos y la sociedad, debe cambiar sustancialmente. Lo mismo requiere resituar el debate político en una nueva dimensión que tendrá repercusiones en las distintas instancias decisorias del sistema político y en la opinión pública: reconocer la magnitud de los problemas debe conducir a una especie de filosofía pública de la dificultad, en la que prevalezca la noción y la conciencia de soluciones imperfectas a problemas difíciles y complejos, y que es en este contexto de dificultad e imperfección que se gobierna o se hace oposición. El piso para la relegitimación de los partidos existe; en menos de medio siglo construyeron una comunidad democrática ampliada. Ahora les corresponde reconocer sus profundas debilidades actuales en sus orígenes y consecuencias; si los faccionalistas no lo entienden, habrá que aislarlos y proceder a la construcción de nuevos partidos legitimados, fundamento imprescindible de la inaplazable tarea de restablecer una comunidad política. 9