Stambouli, Andrés: Auge y colapso de la antipolítica, 1999

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AUGE Y COLAPSO DE LA ANTIPOLÍTICA, 1999-2002
Andrés Stambouli, 2002
El proyecto de unidad de las izquierdas que, con exiguos resultados, buscaba
ganar las elecciones realizadas a partir de 1973, con las candidaturas de Jesús Ángel
Paz Galárraga y de José Vicente Rangel, llega finalmente al poder de manos del
teniente coronel Hugo Chávez Frías, coautor del intento de golpe de Estado del 4 de
febrero de 1992, triunfador en las elecciones de diciembre de 1998, con el respaldo del
cincuenta y seis por ciento de los votantes y más del cuarenta por ciento de
abstención. Esa victoria fue la consecuencia del radicalismo electoral producido por el
colapso de los gestores políticos del modelo de conciliación nacido en 1958.
El Polo Patriótico, coalición inestable de los partidos de izquierda, conformado
por el Partido Patria para Todos (PPT), el Movimiento Electoral del Pueblo (MEP), el
Partido Comunista de Venezuela (PCV), el Movimiento al Socialismo (MAS), y el
Movimiento Quinta República (MVR), de reciente fundación por el propio Chávez, líder
de esa coalición, le sirvió de apoyo organizacional a la campaña electoral y,
posteriormente, proporcionaría los cuadros gubernamentales que, junto con un
cuantioso contingente de oficiales retirados, partícipes de los intentos de golpe de
1992, y otros activos de las Fuerzas Armadas, administrarían el país a comienzos de
1999.
Los partidos y las corporaciones integrantes de la comunidad política nacida del
Pacto de Punto Fijo, AD, COPEI, Fedecámaras, la Confederación de Trabajadores de
Venezuela, CTV y la propia Iglesia Católica, serían excluidos de los mecanismos de
diálogo para la gestión gubernamental y enfrentados de manera virulenta por los
nuevos hombres en el poder, particularmente, por el propio Presidente de la República.
Chávez, movido por las mismas concepciones que lo llevaron a intentar
previamente un golpe de Estado, esta vez electo democráticamente, se negaba desde
el comienzo de su gestión, no sólo a dialogar y a entenderse con los representantes del
cuarenta por ciento de los electores que votaron por otras opciones, sino que le
declaraba una incesante y descalificadora guerra verbal a todas las organizaciones
sociales criticas de su gobierno. Ya lo había anunciado durante su campaña electoral:
(...) nosotros cargamos un proyecto de transformación integral que bien puede
ser llamado un “proyecto revolucionario”, sin duda alguna es una revolución (...).
(...). Hagamos un nuevo “contrato social”, en vez del Acuerdo que proponen
otros sectores (...). ¿Qué acuerdo vamos a hacer con los que destrozaron a
Venezuela? (Academia de Ciencias Políticas, 1998, pp. 101-102)
No bastaba con llegar al poder, había que “hacer la revolución” para terminar de
desarticular al antiguo régimen y a las capas políticas y sociales que le habían servido
de soporte. Muchos entendieron que “(...) la sociedad (...) debe ser aplastada,
quebrada, dada la vuelta, desmembrada y sólo en raras ocasiones convertida o
persuadida por medios pacíficos”. (Crick, p 47).
A partir de este razonamiento, los dirigentes de los partidos de oposición
conformaban cúpulas podridas, los empresarios eran oligarcas, la alta jerarquía
eclesiástica era cómplice silente de cuarenta años de corrupción, los ciudadanos
opositores al gobierno escuálidos, y así sucesivamente.
Incluso la oposición, más escandalosa que efectiva, debe ser destruida no porque
ofende el orgullo propio de los autócratas sino porque su misma existencia niega
las teorías del ideólogo totalitario. (Crick, p.38)
1
Ante las legítimas disidencias y críticas de los opositores, requeridas de
tratamiento político, dialogado, Chávez más bien optaba por confrontar a la
“contrarrevolución”, responsable de cuarenta años de fracasos, obstaculizadora del
“saneamiento de la patria”:
(...) el líder totalitario aspira a “remodelar por completo esta penosa situación”
y su pensamiento abarca épocas enteras en lugar de limitarse a generaciones
humanas. (Crick, p.39).
Borrón y cuenta nueva en resumen, caída y mesa limpia de la historia, como si
eso fuese posible, como si la historia democrática de Venezuela no hubiese dejado su
huella en cultura refractaria a cualquier intento autoritario de rediseñar la sociedad. En
efecto, el discurso oficial trataba de “cuarenta años de fracasos de la falsa democracia
puntofijista”; la oligarquía, las cúpulas podridas de los partidos derrotados, los
empresarios cómplices del fracaso de cuarenta años, los sindicalistas corruptos, los
prelados “adecos con sotana” y los medios de comunicación, mentirosos al servicio de
oscuros intereses nacionales y transnacionales, serían el blanco implacable del verbo y
la prédica presidencial, frecuentemente ataviada en uniforme militar. Se trataría ahora
de la revolución bolivariana, “pacífica y democrática”, al servicio del pueblo soberano,
de los condenados de la tierra. Haberse referido Chávez alguna vez al “mar de la
felicidad” de la revolución cubana, sería percibido de modo alarmante por los
opositores, e interpretado como referente proclamado y ejemplo a seguir.
La confrontación desatada, y los contenidos de algunos decretos y leyes
inconsultos que, según los afectados, amenazaban la propiedad y la educación
privada, como la Ley de Tierras y el Decreto 1.011 referido a la supervisión de los
institutos educativos provocarían, en un primer momento, temor y pánico en la clase
media que pronto se convertirían en desafío abierto y movilización de múltiples
organizaciones sociales, que solicitaban rectificaciones profundas al gobierno,
acompañadas posteriormente de multitudinarias manifestaciones. En ocasión del
nombramiento por parte del Presidente de una nueva Junta Directiva de Petróleos de
Venezuela, PDVSA, rechazada con vehemencia por sus trabajadores y gerentes, por
considerarla violatoria a la meritocracia, la protesta desembocó en una marcha de más
de medio millón de personas hacia el Palacio de Miraflores, el 11 de abril de 2002,
para solicitar la renuncia del Presidente.
El trágico final de esta marcha, traducido en muertes provocadas por
francotiradores, pondría en evidencia una dramática fractura en la alta oficialidad de la
Fuerza Armada. La solicitud de renuncia del Presidente por parte del Inspector General
de la Fuerza Armada Nacional, General en Jefe Lucas Rincón, en representación del
Alto Mando Militar, la cual habría sido aceptada por Chávez, la instauración de un
gobierno de transición provisional por menos de cuarenta y ocho horas, que
comenzaba a gobernar disolviendo la Asamblea Nacional, atribuyéndose también la
facultad de destituir gobernadores y alcaldes electos, una sucesión de confusos golpes
y contragolpes de Estado, y manifestaciones de calle de partidarios del gobierno,
cerrarían un primer ciclo de tres años de antipolítica y violencia.
Finalmente la vuelta al poder de Hugo Chávez Frías, en medio de saqueos y
más muertes, pidiendo perdón por los errores cometidos, nombrando otra Junta
Directiva en PDVSA, cambiando parcialmente su tren ministerial y promoviendo mesas
plurales de diálogo nacional a cargo del nuevo vicepresidente de la República,
inauguraron, aparentemente, una nueva etapa para el gobierno y la sociedad.
Pero el país sigue sumido en un estado de conmoción, originado en la
antipolítica como práctica de un gobierno democrático, legítimo en su origen más no
en sus ejecutorias.
2
La antipolítica como práctica gubernamental, había provocado su propio colapso,
pues
Renunciar a la política o destruirla es destruir justo lo que pone orden en el
pluralismo y la variedad (...) sin padecer la anarquía ni la tiranía de las
verdades absolutas (...) (Crick, p.28).
Un destacado dirigente de Acción Democrática, Carmelo Lauría, varias veces
ministro y alguna vez Presidente de la Cámara de Diputados, sostuvo en una
entrevista de prensa en 1994 que
Hugo Chávez no representa ninguna alternativa válida de liderazgo y
conducción para el pueblo venezolano (...) Chávez no llegará a ninguna parte,
porque no tiene capacidad de conducción política. Chávez es un efectismo (...)
hombres así podrán ser galanes de telenovelas, pero no conductores de
pueblo y la historia así lo ratificará. (El Nacional, 24-7-94).
Efectivamente, Chávez viene demostrando no tener capacidad de conducción
política, entendiendo ésta como la búsqueda permanente de la integración de la
heterogénea diversidad social, mediante la práctica de la tolerancia al disidente,
respeto a la historia y al opositor, así como el cultivo del diálogo y el entendimiento
para la resolución de conflictos.
(...) sólo el hombre “absolutamente” bueno no tendría necesidad de escuchar
a sus congéneres ni necesitaría tener poderes rivales (...). (...). Lo más
sorprendente es (...) lo bien dispuestos que se muestran sus muchos
seguidores (...) a tratarle como si fuera Dios: el que dicta la ley, el que está
por encima de cualquier crítica, el único hombre de verdad autosuficiente.
(Crick, p. 24)
Lo dramático es que en la Venezuela democrática, la antipolítica se hizo poder
con un amplio respaldo popular, desvirtuando la premonición de Lauría de que Chávez
no llegaría a ninguna parte; ¿cómo entenderlo?
La Crisis de Representación
En ocasión de la primera victoria electoral de Berlusconi en Italia, preguntado
Humberto Eco acerca de tal victoria, el filósofo italiano contestó que “(...) como
demócrata mucho más me preocupan los motivos que han conducido al pueblo italiano
a darle la espalda a los partidos históricos y a votar por Berlusconi”.
En efecto, el edificio institucional de la democracia representativa venezolana,
socialmente legitimado a partir de 1958, se encontraba seriamente resquebrajado en
su representatividad
por
el
malestar
civil. La oligarquización, la
miope
pragmatización cortoplacista, la burocratización y opacidad de los aparatos partidistas,
unidos a episodios de corrupción y a la ineficacia en la gestión económico-social del
Estado, habían alejado a los ciudadanos de los partidos históricos; ahora, la sociedad
buscaría recuperar el monopolio ejercido por los hombres de los partidos, los políticos
profesionales.
La apatía electoral y la caída de la preferencia por los partidos históricos, en
beneficio de personajes y movimientos que se presentaban como sustitutos de los
partidos y de los políticos, fueron síntomas de una conciencia social contraria a los
partidos, originada en casos notorios de corrupción, reales o ficticios pero sólidamente
instalados en el imaginario colectivo. Hasta el término partido lucía vergonzoso, por lo
que los “movimientos, proyectos, foros, mesas, redes, se abrieron paso, disfrazando
con otros ropajes semánticos a los nuevos protagonistas de la lucha por el poder. En la
conciencia política de la sociedad venezolana se había instalado con fuerza, aunque no
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siempre con rigor, la idea de la crisis de representatividad de los partidos políticos. Por
cuanto, como decía Macpherson en su clásico La democracia liberal y su época, “lo que
la gente cree acerca de un sistema político no es algo ajeno a éste sino que forma
parte de él” (Macpherson,1982), urgía pensar y ejecutar la readaptación de los
modelos y formas de la democracia representativa, en la que los partidos políticos
ocupaban un lugar nuclear, pues éstos, imprescindibles como son a la democracia,
habían perdido su capacidad intermediadora entre la sociedad y el Estado. Por tal
exigencia irrealizada por los partidos, aún clama la sociedad venezolana. La sociedad
democrática venezolana, con partidos debilitados, no hallaba cómo articularse frente a
las insuficiencias del Estado. Esta era, y sigue siendo, la gran paradoja de nuestro
tiempo de crisis de representación. La parte de la sociedad que hoy reclama por la
ausencia de oposición, se encargó de desbaratarla, por cierto con una buena dosis de
ayuda por parte de los partidos mismos, en este proceso de destrucción institucional.
Se reniega del político profesional, muchas veces por causas justificadas, a favor del
“independiente” o de las “organizaciones de la sociedad civil”, incapaces por su
heterogeneidad de articular una política coherente de representación social global.
Así, la política sin partidos y sin políticos dejaba a una parte sustancial de la
sociedad huérfana de una representación articulada, coherente y poderosa.
La declinación de la fuerza partidaria, la fragmentación del liderazgo, la
evaporación del apoyo de masas, la decadencia de la estructura organizativa
(...) preanuncian el momento en que los coroneles ocupan la casa de gobierno.
Fue precisamente en estas circunstancias, en las que los partidos estaban
llamados a recomponerse de cara a recuperar la legitimidad perdida, que Hugo Chávez
se abrió paso.
La crisis de la política democrática ha producido tanto resultados paradójicos
como soluciones ilusorias que, lejos de recolocar en espacios novedosos a la
representación, más bien la han disuelto peligrosamente. La nueva Constitución
Nacional de 1999, por ejemplo, debilitó la institución partidista, al eliminar, sin mayor
debate social, su financiamiento público y el resultado fue que el único capaz de
financiarse usufructando los recursos del Estado fue el oficialismo. Al mismo tiempo,
no hubo manera de convencer a los representantes de algunas organizaciones de la
sociedad civil venezolana de los efectos perniciosos e ilusorios del sistema electoral
llamado uninominal, sino cuando sus resultados otorgaron una sobrerepresentación al
oficialismo en relación con los votos que obtuvo para la Asamblea Nacional
Constituyente, cuando en sucesivas elecciones previas, sus candidatos obtenían
resultados exiguos que sólo contribuyeron a la fragmentación y dispersión del voto
opositor.
El problema real no reside entonces en la sustitución de los políticos por
independientes o de los partidos por movimientos mesiánicos. Tampoco reside en
adoptar sistemas electorales que supuestamente "acercan al elector al elegido", de
fácil burla por el partido dominante. Tampoco se trata de la desburocratización de los
partidos, como si ello fuera un asunto sencillo. Quien dice partido dice organización y
quien dice organización dice burocracia, con todas sus limitantes y virtudes. Los
aparatos partidistas siempre fueron y serán burocráticos; allí reside su fortaleza y ese
hecho debe asumirse en todas sus consecuencias. De hecho, aún siendo burocráticos,
los partidos fueron y pueden volver a ser representativos y legítimos.
Es imprescindible superar la banalización y superficialidad que hoy es moneda
corriente, tanto en los diagnósticos como en las soluciones a la crisis de la
representación política, y contribuir decididamente a que la conciencia social supere la
demagógica ilusión del vínculo populista y autoritario entre el líder y las masas, sin
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instituciones de intermediación. La pérdida de la legitimidad de los partidos históricos
como institución representativa, coincidió con la crisis del Estado social interventor de
la Venezuela rentista. Mientras el Estado de partidos rentista dispuso de recursos y
supo distribuirlos, su legitimidad y representatividad conoció pocos desafíos. Todo lo
contrario, la participación electoral superaba el ochenta por ciento y los partidos del
establecimiento obtenían un abrumador respaldo. Partidos y pueblo unidos por vínculos
clientelares utilitarios, cultivados y tercamente mantenidos a lo largo de varias décadas
desde el Estado de partidos, casi que no podía producir otro resultado, una vez
ocurrida la inevitable crisis del Estado rentista distribuidor, que por cierto aún se
mantiene.
Con cuarenta por ciento de la población alienada de la participación electoral,
una sociedad políticamente dividida en dos bloques polarizados, el del oficialismo,
profundamente dependiente de manera exclusiva de su líder antipolítico errático, y el
de una oposición desarticulada, pero unida circunstancialmente alrededor de algún
candidato a la presidencia, en 1998 Henrique Salas Römer y en el 2000 Francisco Arias
Cárdenas, Venezuela es hoy en día una sociedad debilitada y su espacio político
democrático altamente vulnerable.
El país aún no ha cobrado conciencia de que su crisis de representación
institucional no es más que un reflejo de una crisis más profunda: la crisis de sociedad
originada en una crisis del modelo de políticas públicas ejecutadas al amparo de la
abundancia.
En el origen del ascenso al poder de Chávez se encuentra la crisis del Estado
rentista, la crisis de representatividad de los partidos históricos y el debilitamiento de
las instituciones democráticas, absolutamente descuidados por dichos partidos,
incluyendo la reforma constitucional, siempre relegada desde que se planteara su
necesidad, finalizando la década de los ochenta.
La incongruente revolución bolivariana
La convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente fue el primer acto de
gobierno de Chávez, y si bien la pertinencia de su convocatoria, su elección, la
legitimación de la Constitución resultante y de los nuevos poderes públicos surgidos a
su amparo, se realizaron mediante consultas electorales,
sin embargo,
todo el
proceso se caracterizó por una confrontación antipolítica extrema y la negación del
diálogo y el consenso nacional que debería caracterizar a un proceso de esta
naturaleza.
De todos modos, el producto fue una Constitución esencialmente democrática
liberal, que consagra el Estado de Derecho, la separación de los poderes, el carácter
democrático y alternativo de los poderes públicos, nuevas formas de participación
social mediante referendo consultivo para materias de trascendencia y el revocatorio
de los mandatos, ampliación de la ciudadanía a venezolanos por naturalización, amplia
defensa de los derechos humanos y otorgamiento del voto a los militares, entre otros
aspectos. Pronto, esta misma Constitución revelaría las contradicciones entre sus
contenidos y el ejercicio autoritario y antipolítico del poder.
En efecto, el discurso de lo que Chávez ha dado por llamar "revolución
bolivariana" violenta la lógica implacable que impone el hecho de haber llegado a la
presidencia por la vía electoral y de tener que gobernar en el marco de una
Constitución predominantemente democrática liberal; contradice el origen de su poder,
la Constitución que lo regula y, quizás lo más relevante, las características actuales de
la sociedad venezolana, maduradas en el transcurso del siglo XX y, de sobremanera, al
calor de la crisis que derrumbó la hegemonía política vigente hasta principios de los
noventa.
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Chávez se quiere líder de una sociedad inexistente; habla como si gobernara
una extraña simbiosis de la Venezuela independentista, con el Egipto nasserista, la
Argelia colonizada y la Cuba revolucionaria. La textura del a Venezuela de hoy y las
exigencias de su población la convierten, afortunadamente, en una sociedad bastante
menos dramática que cualquiera de las anteriores por separado, y menos aún
incoherentemente juntadas.
¿Que Venezuela tiene problemas graves de injusticias, inequidades y calidad de
vida? Nadie en su sano juicio lo niega. ¿Que hace falta un compromiso decidido hacia
la justicia social, relanzar la productividad agropecuaria, regularizar la propiedad de las
tierras urbanas; ampliar el acceso a los créditos públicos, reforzar drásticamente la
educación preescolar, mejorar la calidad de la primaria y secundaria, exigir mayor
eficacia a la universitaria y diversificar la técnica, utilizar los ingresos petroleros como
palanca para el desarrollo diversificado, entre otras políticas públicas? Muy bien, pero
todo ello puede y debe hacerse de manera concertada, con una mayor dosis de apoyos
sociales, tranquilamente y en paz, a lo que Chávez sistemáticamente se ha negado.
Los venezolanos están juzgando la gestión presidencial por el clima de sosiego y
confianza que toda sociedad democrática exige y el resultado es francamente
desalentador para el Gobierno y la paz social. Un gobierno democrático regulado por
una Constitución liberal, en el contexto de una sociedad civil activa y participante como
nunca antes, no puede orientar su acción en base a ilusorios designios revolucionarios;
sólo puede limitarse a reformas profundas y concertadas, que ya es bastante decir, y
dedicarse a obtener resultados satisfactorios en la calidad de vida cotidiana,
observables en el corto y mediano plazo, a ver si así logra ser reelecto en una próxima
confrontación electoral.
Otro proceder y otras metas sería gobernar bajo reglas
diferentes a las formalizadas, lo cual, por esquizoide, produce una imposibilidad lógica
de buen éxito.
El mantenimiento de esta situación en el tiempo, durará, por un lado, lo que
pueda durar en el imaginario colectivo las causas aparentes de su origen y la ilusión y
esperanza de que el nuevo redentor si cumplirá y, por otro lado, lo que puedan tardar
los partidos en producir su relegitimación. Mientras tanto, estaremos evidenciando que
los comportamientos, modelos y formas antipolíticos sustitutivos de la democracia
representativa, por más participativos y protagónicos que les proclame, son
autoritarios en esencia y la sociedad venezolana, desarrollada democrática y
políticamente en su historicidad, se ha vuelto, afortunadamente, decididamente
refractaria a tales pretensiones, sean del signo que sean.
Es posible que la política ocupe algunos espacios en un gobierno autoritario,
pero ello ocurre sin demasiado convencimiento,
(...) la política existe hasta el momento en que el gobernante se siente
libre para actuar por su cuenta (...) mientras se ve forzado a consultar a otros a
los que considera enemigos (...) establecerá algún tipo de relación política que,
de todos modos, será en esencia frágil y no deseada (Crick, p. 21).
Lo que se impone más bien es el esfuerzo nacional por recuperar la política con
autenticidad, como forma insuperable de la vida en sociedad, frente a un gobierno que
cultiva un sentimiento de revolución permanente, de que se libra una desesperada
guerra sin armisticios contra los traidores internos y los agresores externos, una
guerra que a menudo se alimenta de manera bastante artificial y que parece ser un
instrumento básico de gobierno.
La restauración de la política y el relanzamiento de la democracia institucional,
requiere de los partidos, instrumentos de primer orden aunque siempre contestados,
para la modernización y democratización de la sociedad. De no haber sido por ellos y
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por sus dirigentes, los avances alcanzados en el desarrollo de la política y de la
democracia no hubieran sido tales. Pero:
Quienes se encierran en sí mismos y se sientan a esperar que los arrastre
la deriva, murmurando salmos que en el pasado les salvaron del naufragio, es
muy improbable que embarranquen en costas hostiles. (Crick, p. 26).
Por acción u omisión, han sido responsables de varias crisis y rupturas políticas,
hasta de la quiebra democrática en algunas ocasiones, cuando fallaron los mecanismos
de negociación dentro y entre ellos. En efecto, una importante fuente de perturbación
e inestabilidad para la democracia venezolana, viene dada por la calidad de la vida
interna de los partidos; la lucha entre dirigentes y facciones y las relaciones
autoritarias que vinculan a las bases con las cúpulas. Las pugnas por el control del
partido, cuando niegan la transparencia y la democracia interna, marcan un
enfrentamiento feroz que termina por desprestigiar y deslegitimar a los políticos y a los
partidos ante la sociedad global, debilitando con ello al partido como soporte principal
de la democracia y la política.
La emergente sociedad civil venezolana ha reaccionado contra la tutela que
sobre ella han ejercido los partidos y ha exigido una transferencia del poder social
que por largo tiempo retuvieron. De hecho, en los actuales momentos de crisis de
representatividad de los partidos venezolanos, ninguno de ellos hubiera tenido la
capacidad de convocatoria y movilización social acaecidos el 23 de enero y el 11 de
abril de 2002. De la capacidad que demuestre la sociedad civil para ejercer de manera
responsable el poder social que reclamó y obtuvo, dependerá también, en gran
medida, la recuperación de la política y de la democracia.
La recuperación de una ética de la responsabilidad política, que se traduzca en
efectiva colaboración entre el gobierno, los partidos, y entre éstos y la sociedad en
función del reequilibrio democrático, dependerá de la capacidad política que todos
demuestren y de las lecciones que revelen haber aprendido de las recientes
convulsiones sociales. Dependerá así mismo del despliegue de una cultura política de
la tolerancia y la convivencia y de la conciencia del interés general en mantener la
democracia y, fundamentalmente, de la reducción drástica del código de la
contradicción, tan frecuente en muchos de los dirigentes del actual proceso
gubernamental, cuyo verbo ocasionalmente conciliador, es inmediatamente disuelto
por sus actos pugnaces. En definitiva, de lo que se trata en la Venezuela de hoy, es de
"(...) la recuperación de la confianza en las virtudes de la política como una excelente
y civilizadora actividad humana" (Crick, p. 15).
A manera de epílogo. Restablecer la comunidad política
El primer encargo de los hombres de avanzada constituidos en partidos en la
década de los cuarenta, fue el de movilizar en torno a la idea de democracia, a una
sociedad política y socialmente debilitada por treinta y seis primeros años de siglo XX,
definidos autoritariamente como años de aprendizaje en disciplinada obediencia al
poder personalista establecido, justo es reconocerlo, el primer eslabón de poder en la
construcción de la modernidad venezolana. La reflexión ideológica plural y las
proposiciones democratizadoras, fundamentaron el debate y la acción proselitista
durante los años de oposición, abriéndole paso legitimado al establecimiento del
sistema de partidos.
Luego, fueron los tiempos turbulentos en los que la irrupción a la ciudadanía de
las "masas inmaduras", liderizadas por posturas radicales, produjeron el
atrincheramiento social y la exacerbación del conflicto entre 1945 y 1948. El paréntesis
dictatorial sirvió para que el liderazgo partidista -en ningún momento deslegitimado
popularmente- pensara los problemas de la gobernabilidad democrática derivados de la
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lección autoritaria; los líderes supieron y quisieron dirigirse al origen del asunto. El
radicalismo programático impuesto, fue sustituido por el Pacto de Punto Fijo en 1958,
a fin de reducir drásticamente los desencuentros con la política.
A partir de entonces, y por algún tiempo, el debate enfrentó con armas y
palabras a los defensores del establecimiento democrático a quienes lo calificaban de
formal y burgués, "continuación estructural" de la dictadura e inferior en tanto que
orden económico, social y político, a la democracia real, popular y socialista. La derrota
en la guerra de los sesenta y la revisión ideológica del socialismo fáctico, produjeron el
fortalecimiento de la idea democrática escueta, sin adjetivos, restableciendo una vez
más la política entre los contrincantes.
Hoy nuevamente la ética de la política, definitoria de las reglas de convivencia
entre diferentes, debería ser fundamento compartido por todos los partidos, por
ser producto histórico de más de cincuenta años por establecerla, cultivarla y
consolidarla como forma superior de la vida en sociedad. Los partidos venezolanos
edificaron en cuarenta años, una sociedad política y democrática, y ello no es poca
cosa dados los severos déficits societarios que caracterizaron a la Venezuela que entró
al siglo XX. Haber contribuido los partidos a estructurar con su acción mediadora un
circuito de comunicación integrado por múltiples sectores sociales, para
resolver
los problemas del gobierno de la sociedad por medios no violentos, ha sido uno de los
logros más cruciales alcanzados en el proceso civilizatorio de Venezuela, y como tal
debería ser valorado:
(...) tomar posesión de lo que se tiene, de los que se ha
acumulado durante siglos de grandeza, de error, de dolor, de
esfuerzo, hasta llegar a lo que se es (...) (Julián Marías, 2000).
Como la tendencia natural de toda organización, repitiendo tercamente
prácticas y comportamientos que las circunstancias revelan como productoras de
entropía, desgaste y degeneración, conduce irremediablemente al deterioro y a la
desaparición, los partidos necesitan que sus miembros intervengan sobre su
funcionamiento, definiendo y redefiniendo su direccionalidad, su estructura, sus
procesos y sus pautas de acción, para adaptarlas a entornos cambiantes y exigentes.
De este principio general depende su supervivencia y utilidad social y el
restablecimiento de la política.
Los partidos políticos se encontraron con una sociedad desarticulada que
necesitaba articulación, desorganización por organizar, pasividad por activar y así, con
centralismo democrático y disciplina, operaron como maquinarias políticas, electorales,
sociales y gubernamentales poderosos que, en medio de la abundancia relativa de
recursos, programar el gobierno para la eficiencia y la productividad se hacía
innecesario. A la largo, el efecto perverso de los logros de los partidos, fue el de
convertirlos en mediatizadores del reparto generalizado; créditos, subsidios,
protecciones, gestión de cargos, favores, contratos y contactos, se impusieron como
instrumentos privilegiados, si no únicos al menos dominantes, del poder partidista. Sin
presión real para pensar problemas societales y elaborar propuestas, los partidos se
limitaron a servir de máquinas de distribución de prebendas y privilegios para ganar
elecciones. Hizo falta que la crisis económica, social y ética se instalara de manera
demasiado visible, para que el país se conmoviera ante la ineficiencia y el clientelismo
de los partidos y les diera la espalda.
Reducidos los recursos y cambiada súbitamente la práctica de los partidos en
funciones de gobierno -y sobre todo del partido ganador- para hacer efectivo el reparto
ofrecido en tiempos de campaña, aunado al deterioro de las condiciones materiales de
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vida y al develamiento de corrupciones e ineficiencias del pasado reciente, que se
acumulaban a otras menos recientes, el desconcierto interno en todos los partidos se
condensó con gran fuerza en los partidos que fueron gobierno. Así, el clamor hasta
ahora estéril sobre la necesidad de renovación de los partidos, habiéndose circunscrito
a los partidos de gobiernos pasados, resulta hoy tan o más necesario que nunca en los
de ahora.
No es tarea fácil convencer a la gente del inútil reduccionismo implícito en el
señalamiento de la institución partidista y la democracia requiere de partidos
legitimados por la opinión social. Es imprescindible poner el mejor empeño y esfuerzo
en preservar los logros históricos valiosos y en reconciliar al electorado con las
instituciones de la democracia.
Los partidos deben
volver a ser percibidos
como entidades confiables y eficientes en la conducción de la sociedad nacional,
regional y local; deben actuar como sistemas abiertos a recibir insumos de una
sociedad que ya es mucho más compleja y moderna.
En tiempos como los actuales, la lógica de la pasión debe cederle un espacio a
la razón. La calidad de la comunicación dentro de los partidos, entre los partidos y
entre ellos y la sociedad, debe cambiar sustancialmente. Lo mismo requiere resituar
el debate político en una nueva dimensión que tendrá repercusiones en las distintas
instancias decisorias del sistema político y en la opinión pública: reconocer la magnitud
de los problemas debe conducir a una especie de filosofía pública de la dificultad, en la
que prevalezca la noción y la conciencia de soluciones imperfectas a problemas difíciles
y complejos, y que es en este contexto de dificultad e imperfección que se gobierna o
se hace oposición.
El piso para la relegitimación de los partidos existe; en menos de medio siglo
construyeron una comunidad democrática ampliada. Ahora les corresponde reconocer
sus profundas debilidades actuales en sus orígenes y consecuencias; si los
faccionalistas no lo entienden, habrá que aislarlos y proceder a la construcción de
nuevos partidos legitimados, fundamento imprescindible de la inaplazable tarea de
restablecer una comunidad política.
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