En un pequeño pueblo del Pirineo Aragonés, a las orillas del Cinca

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Y ME ENAMORÉ DEL MAR
En un pequeño pueblo del Pirineo Aragonés, a las orillas del
Cinca, por Primavera, bajaban los nabateros, y en un remanso junto al
pueblo, justo antes del Entremón, donde se estaba construyendo “La
Presa”, recalaban para recomponer las nabatas y acopiar madera.
Solían estar uno o dos días en aquella chopera, eran gente de
Laspuña y Puyarruego, con muchas historias y vivencias adquiridas río
arriba,
río
abajo,
y
allí
bajábamos
“os
ninones”
(los
críos)
a
curiosear y sobre todo a escuchar aquellas historias que contaban.
Bajaban la madera al ferrocarril, a Monzón, pero algunos viejos
contaban que antes bajaban hasta el Ebro y allí se juntaban con los
almadieros del valle del Roncal, (la almadía era lo mismo que la
nabata,
pero
en
Navarra
se
llamaba
así),
y
juntos,
Ebro
abajo,
llevaban la madera hasta Tortosa, hasta el mar.
EL MAR, que maravillosa palabra, allí entre las montañas sonaba
como a espacio infinito; en la escuela, el maestro nos había contado
como era el mar y los barcos, pero no me había llamado la atención, en
cambio contado por aquella gente, era emocionante; el mar, era como el
Cinca pero muy grande, la otra orilla está tan lejos que no llega la
vista, las montañas del otro lado no llegan a verse, solo se ve agua y
cielo, hay barcos muy grandes como casas flotantes y olas enormes que
se tragan a la gente. Aquellas historias producían en mi imaginación
infantil tal inquietud, que no podía dejar de pensar en ello, una
obsesión se apoderó de mí, quería ver el MAR, me imaginaba una inmensa
corriente de agua y yo navegando en una enorme nabata, con una casa
construida sobre ella y retorciéndose sobre las olas, como las nabatas
por los rápidos, y gente cayendo al agua, tragadas por las olas, como
pasaba
en
los
rápidos
cuando
algún
nabatero
era
tragado
por
los
remolinos. Para mí el mar era un inmenso Cinca.
Sin
darme
conocerlo,
fue
cuenta,
la
me
primer
había
enamorado
obsesión
de
mi
del
mar,
vida,
a
quería
todo
verlo,
el
mundo
preguntaba por el mar, esperaba al año siguiente la bajada de los
nabateros,
de
aquellos
navegantes
del
río,
para
escuchar
sus
aventuras.
La
primavera
siguiente
llegó
y
con
ella
los
nabateros,
y
corrimos “os ninones” a verlos, estaban preocupados, era el primer
grupo del año y se encontraban ante el Entremón, las obras de “La
Presa”
hacían
el
rápido
mucho
más
peligroso,
no
se
podía
pasar,
decidieron desarmar las nabatas y soltar la madera, para recogerla
aguas abajo, pasados los rápidos, en el remanso de Ligüerre y allí
volver a construir las nabatas, no estaban para historias. Los grupos
siguientes vinieron preparados, desarmaban las nabatas en la chopera y
las
cargaban
en
camiones.
Ese
año
no
hubo
historias,
estaban
preocupados, bajar la madera solo hasta allí no era rentable, el fin
de los nabateros del Cinca había llegado. Y así fue, ya no volvieron a
aparecer los nabateros.
En
la
actualidad
y
como
tradición,
por
Primavera,
bajan
dos
nabatas desde Laspuña hasta L’Ainsa.
Este triste acontecimiento no me hizo olvidar mi obsesión, al
contrario, ya no quería que nadie me contara historias del mar, quería
verlo,
sentirlo,
comprobar
de
primera
mano
todo
aquello
que
yo
imaginaba, y ese día había llegado, mis padres nos llevaban a los seis
hermanos a pasar unos días al mar. Recuerdo aquel viaje como ir al fin
del
mundo,
digno
de
las
aventuras
que
aquellos
nabateros
habían
incrustado en mi imaginación. El coche de línea hasta Barbastro, allí
en “La Burreta”, así le llamaban a un pequeño tren que te llevaba
hasta Selgüa, donde enlazaba con la línea de Zaragoza, y de allí a
Zaragoza
donde
hicimos
noche,
al
día
siguiente
al
tren
de
nuevo,
dirección Barcelona vía Caspe, el tren recorría la orilla del Ebro y
desde la ventanilla iba imaginando las historias de aquellos nabateros
por aquellas vueltas y revueltas del río. De vez en cuando un túnel me
hacía
despertar
de
aquel
ensimismamiento,
había
que
subir
las
ventanillas para que no se llenase de humo y carbonilla. En Mora el
tren dejaba el Ebro y se dirigía hacia Reus, allí transbordo, otro
trenecillo que me recordó “La Burreta”, pero eso si mucho más bonito y
moderno, nos llevó hasta Salou. Era de noche cuando llegamos, ¡qué
valor el de mis padres!. Seis hijos pequeños, cargados de maletas, dos
días de viaje, y al llegar todos gritando “a casa no, a ver el mar”.
Aquel largo viaje había aumentado la impaciencia por verlo, algo muy
especial tiene que ser para haber hecho tan largo viaje, como íbamos a
irnos a casa y dejarlo para mañana, imposible.
Salou por aquel entonces era un pueblo, aún había pescadores con
sus barcas varadas en la playa, de la estación al mar no habría más de
300 m, mis agotados padres no pudieron resistirse, y con maletas y
todo nos dirigimos al mar.
Mi corazón se aceleró, había llegado el momento, era una noche
de Septiembre, hacía levante, el mar estaba revuelto, a medida que nos
acercábamos
a
la
playa,
por
aquel
entonces
silencioso
Salou,
se
comenzó a oír un rumor, mi padre dijo “escuchar, ya se oye el mar”,
paramos atónitos a escuchar. Un golpe seco daba paso al crepitar de
una cascada que se extinguía poco a poco, y de nuevo el golpe seco y
la cascada, una y otra vez, ojos y boca abierta en los más pequeños,
casi
sin
respirar,
alguien
gritó
“vamos”,
y
salimos
de
estampida
dejando a mis padres con todas las maletas, cruzamos una calle ancha,
el Paseo Marítimo y nos metimos en la arena, estaba muy oscuro, casi
negro, una espuma blanca iba y venía, seguimos corriendo hasta llegar
a la arena dura y mojada de la orilla, paramos todos en perfecta
formación, nadie se movía, nadie hablaba, recuerdo el fondo oscuro, no
veía que podía haber al otro lado. Cerca de la orilla, una montaña de
agua se levantaba y caía dando un gran golpe, luego como un torrente
de espuma corría hasta la orilla y subía hacia mí como intentando
cogerme, perdía fuerza y regresaba al mar, y así una y otra vez.
Aquello no se parecía en nada a lo que yo había imaginado, comenzaba a
sentir una sensación de vértigo, la misma que cuando al cruzar el
puente del Diablo en el Entremón, y me encaramaba al grueso murete de
piedra a modo de barandilla, sentía al ver pasar el Cinca por debajo,
desde aquella enorme altura, aquella corriente me llamaba, sentía que
quería tirarme y al final huía de miedo, pensando que si hubiese
seguido
hacerlo.
allí
Esa
me
hubiese
misma
tirado,
sensación
pero
sentía
siempre
allí,
que
las
pasaba
olas
me
volvía
a
llamaban,
querían que entrase, y ser devorado por aquella enorme montaña de agua
al caer, el ruido seco del golpe, cada vez me parecía más fuerte, se
me estaba haciendo insoportable, estaba sintiendo el mismo sudor frío
del puente del Diablo, estaba a punto de huir, cuando la voz de mi
madre sonó preguntando, “¿qué os parece?”. No sé que estarían pensando
mis
hermanos,
pero
allí
estabamos
todos
petrificados,
en
perfecta
formación, aquella voz fue como un “rompan filas”, los más pequeños se
agarraron a su falda, los mayores retrocedimos y empezamos a correr
por la arena seca junto a las luces del Paseo Marítimo, mi padre desde
el otro lado del Paseo, rodeado de maletas, nos gritó “vamos a casa,
mañana vendremos a bañarnos”.
Aquella noche no podía dormir, intentaba recomponer todo lo que
yo había imaginado, el mar no era como el Cinca, el agua no corría por
la orilla, iba y venía como intentando coger carrerilla para salir del
mar y anegar la tierra, estaba muy oscuro, quizás la corriente estaba
más adentro, aquella visión nocturna del mar, en vez de aclarar mis
ideas,
llenó
mi
cabeza
de
temores
y
confusiones,
deseaba
que
amaneciese para ver que era aquello de verdad, pensaba lo que había
dicho mi padre, “mañana nos bañaremos”, y aunque imaginaba la ola
engulléndonos
totalmente
a
todos,
equivocada,
estaba
mi
seguro
padre
no
que
mi
podía
idea
del
llevarnos
mar
a
estaba
semejante
peligro.
Al
final
debí
quedarme
profundamente
dormido,
recuerdo
que
cuando nos despertó mi madre, era media mañana, bajamos a la playa y
por fin me enfrenté al mar cara a cara, las olas eran mucho más
pequeñas, el agua estaba muy tranquila hasta donde alcanzaba la vista,
era cierto, la otra orilla no se veía, el cielo se juntaba con el
agua, ¿quién sujetará el agua por el otro lado?. Si no hay orilla, ni
presa, el agua se saldrá, si no hay corriente, ¿quién empuja las
nabatas de un sitio a otro?. Tímidamente entramos en contacto con el
agua, con las olas, de pronto casi vomito, ¡el agua está salada, muy
salada,
no
se
puede
beber!.
Mi
idea
del
mar
se
desmoronó,
las
historias de los nabateros eran mentira, me encontraba como perdido,
necesitaba imperiosamente recomponer aquello, años soñando con el mar
y ahora todo se venía abajo.
Pronto descubrimos una especie de nabateros que con sus barcas
salían todos los días a pescar, cuando regresaban acudíamos a empujar
las barcas para sacarlas a la arena, intentaba escuchar sus historias
pero no entendía lo que decían, hablaban catalán me dijo mi padre.
Imagino que, aunque les debíamos estorbar más que ayudar, les hacíamos
gracia, pues un día nos llevaron en la barca. Fuimos mar a dentro muy
lejos, pasamos cerca de un barco de vela, como los que veía en los
dibujos y nos explicó que no se movía por motor como la barca, que se
movía empujado por el viento, y que iban de un lado a otro recorriendo
el mar. Aquello me volvió a sonar a nabateros, aquí las corrientes no
son de agua, son de aire, pero también te llevan de un sitio a otro,
quizás
no
fueran
tan
mentira
aquellas
historias,
quizás
no
supe
entender lo que de cierto había en ellas, ese mundo de aventura, de
naturaleza, de libertad, de espacio, de tiempo.
Pasaron los días, y recuerdo que de regreso al pueblo, y tras
aquel
imborrable
encuentro
con
el
mar,
seguí
soñando
con
él,
con
viajes en aquel velero de un sitio a otro, con tempestades y peligros,
con lugares y gentes desconocidas. El maestro en la escuela nos contó
el descubrimiento de América, y ahora si me llamó la atención, y soñé
que era Cristóbal Colón en La Santa María. Mi pasión por el mar ya
nunca se apagó, leí, estudié, volví siempre que pude, y soñé . . ., y
soñé . . ., y soñé . . ., y en mis sueños siempre recordaba a aquellos
nabateros del Cinca, que con sus historias me enamoraron del MAR.
Muchos años después, cuando por fin se pudieron hacer realidad
algunos de mis sueños, y pude disfrutar de la inmensidad del mar,
recordé a mi río, abriéndose paso entre las montañas, y amordazado por
los pantanos, y cuando pude tener un velero, como aquel que vi en mi
primer
salida
al
mar,
en
su
memoria
y
como
agradecimiento,
aquellos felices años de mi infancia, le puse por nombre CINCA.
por
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