LA DAMA VELADA Está ahí. Puedo sentirla. Acurrucada en las sombras, con los ojos levemente cerrados, las pestañas creando una espesa cortina justo delante de sus iris, a la espera. Si me concentro puedo ver su piel de porcelana, la tensión cautelosa en la curva de su mandíbula. He intentado darle un nombre, ponerle un rostro, pero las ideas se me escapan como el agua entre los dedos cuando me aferro a ellas. Con todo, sé lejos de toda duda que es una mujer. Lo sé por su voz, como el repique de una campana de plata. Me gustaba cómo entretejía el tono a sus sentimientos, adaptándolo, como un tapiz con una amplia gama de emociones. Puede ser amigable y entonces su voz es dulce, susurrante, alegre y con un deje de risa implícita en las pausas para respirar y que se queda ahí, flotando suavemente en el aire. Puede tener un aire narrativo y en esas ocasiones me cuenta cosas, me ayuda a animarme cuando estoy deprimido, da la sensación con cada palabra que pronuncian sus labios entreabiertos de que me necesita. La he conocido enamorada, y se posa sobre mi pecho en las noches más oscuras. Siento su peso, antaño incómodo y ahora sobrecogedoramente reconfortante, que amortigua los latidos de mi corazón mientras se inclina hacia mí consiguiendo que se me acelere el ritmo cardiaco. Me cosquillea el rostro donde mi dama deja caer su pelo y siento su respiración contra mi nuca cuando me recita al oído versos de amor. Oigo su voz susurrante, su tono cadencioso, y entonces pienso que yo también estoy enamorado e intento abrir los ojos, acariciar su rostro, pero lo único que veo es negrura, una oscuridad que me engulle, y mi estómago y mi pecho se contraen por el pavor. Apareció de repente un día y fue como si despertara de un largo sueño. Cuando la oí por primera vez me asusté, pero mi dama fue tan complaciente y estaba tan íntimamente conectada conmigo que su voz se me antojó un hilo que me ataba a mi ser. Ella era un pozo, uno muy profundo al que por más que me asomara jamás encontraría el fondo, y la verdad me gustaba explorarlo. Ella me tranquilizó, contestó sin darse cuenta a las preguntas que estallaban en mi mente como fuegos artificiales y comenzamos a ser, sin siquiera desearlo, un todo. Todo fue perfecto los primeros meses. Ella, mi dama, era un consuelo en medio de la soledad. Dicen que es preciosa siempre que tengas a alguien a quien contársela y yo la tenía a ella. Ella siempre está ahí, siempre estará ahí. Sin embargo, ahora todo es distinto. Me odia, me grita, me insulta, parece frustrada y golpea mis límites con fuerza. Intenta hacerme pedazos, pero no puedo quebrarme, ni aunque quiera. Me llevo las manos a la cabeza delante del espejo y yo mismo me devuelvo la mirada mientras me agrieto, cicatrices profundas dibujadas en mi alma y en mi cuerpo. Pero no me rompo, no puedo romperme, y las marcas jamás se borrarán. Entonces, cuando todo parece perdido, ella susurra, su voz rota de dolor, y me dice que está conmigo y que eso es lo único que importa, que jamás estaré solo, que soy lo único que tiene y mi dama, lo único que yo tengo y que nadie podrá comprenderme del todo jamás, que soy un enigma. Siento que es verdad y mi corazón estalla, las lágrimas corren por mis mejillas. El lavabo está vacío, la puerta tiene seguro, y sin embargo no estoy solo. Siento su presencia, vislumbro el poder de su mirada clavándose en la mía. Hoy es un buen día. Mi dama no está. Me visto a toda prisa. Cualquier movimiento puede despertarla. Corro, corro hasta que los pulmones me duelen, hasta que las piernas me pican por el esfuerzo y el corazón me canta en las venas y llego. Y allí estoy, en la sala de espera, y la recepcionista me mira. Cuando voy hacia ella mi dama grita, un alarido profundo que me parte en dos. Se mueve, arranca todos los lazos que me unen a la cordura y caigo. Compartimos oscuridad por unos segundos y puedo verla, con un velo negro cubriéndole el rostro y la mandíbula desencajada. Siento sus uñas clavándose en mis brazos, agujas contra mi piel. Hoy es un buen día. Me he tomado mis pastillas, el sol brilla, los pájaros cantan y parece que el aire huele diferente. Tengo una cita. Se llama Luna y es tan mística que me encanta. Salgo de la residencia de estudiantes con el corazón en la mano. Ahí está, es preciosa. Lleva un vestido largo de color rosa. Me paro unos segundos y escucho. No oigo nada. La dama ha desaparecido, el velo ha caído y ya puedo ponerle nombre, rostro y remedio. Luna y yo iremos a cenar. Puede que después a ver una película. La invitaré a a bailar, hablaremos. Le contaré cosas de mí que nadie más sepa y puede que ella se ría. Y cuando se vaya, cuando llegue el momento de las despedidas, me marcharé también. Y dormiré toda la noche sin pesadillas, sin susurros, sin voces que solo yo puedo oír. Porque estoy solo, solo por fin, solo con mis pensamientos. Solo. Andrea Caballero de Mingo 2ºA