sobre la problemática relación “ser/deber” en la teoría política

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SOBRE LA PROBLEMÁTICA RELACIÓN “SER/DEBER”
EN LA TEORÍA POLÍTICA
Introducción
Desde hace más de tres siglos que muchos especialistas en los estudios sociales hacen
esfuerzos por eludir la llamada “falacia naturalista”. Según David Hume, se cae en una
falacia cuando se pretende llegar a una conclusión prescriptiva a partir de enunciados
descriptivos. Del hecho de que, tradicionalmente, un rey es sucedido en el trono por,
pongamos por caso, su hijo mayor, no podemos extraer conclusión alguna acerca las
bondades de tal sistema de sucesión. Es decir que, en el citado ejemplo, un investigador
no está autorizado a concluir que “el primogénito debe suceder a su padre en el trono”.
A lo más, podrá hacer una predicción basada en el análisis de los hechos, diciendo, por
ejemplo, “hay un alto grado de probabilidad de que el primogénito ascienda al trono a la
muerte de su padre”.
El señalamiento humeano ha sido el punto de fuga de una tradición de pensamiento de
la que han sido sus campeones el neokantismo en la Europa continental y los herederos
del empirismo en el mundo anglosajón. Semejante tradición de pensamiento encuentra
su basamento en una premisa que bien puede ser tomada como axioma: existe un
abismo infranqueable entre el ser y el deber ser. Hume quiebra con su afirmación una
larga tradición, que va desde los griegos hasta la baja edad media, y que se sustentaba
en un monismo de acuerdo con el cual las cuestiones del ser y del deber ser convergen
aproblemáticamente. Pensemos en la idea platónica realísima, que aúna el contenido y
el significado de lo Uno, el Ser, el Bien y la Verdad. O reflexionemos sobre el alcance
de la máxima escolástica “ens et bonum convertuntur”, según la cual todo ente es un
bien y todo bien es un ente, por lo que hechos y valores se encuentran a un mismo nivel
como para ser confrontados directamente.
La toma de conciencia acerca de la existencia de la falacia naturalista es probablemente
un golpe demoledor frente a la “ingenuidad” o la “mala fe” de todas las
argumentaciones que echan raíces en la antigua tradición. Sin embargo, lo que
lógicamente puede ser un golpe demoledor, no ha tenido el impacto que se podría
esperar en el mundo de la investigación. Específicamente: desde que Hume escribió y
hasta el día de hoy prácticamente no ha habido estudiosos de lo político que se hayan
sentido amedrentados frente a la posibilidad de caer en la falacia, por lo que han saltado
con frecuencia del mundo del ser al del deber y viceversa.
¿Será que Hume ha introducido una cuña artificial en los esquemas de pensamiento?
¿Será que se ha magnificado la trascendencia de la falacia de referencia? Al respecto
dice Mario Bunge:
“Hume tenía toda la razón al afirmar que lo que debe ser no es lo mismo que lo que es:
las normas no son del mismo tipo que las proposiciones fácticas. Sin embargo, creo que
se equivocaba al sostener que el abismo hecho-valor es insuperable. Se equivocaba
1
porque diariamente nos movemos del uno al otro. Por ejemplo, si me digo que debo
pagar mi deuda y la pago, cruzo la deuda entre deber ser y ser. De la misma manera,
cuando tomo nota de una situación injusta y resuelvo remediarla, recorro la vía
inversa. Lo que separa al ser del deber ser es un abismo conceptual o lógico, pero en la
práctica no es un cisma insuperable: es una mera zanja y podemos saltar por encima de
ella.” 1
No está claro, sin embargo, que un problema filosófico arduo, como el que estamos
tratando, se pueda resolver de un plumazo, o sencillamente restándole importancia.
Garzón Valdez restablece la dignidad de la cuestión cuando sostiene que el ejemplo de
Bunge es
“… un silogismo práctico en el que la conclusión es una acción que no aporta nada a
la justificación de la misma, a menos que se supongan tácitamente premisas normativas
tales como las que dicen: se deben pagar las deudas o se deben reparar las injusticias. Si
se introduce la premisa normativa, no hay salto porque no hay abismo ni zanja, es
decir, no se plantea el problema de Hume.” 2
Sobre la justificabilidad de las premisas normativas
De la última cita se deduce que el problema concreto es el de la posibilidad o no de
justificación de tal premisa normativa. Se trata de un problema que ha motivado grandes
quebraderos de cabeza, un problema cuya respuesta ha dividido las aguas: por un lado
se hallan los que consideran que no hay dificultades a la hora de justificar premisas
normativas, por otro los que alegan que el intento de justificar semejante tipo de
proposiciones está condenado al fracaso.
Dentro del primer grupo tenemos a los que dotan la esfera de la normatividad de una
fuerte calidad objetiva, ya sea que haya un acceso racional a dicha esfera (por ejemplo
Tomás de Aquino), ya que el acceso sea intuitivo o de otra índole (como en el caso de
Max Scheler).
Dentro del segundo grupo encontramos la postura paradigmática de Max Weber3. En la
famosa conferencia EL POLÍTICO Y EL CIENTÍFICO se enumeran una serie de
características que diferencian al “político” del funcionario burocrático: pasión,
responsabilidad y mesura4. De las tres es la primera la que pone en evidencia la postura
de Weber con respecto a la justificabilidad de las proposiciones normativas. Tener
pasión significa estar en condiciones de entregarse sin reservas a la defensa de una
1
Citado en GARZON VALDEZ, Ernesto (1993): 418.
2
Ibíd.
3
Nos basamos para lo que sigue en WEBER, Max (1996).
4
Ibíd. Pág. 153.
2
causa: es un acto de fe5. Fe que es necesaria no sólo porque, según Weber, los
resultados de la acción política son habitualmente paradójicos con relación a su sentido
inicial, sino también y principalmente porque, frente a la alternativa del cinismo
político, sólo la defensa de una causa legitima el accionar de alguien que ha decidido
meter mano en la “tosca materia” para darle una forma deseada.
Quizá los más ansiosos de aquel auditorio de 1919 estaban esperando del desencantado
Weber un indicio acerca de la “verdadera causa”. Pero el autor de ECONOMIA Y
SOCIEDAD no estaba en condiciones de indicar semejante cosa, pues se hallaba
convencido de que los valores son irracionales y contradictorios, por lo cual los dioses a
adorar son múltiples y excluyentes. La ciencia, con todo su imponente arsenal
metodológico desarrollado para acercarse progresivamente a la “verdad”, es impotente
en este punto, por lo cual no libera de la obligación de elegir. El político
“…puede servir finalidades nacionales o humanitarias, sociales y éticas o culturales,
seculares o religiosas; puede sentirse arrebatado por una firme fe en el progreso (en
cualquier sentido que éste sea) o rechazar fríamente esa clase de fe; puede pretender
encontrarse al servicio de una idea o rechazar por principio ese tipo de pretensiones y
querer servir sólo fines materiales de la vida cotidiana. Lo que importa es que siempre
ha de existir alguna fe… En este punto chocan entre sí concepciones básicas del mundo
entre las cuales, en último término, hay que escoger.”6
Hay algo, sin embargo, que llama la atención en este planteo. Al trazar una analogía
entre política y religión, se pasa por alto que, en general, la fe religiosa no se “elige”.
No se “escoge” (por lo menos concientemente) entre ser católico, protestante o
musulmán. La fe es algo que le sobreviene al sujeto, que lo atraviesa. La idea de
elección de una causa política, en estos términos, no es incompatible con el cinismo,
como sugiriésemos más arriba, porque una fe política no es de la misma naturaleza que
una fe religiosa. Y de hecho sólo queda admitir esa contingencia, es decir, la causa del
cinismo, cuando se renuncia a la posibilidad de justificar las premisas normativas.
¿Quién podría entonces objetarle algo al político que declarase que la causa que él
defiende es la del engrandecimiento de su propio yo?
Sobre la incomunicabilidad entre las esferas lógicas
Con lo dicho se arriba a un desfiladero de difícil tránsito. ¿Constituye la acusación de
“cinismo” una impugnación frente a la situación que Weber pretende describir? Sartori
nos advierte acerca de los conflictos interpretativos que giran en torno a la idea de que
los hechos y los valores se influyen recíprocamente. Semejante expresión no nos hace
comprender
5
Op. Cit. Pág. 157.
6
Op. Cit. Pág. 157.
3
“… en qué aspecto el es y el debería tienen que mantenerse separados y en qué otro no
debemos olvidar nunca que los dos polos son interdependientes y complementarios. En
referencia a la primera cuestión, no debemos cometer el error de valernos de un hecho
para refutar un valor, ni viceversa, de emplear una deontología para rechazar una
manifestación de hechos.” 7
Así que tenemos, por un lado, la confirmación de la división del mundo en dos esferas
lógicas paralelas: no es posible refutar un hecho apelando a un valor ni testificar contra
un valor basándose en hechos. He aquí el legado de Hume. Por otro, hemos arribado a
una confusa idea de “interrelación” entre hechos y valores.
Es interesante detenernos en el sentido que Sartori atribuye a semejante interrelación.
Dice:
“Toda norma política es una mezcla de idealismo y realismo y si cualquiera de los dos
elementos crece desproporcionadamente, si el demasiado idealismo elimina al realismo
o viceversa, faltará un componente esencial y aquella política fracasará.” 8
Esto significa que hay un continuum entre el político realista puro, el cínico que
desprecia los valores, y el político idealista que, anclado en el mundo de los valores,
desconoce la realidad y por lo mismo está condenado a fracasar. El político sagaz
(podríamos también decir “prudente”, en sentido aristotélico o, con más precisión,
“virtuoso”, en sentido maquiaveliano) sabe: a) que los ideales no son hechos, sino que
se imponen sobre los hechos y b) que los ideales son fuerzas a apreciar, que lo que se ha
dado en llamar Machtpolitik sólo funciona en tanto está nutrida por un ethos.
Sin embargo, permanece sin resolver la cuestión acerca de cuál es la idea correcta o el
ethos válido y en condiciones de iluminar el accionar del político.
El lugar del investigador de lo político
A estas alturas, la vorágine de los diferentes puntos de vista parece habernos desviado
de nuestros pasos iniciales, pues si bien la falacia naturalista acecha a todos los sujetos
que elaboran discursos, en principio nuestra preocupación estaba puesta más en el sujeto
investigador que en el sujeto actor político.
Esto es: podríamos admitir que, desde la práctica de la política, hay una fuerte
interrelación entre las esferas lógicas del ser y del deber. Pero, aun concediendo esto,
¿debemos admitir la necesidad o siquiera la conveniencia de semejante interrelación
cuando de lo que se trata es de la teoría de la política?
7
SARTORI, Giovanni (1965): 51.
8
Ibíd. Pág. 48.
4
En este punto Weber es categórico: el científico social asume el compromiso de la
neutralidad valorativa. No hay nada más despreciable que la actitud del científico que
pretende utilizar el aura de respetabilidad que generan las conclusiones de la ciencia,
para atraer apoyos hacia determinado sistema de valores o proyecto político. Lo más
que puede hacer un investigador es hacer comprensibles las actitudes pensables o
posibles frente a los problemas, pero debe dejar la decisión real en manos de la persona
enfrentada con el conflicto de valores que las posturas encontradas suscitan9.
Puesto que lo recomienda, y puesto que tacha como anticientífica la postura alternativa,
es evidente que Weber cree sinceramente en la posibilidad de semejante contacto
desapasionado con la realidad social por parte del investigador. Y o bien desconoce el
hecho, o lo desecha por irrelevante, de que las categorías de pensamiento de un
científico, por más neutrales y objetivas que pretendan ser, pueden estar (desde un
enfoque más actual nos atrevemos a afirmar: seguramente estarán) mediadas
ideológicamente. Es decir, serán categorías imposibles de independizar de las diferentes
“concepciones del mundo” entre las que hay que “escoger”.
Antecedentes de un equívoco
Desde el punto de vista de este enfoque de la teoría, Weber reconoce antecedentes y
coincidencias con los Círculos que ejercieron una notable influencia intelectual en la
Europa de las tres primeras décadas del siglo XX: Viena y Berlín, especialmente.
En cuanto a su visión de la política, es heredera de una tradición más antigua, que
paulatinamente ha dado lugar a lo que se llamó “realismo político”. Dos autores estarían
en los orígenes de esta tradición: Maquiavelo y Hobbes. David Held sostiene:
“Hobbes alteró fundamentalmente la tradición de la teoría política al separar
claramente la moral y la política; para él, el análisis político debía ser una ciencia civil
construida sobre principios claros y deducciones atentamente razonadas.” 10
Y Sartori afirma:
“Se considera al secretario florentino como el padre fundador del realismo político,
puesto que trataba de la política tal como es. El fue en efecto el primer observador
desapasionado de la edad moderna. Aristóteles fue también un buen observador, pero
hay una diferencia indudable entre la Política aristotélica y el Príncipe de Maquiavelo:
precisamente la diferencia que explica cómo el realismo político empieza con el
9
Que el criterio de Weber era compartido en su tiempo por muchos autores es algo sabido. Un
colactáneo suyo, padre de la teoría “Pura” del derecho, recomendaba, al escribir sobre la
indeterminación de las normas jurídicas, que el científico se limite a indicar las interpretaciones posibles
de las mismas. La elección entre ellas corresponde al legislador o al juez. Cfr. KELSEN, Hans (1960): 351 y
ss.
10
HELD, David (2001): 24.
5
segundo y no con el primero. La diferencia puede explicarse brevemente, muy al estilo
de hoy día, diciendo que Maquiavelo prescindía del valor y Aristóteles no.” 11
Sin embargo, no se puede considerar que la idea según la cual tanto Maquiavelo como
Hobbes prescinden del valor o del deber ser caiga de madura, o sea válida sin matices y
aclaraciones. Y menos aún resulta indiscutible la afirmación de que Maquiavelo es un
observador “desapasionado”.
En cierta medida, es verdad que Maquiavelo da muestras de frialdad e impasibilidad en
el momento en que describe hechos históricos o míticos aleccionadores para los
príncipes nuevos. Hay múltiples ejemplos para citar: la forma en que da vuelta la
argumentación de Agustín de Hipona al justificar el fratricidio cometido por Rómulo, la
reseña de la ferocidad e inhumanidad de Aníbal en su carácter de general de los
ejércitos cartagineses, la aprobación de la actitud traicionera de Cesar Borgia para con
su lugarteniente Ramiro D’Orco, hechos viles todos pero que son excusados por sus
consecuencias beneficiosas: la fundación de Roma y la consolidación de sus leyes en el
primer caso, el perfecta subordinación de las fuerzas militares en el segundo, el
mantenimiento de la paz y el orden civiles en el tercero.
Sin embargo, el autor italiano no cesa de aconsejar fervientemente las acciones
correctas en cada circunstancia. Repasando los títulos de algunos capítulos de El
Príncipe se hace evidente que Maquiavelo no se limita a tomar nota de lo que es, sino
que incursiona en lo que debe ser. Por ejemplo: Capítulo V, “De qué manera deben
gobernarse los estados que, antes de ser ocupados por un nuevo príncipe, se regían por
leyes propias”; Capítulo XIV, “De las obligaciones del príncipe en lo concerniente al
arte de la guerra”; Capítulo XVII, “De la clemencia y la severidad y si vale más ser
amado que temido”; Capítulo XVIII, “De qué modo deben guardar los príncipes la fe
prometida”; Capítulo XIX, “El príncipe debe evitar ser aborrecido y despreciado”;
Capítulo XXI, “Cómo debe conducirse un príncipe para adquirir consideración”;
Capítulo XXIII, “Cuándo debe huirse de los aduladores”, para no hablar de la
exhortación final.
Precisamente dicha exhortación contiene expresiones que difícilmente correspondan a
las de un observador desapasionado:
“Después de tantos años de expectación inquietante, Italia espera que aparezca, al fin,
su redentor en el tiempo presente. No puedo expresar con cuánta fe, con cuánto amor,
con cuánta piedad, con cuántas lágrimas de alegría será recibido en todas las
provincias que han sufrido los desmanes de los extranjeros.”12
11
SARTORI, Giovanni (1965): 46.
12
MAQUIAVELO, Nicolás (2004): 123.
6
Una reflexión parecida puede hacerse con respecto a Hobbes, aunque el Leviatán sea
menos prolífico en expresiones altisonantes, lo cual quizá tenga que ver con la
característica flema inglesa. Es verdad que en algunos pasajes el autor británico reniega
de la pertinencia de abrir juicios valorativos sobre el objeto de estudio, como cuando
discrimina entre las formas de gobierno basándose en un criterio cuantitativo,
desechando el cualitativo:
“En efecto, quienes están descontentos bajo la monarquía la denominan tiranía; a
quienes les desagrada la aristocracia la llaman oligarquía; igualmente, quienes se
encuentran agraviados bajo una democracia la llaman anarquía, que significa falta de
gobierno. Pero yo me imagino que nadie cree que la falta de gobierno sea una nueva
especie de gobierno; ni, por la misma razón, puede creerse que el gobierno es de una
clase cuando agrada, y de otra cuando los súbditos están desconformes con él o son
oprimidos por los gobernantes.” 13
Pero no es menos cierto que el Leviatán también está recorrido de punta a punta por el
ideal hobbesiano de lo que debe ser. Lo que debe ser en Hobbes es la paz, el orden y la
seguridad. Es decir, una serie de normas que el jurista inglés Herbert Hart, positivista él,
denominó “contenidos mínimos del derecho natural”. Hart sostiene que, a menos que la
humanidad sea un “club de suicidas”, deben prescribirse al menos las “formas más
groseras de daño”14. Y las “leyes de naturaleza” de Hobbes son precisamente eso:
mandamientos de la razón natural cuya finalidad es prohibir aquellas conductas que
generen un daño para el sí propio y para los demás e invitar a la realización de aquellos
actos que permitan escapar de la situación de guerra de todos contra todos.
Hemos llegado al punto que nos va a permitir desmadejar algunos equívocos. Es cierto
que las leyes de la naturaleza dictaminan lo que debe ser, pero, se podrá objetar, carecen
por sí solas de eficacia. En vistas de la naturaleza egoísta y ventajera de los hombres,
los pactos, sin la espada, son meras palabras15. Esto significa que los mandatos
morales16 contenidos en las leyes de la naturaleza son relativos a la constitución de un
poder político fuerte, que inspire en los súbditos el temor suficiente como para que se
sientan compelidos a su respeto.
Esta relativización del deber ser moral frente a lo político puede transformarse, en la
lógica de Hobbes, en simple negación, por la siguiente vía17: el temor a la muerte
violenta es un sentimiento tan intenso que los hombres, para salir del estado de
13
HOBBES, Thomas (0000): 151.
14
HART, H. L. A. (1968): 165.
15
HOBBES, Thomas (0000): 137.
16
Ibíd. Pág. 130.
17
Para lo que sigue, se pueden tener presentes especialmente los capítulos XII y XVI del Leviatán.
7
naturaleza, renuncian al ejercicio de todos los derechos que los asistían en tal estado, y
se los ceden a un soberano con tal de que este soberano les garantice su derecho a la
vida. A partir de ese momento, el soberano se convierte en el único juez de lo justo y de
lo injusto, y como él no ha pactado, no es responsable ante los súbditos de las
violaciones en que incurra de las leyes naturales. Por eso puede darse el caso de una ley
civil que contradiga las leyes naturales y sea, sin embargo, perfectamente legítima18.
De lo cual se deduce que la esfera política se ha autonomizado de la moral.
Maquiavelo pasa por ser el padre de esta autonomía recién ganada. En el escritor
florentino ya no se trata de lograr la vida buena o virtuosa. El espacio de lo político
tiene una lógica propia y unos fines predeterminados, y la moral o la religión tienen un
protagonismo en dicho espacio sólo en la medida en que pueden ser instrumentalizados
en el accionar político. Por eso, lo que desde la perspectiva de los clásicos o de los
medievales puede ser catalogado como conducta virtuosa, en los casos en que tal
conducta demore o impida la concreción de los fines políticos no puede ser, para
Maquiavelo, otra cosa que un vicio.
La posición de Hobbes en este punto es convergente. Partiendo de su rechazo a la
metafísica aristotélico-cristiana, piensa que no existe bien supremo ni finalidad máxima
que los hombres deban perseguir en la vida. De allí que la idea de “virtud” sea huera, y
que las expresiones acerca del bien y del mal sólo manifiesten los apetitos y aversiones
de los propios filósofos morales. En realidad, las “virtudes” proclamadas por la
escolástica son perniciosas, pues pueden dar lugar a espacios de resistencia frente al
poder soberano:
“Concebir la virtud como una esencia separada o abstracta causa perjuicio político al
ofrecer a los súbditos pautas engañosas que presuntamente les dan derecho a
desobedecer la ley civil cuando surge un conflicto entre aquello que dictan las pautas y
aquello que ordena la ley civil.” 19
Tenemos aquí, en consecuencia, dos autores para los cuales lo político y lo moral son
círculos no concéntricos que, si se solapan en alguna área, lo harán contingentemente. Y
esto se explica con facilidad si tomamos nota de que ha ocurrido, en el tránsito a la
modernidad, un cambio cualitativo en la relación entre medios y fines.
Para Aristóteles, por ejemplo, el fin de las acciones humanas es la felicidad. La felicidad
es un ideal moral o ético. Y las acciones en procura de alcanzarla no la pueden
desmerecer en ningún sentido: sólo medios moralmente buenos permiten alcanzar el
bien moral.
18
Lo dicho también encuentra fundamento en la teoría de la representación que Hobbes desarrolla en
el capítulo XVI de su LEVIATAN.
19
BERKOWITZ, Peter (2001): 66.
8
Maquiavelo y Hobbes, en cambio, no colocan como centro de sus reflexiones un bien
moral, sino un bien específicamente político. En su especificidad, el fin político no
puede ser tachado de moral o inmoral: expresa las condiciones de posibilidad de una
convivencia humana ordenada. En este sentido, el fin político tiene una relación
indirecta con la felicidad20. Las acciones conducentes a alcanzar el fin político pueden
ser caratuladas de morales o inmorales, pero eso sería medirlas con una vara
extemporánea. Las acciones realizadas con la mira puesta en el fin político sólo pueden
ser más o menos efectivas o inefectivas.
El problema del código
Ahora bien: resulta interesante poner a prueba la especificidad de la nueva esfera así
constituida. Supongamos que vivimos en un país X, y la integridad territorial de X está
siendo comprometida por las intenciones expansionistas de Y. Se entabla una
negociación entre el soberano o el príncipe X y el extranjero. Pero como el príncipe X
tiene un alma sensible y humanitaria, y la guerra es el telón de fondo de la negociación,
el resultado es que el país X, a pesar de que le asiste la razón y de no ser menos
poderoso que su adversario, cede la porción de tierra en litigio. ¿Cómo caracterizar la
conducta del príncipe X?
Aquí se abre todo un abanico de posibilidades. Pero no nos detendremos en la
perspectiva de los súbditos qua súbditos. Nos detendremos en la perspectiva del súbdito
en tanto teórico político.
Un teórico político moderno seguramente sostendría que la conducta del príncipe X
revela su ineptitud. Pero esto no es sino una perífrasis que significa que el príncipe
actuó “mal”. ¿Qué hubiera significado, para Maquiavelo en este caso, actuar “bien”?
Pues seguramente hubiera significado apelar a acciones moralmente malas, como
utilizar los recursos de la simulación y el engaño, extorsionar al adversario con la
posibilidad de usar la fuerza y, en último término, enviar a la muerte a miles de
personas.
Llegados a este punto, lo notable es que se hecha en falta la existencia de un código
político para describir las acciones políticas. O sea: cuando decimos con Carl Schmitt
que, así como existe un código estético basado en el par de conceptos “bello/feo”, y un
código moral basado en la oposición “bueno/malo”, existe también el código
“amigo/enemigo”, perdemos de vista que la oposición que define la esfera de lo político
no es de apelación inmediata. Es decir, mientras el estudioso de la estética califica las
obras como más o menos bellas, y el investigador de lo moral analiza las acciones en
términos de buenas o malas, quien teoriza sobre lo político parece encontrar dificultades
para referirse a las conductas en términos de su propio código. Así, habitualmente dice
también que son buenas o malas, generando una considerable confusión.
20
No hay que perder de vista que el concepto de felicidad también ha sufrido una transformación entre
griegos y modernos: se ha privatizado.
9
Esto ha generado que incluso mentes de las más brillantes se hayan embarcado en
reflexiones acerca de la forma en que lo moralmente bueno/malo se cruza con lo
políticamente bueno/malo. Como Weber cuando dice:
“El medio decisivo de la política es la violencia y pueden medir ustedes la intensidad
de la tensión que desde el punto de vista ético existe entre medios y fines…” 21
Y cuando concluye:
“La ética acósmica nos ordena ‘no resistir el mal con la fuerza’, pero para el político lo
que tiene validez es el mandato opuesto: has de resistir el mal con la fuerza, pues de lo
contrario te haces responsable de su triunfo.”22
Reflexiones como ésta nos hacen pensar en la posibilidad de dos alternativas: o bien los
teóricos políticos no han encontrado el lenguaje preciso con el cual expresarse, o bien el
solapamiento entre las áreas moral y política es menos contingente de lo que se supone.
La autonomía de la política
Más allá de esta cuestión, sobre la cual no avanzaremos más por el momento, queremos
poner el acento en que el problema de la autonomía de la política con respecto a la
moral, no es el mismo que el problema de la independencia entre las esferas del ser y
del deber.
De hecho, nos hemos detenido en dos autores, Maquiavelo y Hobbes, para quienes la
política es perfectamente independiente de la moral, y sin embargo acompañan las
constataciones de lo que es con reflexiones acerca de lo que debe ser.
Hemos visto que lo que debe ser, para Hobbes, es todo lo que contribuya al
mantenimiento del orden y la paz. Y sabemos que lo que debe ser, lo que está bien, para
Maquiavelo, es lo que conduzca a la obtención, mantenimiento y engrandecimiento de
lo stato.
Entonces hay que tomar nota acerca de que el juicio político encuadra perfectamente
dentro de lo que Weber denominó acción racional con arreglo a fines. Esto es: la
racionalidad política parece ser netamente de índole técnica23. Pues el fin de la acción se
halla fijado de antemano y sólo cabe la reflexión acerca de los mejores medios para
alcanzar dicho fin.
21
WEBER, Max (1996): 165.
22
Ibíd. Pág. 162.
23
¿Puede afirmarse que éste es un resabio platónico heredado por los modernos? Recordemos las
constantes analogías establecidas por Platón entre el gobernante y el médico, el arquitecto o el
navegante.
10
Desde la perspectiva de algunos pensadores, limitar de esta manera el ámbito de lo
discutible y argumentable es una mordaza para la libertad y la dignidad humanas.
Incluso existe siempre el peligro de que el compromiso con la idea de orden implique el
compromiso con y la defensa de este orden, operación mediante la cual se mata la
imaginación del investigador24 y se lo convierte en posible cómplice del status quo.
Para otros, el hombre es un ser destinado a vivir en sociedad, cosa que no puede
lograrse si no se establece un fin último. Y en el caso de un moderno parece que dicho
fin no puede ser otra cosa que el logro de un orden o una estabilidad justificados de la
manera en que lo hace, por ejemplo, Hart. De esa forma, la idea de orden es
trascendental, en sentido kantiano: condición de posibilidad de la vida en común. Y algo
que es condición de posibilidad nunca puede ser limitante de aquello que posibilita.
Ahora bien: habiendo aceptado ya que tanto en Hobbes como en Maquiavelo existe la
valoración, es decir el consejo, la reflexión acerca de lo que debe ser, nos asaltan dos
preguntas. La primera: ¿por qué ocurre tal cosa, sobre todo teniendo en cuenta que se
trata de los inauguradores de la tradición del realismo político? La segunda, más radical:
¿hubiera podido ser de otra manera?
El papel de la imaginación
Es muy interesante la reflexión que hace Wolin en torno a la primera. Sin necesidad de
aclarar si el investigador procede a la manera realista, idealista o constructivista, afirma
que el objeto de estudio siempre es algo demasiado complejo como para poder
aprehenderlo en su totalidad. Ningún investigador de lo político está en condiciones de
abarcar la totalidad de “los procesos institucionalizados y procedimientos establecidos
que se emplean habitualmente para resolver asuntos públicos”25 tal como son en sí.
Ello hace necesaria la intervención de la fantasía, dice Wolin, para poder articular el
universo significativo del discurso científico. Así,
“La imposibilidad de una observación directa obliga al teórico a epitomar una
sociedad abstrayendo ciertos fenómenos y proporcionando interconexiones donde no se
las ve. La imaginación es el recurso del teórico para comprender un mundo que jamás
puede ‘conocer’ de manera íntima.”26
Pero este recurso a la imaginación, aclara seguidamente, no tiene sólo que ver con la
construcción de modelos que nos permitan acercarnos comprensivamente al objeto
político. La imaginación es también “el medio para expresar los valores fundamentales
del teórico”.
24
Sobre el papel de la imaginación del investigador, cfr. WOLIN, Sheldon (0000): 26 y ss.
25
WOLIN, Sheldon (0000): 16.
26
Ibíd. Pág. 28.
11
Y el detalle es que para nosotros, yendo más allá de Wolin, no existe una cosa sin la
otra: la puesta en juego de la imaginación implica al mismo tiempo la expresión de los
valores del teórico. No se puede mirar sin tomar una posición desde la cual mirar. La
imaginación organiza la realidad para conocerla, pero hoy es una ingenua postura
epistemológica suponer que el motor de la imaginación no combustiona con base en el
interés (ya sea personal, de una clase, de un agrupamiento, de la humanidad, etc.).
Wolin parece estar cerca de estos argumentos, pero no deja de ser cauto, tanto a la hora
de preguntar como a la de responder. Por ejemplo:
“¿Por qué la mayoría27de los autores políticos, aun los que se proclamaban científicos,
como Comte, se han sentido obligados a trazar un modelo adecuado del orden
político?” 28
Y
“… la mayor parte29 de los pensadores políticos han opinado que la filosofía política,
precisamente por ser ‘política’, estaba destinada a disminuir la brecha entre las
posibilidades captadas mediante la imaginación política y las realidades de la
existencia política.”30
Nosotros creemos, sin embargo, que no se trata sólo de mayorías. Pues aún los autores
que se mantienen en el mutismo en cuanto al deber ser toman una posición. Puede que
no comulguen concientemente con el orden vigente, pero que no haya crítica ni
reflexión alguna sobre modelos alternativos sólo puede leerse en el sentido de que el
orden actual es recomendable o de que no hay distancia entre lo ideal y lo real. Como
dice Jonathan Wolf, el teórico político “no puede esconderse”. Así, “no decir nada ni
hacer nada equivale en la práctica a aceptar la situación presente.”31
De esta manera, el hilo de la argumentación nos ha llevado a contestar nuestra segunda
pregunta sin darnos cuenta. Maquiavelo y Hobbes tienen a la vista no sólo el ser, sino
también el deber, porque no podía ser de otra manera. Lo que es necesario es, por
fuerza, posible. El investigador se halla siempre, aunque no lo quiera ni lo reconozca,
comprometido.
El papel de la crítica
27
La negrita es nuestra.
28
Op. Cit. Pág. 27.
29
La negrita es nuestra.
30
Ibíd. Pág. 29.
31
WOLF, Jonathan (2001): 20.
12
Ese es el motivo por el cual la Teoría Crítica protagonizó, durante gran parte del siglo
XX, una cruzada contra el positivismo, a cuya mentalidad calificó de el fracaso del
pensamiento.
Adorno y Horkheimer sostienen que el positivismo tuvo su componente revolucionaria
cuando enfrentó a la metafísica y sus mitos. Pero derivó luego en el mito de la
entronización del dato, es decir, hizo un culto de la contrastación empírica de realidades
fenoménicas. Así se pasó de los excesos de una razón sin vigilancia a la erección de la
experiencia como único tribunal de validación del conocimiento. Esto implica la
eliminación del papel del sujeto del conocimiento, lo cual borra de un plumazo el
importante papel que según Wolin desarrolla la imaginación del investigador.
Al cegar al sujeto, el positivismo presume de haber eliminado la ideología del ámbito de
la ciencia, lo cual está íntimamente relacionado con la postulación de toda una serie de
dualismos: ser/deber, hechos/decisiones, etc.
Pero he aquí que conocer es siempre una actividad del sujeto. No es verdad que la
pasividad del sujeto sea condición necesaria del conocimiento escrupuloso. Investigar
es otra cosa que el automatismo de un método que por mor de la rigurosidad impide
trascender lo que está, y en su consagración a los hechos puede consagrar la injusticia
social. Por eso dicen Adorno y Horkheimer:
“En la imparcialidad del lenguaje científico la impotencia ha perdido por completo la
fuerza de expresión, y sólo lo existente halla allí su signo neutral. Esta neutralidad es
más metafísica que la metafísica.” 32
Por eso estos autores sostienen que existe una ciencia de la “neutralidad” y una ciencia
del “compromiso”. La primera es un saber que refleja del objeto lo que éste tiene de
valioso para el status quo. Mientras que la segunda valora del objeto su capacidad de
traslucir la luz de la imaginación, de la que nace la esperanza. Existe, en definitiva, una
ciencia de la degradación teórica, donde la teoría es soldado raso en el batallón
capitaneado por la corroboración empírica. Y otro saber, el de la imaginación teórica,
convencido de que “sólo el concepto permite medir la distancia que eterniza la
injusticia”.
Una vuelta de tuerca
32
ADORNO, Theodor y HORKHEIMER, Max (1998): 37. Es muy interesante ver cómo se pueden cruzar
estas afirmaciones epistemológicas de los teóricos críticos con la propuesta de un pensador actual de lo
político como Jacques Ranciere (EL DESACUERDO): ¿no puede, acaso, haber una relación entre “la
impotencia” que los teóricos críticos quieren que pueda ser “expresada”, y “la parte de los sin parte”?
13
Muy bien. Parece que hemos llegado al final de un recorrido. Podríamos ya estar en
condiciones de afirmar que la investigación, de cualquier género que sea, filosófica o
científica, debe ser crítica o será cómplice.
Dicho sea de paso, caigamos en la cuenta de que la aceptación de estos argumentos
implica un grado de interrelación tal entre las esferas del ser y del deber, que pone en
cuestión la afirmación habitual: “la ciencia política es descriptiva y la filosofía política
es prescriptiva”. Ambas disciplinas (aun concediendo que sean dos) son
descriptivo/prescriptivas. Pues aunque en ciencia política tenga siempre mayor peso la
apelación a la corroboración empírica, en cada paso metodológico (elección de tema,
formulación de problemas, generación de hipótesis, elección de técnicas de recolección
de datos, formulación del marco teórico desde el cual tales datos van a ser analizados e
interpretados, etc.) estará siempre involucrada la “imaginación” del investigador.
Pero el punto al que hemos llegado ¿implica que ya hemos esclarecido la relación que,
aceptémoslo, se da siempre entre el ser y el deber? Parece que no. Pues colegir que tal
relación existe no nos dice nada acerca de las características de esa relación.
Sí hemos logrado entender, en cambio, por qué los investigadores de lo político se han
visto tan poco amedrentados por la falacia naturalista. Siguiendo a Wolf, podemos
simplificar nuestras conclusiones diciendo que la prescripción le da sentido a los
enunciados descriptivos, la descripción le da sentido a los enunciados prescriptivos, y
hay enunciados que tienen “una pierna de cada lado de la división”33.
Pero volvamos a Wolin para tratar de esclarecer la relación entre el ser y el deber. Sin
forzar su argumento, podríamos decir que la imaginación del investigador encuentra
asiento en una “visión política arquitectónica”34. Reforzaremos esta idea afirmando que
no hay autor que carezca de este “impulso arquitectónico”, pues hasta
“el conservadurismo de Burke, por ejemplo, fue un intento de proyectar al futuro un
pasado permanente.”35
Tal visión política arquitectónica funciona de la misma manera que el concepto
hegeliano, tal como lo analiza la Escuela de Frankfurt. El concepto en Hegel nunca es
un reflejo de las cosas, sino que de alguna manera las trasciende. Pues el concepto
contiene una promesa. ¿Qué significa esto?
Theodor Adorno apela al ejemplo del concepto de “intercambio” o “canje”. En cuanto
concepto el canje significa un intercambio de valores iguales. Pero en la práctica el
canje es, desde tiempos inmemoriales, un nombre para intercambiar lo distinto
33
WOLF, Jonathan (2001): 19.
34
WOLIN, Sheldon (0000): 28.
35
Ibíd. Pág. 29.
14
apropiándose la plusvalía del trabajo, según Adorno. Por lo tanto, si bien la formulación
conceptual del canje, en tanto deformación de lo que ocurre en la realidad, es tramposa,
contiene una promesa:
“De anular simplistamente la categoría métrica de convertibilidad, harían su aparición
entre nosotros la apropiación inmediata, la violencia, es decir, el puro privilegio de
monopolios y camarillas. La crítica del principio de convertibilidad como instancia
identificadora del pensamiento busca la realización de ese ideal del cambio libre y
justo, que hasta ahora no fue más que un pretexto.”36
Pensemos en otro ejemplo que tal vez resulte más esclarecedor. Habitualmente se dice
que la democracia es “el gobierno del pueblo, para el pueblo, y por el pueblo”. En la
actualidad sabemos que semejante fórmula no puede ser interpretada al pie de la letra.
Aproximadamente, su sentido equivale a la idea de que se trata de una forma de
gobierno que tiende a expandir un espacio de participación activa de cada vez mayor
cantidad de ciudadanos en los asuntos públicos. Se intenta asegurar mecanismos que
garanticen que las decisiones políticas que se toman sean el resultado de la voluntad de
la ciudadanía, y que no se promulguen normas jurídicas que sean sordas frente a los
intereses de los posibles afectados por ellas.
Esto sería la democracia en idea. Sin embargo, son muchos los autores de acuerdo con
los cuales la relación entre la idea de democracia y su realidad es simplemente
caricaturesca. Muchas veces, en las democracias realmente existentes, las decisiones se
toman sin participación de los ciudadanos y sin que los que toman esas decisiones se
hagan responsables ante aquellos. Muchas veces los imperativos sistémicos, de la
economía por ejemplo, rigen furtivamente el destino de las personas y quitan del ámbito
de la discusión la cuestión tanto de los medios como de los fines que se persiguen
colectivamente. Muchas veces los intereses de vastos sectores de la población ni
siquiera son tenidos en cuenta.
Ahora bien: el investigador que toma la democracia como su objeto de estudio ¿dice
realmente lo que la democracia es cuando se limita a describir su funcionamiento real?
Para los teóricos críticos no. Hacer ciencia sobre la democracia sólo puede significar
estudiar lo que es a la luz de un deber que encuentra su asiento en la fantasía del
investigador. Pero de una fantasía que nace de las exigencias que los tiempos y las
circunstancias imponen a los hombres.
Las constataciones del científico sólo adquieren un sentido cuando están atravesadas de
un compromiso con el concepto. Lo cual equivale a decir: de un compromiso con una
promesa. Parafraseando a Adorno, la referencia a la democracia en idea impide que la
democracia real sea impunemente compatible con el privilegio de monopolios y
camarillas. En las democracias reales puede haber monopolios, y puede haber
36
ADORNO, Theodor (1975): 148.
15
camarillas que se impongan con violencia abierta o disimulada. Pero la ciencia social
crítica siempre podrá y deberá, basándose en el concepto, criticar esta situación. Y
criticar es señalar la distancia entre el concepto, o la idea, y la realidad.
Obviamente, ciencia no es sinónimo de crítica. Pero la ciencia es una forma de
conocimiento crítico. Y se trata de una forma de conocimiento que renuncia a su
pretensión de pureza y neutralidad sin por ello renunciar al método y a la rigurosidad.
Se podrá argumentar que la idea es, por principio, irrealizable. Lo aceptamos
plenamente. Esa es, pretendemos haberlo esclarecido, la relación que se entabla entre el
ser y el deber. Se refieren mutuamente, pero la distancia que los separa no puede ser
saturada37. Cuando la idea se hace realidad, deja de ser idea. Por eso no hay status quo
que no sea criticable.
El deber ser es, entonces, irrealizable. Pero también ineludible. Pende sobre todo lo que
es como una suerte de espada de Damocles. Y lo dicho nos sirve para caracterizar,
aunque sea provisoriamente, la relación que el investigador de lo político ha de asumir
entre ambas esferas lógicas. La resumimos así: desde el ser el deber ser es imposible,
pero necesario.
BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA
37
Badiou reflexiona de manera parecida cuando escribe sobre una comunidad imposible y sobre la
sutura del nombre. Con respecto a esto, dos citas:
“La política real, esa que se nos predica, excluye toda idea… y es éste el imperativo del tiempo: gobierna
todas tus acciones y todos tus pensamientos de modo tal que esas acciones y esos pensamientos
atestigüen que la comunidad es imposible. O también: actúa sin idea” (pág. 207-208)
Y:
“Pero si, bajo una ley política, se declara que en adelante la verdad es coextensiva a la situación…
entonces lo que en lo real se exceptúa de esta ley, lo que resiste la nominación, y eso existe siempre,
cae bajo un veredicto de muerte.” (pág. 217)
La primera cita nos sugiere que no puede haber obrar humano que no se inspire en la idea. Y la tarea del
investigador forma parte del obrar humano.
La segunda cita nos sugiere que la distancia entre lo que es y lo que debe ser debe existir. Pero la
existencia de tal distancia sólo es posible a través del reconocimiento de la legitimidad de ambos polos.
El resultado de que ambas esferas se fundan en una es el silencio: el que impone el totalitarismo que
anula los matices o el que impone el positivismo que no permite nombrar la impotencia. Cfr. BADIOU,
Alain (2002): 205 y ss.
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-
ADORNO, Theodor y HORKHEIMER, Max: DIALÉCTICA DE LA
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-
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2001.
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