BARRIO DE LAS VENTAS Por aquellos tiempos el barrio de las Ventas crecía anárquico, a golpe de ladrillo doble y parco en andamiaje. Las casas del dieciocho de julio, con sus brillantes placas en la fachada, jalonan la carretera a su derecha después de la iglesia, enfrente, en desordenada simetría, más casas más de paleta que de arquitecto. Sus moradores, gentes nuevas, desertores de los pueblos en busca de oportunidades. El tren del Hullero ponía frontera, con sus raíles brillantes, imitando a la carretera en su recorrido. A veces disputa con ella en velocidad y en ruido, mientras les miramos pasar. Era muy entretenido. Teníamos grandes explanadas en tórrido barro. En los días de lluvia las aguas bajan desde Cantamilanos, de los Hospitales, desde las lomas, a disputar los caminos. Cruzan la carretera, bajan a las vías y se pierden por las presas camino de la ciudad. El trasiego de gentes, de vehículos, animales y personas es constante. Las lecheras, con sus burros, bajan madrugadoras de Nava, de Villaquilambre, de Villasinta. Lo mismo hacen los obreros con sus bicicletas, o andando. Los más acomodados lo hacen en el autobús que conduce Cayo. Para el Hospital nunca faltan caminantes ni vehículos con sus cajas de muertos. San Antonio, que da nombre al hospital, es un poco descuidado. Se le mueren los internos. Subiendo para arriba, las tejeras. Hay unas cuantas. Es que todo esto es puro barro entre rojo y amarillo en el color. Las chimeneas no paran de ensuciar el cielo para que el horno no se apague. En las eras los ladrillos se secan a la espera de llenar la panza del horno. Después salen fortalecidos, para almacenarse mientras llega el trasiego que les espera para hacer las casas. Los ladrillos, algunos parecen viejos, los obreros que les hacen, no. Estos curvan sus lomos a golpe de pala y carretillo, sudan y sudan mientras el sol y el horno calientan sus cuerpos. Son hacedores de ladrillos. Los días de fiesta las gentes visten ropas nuevas, más lavadas. Por la mañana es hora de misa. A ésta van los precisos que, a decir verdad, son pocos. Frente a la iglesia siempre están los gitanos. Los domingos se les ve menos, los días de diario mucho más. Este es un barrio de gitanos y de payos agitanados, que todo se pega. Cuando te preguntan en la ciudad de donde eres, mejor no digas que de las Ventas. No se lleva pero que nada. Así que lo dices, “Joder, qué barrio”, te contestan. Si dices: “de Corea”, ni te cuento. Por más que a este se le llama el barrio de La Inmaculada. Los muchachos del barrio, al principio le ves un tanto así. Luego, cuando los tratas, son como todos; solo las costumbres son distintas. Eso que llaman educación, que, bien mirado, de poco te vale para relacionarte con ellos, más bien les espanta. Un “por favor” te expone a que te ignoren o te miren como un bicho raro. Al fútbol juegan que se las pelan. A las cartas, ni te cuento. Lo mismo da tute que brisca, a la escoba, al bacarrá y sobre todo a los montones, que empiezan poniendo de perrona y terminan a peseta, que no sé de dónde sacan el dinero. Siempre terminan en gresca y, después de muchos empujones, todo queda en nada y se van para el cine a ver una de indios. En todos los grupos hay un líder. Aquí lo había. Le llaman “el Loco”. Tardé en aprender su nombre. Luego digamos que se me olvidó. Fue al poco de llegar al barrio. Estaba de mirón en la partida de cartas. Algo le sentó mal al “loco” y empezó a repartir estera. Ellos se defendían con un “déjame en paz”. De pronto se me quedó mirando. Es rubiajo, con pelos espantados, de ojos azules inexpresivos. La risa le hacía juego. “Contigo no me atrevo por ser nuevo”, me dijo. “Si es en bromas, a mí no me importa luchar”, le conteste. Tal cosa dijera, que en un descuido, me cogió por atrás, inmovilizó mis brazos, me agitó para un lado y para el otro, me subió y bajó a su capricho. Fue cuando decidí que soportara todo mi cuerpo y, con las piernas por detrás, trabé las suyas mientras me encogía. Busco el momento y, al estirarme con fuerza, se cae conmigo al suelo, pero yo encima. Después fue fácil. Más hábil que forzudo, le hice una llave y así le tuve un buen rato, mientras él, dolido, me rogaba le soltara. Los demás chicos me miraban incrédulos. Le ayudé a levantarse. Él me dio la mano. Esto cambió mi vida, pues, a partir de este momento “el Loco” me respetó y los otros chicos me admiraron, pues el lance corrió por todo el barrio y muchos quisieron ser mis amigos Siendo el motivo esencial para mí buscar un trabajo, y puesto que no conocía la ciudad, necesitaba un cicerone. Pronto encontré quien me acompañara. Y así, con tres rapaces, una tarde salí a buscar empleo. La ciudad para mí era una desconocida, así que me dejé guiar por ellos y recorrimos las calles preguntando donde ellos consideran oportuno, si necesitan un pinche. Por mi edad era a lo más a que podía aspirar. No sé los sitios que recorrimos, fueron muchos y en todos un “no”, pues la imagen no debía ser muy apropiada por la pinta de pillastres que dábamos. Cuando entramos en el patio del que después seria mi jefe, al perro no le agradó y nos puso frontera. A sus aullidos salió un hombre de recio bigote e igual cuerpo, e inquirió: - ¿Qué buscáis? - Trabajo, dijimos al unísono. - ¿Para todos? Bueno, necesito un pinche. ¿Quién de vosotros? Ellos apuntaron que para mí. Y así entré en conversación. Respondí cuanto el hombre me preguntó. Al día siguiente ya estaba trabajando. Hago constar que el hecho de que dejaran el trabajo no fue por su amabilidad sino porque a ellos, más bien, lo de trabajar les resbalaba. Más tarde, siguiendo sus vidas, me di cuenta. El taller era de calderería. Allí se fabricaban tolvas y cribas para las minas de carbón. Del oficio aprendí poco; de la vida, un montón atendiendo a las conversaciones de los mayores. Se sabían las vidas de los vecinos con sus intríngulis de amores y infidelidades. Los bares, ni te cuento. Un día me mandó el jefe a llevar un recado a su madre. Me acompañó el pinche al que yo suplía, que se sentía muy feliz por el ascenso a peón. Nos abrió la puerta la criada que, según me dijo, era su novia. No se lo que vería en mí la chica, que se prendó de mi figura. Fuera por eso o no, rompieron las relaciones. Así me lo contó él un día. Doy fe de que yo no hice nada, de momento. Fue más tarde cuando consolé a duras penas sus anhelos. He de confesar que, al ser yo nuevo en esas lides, no le fui de gran remedio. El recado que se me encargó no era otro que el llevar cien pesetas a la madre del jefe. Cuando se lo di a la señora, me dice sólo esto: - Es que eran veinticinco. - Es lo que me dio, señora. Ella entró bufando para casa. Llamó al hijo para reprocharle el no darle la cantidad pedida. - Madre, es este rapaz, que es nuevo y perdió los ceros por el camino. Luego me diría: - ¿Se enfadó mucho? Con las chicas tenía éxito, pero no mucho, a decir verdad, pues, aprendiz de todo, en los lances del amor, un principiante Una vez me confesó una que se había apostado con su amiga quién salía primero conmigo. La verdad que lo lograron las dos. De esta forma nunca bajé a trabajar solo, ya que me llamaban y subía y bajaba con ellas. Muchas eran modistillas, aprendizas de sastre, pantaloneras; otras, dependientas; las más, cuidadoras de niños. El oficio de los chicos, muy variado; recaderos con las bicis de los jefes, que se la dejaban subir a la hora de la comida; camareros, a los que las propinas y sus birles les hacían disfrutar de un alto estatus por sus gastos. Pinches de todos los oficios, siempre en litigio por la disputa de cuál era el de más futuro. Dependientes; a éstos se les conocía por sus ropas, siempre limpios y aseados. Las chicas sabían el calendario de las fiestas de memoria. De las verbenas de los barrios, que todos tenían su día. Estas se celebraban en la calle o en las plazas. Unas cadenetas, los vendedores de chuches y el churrero. La música corría a cargo de Aller con sus grandes altavoces y el tocadiscos. El repertorio, muy variado, con las canciones de moda. ¡Qué cosa!, hasta las canciones sé sabían por la radio. Los chicos estábamos más retrasados en estas materias En lo de bailar, ni te cuento que se pasaban las pobres bailando entre ellas por parejas. El “ir a sacar”, un problema. Podrías gustar tú y no tu compañero. Terminabas reventado de tantas calabazas. Prometo que puse mucho empeño en eso de las relaciones. Lo mismo me pasó con el baile; no tardé ni un año en estar licenciado y, así que podía, me iba a practicar donde sonara una melodía. Que me los recorrí todos, e hice amigos y sobre todo amigas, con las que procuraba ser respetuoso y un tanto zalamero. También tocón, al decir de algunas. No me faltaron descalabros por su culpa, y he de contar uno que me marcó mucho, pues fue de de recién llegado al barrio. Me fui solo al cine de las Ventas, a general, claro, por lo del dinero más bien escaso en ese tiempo. Delante de mí una muchacha que yo vi muy agraciada. Se levanta y me mira. Yo intento ligar con ella. Ni me acepta ni rehúye mis requiebros. A su lado un muchacho con el que me parece que discute. La película, con las luces apagadas, absorbe la atención de todos. La chica se revuelve en el asiento, vuelve la cabeza y algo me dice. Me acerco para escucharla y, en ese momento, el rapaz que está con ella me da un tortazo. Todo el cine se revuelve, se pide silencio. Yo estoy acobardado. Temo que el acomodador me expulse. Me quedo quieto, con la rabia contenida. Pasado un rato, toco en el hombro al susodicho. Cuando se levanta, le devuelvo el bofetón. Otra vez las gentes piden silencio. Los dos nos sentamos. Fue cuando me dijo: “a la salida te espero”. No vi más cine. Allí estaba yo solo sin conocer a nadie a la espera del desafío del muchacho. Cuando terminó la película y dieron las luces él se dirige a mí y me repite: “a la salida te espero”. Y, mientras bajaba de las gradas, me hacia gestos. Lo veía grande, robusto. Más de cuatro años me sacaba. No tenía por dónde salir corriendo, así que decidí jugármela y afrontar el desafío. Fuera, en la calle, él y sus compinches se me enfrentan. ¡Qué bailes! ¡Qué aspavientos!, como lo hacen los boxeadores buscando soltar el golpe. Yo le busqué el abrazo, y con una llave lo tiré al suelo. Sus amigos me cogen a y allí viene con el puño a darme. En un esfuerzo me solté de los brazos que me aferraban y me lancé por él. Lo cogí y en buena hora lo tire al suelo. Le hice una llave con el brazo por la espalda y apreté y apreté hasta dejarle allí rendido. En un acto quizás demasiado chulesco le quité una visera que llevaba y me la puse. Mientras me alejaba unos chicos se acercaron y me dijeron: - Muy bien, chaval ¿de dónde eres? vaya lección que le has dado al Vareta. También una muchacha me felicita por la pelea, y se ofreció para ser mi amiga. Y lo fue. Luego la vida la llevó por otro camino. De estas experiencias y de otras voy sacando provecho y a fe mía que, al contarlas, quiero sírvales de ejemplo a los que por sus años estén en esos tiempos de aprendices de todo, por más que piensen que ellos son distintos o que son otros tiempos. Con los muchachos me pasó lo que vemos que hacen los animales que marcan su terreno. Me dejé llevar y, cuando creía que se sobrepasaban los límites de la decencia, imponía mis principios. Casi todos los aceptaban. Por falta de dinero o por otros motivos no fui hombre vicioso. No me gustaba la bebida, y, de las mujeres, me conformaba con sus besos. Hay una edad en que el joven se plantea las experiencias del sexo; pienso con razón el dicho que es para contarlo a los amigos. Algo así me pasó a mí y, cuando llega la ocasión, en vez de rehusarla lo acepté. Atrás quedaban la Normal y la Cruz Roja. La tripa reclamando la merienda. Subía, como siempre, ensimismado en mis devaneos cuando topé con ellos. Son los Pacos, mis amigos nuevos, que me eché por el lance del Loco. Fueron directos: - Vamos a putas. ¿Tienes dinero? - El caso es que yo nunca he ido. - Nosotros sí, todos los sábados Contamos el dinero que teníamos. No era bastante, pero dijeron: - Al ser tres, igual nos hacen descuento. No supe negarme. Es mas, tenía el prurito de saber cómo era eso, de conocer esas mujeres muchas veces idealizadas, por sus ropas, por sus perfumes, por ese hálito de misterio. Ellos me contaban sus experiencias, para mí un tanto exageradas. Caminando por las calles estrechas, un tanto sucias, entre los muros de las murallas de la calle de los Cubos, en una paralela, está la casa de la Abuela. Allí nos dirigimos. Es el barrio San Lorenzo. Este santo muy mal cuida el rebaño, pues los sábados, sobre todo, llenó está de lobos en busca de las ovejas. Tiene cerca la catedral y el palacio del obispo. También tiene conventos de órdenes distintas y unas presas de aguas más bien sucias, que van buscando el río Torío para lavar sus penas. La casa de la Abuela el negocio lo tiene en la planta baja, digamos el recibidor o sala de visitas. Lo que yo vi, un cuartucho sin ventanas, al que una bombilla reparte sombras. Las señoras putas, con grandes risas y ademanes, galantean con los clientes, todos ellos de mala catadura, de miradas libidinosas y torpes galanteos. Me sentía mal a la vez que expectante. Para afianzar mi hombría fingí interés por una joven que estaba en plática con los Pacos. Estos me llaman para el pasillo que da al cuarto. - No puede ser. Dice que dos sí, pero que tres la reñiría la Abuela. - Mejor echamos a pajas. - Saca, me dice el Paco chico. Tiré del palillo que me ofrecía. - Perdiste, es el pequeño, mientras me mira tratando de estudiarme. - Espéranos en el bar del Tuerto. En el bar, mientras daba cuenta de un bocadillo de sardinas, entré en razonamientos pensando en las licenciosas costumbres de los Pacos, la falta de principios, que solo el instinto mueva sus vidas. …Son primarios, no saben de remordimientos. Sin embargo, son felices y viven el momento. Cuando aparecieron en el bar les vi desilusionados o fingían estarlo por lo que ellos consideraban una faena que me habían hecho. Pidieron unos vinos y se lanzaron con gran algarabía sobre el futbolín. Entraron en apuestas; cincuenta céntimos la partida. No entré al juego. Ellos daban gritos mientras las bolas rugían en los golpes sobre las tablas de la máquina y de los tiesos jugadores aferrados a las barras. ¡Cuánto entusiasmo al celebrar los goles! Al poco apareció un hombre de esos que en estos barrios tienen parroquia. Por sus ropas chulo era. Y también lo era por sus gestos. Para fumar una boquilla, también tenía mechero de benzina. Pronto entraron en partida, a peseta la apuesta. Sólo perdió la primera. Mientras los Pacos lo celebran, él, con una risa burlona, les contempla. Las siguientes, de él fueron todas y más haría de no ser que el dinero sobrante del festejo de las putas se perdió en el intento. Terminé haciendo de prestamista. Llegado que fue el momento de abonar la consumición por ellos requerida, por más que rebuscamos en los bolsillos, ni una calderilla quedó. - Invítanos tú, le dicen al chulo. El rufián de mil partidas dijo: - ¡No! Y torció el gesto. El dueño del bar, tuerto no porque le faltara un ojo, sino porque solo tenía uno, al igual que Polifemo, llamó al hijo, un mostrenco con dos ojos. Solo eso le diferenciaba del padre; en lo demás, lo mismo. Y en los gestos. - Padre, pásame el garrote. Así vi salir debajo del mostrador un palo de nudos lleno que, a mí parecer, de roble era. Por mor de la estatura, digo yo, o por algo que adivinar no puedo, se dirige a mí y me exige que le abone la consumición. Le razoné que la mía pagada estaba. Mas él, blandiendo el garrote, se me acerca. Sólo tiempo tuve de coger una silla de recia madera construida, y con ella como escudo me dispuse a defender la fortaleza. Paco chico ya se había marchado y el otro me buscaba la espalda para protegerse. Andábamos en eso de “te mato, ladrón”, “me pagas o aquí dejas la crisma”, mientras yo aferraba con fuerza la silla, cuando dos señoras putas, desde la barra, se ofrecieron a pagar la cuenta. Él tornó el garrote a su despensa y yo posé la silla. Di las gracias a las damas. Ellas contestaron con una sonrisa. La noche llegó a hurtadillas poniendo crespones a la muralla, oscureciendo las calles que recorríamos con temblores en las piernas, razonando el mal comportamiento del Paco chico, que nos dejó solos en la refriega. De pronto lo descubrimos subido en un saliente de los muchos que la muralla tiene. Necio es razonar con un cobarde. Mas, llevado por la pasión, fueron muchos los reproches e improperios que le dirigimos, a los que él respondía con silencios. Pasado un rato, los tres nos reiríamos acordándonos del Tuerto. Más tarde alguien me contó la historia del pellejero, cliente habitual de estos lugares, borrachín y mujeriego, al que el camión de la basura atropelló en la calle que dicen de los Cubos. Genaro se llamaba. Genarín en el recuerdo, pues en Semana Santa sus cofrades celebran el entierro. Las gentes se lo pasan a lo grande el día del festejo. Suerte tuve de no servir de icono, de haberme matado el Tuerto.