4- Aspectos Médicos-Clínicos: Sufrimiento, Cuidados

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Sal Terrae 98 (2010) 613-626
Cuidar y acompañar
en el sufrimiento
José María GALÁN GONZÁLEZ-SERNA*
El principio bioético de no maleficencia es la base de toda la ética
médica desde los tiempos hipocráticos1. Este principio tiene como
exigencia el imperativo ético «no matarás», que viene siendo el eje
fundamental de la norma legal que defiende la vida y su protección. El
respeto a la vida es el derecho fundamental más condicionante para
lograr una convivencia pacífica en las sociedades humanas.
El término «eutanasia», en su sentido etimológico (buena muerte),
prácticamente ha dejado de tener uso social. El significado actual del
término «eutanasia» se refiere a la conducta, por acción o por omisión,
intencionalmente dirigida a terminar con la vida de una persona que
tiene una enfermedad grave e irreversible, por razones compasivas y
en un contexto médico. Cuando se habla de una ley de
despenalización de la eutanasia, se está hablando de una legislación
según la cual no existiría impedimento legal, bajo determinadas
condiciones, para esta práctica dentro del ejercicio de la Medicina, en
contra de lo que ha sido su ética tradicional2.
¿Qué significa una solicitud de eutanasia?
La angustia ante la muerte y la incertidumbre sobre la manera de
morir, en parte ocasionada por la mala práctica de muchos
profesionales que no llegan a atender correctamente al enfermo en la
fase final de su existencia, genera en algunas personas la solicitud de
eutanasia.
El miedo a la deshumanización del proceso de la propia muerte les
lleva a buscar un autocontrol, un límite vital libremente escogido,
sobre esta experiencia para hacerla menos dolorosa o prolongada. Así,
algunos grupos sociales demandan un supuesto derecho a la muerte,
para que llegue a ser legalmente posible exigir a otros que terminen
con su vida o que les ayuden a finalizarla aportando o aplicando
medios letales para ello3.
«Muerte digna» sería para este grupo la capacidad de elegir, en un
proceso de enfermedad terminal, el momento de la propia muerte y
asegurarse de que van a contar con quien esté dispuesto a ayudar o a
realizar los actos necesarios para que esta se produzca.
Como esta conducta requiere un actor, se pide que el causante de
la muerte sea un profesional de la salud, en concreto un médico,
entendiendo que el médico, obligado tradicional y legalmente a hacer
el bien al enfermo, no abusará de la prerrogativa que una supuesta
despenalización supondría para suprimir la vida de una persona a
petición propia.
De esta forma, en la literatura sobre este asunto surge el concepto
de «muerte médicamente asistida» como aquella en la que el médico
proporciona los medios o realiza las acciones necesarias para suprimir
la vida de una persona a petición de esta cuando se encuentra en una
situación de enfermedad sin tratamiento curativo, abocada a la muerte
en un plazo más o menos breve o sujeta a penosos sufrimientos por las
limitaciones funcionales que impone y sin tener perspectivas
razonables de mejoría o curación4. Se trata de la hasta ahora
denominada «eutanasia activa», directa, voluntaria, y del suicidio
asistido, que nos señalan la doctrina jurídica actual o la moral
tradicional como delitos en contra de la vida humana.
El médico, garante de la vida humana
La deontología médica afirma que el médico nunca deberá provocar
intencionadamente la muerte de ningún paciente, ni siquiera en caso
de petición expresa por parte de éste5.
El profesional de la salud es garante de la vida humana ante la
sociedad que le permite ejercer esta profesión. Se le exige que vele por
la vida y que ofrezca todos los medios disponibles en favor de la
supervivencia, siempre que los riesgos o efectos adversos de las
terapias no superen los beneficios objetivos6.
La situación legal vigente establecida por el Tribunal
Constitucional Español, interpretando nuestra Carta Magna, no solo
incluye el derecho a la vida, sino que excluye un supuesto derecho a la
muerte. Esto significa que la vida es un valor jurídico indisponible a
voluntad propia, y no tenemos el derecho de pedir a nadie que termine
con nuestra vida sin solicitarle que cometa un delito tipificado por la
ley y penado con la cárcel.
Hoy en nuestro país a nadie le es posible, legalmente, exigir a otro
que le mate o que le ayude a acelerar la propia muerte. Sin embargo,
el derecho a la asistencia sanitaria sí debe incluir el cuidado de la vida
cuando esta llega a su fin, aliviando el sufrimiento y proporcionando
los medios para una muerte tolerable7.
Nuestro código penal tipifica como delito la conducta que causara
o cooperara activamente con actos necesarios y directos a la muerte de
otro por petición expresa, seria e inequívoca de este, en el caso de que
la víctima sufriera una enfermedad grave que conduciría
inevitablemente a su muerte, o que produjera graves padecimientos
permanentes difíciles de soportar8.
Por lo tanto, la tipificación de esta conducta penada exige que se
cause la muerte o que se coopere activamente con actos necesarios y
directos a la muerte del otro. Esto se puede realizar por «comisión» o
por «comisión por omisión»:
– Por «comisión», haciendo daño suficiente para suprimir la vida
hasta causar la muerte; por ejemplo, aplicando tóxicos letales.
– Por «comisión por omisión», dejando de hacer médica o
asistencialmente lo que deberíamos hacer en orden a respetar,
proteger y cuidar la vida y, a consecuencia de esta omisión de
asistencia, causar la muerte9. No aplicando o retirando
cuidados o tratamientos debidos al caso. Omitiendo la
asistencia obligada.
Dicho lo anterior, creo que es importante precisar el concepto de
muerte «digna», pues evidentemente la muerte es, sobre todo, una
realidad indigna. La mayor indignidad para un ser humano, ya que
extingue su vida, que pasa del ser al no ser biológico.
Cuando se afirma la dignidad de la vida humana, se hace
fundamentándose en que la vida posibilita el hecho mismo de ser. La
consideración de «digna» exige el consiguiente respeto por parte de
cada uno y de los demás y es fundamento de «merecimiento» de
cuidados. El merecimiento genera el derecho a que los otros la
respeten. La protección de la vida sí es un derecho.
La muerte, por el contrario, no es un derecho, porque supone la
anulación de la vida biológica, es decir, del ser ontológico. Nadie tiene
derecho a provocar la muerte de otro, a aniquilarlo para que deje de
ser. Ni siquiera uno mismo debería autoaniquilarse. Sabemos que, a
pesar de que el suicidio no esté penado por la ley, la conducta suicida
debe evitarse por quienes están próximos al que la intenta, y sí se
penaliza la ayuda al suicidio.
Por ello, en lugar de defender la dignidad de un acontecimiento
indigno hablando de una «muerte digna», quizá sería más práctico
preguntarnos si la manera en que se produce la muerte y la vivencia
subjetiva de su acercamiento inexorable como aceptación de la
condición humana es digna o indigna de una persona. Es decir, si se
muere dignamente.
Esta cuestión tan fundamental nos orienta a dar una respuesta ética
que debería consistir en proporcionar la ayuda necesaria para que el
trance acontezca de la forma menos dura y más aceptable y pacífica
posible, incorporando medidas que produzcan el máximo alivio y
apoyo a las necesidades que presenta el enfermo en esta fase final de
su vida.
Los Cuidados Paliativos, respuesta integral
al sufrimiento humano al final de la vida
Pero ¿basta, en la atención al enfermo terminal, con no matar?
El mismo principio de no maleficencia, que nos recuerda que no
se debe hacer mal o daño, que debe prevenirse y remover dicho daño,
incluye la obligación de hacer o promover el bien, dando paso al
principio bioético de la beneficencia.
El profesional sanitario contrae un compromiso especial de no
hacer el mal y sí hacer el bien a sus pacientes, y así lo espera la
sociedad que regula este compromiso, otorgándole una clara exigencia
jurídica. Se trata de la obligación de garantizar una acción positiva en
favor de la vida que incluye cuidar la calidad de vida10, también
cuando el tiempo vital se acerca a su fin ante la proximidad de la
muerte.
Hacer el bien al enfermo terminal exige atender la complejidad de
esta situación centrándonos en la difícil experiencia humana del que
está próximo a este momento con el afán de dar una respuesta correcta
a lo que significa una experiencia vital límite.
De manera especial, precisamos caer en la cuenta de que, entre las
múltiples y cambiantes necesidades del enfermo, es su vivencia
subjetiva del proceso la que debe ponerse en un primer plano a la hora
de proporcionar ayuda.
Si nos entendemos como seres dignos, valiosos, respetables,
procuramos que nuestra vida sea vivida con unas condiciones dignas,
es decir, en concordancia con el valor que nos reconocemos como
seres humanos. Y el deseo de vivir dignamente incluye sin duda el
deseo de morir dignamente, es decir, en unas condiciones propias de
un ser valioso. Valioso por el hecho de ser humano y, muchas veces,
por haber generado vínculos vitales significativos con personas, con
proyectos, con el mundo, con el cosmos y con Dios. Seres cuya vida
ha tenido un significado, un sentido. Una orientación a valores como
la libertad, la amistad, la solidaridad, el amor, la capacidad de
transformar nuestro entorno y la propia naturaleza.
Para atender adecuadamente la dimensión subjetiva de la
enfermedad se requiere un abordaje terapéutico integral que genere la
experiencia de confort físico suficiente y que, a su vez, permita
atender las necesidades psico-espirituales, sociales y religiosas del
morir.
Aunque los profesionales de la salud estamos cada vez más
sensibilizados ante el sufrimiento físico de los enfermos, podemos
observar cómo en nuestra sociedad actual existe un rechazo ante la
realidad de la muerte y del sufrimiento subjetivo que esta conlleva.
Nosotros, los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, no
estamos en absoluto preparados para el diálogo con la muerte y el
moribundo; es más, solemos rehuirlo, quizá porque en ellos, los
moribundos, descubrimos nuestra propia limitación y nuestra propia
muerte. Esto nos provoca temor. Además, ni que decir tiene que el
acercarnos a la persona que sufre y establecer una relación de ayuda,
de soporte para su sufrimiento, nos supone un esfuerzo especial para
el que no solemos estar preparados. Nadie nos ha preparado para el
momento del morir. ¿Qué palabra decir? ¿Qué gestos y actitudes
mantener? ¿Qué sentido de la situación transmitir?
La atención a los aspectos subjetivos del morir requiere hoy
facilitar una asistencia en la que se persiga, como objetivos esenciales:
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Morir con el mínimo sufrimiento físico, psíquico o espiritual.
Morir sin dolor.
Morir acompañado de los seres queridos.
Morir bien informado, si se desea.
Morir pudiendo rechazar los tratamientos que uno no desea.
Morir en la intimidad personal y familiar.
Morir de acuerdo con las propias creencias.
Morir a tiempo y en paz.
Consecuentemente, lograr la muerte en paz exige el
acompañamiento del paciente y una continuidad asistencial de calidad
que garantice sus derechos en la fase final de su vida, proporcionando
una terapia activa e integral orientada a lograr una muerte
subjetivamente tolerable.
Para ello se hace necesario el abordaje integral del enfermo y la
familia como unidad a cuidar, la promoción de la autonomía y la
dignidad y el entorno de un ambiente adecuado.
Aunque se están dando pasos importantes para la implantación de
los Cuidados Paliativos en el Sistema Nacional de Salud español, aún
falta un significativo esfuerzo, tanto de carácter científico como
asistencial y político, para alcanzar cotas adecuadas y equitativas de
asistencia a toda la población.
Así, el Ministerio de Sanidad y Consumo, en su documento
«Estrategias en Cuidados Paliativos del Sistema Nacional de Salud»,
editado en 2007, identifica una serie de necesidades, entre las que
destaco:
– Necesidad de universalización de los cuidados paliativos.
– Inequidades en la accesibilidad.
– Dificultades en la definición de terminalidad, particularmente
en pacientes no oncológicos.
– Escasez de programas dedicados a pacientes no oncológicos.
– Escasez de programas dedicados a pacientes pediátricos
oncológicos y no oncológicos.
– Inicio tardío de las actuaciones paliativas y falta de continuidad
de las mismas.
El objetivo de los Cuidados Paliativos
La Organización Mundial de la Salud (OMS) define los cuidados
paliativos (CP) como «el enfoque que mejora la calidad de vida de
pacientes y familias que se enfrentan a los problemas asociados con
enfermedades amenazantes para la vida, a través de la prevención y
alivio del sufrimiento, por medio de la identificación temprana y la
impecable evaluación y tratamiento del dolor y otros problemas
físicos, psicosociales y espirituales»11.
El objetivo prioritario de los cuidados paliativos es ayudar al
paciente a afrontar humanamente el proceso de su propia muerte,
logrando una mejora de la calidad de vida y confortabilidad en esta
situación final12.
El buen morir o la buena muerte requieren que, verdaderamente,
se asegure la posibilidad de ejercer las propias opciones personales en
esta fase final de la vida. Lo que para alguien puede ser una muerte en
condiciones tolerables, para otra persona puede serlo en condiciones
intolerables. Por lo tanto, se hace imprescindible respetar e incorporar
a este periodo vital los valores, creencias y deseos del paciente. Tal
incorporación se traduce en su participación activa en la toma de
decisiones sobre su tratamiento, sobre el lugar donde desea vivir este
último periodo, sobre cuestiones familiares, espirituales, religiosas,
legales y otras.
Un elemento importante para lograr dicho objetivo es la
información veraz, realizada de forma asumible, sobre la situación real
y el pronóstico. Una comunicación adecuada, seguida de un
acompañamiento cualificado, permitirá al paciente mantener una
esperanza razonable sobre su destino basándola en el logro de metas
paliativas en el corto plazo que tienen como prioridad lograr una
experiencia de muerte pacífica, reconciliando al enfermo con su
situación13.
Una prioridad fundamental es el alivio de los síntomas, entre los
que el dolor suele tener un gran protagonismo, que provocan
sufrimiento y deterioran la calidad de vida del enfermo en situación
terminal. Con este fin se emplean diversos fármacos y otras medidas,
entre las que destacan los analgésicos o sedantes que habrá que
aplicar, contando con el consentimiento del enfermo, para alcanzar los
objetivos terapéuticos.
El paciente terminal debe participar y guiar la toma de decisiones
asistenciales sobre su proceso, de forma que la persona con una
enfermedad grave, probablemente irreversible o de muy difícil
curación, pueda optar o no por los tratamientos que en su medio se
consideren proporcionados, pudiendo rechazar responsablemente
medios excepcionales o desproporcionados, o alternativas terapéuticas
con probabilidades de éxito, a su juicio, dudosas. Esta actitud del
paciente debe ser respetada y no puede confundirse con una conducta
suicida14.
Para los profesionales de la salud no existe obligación ética ni
legal estricta de mantener forzadamente en vida, mediante medios
técnicos, a un paciente abocado a la muerte por inexistencia de un
tratamiento eficaz15, por lo que la aplicación de medidas terapéuticas
está muy condicionada por los propios deseos del paciente, que deberá
aceptarlas o rechazarlas16. El enfermo, en este caso, puede solicitar
libremente el rechazo de un tratamiento médicamente indicado para
tratar de prolongar la vida, si es que solo se conseguiría prolongar una
situación de sufrimiento sin esperanza de curación17.
No obstante, la moral católica marca unos límites a la retirada de
tratamientos cuando afirma que, «aunque la muerte se considere
inminente, los cuidados ordinarios debidos a una persona enferma no
pueden legítimamente ser interrumpidos»18.
Dentro de los cuidados y tratamientos obligados incluye
explícitamente, a modo de recomendación, los cuidados espirituales,
la alimentación, la hidratación, el dolor, la higiene, la prevención de
las complicaciones del enfermo encamado19.
Para una ética civil, la retirada de tratamientos a solicitud del
paciente, ante la proximidad de una muerte causada por la evolución
biológica inevitable de una enfermedad terminal, tampoco sería
considerada suicidio.
Sedación paliativa como medida terapéutica de excepción
Por otra parte, hay que tener en cuenta que la eficacia del alivio del
sufrimiento es a veces limitada, y nos encontramos con situaciones en
las que los tratamientos y cuidados paliativos, aun utilizados
correctamente, no lo contrarrestan suficientemente, e incluso puede
producirse una situación insoportable para el paciente. Se trata de una
circunstancia de refractariedad a las terapias comunes que no lograrían
aliviar su sufrimiento. Es en estos casos cuando estaría justificado
emplear fármacos para disminuir la conciencia como remedio
terapéutico y, por ende, la percepción de sufrimiento que presenta el
enfermo, y evitarle así una situación no soportable y, como
consecuencia, su desesperación. Para ello se le propondrían los
protocolos de sedación paliativa.
Ciertamente, no debemos confundir la aplicación de tóxicos con
intención y resultado de muerte, que sí sería una conducta eutanásica
punible, con la administración de sedantes al paciente con síntomas
refractarios que le originan sufrimientos intratables y que necesita de
un medio terapéutico para calmar su sufrimiento, pero sin que el
fallecimiento sea finalmente ni causado ni pretendido por dicha
sedación20.
Si la sedación se realiza correctamente, no tiene por qué provocar
la muerte del enfermo, y sus límites se sitúan precisamente en que
para eliminar el sufrimiento se hace perder al sujeto otras capacidades
cognoscitivas, emocionales o de relación, manteniendo al sujeto en un
estado de estupor del que difícilmente puede salir sin volver a padecer
el mismo sufrimiento. Este estado de inconsciencia implica una
pérdida de autonomía que es un derecho fundamental del enfermo y
del que no podemos privarle sin causa clínica justificada y, además,
contando con su aceptación o consentimiento informado.
Ya que el respeto a la vida humana y la asistencia paliativa
dignifican el proceso del morir, es conveniente que nuestro derecho
positivo recoja bien el derecho esencial de todos a que la fase final de
la vida resulte lo más tolerable posible y se nos permita ejercer nuestra
libertad de tomar decisiones en este más difícil vivir en el que la
muerte esté próxima. Para ello sería interesante asegurar, incluso
legalmente, los derechos de los ciudadanos en cuanto al proceso digno
de su muerte21.
El caso de los Estados Vegetativos Permanentes y eutanasia
Los casos recientes (Terri Schiavo en Estados Unidos, Eulana Englaro
en Italia) han puesto de manifiesto el desafío que suponen hoy en día
los casos de los Estados Vegetativos Permanentes y el problema de la
suspensión de la hidratación y alimentación artificial.
El Estado Vegetativo Permanente es aquel en que, por diversas
causas nosológicas, se presenta el siguiente estado clínico, que
persiste en una duración mayor a 12 meses en lesión traumática y 3
meses en la no traumática:
1. Ausencia evidente de conciencia de sí mismo o del entorno e
incapacidad para interactuar con otros.
2. Ausencia de respuesta sostenida, reproducible, propositiva y
voluntaria al estímulo visual, auditivo, táctil o nociceptivo.
3. Ausencia total de expresión o comprensión del lenguaje.
4. Despertar intermitente, manifestado por ciclos de sueño-vigilia.
5. Preservación de actividad hipotalámica y de tronco-encéfalo
que permita sobrevivir con cuidados médicos.
6. Incontinencia fecal y vesical.
7. Variable preservación de reflejos en nervios craneales y
espinales.
Se trata de una vida exenta de relación interpersonal y de
capacidad de desarrollarse normalmente, por encontrarse inconsciente
o desconectada del medio, lo que origina diversidad de
complicaciones, como pueden ser la inmovilidad y el encamamiento
permanente, con dependencia de otras personas para cualquier
actividad; infecciones respiratorias o urinarias de repetición; posible
desnutrición; úlceras por presión; incontinencia urinaria y fecal;
retracciones musculares; etc. Sin embargo, aunque se da un
importante deterioro cerebral, no existe una muerte completa del
cerebro, por lo que se persiste en vida «vegetativa».
Si se aportan cuidados básicos y se tratan las complicaciones
habituales, se puede estar durante años en esta situación, con unas
perspectivas mínimas, muy improbables, de recuperación.
Como se puede prolongar el tiempo de vida, pero la calidad de
vida, entendida como autodeterminación y capacidad de autonomía
física, se mantendría en cotas nulas, hay quien se plantea si no habría
que limitar los tratamientos, dejar de tratar las complicaciones y dejar
morir al enfermo para el que no existen posibilidades razonables de
recuperación. Esta limitación puede referirse a tratamientos
farmacológicos, al tratamiento de complicaciones o a la supresión de
medidas básicas como la alimentación e hidratación, o a los cuidados
generales de higiene.
¿Puede considerarse o no como «comisión por omisión» la
omisión de un tratamiento que podría prolongar la vida? ¿Y la
limitación del esfuerzo terapéutico decidida por parte del médico o por
rechazo del enfermo? ¿Puede un familiar o representante legal llegar a
tomar decisiones en el lugar de un paciente falto de capacidad para
actuar por sí mismo que aboquen a la muerte del enfermo habiendo
tratamientos o cuidados que pueden evitarla?
Como norma general, sobre esta problemática hay que recordar
que el derecho a la vida y la exclusión del derecho a la muerte no
impiden, según las leyes españolas, que una persona capaz pueda
ejercer, en el pleno ejercicio de su autonomía, como manifestación del
agere licere, el derecho a rechazar tratamientos indicados aunque
estos pudieran mantenerles en vida22. La ley de autonomía del
paciente lo recoge como el derecho a rechazar tratamientos.
Esta aceptación se da con total claridad cuando es la misma
persona interesada quien rechaza los tratamientos o cuidados
indicados por los profesionales sanitarios, pero que no desea o se
niega a recibirlos.
En estos casos, los profesionales de la Medicina deben dialogar
con el paciente sobre su decisión, a fin de que conozca las
consecuencias de la misma, y además proporcionarle un apoyo
emocional y psicológico a su experiencia de enfermedad. Sin
embargo, no deben forzar la integridad física ni moral del paciente que
elige con plena libertad, debiendo respetar sus deseos, sean estos
expresados directamente o previamente a la situación clínica a través
de documentos de instrucciones previas o voluntades anticipadas. La
responsabilidad moral de aceptar que se incremente el riesgo de mayor
deterioro e incluso de morir recaerá sobre quien ha rechazado las
medidas que podrían permitir su continuidad vital. Este razonamiento
es, a mi parecer, aplicable a la situación de pacientes en Estado
Vegetativo Permanente, que si han expresado mediante instrucciones
previas o voluntades anticipadas su deseo de que en esa circunstancia
clínica no se les traten las complicaciones graves o no se aplique
nutrición por vía nasogástrica u otras vías artificiales, han de poder ver
respetados sus deseos, aunque evidentemente esta decisión les lleve,
en el caso de que no puedan superar sin tratamiento dichas
complicaciones o no realizar una ingesta oral, a un deterioro
progresivo e incluso a la muerte.
Considero que la situación es diferente cuando la toma de
decisiones recae sobre el familiar o representante legal, porque a este
se le debe exigir que las decisiones que toma, no para sí mismo, sino
en lugar de y para el paciente incapaz a quien representa, sean en
beneficio de este. Socialmente se entiende que la vida es un valor
fundamental y, por lo tanto, no debería ponerse en juego a no ser por
motivos de mucha gravedad. Así, la solicitud de retirada o no inicio de
tratamientos o cuidados eficaces que preservan la vida a petición de
representantes legales ha de ser evaluada cuidadosamente por los
profesionales de la salud, que han de verificar que son razonables y en
beneficio objetivo del paciente según su mejor interés. De no ser así,
habrán de solicitar de la autoridad judicial una toma de postura antes
de retirar o no iniciar estos medios. Es posible que la autoridad
judicial entienda que el representante es fiel portavoz de los criterios y
valores vitales del enfermo y dé la autorización para la retirada o no
inicio de los tratamientos o cuidados.
Siempre cabe la posibilidad de que el clínico implicado en las
decisiones del enfermo, de sus representantes o de los jueces, por
motivos personales de cómo entiende su conciencia profesional,
derive la asistencia a otro compañero que la acepte, al no desear tomar
parte en actuaciones en las que considera que no debe colaborar, por
perjudicar la vida que él entiende obligado a proteger en general y
también en ese caso concreto. Esta postura puede presentar
dificultades en la práctica, pero está protegida por el derecho
constitucional a la objeción de conciencia y por el artículo décimo del
Código Dentológico Médico, que afirma que, si el paciente
debidamente informado no accediera a someterse a un examen o
tratamiento que el médico considerase necesario, o si exigiera del
médico un procedimiento que este, por razones científicas o éticas,
juzga inadecuado o inaceptable, el médico queda dispensado de su
obligación de asistencia.
De todas formas, el cuidado de la vida exige del profesional de la
salud un compromiso de ayuda a quien está en situación de fragilidad
y limitación y respetar la justa voluntad del paciente, colaborando a
atenuar su sufrimiento, a lograr, en la medida de lo posible, su
recuperación, o a ayudarle, finalmente, en el más difícil momento de
su vida, cuando se acerca el morir.
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Médico especialista en medicina interna. Coordinador del Área de Ética y
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Miembro de CVX. <[email protected]>.
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