Identidad y pensamiento sudamericano

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IDENTIDAD Y HUMANISMO HISTORICO EN EL
SUDAMERICANO
Augusto Pérez Lindo, Ph.D., Profesor Titular de Filosofía, UBA
PENSAMIENTO
RESUMEN: Se plantea en este trabajo que no existe un pensamiento sudamericano
homogéneo que podríamos reconocer como una filosofía sudamericana. Se argumenta
que la diversidad se manifiesta en las distintas cosmovisiones, identidades culturales,
modelos de pensamiento, ideologías y creencias que subyacen en las sociedades
sudamericanas. Pero se identifican convergencias que surgen del multiculturalismo, del
humanismo, del pluralismo y de las luchas históricas por la democracia, la
independencia y la igualdad social. Se caracterizan estas convergencias como un
humanismo histórico que distingue a la cultura sudamericana de otras culturas.
I. ¿Existe un pensamiento sudamericano?
El tema de la identidad del pensamiento sudamericano nos sigue inquietando y
con razón. Algunos buscan allí la clave del destino singular de América del Sur. Otros
consideran que es una “pasión inútil” ya que el pensar tiene un carácter universal. De
hecho, las corrientes ideológicas en Sudamérica han estado atravesadas por la tensión
entre los que intentaron pensar desde una visión universalista y los que trataron de
interpretar las cosas a partir del contexto nacional o regional.
Cada una de estas posiciones tiene sus fundamentos que han sido discutidos en
Europa y América desde el siglo XVIII en adelante. La Revolución Francesa y la
ideología de la Ilustración divulgaron la idea de un humanismo universal fundado en la
razón. Por otra parte, en la tradición filosófica desde la Antigüedad toda definición de
lo humano, de lo real y de la verdad nos transmite una exigencia de universalidad.
El historicismo que comienza con Hegel y el romanticismo defendieron las
singularidades nacionales y culturales. El pensamiento alemán moderno nace junto con
la “deutchstumg”, con la idea de la “alemanidad”, a pesar de que se postula como una
visión del “espíritu absoluto” de la humanidad. Oswald Spengler le dio a esta idea un
fundamento histórico con su teoría de las “esferas culturales” de la civilización. Sin
duda, la consolidación de los estados nacionales en Europa tuvo que ver con estas ideas.
El marxismo también se enfrentó con el mismo tema que apenas si pudo escamotear
durante las revoluciones comunistas de Rusia o China mediante el concepto de la
“solidaridad internacional del proletariado”. La “cuestión nacional” siguió siempre
latente.
Analizando las respuestas en torno a la cuestión en nuestro contexto
sudamericano podemos descartar de entrada algunas teorías. La primera: que hay un
pensamiento sudamericano. Y su hipótesis subyacente: que hay una esencia del ser
sudamericano. Lo que encontramos en nuestros países son pueblos, culturas e
ideas diversas y contradictorias. No encontramos allí ni una sustancia ni una idea
común. No existe un principio de determinación que nos permita reconocer una
identidad unívoca. Nuestra identidad parece indeterminada. Esta parece ser la
cuestión.
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Inversamente, también cabría descartar la tesis de la “universalidad” simple.
Si bien el ser humano tiende a pensar y a hablar en términos universales también es
cierto que los individuos se expresan a través de modelos culturales y de pensamiento
que dependen de su inserción social. En Francia predomina el racionalismo, en Gran
Bretaña el empirismo, en EE.UU. el pragmatismo. Los manuales de historia de la
filosofía de los esos países reflejan en sus genealogías etnocéntricas la marca de la
singularidad. A su vez, en las facultades de Filosofía de Occidente, incluyendo América
del Sur, predominan las tradiciones europeas y anglosajonas. Autores como Levinas,
Dussell, Ricoeur, Derrida, Rorty, han criticado el “totalitarismo”, el “logocentrismo” y
el etnocentrismo de la filosofía occidental.
II. La acción y la consciencia histórica
El estudio del pensamiento sudamericano requiere enfoques disciplinarios:
filosóficos, históricos, sociológicos, antropológicos, linguísticos. Desde el punto de
vista filosófico una manera de indagar sobre la identidad del pensamiento sudamericano
sería analizar el sistema de ideas y creencias que subyace en nuestra cultura. Es lo que
intentaremos hacer.
Las ideas en una sociedad son por un lado la expresión de los valores y
finalidades de individuos, comunidades y pueblos (sujetos que suelen quedar
englobados en entidades colectivas como “el pensamiento nacional” o el “pensamiento
sudamericano”). Por otro lado, son el reflejo de los avatares políticos, económicos o
culturales. Muy pocos se atreven hoy a defender la tesis de que las ideas son meros
reflejos de la vida social, pero el “determinismo social” tienen aún sus defensores (en el
marxismo, en la sociobiología o en el sociologismo de las ideas podemos encontrar
ejemplos).
Tampoco resulta aceptable la tesis opuesta según la cual las ideas per se
definen el curso de la sociedad. En el continente conocemos tendencias propensas al
integrismo ideológico de izquierda o de derecha. Desgraciadamente estas posiciones
han llevado a experiencias dramáticas de terrorismo ideológico y político. El
ideologismo o el fundamentalismo también reducen la complejidad cultural en sus
componentes simples.
Más allá del monismo, el reduccionismo o el maniqueísmo filosófico que
sugieren estas posiciones las ciencias sociales se inscriben hoy en el reconocimiento de
un paradigma complejo donde las ideas y creencias forman parte del sistema social
junto con los actores, los procesos, las estructuras, los acontecimientos. En este marco la
conciencia, la intencionalidad, las creaciones simbólicas, los valores, las normas, las
creencias, la subjetividad, tienen una importancia decisiva para la sociedad. No es que
volvamos al sujeto, como algunos piensan, sino que reconocemos la complejidad.
En esta perspectiva el “sentido” de la Historia depende de la conciencia de los
actores y nó de leyes o estructuras que los trascienden. Una catástrofe social o una
derrota bélica pueden ser asumidas de maneras muy diversas por la sociedad. Francia
reelaboró sus derrotas militares entre 19l8-1960 como si fuera una potencia triunfadora
a través de los discursos del general De Gaulle fundador de la Va. República. Como
diría metafóricamente Borges en “Juan Muraña”: “lo importante no es la historia sino
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que haya sido referida y creída”. Sin negar la reconstrucción de la historia objetiva
podemos decir que el “sentido” forma parte de una elaboración que va más allá de los
hechos.
No negamos el peso de la “inercia social” o la importancia de procesos y
estructuras que determinan comportamientos individuales y colectivos. Pero la
experiencia de los últimos dos siglos nos muestra que la voluntad colectiva o de una
clase dirigente puede instituir una intencionalidad en la evolución histórica. Desde este
horizonte podemos asumir la importancia del pensamiento sudamericano.
Sin conciencia histórica y sin una acción colectiva coherente la experiencia
social puede presentarse como un proceso “fatal” donde gobiernan las tendencias inertes
de los acontecimientos mundiales o de las estructuras económicas-sociales. Esto es lo
que ha ocurrido con mayor frecuencia de América del Sur. La Historia se hace sin
saberse y por lo tanto se pierde la capacidad para ser sujetos de la Historia. Esto explica
porqué el pensamiento sudamericano se encuentra muy poco ligado a procesos de
autodeterminación histórica. La literatura regional (Carpentier, Roa Bastos, Vargas
Llosa, Sábato, García Márquez, entre otros) ha relatado magistralmente el destino de
personajes que oscilan entre la fatalidad y la pura discrecionalidad.
La burguesía moderna francesa al mismo tiempo que ganaba autonomía
económica comenzó a elaborar ideas y a producir una revolución política fundadora de
un nuevo orden social. En América del Sur lo que predomina es el voluntarismo
ideológico desgajado de la práctica social o de las condiciones para transformar la
realidad. Es lo que intuía el filósofo Ortega y Gasset cuando le reprochaba a la
Argentina ser un “país del mañana”. Es lo Alain Touraine señala en “La palabra y la
sangre”: la desarticulación entre la ideología y la política, entre las ideas y la acción. En
el siglo XIX se les reprochaba a las oligarquía liberales el instituir un “país legal” ajeno
al “país real” (como se puede apreciar en el “Martín Fierro” de José Hernández). En el
siglo XX muchos critican el “doble discurso” de los dirigentes políticos que anuncian
algunos objetivos y realizan otros. Los déficits de coherencia institucional en América
del Sur tienen que ver con prácticas que vienen de la tradición colonial.
Pese a todas las declaraciones románticas y expresionistas en Sudamérica lo más
frecuente ha sido el rechazo de las ideas. En la segunda mitad del siglo XX fracasaron
las teorías de planeamiento, las técnicas gerenciales, las tentativas revolucionarias y las
reformas del Estado en América del Sur. El modo de historización dominante ha sido la
adaptación a los procesos e ideas que venían de los centros dominantes. Esto ha sido
notorio en los años 90 en nombre de la globalización. En esta primera década del siglo
XXI en América del Sur la mayoría de los países ha replanteado su inserción en el
sistema mundial tomando en cuenta los intereses nacionales y regionales.
No es casual que la “teoría de la dependencia” haya sido elaborada en América
del Sur. Aunque la misma no tenga un valor explicativo universal ha servido para
caracterizar las relaciones entre los centros dominantes y las periferias dependientes.
sirve para entender algunos fenómenos fundamentales. Pero, la heteronomía de los
actores sociales tiene también una base cultural propia: la que disocia el discurso de la
acción. La escisión entre el ser y el pensar atraviesa la historia sudamericana.
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Es raro encontrar partidos políticos que reivindiquen principios filosóficos para
justificar sus proyectos. Las campañas electorales, aquí como en otros lugares, se ha
vuelto iconográfica. Se gana con la imagen y con los “image makers”. No ignoramos
que han existido partidos socialistas, comunistas, anarquistas, democristianos, liberales,
que apelaron a principios filosóficos universales. ¿Qué pasó con esos principios? El
electorado se ha convertido en cliente. Sus demandas son más pragmáticas. Poco a poco
los partidos abandonaron sus convocatorias a una ciudadanía conciente y responsable
para apelar a las ofertas más ligadas a las demandas individuales o corporativas. La
política, como las luchas sociales, se privatizaron para dejar vacío el lugar de los
intereses universales. La consciencia histórica ocupa un lugar marginal junto con las
ideas filosóficas.
III . El mapa de las ideas y creencias en América del Sur
Para discernir que es lo que nos identifica o nos diferencia podemos analizar el
sistema de ideas y creencias en Sudamérica partiendo de estos aspectos: las
cosmovisiones, las identidades culturales, los modelos de conocimiento, las filosofías,
las ideologías políticas y las creencias religiosas o míticas.
1. Cosmovisiones. ¿Qué hay de común entre la cosmovisión de las culturas de raíces
indígenas, africanas y europeas en Sudamérica?. La idea de la naturaleza que recibimos
de estas y otras influencias son divergentes en varios sentidos. Los pueblos aborígenes,
que elaboraron variadas cosmovisiones, tenían sin duda una conciencia de la naturaleza
y de la historia muy distinta a la de los conquistadores europeos. Lo mismo podríamos
decir de los esclavos que fueron traídos de Africa. La Conquista y la Evangelización
fueron una especie de “institución imaginaria” de la sociedad. El Estado colonial nación
negando las culturas existentes.
En Europa Occidental la cosmovisión racionalista moderna se impuso de manera
categórica luego de varios siglos de conflictos con las tradiciones aristocráticas,
religiosas y ancestrales. En América del Sur los pueblos aborígenes todavía están
luchando por recuperar sus tradiciones mientras que los descendientes de inmigrantes
europeo discuten en Buenos Aires sobre la postmodernidad (como si hubieran pasado
por los mismos eventos que singularizan este fenómeno en Europa).
En relación con el uso de la naturaleza pugnan actualmente concepciones
desarrollistas, utilitaristas, indigenistas y ecologistas. Las tradiciones católicas,
protestantes, árabes y judías aportaron doctrinas y creencias para interpretar el mundo,
las relaciones sociales, la historia o la naturaleza. En varios países la cultura
afroamericana es importante. Asistimos al renacimiento de las culturas aborígenes. Las
poblaciones de la región reciben a través de la escolarización, de la iniciación religiosa
y los medios de comunicación diversas visiones del mundo que no resultan coherentes
entre sí.
América del Sur comparte la conciencia de pertenecer al Occidente. Las culturas
urbanas, aún las más pobres, intentan situarse en la vida moderna. Pero tenemos indios
del Amazonas que viven en el Neolítico, los menonitas de La Pampa, en Argentina,
hablan el alemán anterior a Lucero, ignoran la electricidad y los eventos históricos de
los últimos cinco siglos. En las selvas y montañas, en los lugares alejados encontramos
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poblaciones que viven en tiempos diferentes, aunque la televisión haya homogeneizado
la visión de la mayoría de las percepciones de la sociedad. Se propagandiza la sociedad
de consumo a pueblos que viven por debajo de la línea de la pobreza. Se propone la
cultura postmoderna a gente que todavía no conoce la modernidad.
Es difícil sostener que hay una cosmovisión sudamericana. En cambio podemos
identificar diferentes cosmovisiones que están presentes en la región:
a. la cosmovisión de raíz ibérica tradicional (en Brasil y en Hispanoamérica);
b. cosmovisiones aborígenes en Chile, Bolivia, Perú, Ecuador, México, Brasil,
Venezuela, Colombia, Guatemala y otros países;
c la cultura racionalista, liberal y positivista europea que influyó en las clases
medias y burguesías urbanas;
d. los sincretismos nacionalistas populares que amalgaman creencias nativas y
europeas;
e. las ideologías marxistas;
f. los movimientos ecologistas en sus versiones ambientalistas e integristas.
No tenemos pues a una cosmovisión sudamericana que nos permita las ideas
sobre la naturaleza, la historia, las relaciones sociales o las religiones. La coexistencia
de esta diversidad, que algunos ven como un defecto, es uno de los aspectos más
interesantes de nuestras culturas. Aunque estadísticamente la mayoría de los
sudamericanos se declaran católicos los fenómenos del sincretismo, de la secularización
y de la re-evangelización protestante de las últimas décadas obligan a relativizar esa
presunción. El caso más notorio sería el de Brasil donde la religiosidad popular está
impregnada de sincretismo.
2. Modelos de conocimiento. Las sociedades modernas occidentales se
formaron en torno a la lucha entre distintos modelos de conocimiento tales como el
racionalismo, el empirismo, el marxismo, el humanismo, el positivismo, el realismo, la
teoría de sistemas, el pragmatismo, etc. Estos modelos de conocimiento abrieron el
camino a nuevas teorías científicas y sobre todo crearon paradigmas compartidos por el
conjunto de la sociedad. Por eso se puede hablar del “racionalismo francés”, del
“empirismo británico”, del “pragmatismo norteamericano” o del “totalismo alemán”.
Estos modelos de conocimiento no solo facilitaron el avance de las ciencias sino que
también sirvieron para crear una manera de pensar científicamente la realidad a partir de
un contexto social singular.
La Conquista de América del Sur coincidió con el intento de la Iglesia Católica
de producir una contrarreforma frente al protestantismo y frente al modernismo. Esta
política incluía la negación de la subjetividad (frente al libre exámen protestante de la
Biblia), los derechos humanos (que se proclamaron en la Revolución Francesa), el
humanismo (como camino al antropocentrismo sin Dios), el racionalismo y el
experimentalismo científico (que ponían en duda las verdades reveladas), las libertades
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individuales (que afirmaban la soberanía popular y el fin de la monarquía), la cultura del
trabajo, la industria, el capitalismo. Muchas cosas. Todavía hoy subsisten en
Sudamérica enclaves sociales semi-feudales donde esta cultura se manifiesta.
Fue desde comienzos del siglo XIX que los líderes de la Independencia
buscaron introducir modelos de conocimientos coherentes con las ideas del Iluminismo,
el liberalismo y el progresismo europeos. Los modelos vinieron sobre todo de Francia,
Inglaterra y Alemania. En Brasil, fue el Emperador Don Pedro II el que introdujo el
Iluminismo moderno y la República adoptó en sus élites burocráticas y militares el
positivismo francés presente aún en las academias universitarias. En casi todos los otros
países de la región pugnaron por imponerse distintos modelos de la modernidad
europea. Pero las tentativas de Restauración conservadora fueron frecuentes. Los
últimos seguidores de la ideología de la contra-revolución francesa (De Maistre, De
Bonald) influyeron en el terrorismo de Estado que vivió Argentina entre 1976-1983. En
ese período se reprimieron las teorías dialécticas, evolucionistas o revolucionarias.
También la matemática moderna, el psicoanálisis, el humanismo cristiano y casi todo lo
que tuviera el signo de un modernismo avanzado.
El México, la dictadura de Porfirio Díaz intentó inculcar el pensamiento
positivista y fracasó. En Brasil, en cambio, las ideas del Iluminismo primero y del
positivismo después, lograron mantenerse durante mucho tiempo a través de las élites
de poder, tanto civiles como militares. Pero sigue siendo una gran contradicción para
este país la distancia entre el pensamiento de las élites y la cultura popular. La
universalización de la escolaridad tal vez produzca en estos años una nueva ciudadanía,
como lo anhelaba Paulo Freire y como esperan lograr muchos pedagogos brasileros.
A pesar de que hacia fines del siglo XIX parecía que se iban a imponer las ideas
modernas de Europa (liberalismo, progresismo, positivismo, cientificismo) hacia fines
del siglo XX no encontramos modelos de conocimiento consolidados en la región. No
es solo la sociedad la que no comparte una cultura del conocimiento científico.
Tampoco en las universidades existe un consenso al respecto. El Movimiento de la
Reforma de 19l8 (nacido en Córdoba) fue un nuevo gran impulso de las ideas
progresistas y revolucionarias que asumieron las nuevas clases medias urbanas en
Argentina, Cuba, Colombia, Perú y otros lugares. Fidel Castro se formó en los
movimientos estudiantiles liberales anti imperialistas y revolucionarios surgidos en esas
corrientes. Pero la cultura progresista, cientificista y racionalista de ese movimiento se
encuentra en crisis. Las tendencias sectarias, dogmáticas, individualistas o nihilistas han
penetrado en la universidad. .
Así como hay universidades controladas por agrupaciones partidistas y sectarias,
también existen universidades controladas por el Opus Dei o por grupos neo-liberales o
congregaciones evangélicas que utilizan la academia para inculcar sus ideas. La
mayoría se ha replegado en el individualismo o el corporativismo académico. No es
que la universidad no tenga que tener una misión ética o ideológica, todo lo contrario,
pero la ideologización llevada al plano de la cultura académica tiene un efecto
devastador. En este contexto la entrada de las corrientes postmodernas que consideran a
la ciencia como un discurso más sujeto a la opinión de los individuos termina por
inhibir la construcción de modelos de conocimiento. No existe entonces un consenso
intersubjetivo en las comunidades académicas sobre los modelos de pensamiento más
adecuados para traducir las ideas científicas en términos de conocimientos adecuados
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para un proyecto de desarrollo regional. El Mercosur Educativo avanza en el
reconocimiento de títulos y diplomas, pero no avanza en políticas de conocimiento.
3. Modelos culturales. Todas las sociedades poseen modelos culturales que
aseguran su identidad. El desarrollo del Japón moderno, que copió casi todas las
innovaciones del Occidente, tuvo como factor competitivo su modelo cultural. Las
tradiciones, la lengua, o la religión son algunos de los componentes de la cultura de
cada pueblo. Los elementos que entran en el menú de la identidad cultural suelen ser
múltiples y no siempre son explícitos.
José Vasconcelos decía en “Las tres Américas” que somos portadores de raíces
europeas, indígenas y africanas. Darcy Ribeiro mucho más tarde en “América y las
civilizaciones” encontró mayores diversidades. Las culturas aborígenes son más de un
centenar desde el sur del Río Bravo en México hasta el extremo sur de Chile. Algunos
autores trataron de definir el continente con el nombre de Amerindia o Indoamérica.
Pero no existe una raíz aborigen homogénea, a pesar de los equívocos que transmite el
indigenismo. En el caso del Paraguay, por ejemplo, es la comunidad lingüística del
guaraní, la que unifica a los aborígenes, los criollos y los inmigrantes europeos. La
“cultura guaraní” no corresponde a una identidad étnica o racial. Por lo demás, los
guaraníes se comportaron como un pueblo nómade y propenso a la miscigenación desde
el orígen de la Conquista y aún antes. Muy diferente a los pueblos andinos sedentarios
identificados con la territorialidad.
Hispanoamérica, Indoamérica, Latinoamérica, Iberoamérica, son algunos de los
nombres con que se ha querido identificar a las sociedades de la región. Cada uno de
ellos tiene su razón de ser y sus límites. En Estados Unidos se denominan “hispanos” o
“latinos” a casi todos los que hablan español. Es evidente que Hispanoamérica deja de
lado la mitad de Sudamérica habitada por los brasileros de habla portuguesa, además de
otros países de habla francesa e inglesa. Indoamérica comprende las culturas donde
predominan las culturas aborígenes pero deja afuera a Brasil, Argentina, Uruguay y
otros.
Latinoamérica parece es el nombre que ha tenido más difusión en los últimos
cincuenta años. Pero conlleva varios equívocos. Fue un invento de la diplomacia
francesa en la época de la invasión que entronizó como Emperador a Maximiliano en
México. Pretendía legitimar la presencia francesa, junto a los hispanos y portugueses,
frente al imperialismo norteamericano. Pero ocurre que en el continente, si bien
predominan las lenguas latinas, existen componentes aborígenes, germánicos, asiáticos
o africanos que no responden a la identidad “latina”. En el corazón de Paraguay uno
puede encontrarse en una colonia donde uno debe entenderse en alemán o guaraní.
América Latina no existe como sustancia cultural que identifique a nuestros
pueblos. Somos sudamericanos en un sentido cultural y en un sentido histórico como lo
entendía Hegel en su Filosofía de la Historia. Sudamérica en este sentido abarca desde
el Río Grande en México pasando por América Central y llegando hasta la Antártida
(donde el doblamiento más importante es argentino y chileno).
Por otro lado, en las declaraciones independentistas a partir de l8l0 tanto San
Martín, como Bolívar, como O’Higgins, Artigas y otros líderes, se consideraban
americanos o sudamericanos a secas. José Vasconcelos había señalado ya que teníamos
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que dejar de lado el “latinismo” porque no corresponde a nuestra identidad profunda. En
el Mercosur se habla de América del Sur, lo mismo que en la declaración de Ayacucho
del 2003 donde se constituye la Comunidad Sudamericana de Naciones.
A partir de los procesos de Independencia hacia 1810 los países se dividieron
conforme a una cierta idea del Estado – Nación pero no se tuvieron en cuenta las
formaciones culturales. La ciudadanía se confundió con la cultura y así nacieron los
argentinos, uruguayos, bolivianos, peruanos, etc. La identidad nacional se afirmó en
guerras internas e externas. Pero tanto a nivel de las élites como del pueblo los
intercambios humanos y culturales siguieron siendo importantes. En cualquier las
culturas nacionales existen, tienen sus héroes y sus villanos, sus obras literarias y de
arte, sus particularidades políticas, culinarias o linguísticas. Pero en varios países las
fronteras culturales no coinciden con las fronteras políticas; es el caso de las
comunidades aborígenes de Chile, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia y otras.
Dentro de un mismo país como Argentina, Brasil o Colombia coexisten diversos
modelos culturales. Junto a los fragmentos de la cultura colonial podemos encontrar la
vigencia de las culturas aborígenes, como en los países andinos. En Buenos Aires o
Montevideo parece prevalecer la identidad europea, aunque matizada con elementos
criollos. Los libertadores Hidalgo, Morelos, Belgrano, San Martín, Bolívar, O’Higgins,
Artigas, Sucre y otros fueron emergentes de las nuevas dirigencias criollas.
El modelo patriarcal y patrimonialista heredado de la Conquista todavía se puede
apreciar en fazendas del nordeste de Brasil, en Perú, Colombia y provincias del norte
argentino. El estilo semi-feudal de relación con los dependientes o peones , el respeto
absoluto de la autoridad del patrón, la aceptación de la fatalidad y de las tradiciones son
todos aspectos de la cultura colonial.
En Estados Unidos la burguesía emergente consolidó su poder en torno a la
amalgama de tres elementos: blancos, anglosajones, protestantes (WASP: white,
anglosaxon, protestant). En América del Sur los independentistas criollos no
encontraron amalgamas coherentes ni en lo social ni en lo cultural. Solo los convocaban
las consignas políticas de la independencia y de la voluntad popular. Hasta en el lecho
de muerte Bolívar reclamaba: “unidad, unidad, o todo está perdido”.
El modelo cultural subyacente, la tradición hispánica, era parte del pasado que
los independentistas se proponían abolir. Disponían de las ideas de la Revolución
Francesa y la Ilustración. Pero tenían que inventar nuevas instituciones sin disponer de
un capital simbólico propio. Los caudillos se convertían entonces en nuevos soberanos
fundadores de repúblicas que apenas si tenían identidad. De allí que la respuesta
voluntarista o reaccionaria fuera con frecuencia el autoritarismo. Se crearon sociedades
imaginarias que fueron sacudidas por dictaduras conservadoras o reaccionarias. La
literatura del “realismo mágico” captó este fenómeno de manera magistral. (“Yo el
Supremo” de Roa Bastos, o “El discurso del método” de Alejo Carpentier, entre otros
reflejan esta situación).
Los modelos e identidades culturales que podemos encontrar en América del
Sur son muy variados: desde la cultura conservadora de raíces coloniales ibéricas hasta
las culturas consumistas de los jóvenes influidos por las industrias culturales
norteamericanas; desde las pautas culturales europeas de las poblaciones venidas con la
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inmigración hasta las culturas campesinas indígenas, desde las identidades africanas en
Haití, Cuba, Santo Domingo o el Nordeste de Brasil, hasta los movimientos
nacionalistas que atraviesan los países.
El nacional – populismo del PRI o del PRD en México o del peronismo en
Argentina, del varguismo brasilero, con derivaciones socialistas varias, el chavismo en
Venezuela o el castrismo en Cuba constituyen imaginarios simbólicos que van más allá
de sus formas políticas. En los movimientos nacionales y populares es donde se
encuentra el mayor intento de amalgama cultural y social del continente y no es casual
que con gobiernos de este signo hayan resurgido hacia comienzos del siglo XXI el
intento de unidad sudamericana.
No son pocos los que piensan que la identidad sudamericana pasa por la síntesis
socio-cultural-política que han procurado los movimientos nacional populares en la
región. El “populismo” es en efecto una creación singular pero al mismo tiempo
compleja por sus componentes contradictorios. Politicólogos y sociólogos de diferentes
signo dieron por muerto varias veces al “populismo”, pero el fenómeno vuelve a renacer
porque tiene como sustento fuertes referentes simbólicos como “el pueblo”, “la nación”,
la “voluntad popular”, la “justicia social”. La experiencia del peronismo en Argentina es
ilustrativa al respecto. Pero también lo es en cuanto a la versatilidad de sus tendencias
que pueden girar hacia la derecha o hacia la izquierda, hacia la democracia social o el
autoritarismo.
La transnacionalización cultural acelerada con los medios de comunicación y la
recolonización económica ha favorecido el individualismo y la masificación. Pero,
como sucede también en Europa y otros lugares, la globalización suscita reacciones para
recomponer las identidades ancestrales, sociales o culturales. La desintegración social ,
que subyace en la mayoría de los países sudamericanos, mantiene la afirmación de la
cohesión social y de los principios de la identidad nacional. La vuelta hacia los símbolos
de la identidad nacional parece inevitable, pero ya no estamos hablando del mismo
nacionalismo del Siglo XIX o del siglo XX.
Sería muy equivocado simplificar a tal punto estos procesos creyendo que solo
está en juego la dialéctica entre las culturas nacionales y las culturas transnacionales. Es
que “lo nacional” está hoy atravesado por nuevos movimientos sociales como los
movimientos indigenistas, los “piqueteros”, los “sin tierra”, las feministas, los rockeros,
las nuevas iglesias evangélicas, etc. El mismo proceso de integración sudamericana
implica grandes desafíos tales como la creación de instituciones supranacionales, o
integración de las culturas hispanoamericanas con las particularidades de Brasil. .
Las identidades culturales de América del Sur se encuentran en un período de
grandes turbulencias, mestizajes, confrontaciones, convergencias. Sería por lo tanto
aventurado afirmar que hoy existe en la región un modelo cultural que representa la
identidad sudamericana. Probablemente, estamos marchando hacia un modelo
multicultural cuyo perfil todavía no podemos definir.
En resumen, podemos decir que somos sudamericanos y que formamos parte de
un conglomerado multicultural. Lo propio de estas formaciones culturales es que
predomina la miscigenación sobre la compartimentación. “Culturas híbridas”, como
dice García Canclini.
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4. Filosofías y modelos de pensamiento. Las filosofías son interpretaciones de
la realidad y del ser humano que van más allá del pensamiento científico proponiendo
conjeturas sobre el universo, la sociedad, la naturaleza o la subjetividad humana. En
América del Sur las facultades de Filosofía o de Humanidades se enseñan todas las
escuelas filosóficas que se encuentran en la historia del pensamiento occidental. El
canon filosófico es eurocéntrico. En raras ocasiones se enseñan filósofos árabes,
africanos, asiáticos. Excepcionalmente se tratan autores sudamericanos.
La filosofía en América del Sur se desenvuelve en el ámbito académico y en
menor medida trasciende a ciertos círculos intelectuales. No forma parte pues del
“ágora” popular. No llega a la sociedad. Hacia el 2007 podemos decir que sus áreas más
relevantes son la filosofía de la ciencia, la historia de la filosofía, la filosofía política y
la ética. La exégesis de autores europeos y norteamericanos ocupa un lugar
preponderante. En los últimos años el acercamiento a los problemas sociales, políticos y
culturales de la región es significativo.
Mientras que en Europa las élites universitarias de cualquier disciplina reciben
enseñanza filosófica en América del Sur muy pocas carreras incluyen en su currículo el
estudio de las teorías filosóficas. Los abogados, que forman el principal núcleo de
profesionales, reciben nociones de Filosofía del Derecho dentro de la cual tienen un
lugar relevante el iusnaturalismo, la filosofía analítica, el pragmatismo y el marxismo.
En las últimas décadas diversos pensadores han tratado de valorizar y estudiar
los aportes del pensamiento sudamericano. Autores como Leopoldo Zea, Arturo Roig,
Enrique Dussell, Abelardo Villegas, Hugo Biaggini, Eduardo Deves han planteado la
cuestión de la identidad filosófica regional. Se han organizado congresos y foros para
debatir sobre las identidades y el pensamiento sudamericano. La corriente de la
filosofía de la liberación, conectado a su vez con la teología de la liberación, fue la que
mayor articulación ha tenido con movimientos sociales, sobre todo en Nicaragua y
Brasil.
Es importante destacar que desde el comienzo de las restauraciones
democráticas en los años 80 los profesores de filosofía se han preocupado por los temas
de la democracia, de la ciudadanía, de la ética pública, de las discriminaciones
culturales y sociales, de la educación transcultural y de la ecología. La agenda de los
foros y congresos de filosofía se ha enriquecido mucho. Del mismo modo, se ha
fortalecido el consenso en torno al pluralismo filosófico.
5. Ideologías políticas. Generalmente se suelen confundir en América del Sur
las ideas con las ideologías. Esto señala la hiperpolitización de la cultura. Aunque la
ideología hace referencia a discursos que quieren legitimar posiciones particulares en
nombre de principios universales, en América del Sur tiene que ver sobre todo con las
identidades políticas.
Podemos identificar como principales corrientes ideológicas a las siguientes: 1º)
el populismo; 2º) el neo-liberalismo; 3º) el socialcristianismo; 4º) la socialdemocracia;
5º) el liberalismo democrático; 6º) el marxismo-leninismo; 7º) el trotskysmo; 8º) el
comunitarismo; 9º) el anarquismo; 10º) el nacionalismo; 11º) el ecologismo; 12º) el
conservadorismo.
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Algunas de estas ideologías están orgánicamente ligadas a las realidades locales
y nacionales. Otras, como el neo-liberalismo, el ecologismo o el marxismo-leninismo,
se sitúan en relación con los contextos internacionales. Varias de las corrientes
ideológicas mencionadas forman parte de organizaciones mundiales como la
Internacional Socialista, la Internacional Liberal, la Internacional Democristiana. Pero a
veces la pertenencia a un bloque internacional encubre alianzas políticas que no tienen
que ver con una identidad ideológica. El peronismo, por ejemplo, se acercó en distintos
momentos a la democracia cristiana, a la socialdemocracia y al liberalismo.
Vivimos una crisis de los partidos políticos que tiene su correlato en la crisis de
las ideologías. La globalización, el neo liberalismo, el derrumbe de los sistemas
comunistas, la masificación cultural, la corrupción, el consumismo y el individualismo,
son todos factores que han contribuído a socavar la vigencia de las ideologías políticas.
La militancia política inspirada en fundamentos ideológicos es minoritaria y se puede
encontrar sobre todo en grupos minoritarios de izquierda o de derecha. Los grandes
partidos se han convertido en aparatos de poder que procuran movilizar a operadores o
gestores capaces de aportar votantes o clientes para la construcción del poder.
La actividad política se ha vuelto pragmática en un sentido. Pero en los
comienzos del siglo XXI América del Sur presenta también el resurgimiento de utopías
e ideologías políticas en Venezuela, Ecuador, Bolivia, México y otros lugares. Los
discursos indigenistas y ecologistas han ganado audiencia. Los principios de los
derechos humanos han conquistado casi todas las dimensiones de la vida institucional y
tienen un alto consenso en la sociedad. El consenso democrático también se ha
consolidado.
6. Creencias. En Europa hubo durante siglos guerras de creencias. Con la
instauración del catolicismo como religión del Imperio Romano las creencias privadas
que antes eran neutrales para los asuntos públicos se convirtieron en doctrina de Estado.
Entre el siglo V y el siglo XVIII por lo menos el integrismo católico persiguió las
creencias privadas. La Reforma nació con reivindicando el derecho a la libre
interpretación de la Biblia. El Iluminismo surgió reclamando los derechos de la razón.
Las guerras por las creencias se sucedieron o superpusieron hasta el comunismo
pasando por el nazismo y otras variantes. En América del Sur (desde el Río Bravo para
abajo) la imposición externa de la religión católica tuvo que convivir con las creencias
aborígenes y luego africanas creando dualismos (entre los afroamericanos) y
sincretismos (sobre todo en el mundo andino).
Pese a los intentos reiterados de evangelización ritual del catolicismo las
creencias míticas y religiosas siempre fueron muy fuertes. Con las corrientes
evangélicas protestantes desde mediados del siglo XX proliferaron las congregaciones y
sectas de todo tipo. De modo que el mapa de creencias en la región es muy complejo.
Esta base cultural heterogénea de creencias hizo posible todo tipo de implantes y
sincretismos. La astrología compite con las religiones. El psicoanálisis se mezcla con la
New Age. El animismo se cultiva al mismo tiempo que las ideologías políticas (como
en Haití, en el nordeste brasilero y regiones del Caribe). La instalación de la escuela
pública laica por Benito Juárez en México dio lugar a la guerra de los “cristeros” y a
pesar de las prohibiciones de las prácticas católicas con la Revolución el catolicismo
popular siguió vigentes hasta hoy. En Brasil los militares positivistas enfrentaron las
“guerra de los Canudos”, contra grupos mesiánicos cristianos.
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Todo lo dicho muestra que el mapa de las religiones dominantes en América del
Sur es movedizo. Podemos identificar no obstante como principales creencias a las
siguientes: a) el catolicismo; b) el evangelismo y el protestantismo; c) el judaísmo; d)
las religiones aborígenes; e) las religiones afroamericanas; f) los sincretismos; g) el
pensamiento mágico.
Pese a que se identifica al continente con el catolicismo el mapa de las creencias
se ha modificado tanto en las últimas décadas que ya no puede sostenerse que la
identidad católica represente a la mayoría de las poblaciones. En las últimas décadas
varios presidentes han surgido con apoyo de las iglesias evangélicas. El peso de la
tradición católica aún es grande y una masa de la población que sigue los ritos católicos.
Pero el ritualismo y el religiosismo predominan sobre la espiritualidad. De hecho, la
Iglesia Católica asume que está perdiendo terreno e intenta reafirmar su presencia con
un sesgo conservador que busca desplazar a los seguidores de la Teología de la
Liberación. Esta corriente, que la Iglesia desautorizó, fue el movimiento religioso más
comprometido con las luchas políticas y sociales entre las décadas de 1960-1990.
También en este plano podemos decir que no hay una religión que se identifique
con la cultura y el pensamiento sudamericano. La Teología y la Filosofía de la
Liberación (Dussell, Leonardo Boff, Cardenal, Gutierrez, Evaristo Arns) y todos los
movimientos de sacerdotes y monjas identificados con el Tercer Mundo dieron un
testimonio admirable identificándose con los pobres y los oprimidos. El fracaso del
sandinismo en Nicaragua, donde el movimiento puso muchas de sus expectativas, y la
condena de la Iglesia, junto con las represiones militares en varios países, diezmaron
este movimiento y lo limitaron a algunos testimonios aislados (salvo el caso de Brasil
donde las comunidades eclesiales de base jugaron un rol muy importante en la
formación de nuevos líderes democráticos y solidarios).
IV. Hacia un humanismo histórico sudamericano
Hace ya tiempo que el filósofo e historiador de las ideas Arturo Roig recurrió al
concepto de “pensamiento” como más pertinente que el de “filosofía sudamericana”.
Desde este punto de vista podemos decir que no hay una filosofía sudamericana pero
que en cambio existen un pensamiento sudamericano. ¿Pero cuál?
El pensamiento sudamericano se puede encontrar mejor expresado en la
literatura que en los tratados científicos o en los ensayos filosóficos. Muchos de los
ideólogos sudamericanos fueron también escritores: Alberdi, José Vasconcelos,
Sarmiento, Mariátegui, Haya de la Torre, Mitre, Andrés Bello, Rubén Darío, José Martí.
En las obras de Carpentier o en Borges, en García Márquez o en Vargas Llosas, en
Arguedas o en Jorge Amado, en Ciro Alegría o en Juan Rulfo, en Carlos Fuentes y en
muchos otros escritores se encuentran los elementos de la identidad cultural y del
pensamiento sudamericano.
Los temas condición humana, del destino histórico, de la dignidad, de la
identidad, de la justicia, de las luchas políticas, de la injusticia social y muchos otros se
encuentran magistralmente tratados por muchos de los escritores de Sudamérica. La
literatura sudamericana es portadora de una filosofía humanista.
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Desde hace décadas reconocidos filósofos como Leopoldo Zea, Arturo Roig,
Enrique Dussell y muchos otros han indagado sobre la existencia del pensamiento
sudamericano brindando distintas respuestas a la cuestión. Entre estos trabajos podemos
distinguir los intentos por reconstruir la historia de las ideas, los intentos para justificar
la identidad regional y las propuestas para asumir un proyecto ético-filosófico.
Desde un punto de vista histórico y sociológico existen sin duda un conjunto de
ideas y creencias que resultan de la experiencia singular de los pueblos de América del
Sur. Pero resultaría excesivo hablar de “una” filosofía sudamericana si entendemos por
eso un corpus y un modelo de pensamiento que nos distingue de otros continentes. Hay
filosofías y filósofos sudamericanos, hay una cultura y un pensamiento que expresan la
vida y los avatares de los sudamericanos. Si intentáramos encontrar denominadores
comunes podríamos señalar el multiculturalismo, el pluralismo filosófico y el consenso
moral en torno a la democracia y la dignidad humana.
Estas convergencias del pensamiento sudamericano pueden parecer insuficientes
si uno piensa en un modelo de pensamiento común (como el pragmatismo
norteamericano o el racionalismo francés por ejemplo) o pueden parecer débiles si uno
piensa en la ausencia de un consenso intersubjetivo sobre el pensamiento científico o
sobre el modelo de desarrollo. Lo primero no sería un defecto sino una virtualidad:
estamos abiertos a todas las corrientes del pensamiento universal, somos pluralistas. Lo
segundo, en cambio, señala una debilidad en un mundo donde la construcción de la
sociedad depende hoy de los usos de la ciencia y la tecnología.
Pluralismo filosófico, multiculturalidad, humanismo, serían entonces rasgos
distintivos del pensamiento sudamericano. Desde el punto de vista del análisis histórico
podríamos agregar que las preocupaciones recurrentes de nuestros pueblos han sido la
búsqueda de la independencia, de la democracia plena y de la justicia social. Estos
serían también elementos distintivos de nuestras discusiones ideológicas.
La identidad del pensamiento del pensamiento sudamericano no se puede
encontrar ni en una cosmovisión compartida, ni en una tradición religiosa común, ni en
un pensamiento político homogéneo, ni en un modelo cultural coherente. ¿Dónde
podemos encontrar entonces los denominadores comunes?
En primer lugar, en la diversidad, en el multiculturalismo. Debería ser obvio,
pero no lo es porque todo el mundo estuvo buscando durante mucho tiempo la identidad
en la unidad. Así como la bio-diversidad se ha convertido en un concepto clave para
entender el mundo viviente, el multiculturalismo debiera ser en esta etapa de la historia
parte del nuevo sentido común para construir una comunidad mundial.
En el pensamiento sudamericano no hay homogeneidad, hay diversidad. Y la
diversidad es valiosa. Constituye un aspecto fundamental del pluralismo filosófico que a
su vez es la verdadera columna de todo pensamiento que se pretenda universal. Por
distintos caminos muchos han estado buscando la “unidad” como sinónimo de
“igualdad”. Esto ha tenido también su correlato político en gobiernos de izquierda o de
derecha que para asegurar la cohesión nacional recurren a partidos y doctrinas
uniformadas. La “astucia de la Historia”, diría Hegel, ha sido más lúcida porque nos ha
llevado a veces sin pensarlo a una situación de gran diversidad.
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La pluralidad cultural y filosófica es un signo distintivo de América del Sur.
Cerca de cien culturas se han mestizado en el continente. Esta situación de hecho nos
distingue como región y nos permite acceder a la comprensión de otras culturas.
Tenemos un principio de identidad que comprende también un principio de alteridad,
una capacidad para comprender el pensamiento de otras culturas. En un mundo donde al
mismo tiempo que avanza la globalización crecen los antagonismos étnicos y
regionalistas, América del Sur puede pensarse a sí misma y al mundo desde una
perspectiva universalista y plural.
En América del Sur la razón cosmopolita no debiera ser incompatible con la
aceptación de la multiculturalidad. Nos reconocemos como emergentes de los
mestizajes aborígenes, afroamericanos, europeos y asiáticos. Somos “culturas híbridas”,
diría García Canclini. Somos prolongaciones extra-regionales de culturas de Europa,
Africa y Asia. La identidad radica no en la unidad sino en la diversidad.
En nuestra América no podemos decir que la unidad del pensamiento depende
de una religión, de un modelo de conocimiento, de una ideología determinada, de una
cosmovisión única o de un modelo cultural. Esta indeterminación respecto a
dimensiones que en otras culturas son distintivas es lo que produce confusión,
contradicción o desconcierto. Pero la búsqueda de la unidad sin aceptar la diversidad y
las diferencias sería recaer en ilusiones y fracasos del pasado. Nuestra experiencia
histórica, como la de Europa, es ilustrativa a este respecto.
En la razón histórica y política tal vez podríamos encontrar mejores elementos
para justificar nuestra identidad sin miramos al pasado en búsqueda de las constantes
fundamentales de nuestros proyectos colectivos. Retomando un concepto de Orlando
Fals Borda, podríamos decir que hay tres revoluciones inconclusas que marcan los
avatares de nuestra historia común: la lucha por la Independencia, la lucha por la
democracia y la lucha por la igualdad.
La búsqueda de la Independencia ha cobrado formas diversas y hoy tiene que ver
con lo económico, lo político, lo cultural. También tiene que ver con la necesidad de
integrarnos regionalmente para asegurar un grado de autodeterminación suficiente para
nuestras sociedades frente al mundo global. En este sentido podemos reconocernos en
las luchas emancipatorias, anti-imperialistas, nacionalistas que tuvieron distinto signo.
También nos reconocemos en todos los intentos de cooperación y de integración de las
últimas décadas. Llegar a ser sudamericanos es al mismo tiempo un objetivo de las
luchas de la Independencia y un proyecto futuro.
Del mismo modo, el ideal de una sociedad democrática estuvo planteado desde
los inicios de la Independencia a principios del siglo XIX. Pero estamos tratando
todavía hoy de finalizar este cometido. Todavía nos amenazan distintas formas de
autoritarismo o de mistificación de las formas democráticas o de enajenación de la
voluntad popular. Conquistar una plena ciudadanía democrática es uno de los ideales
que sustenta las declaraciones de integración regional en América del Sur y en América
Central.
Por último, la idea de una sociedad justa e igualitaria está presente en las
proclamas de Hidalgo, de Artigas, de Bolívar y de muchos otros líderes de los
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movimientos sociales y emancipatorios. Movimientos liberales, socialistas, populistas y
otros continuaron luchando por este aspecto de nuestra conciencia histórica.
Con todos estos elementos podemos hablar de un “humanismo histórico
sudamericano”. Podemos decir entonces que el pluralismo cultural y filosófico, la
búsqueda de una sociedad fundada en la democracia y la igualdad, la afirmación de la
soberanía popular o la defensa de la autodeterminación de los pueblos en el marco de
una nación o de una unidad regional constituyen elementos fundamentales de nuestra
identidad.
Es en la praxis política de las luchas por la autodeterminación, por la democracia
y por la justicia social que podemos encontrar un sentido de nuestra historia. Estos
objetivos cobran significaciones diversas tanto como afirmación como en su negación.
Las oligarquías feudales, las burguesías dependientes, las dictaduras militares, los
tiranos autocráticos, todos elaboran también justificaciones que en algunos casos
remiten a ciertos valores (el orden, la religión, la Patria, etc.) pero casi siempre se
sostienen en la pura arbitrariedad del poder. Las contra-ideologías de los actores que se
oponen al pueblo reafirman la vigencia de las ideologías emancipadoras populares.
El pensamiento sudamericano aparece como un “humanismo histórico” que no
remite a una cosmología, o a una religión, a un modelo de conocimiento o a una simple
ideología política. Tampoco remite a una metafísica: lo esencial del pensamiento
sudamericano tiene que ver con desafíos del orden político y moral.
Desde nuestro punto de vista “humanismo histórico” quiere decir, en el contexto
sudamericano, que nuestro modelo de pensamiento común se funda en la autonomía de
los individuos y en la autodeterminación de los pueblos, principios complementarios de
las declaraciones universales de los derechos humanos. Pero también quiere decir que la
búsqueda de la felicidad colectiva constituye una finalidad, un objetivo, lo cual sería
coherente no solo con la Etica aristotélica sino también con el humanismo
contemporáneo. Finalmente, quiere decir que nuestra búsqueda de la felicidad no
depende de una idea de la naturaleza, de una idea religiosa o de un modelo
científico.Tampoco se agota en una concepción individualista. Depende de un proyecto
histórico que gira en torno a las ideas de la autodeterminación, de la democracia y de la
igualdad.
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