03. - Clasedel60

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EL PAPEL DEL CRISTIANISMO EN LA CONFIGURACIÓN DE LA
IDENTIDAD EUROPEA, ANTE EL RETO DE LA SECULARIZACIÓN Y
DEL MULTICULTURALISMO
El desencuentro entre la religión y la modernidad
ilustrada. Consideramos que la modernidad ilustrada, defensora de la
libertad y la autonomía humanas, no era inevitablemente incompatible
con la religión y la teonomía sin más. La ilustración en principio aspiró “a
mejorar lo creado desarrollando racionalmente sus posibilidades” (Negro,
Dalmacio, 2007, 47). Sin embargo, hay que reconocer que, históricamente,
y lo histórico tiene causas infinitas, se dio un desencuentro entre la
modernidad ilustrada y la religión. Y probablemente la modernidad, en
gran parte, fue antirreligiosa en sus orígenes, no solamente por su carga
de escepticismo, materialismo, cientifismo, y ateísmo defendidos por
algunos de sus representantes más o menos conocidos, como Hume,
Helvetius, D´Holbach, Jean Meslier, Maupertius, etc., (Cf Onfray, Michel,
2010), por el declive del cristianismo promovido por la Revolución
francesa con su exaltación del Estado-Nación y la deriva del nacionalismo
revolucionario y por el Romanticismo que, frente al fracaso de dicha
Revolución, promovió una actitud esteticista (que a la postre con su
sentimentalismo pesimista propiciaría el nihilismo) y una ambivalencia
ante la religión, sino también por la propia cerrazón de la fe cristiana, que
no supo entender el reto con el que se enfrentaba. Así, por ejemplo,
frente al laicismo racionalista y liberal, la Iglesia Católica promovió la
restauración neoescolástica y el Estado confesional. Ello tuvo como
consecuencia el mantenimiento de una malinterpretación y desenfoque,
que precisaron siglos para deshacerse, ya que tuvimos que esperar al
último tercio del siglo pasado para vislumbrar una salida al desencuentro
alimentado por el laicismo militante y el integrismo católico. (Cf Piétri,
Gaston, 1999; Valadier, Paul, 1990).
Para abundar en este malentendido entre fe y modernidad, resulta
conveniente recordar, por ejemplo, la confrontación que se dio en torno a
la cuestión de los derechos humanos. Durante los siglos XIX y XX la Iglesia
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Católica fue refractaria y desconfiada respecto a una cuestión de tal
envergadura. Una actitud recelosa que, en parte, también se debió al
ambiente hostil al catolicismo en que se formularon las primeras
reivindicaciones de estos derechos (Revolución Inglesa de 1689), y que
llevó por ejemplo, a Pío VI (1775-1799) a condenar los derechos
proclamados por la Revolución Francesa de 1789 (especialmente la
libertad de prensa y de religión). En términos generales, el Papado,
durante muchos años, fue hostil al legado de la Ilustración
(sobreentiéndase la soberanía popular, el contractualismo, la libertad de
conciencia y de culto, la secularización, etc.). Podemos decir que ciertos
prejuicios políticos de la Iglesia Católica (la visión teocrática y sacralizada
de la ley natural y de la autoridad política) y el ambiente de hostilidad
hacia la religión y de materialismo laicista, favoreció esa reacción que
condenó los derechos del hombre bajo el pretexto de que eran contrarios
a los derechos de Dios (Cf González Faus, J.L., 2002, 28).Sólo tras la
Segunda Guerra Mundial, la Iglesia Católica adoptó una posiciones más
dialogantes con la modernidad, que dio pasos definitivos con el magisterio
de Juan XXIII (Pacem in terris, 1963), y con el Concilio Vaticano II.
Concretamente en su Declaración sobre la Libertad Religiosa (Dignitatis
humanae) se adhiere a la Declaración Universal de los Derechos Humanos
de 1848. Y en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
(Gaudium et spes) afirma que la trasgresión de los mencionados derechos
es ir en contra de la voluntad de Dios. Tesis que volvió a recordar Juan
Pablo II en su encíclica Redemptor hominis (1979), y que está presente en
la dilatada reflexión antropológica, moral y teológica del actual pontífice
Benedicto XVI.
Las raíces cristinas del humanismo europeo. Hemos
recordado brevemente esta compleja problemática y su evolución, para
afirmar que, considerando la evolución del Magisterio de la Iglesia
Católica, no cabe sostener hoy en día una radical incompatibilidad entre la
religión católica y la modernidad. Podemos afirmar que, para la teología
cristiana en general, la autonomía humana que reivindicó la modernidad
ilustrada no es incompatible con un último fundamento divino, que
precisamente salva al ser humano del fracaso y del nihilismo, de la aporía
del binomio justicia-felicidad señalado por Kant, y de la condición
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irredimible de las víctimas inocentes de la historia reconocida por autores
de la Escuela de Fráncfort y tantos otros. El cristianismo lo que aporta de
original es el reconocimiento de una Trascendencia Absoluta, que es
también el centro más profundo del interior del ser humano, en el que
precisamente y en último término, se fundamenta su dignidad y libertad.
Es más, a pesar de los malentendidos y desencuentros, como al que
hemos aludido, no son pocos los ideales de la modernidad ilustrada que, si
buceamos en ellos, descubriremos su inspiración y raíces cristianas. Es ello
lo que le llevó a Juan Pablo II a afirmar en Estrasburgo: “El hecho es que
los derechos del hombre de los que hablamos extraen su vigor y su
eficacia de un marco de valores cuyas raíces se hunden profundamente en
el patrimonio cristiano, que tanto ha contribuido a la cultura europea”
(Alocución ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. La
documentation catholique. (6-11-1988). Cit. Piétri, Gaston, 1999,70). Por
todo ello, algunos sostienen que en las revoluciones modernas había
mucho de “cristianismo secularizado”. Curiosamente, un partidario de la
nueva laicidad francesa, Marcel Gauchet, no tiene inconveniente en
reconocer que “Europa sale del cristianismo”, y el liberal Benedetto Croce
reconocía que a pesar de que la modernidad sea postreligiosa, “después
de Cristo, todos somos cristianos”. En definitiva los valores cristianos, les
guste o no a algunos, son una parte fundamental y constitutiva de la
cultura occidental. (Cf Díaz-Salazar, Rafael, 2008, 48, 56).El patrimonio
espiritual y moral que ha ido configurando la identidad europea ha tenido
como una de sus más importantes fuentes de inspiración, la tradición
judeo-cristiana. Nuestras cosmovisiones y actitudes más genuinas son
como sostiene Rafael Navarro-Vals, “reflejos secularizados y
democratizados” de nuestra tradición religiosa. No podemos olvidar,
como sostenía Juan Pablo II, las raíces cristianas del humanismo europeo
como un tesoro cultural irrenunciable. Y no es argumento para intentar su
erradicación en la construcción de la nueva Europa, como sostiene el
laicismo recalcitrante, el que la religión cristiana, en determinadas
circunstancias de nuestro pasado europeo, haya sido, desgraciadamente,
protagonista de intolerancias, conflictos y violencias; y la Iglesia Católica,
como vimos, refractaria al reconocimiento de las libertades. La lección de
esta historia es que los que deben ser erradicados definitivamente son el
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fundamentalismo religioso y la sacralización de la política. Pero en el
extremo opuesto, hoy nos amenaza un laicismo intolerante, que en su
empeño falsea y empobrece nuestra propia memoria y experiencia, y nos
intenta privar de una de las placentas nutrientes de las que se alimenta
nuestra cultura e identidad, y que, en el contexto de una sana secularidad,
tanto para creyentes como para no creyentes, puede seguir aportando
elementos significativos a la tarea reflexiva y crítica que debemos de
asumir ante los retos del presente. Es algo en lo que luego insistiremos de
la mano de Habermas. Aclaremos que, mientras que el secularismolaicismo intolerante y excluyente, más allá del reconocimiento del ateísmo
como una legítima opción personal, se identifica con una actitud agresiva,
que en su celo militante contra la religión, llega hasta el extremo de no
respetar los derechos y libertades de los ciudadanos creyentes y las reglas
del juego democrático, aspirando a erradicar a la religión de la vida
pública, la secularidad-laicidad, por el contrario, es el reconocimiento de
la autonomía del individuo de cara a reflexionar sobre las cuestiones de su
interés y a actuar responsablemente, y de la soberanía del pueblo para
autogobernarse de cara a procurar el bien común y la defensa de lo
humano. Tarea ésta última a la que están convocados todos los
ciudadanos, sean creyentes o no.
Es cierto que entre las raíces culturales de Europa, que coadyuvan a
la configuración de identidad, hay que destacar obligatoriamente: la
herencia griega, que nos legó el poder y la luz de la razón y el ideal de la
democracia (ilustración griega y Pericles); y el derecho romano, que ayudó
a regular el ejercicio del poder y solucionar los conflictos ciudadanos, con
una enorme proyección en el pensamiento jurídico posterior. Pero junto a
ello, no podemos olvidar el influjo que la fe cristiana ejerció sobre la
filosofía (encuentro entre Jerusalén y Atenas), el derecho, y la moral de la
civilización romana. Por lo menos desde el s. III nuestra cultura europea
experimentó, una poderosa influencia de la fe cristiana, de tal modo que,
incluso la trasmisión, la conservación y cierta modulación de la filosofía
griega y el derecho romano, a lo largo de la historia europea, en diversos
momentos, se debió al cristianismo. Esto hace absurdo o deshonesto el
querer borrar por decreto el cristianismo del pasado, del presente y del
futuro de Europa. La idea de la dignidad absoluta de la persona humana, y
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de su libertad responsable , con sus consecuencias prácticas , esto es, que
esa dignidad se realiza en la búsqueda de la justicia, de la solidaridad y la
fraternidad, son una aportación clave de la moral cristiana. Y si hay que
reconocer que, históricamente, fue en la modernidad, el movimiento
ilustrado el que reivindicó e impulsó la defensa de los Derechos del
Hombre, incorporándose posteriormente a esa empresa la Iglesia Católica,
como vimos, ello no es impedimento para reconocer que esos Derechos
tienen una inspiración de raíz cristiana, ya que es una aportación
específica de la tradición cristiana la universalidad de la dignidad humana.
Esa dignidad tenía tan importantes implicaciones éticas y jurídicas que
acabaron haciéndose notar en el iusnaturalismo, en los mencionados
derechos del hombre, en la tradición del liberalismo, e incluso del
socialismo de los tres últimos siglos. Autores como Eugenio Trías, Reyes
Mate y Victoria Camps han reconocido que valores tan defendidos por la
actual democracia como la libertad, la igualdad y la fraternidad son
premodernos, y tuvieron que ver con la religión. Por ello una visión de la
cultura europea que no tuviera en cuenta la aportación éticoantropológica de la tradición judeo-cristiana quedaría gravemente
mutilada y desfigurada. (CF Bonete Perales, Enrique, “La cultura moral
cristiana: factor de identidad europea”. En López de la Vieja, Mª Teresa
(ed.), 2005, 173-179).
También J. Habermas ha reconocido la compenetración del
cristianismo y la metafísica griega, que ha servido no sólo para intentar
expresar la idea del creacionismo judío con términos del paradigma
griego, que convirtió al logos en punto de unión entre la filosofía griega y
la teología judía, teniendo lugar una fusión entre la causa primera de
aquella y la libertad creadora de la segunda (aunque siempre habrá una
diferencia ente la naturaleza creada y la increada del pensamiento
grecorromano) y la elaboración del cuerpo dogmático de la teología
(helenización del cristianismo), sino también para alumbrar un amplio
entramado o cuerpo conceptual compuesto por conceptos como el de
“responsabilidad, autonomía y justificación, historia, memoria, reinicio,
innovación y retorno, individualismo y comunidad”. Lo cual no ha
significado sino “una apropiación de contenidos genuinamente cristianos
por parte de la filosofía”. En esa línea se ha traducido, por ejemplo, la idea
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de que el hombre es a imagen y semejanza de Dios por la idea de la igual
dignidad de todos los seres humanos. Un universalismo igualitario que
está también directamente relacionado con la ética judía de la justicia y la
doctrina del amor cristiano. Igualdad vinculada a la libertad de todos los
hombres y a su dignidad. Y ello más allá de las desigualdades sociales o
intelectuales, que pueden cultivar la soberbia y la arrogancia. (Habermas,
J., “¿Fundamentos prepolíticos del Estado democrático?”. En Ratzinguer,
Joseph. Habermas, Jürgen, 2006, 42; 116, Cf 150; Cf Habermas, J. 2001,
185; Negro, Dalmacio, 2007, 266-270). Podemos decir que un
descubrimiento europeo es el individuo, y en ello han jugado un papel
fundamental, junto a la tradición socrática, la tradición judeo-cristiana.
Esta última ha jugado un papel especialmente en el alumbramiento de la
realidad personal. Es cierto que los griegos comenzaron a desvelar la
singularidad del ser humano, y a ello coadyuvó su concepción del hombre
como animal político, capaz no sólo de coexistir como los simples
animales, sino de convivir en la polis, mediante el logos. Pero mientras
que en la concepción griega y romana la libertad es sobre todo jurídica,
concepción exterior e institucional, en la cristiana se trata de una
concepción interior, como propiedad ínsita en la misma condición
humana, libertad de decisión y acción, siendo el derecho sólo un
instrumento en orden a su protección. En este sentido, la libertad de
pensamiento ya reivindicada por los griegos, es complementada con el
gran descubrimiento judeo-cristiano: el del mundo personal configurado
por la libertad interior de decisión que es también de conciencia (voz de la
trascendencia) que orienta sobre el bien y el mal. Todo ello hace al
individuo persona. Y esta es una conquista trascendental que ha quedado
incorporada a la cultura y civilización europea En este sentido nadie ha
subrayado como el cristianismo la individualidad y dignidad del ser
humano que ahora queda revestido de un valor infinito. Esto explicaría,
“que el cristianismo fuera la religión predestinada de Europa, puesto que
es la religión que establece y proclama el carácter sagrado de todo ser
humano, sea cualquiera su clase, situación, color u oficio”. (Madariaga,
Salvador de, 2010, 67; Cf. 70). Una proclamación que le hace a la religión
cristiana tener un valor y vocación universales y poder ser aceptada por
una diversidad de culturas. Y la misma idea moderna de sociedad
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democrática, donde el individuo se resalta como coprotagonista,
descansa, insistimos, en los supuestos cristianos de la libertad e igualdad.
Precisamente estos supuestos, que en su alcance ontológico son previos a
sus formulaciones jurídicas y políticas, resaltan la dignidad humana, y
pueden ser un correctivo frente las derivas estatalista y partitocráticooligárquica de las democracias modernas, que convierten al ciudadano en
simple “contribuyente administrado”, y de la ateniense basada en el
privilegio de la ciudadanía de una minoría frente al resto de la población.
(Cf Negro, Dalmacio, 2007, 99, 261-263, 271,278-283).
A la mencionada helenización del cristianismo también se han
referido Pannenberg y J. Ratzinguer. Ambos valoran positivamente esa
inculturación griega del cristianismo, esto es, la recepción de la filosofía
griega tardía o helenística por parte del cristianismo, que ha propiciado su
universalización, al proporcionarle fuerza y autoridad argumentativa, y
racionalidad, como también la formalización de la tradición en el dogma.
Ratzinguer ha señalado, con perspicacia, como la fe cristiana primitiva (la
patrística) no buscó su prehistoria en la religiosidad politeísta y ritualista
de Grecia, sino en su “ilustración”, que más allá del mito, indagó en la
verdad con el arma de la razón. La fe cristiana relacionó, pues a la Religión
y a la Ilustración griega “como una estructura en la que ambas han de
purificarse y ahondarse mutuamente de manera constante”. Ese maridaje
sirvió para destacar la racionalidad de la fe bíblica, aunque ésta última no
pueda ser reducida a mera razón. En este sentido el cristianismo primitivo
supo sintonizar “con aquello que el análisis racional de la realidad es capaz
de percibir acerca de lo divino” (Cf Ratzinger, J., 2005, 75, 78,83-85, 149,
151-153, 174-175,193-194). Por ello, Benedicto XVI hace un juicio positivo
de esta “helenización del cristianismo”, no queriendo renunciar a la
metafísica, ante el peligro de que la razón caiga en la tentación del
reduccionismo del naturalismo y el empirismo (Cf F. Ricken, “Razón
posmetafísica y religión”. En Habermas/Reder/Schmidt, 2009, 155ss). No
obstante, más adelante, sin negar sus méritos, matizaremos la posible
insuficiencia de este intento de “helenización del cristianismo”, para hacer
hincapié en su más radical originalidad, de cara a enriquecer el diálogo de
la sociedad civil que debe propiciar la regeneración moral de la sociedad
europea.
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Por último hay que reconocer como cuarta raíz cultural de Europa,
la tradición liberal-ilustrada, y la revolución científica de la modernidad.
Con relación a ésta última, basta recordar que la ciencia, amplificada hoy
por la tecnología, ha jugado un papel fundamental en la configuración de
nuestra sociedad europea, y en la civilización occidental que no pueden
entenderse sin destacarlas como científicas y tecnológicas, teniendo ya
incluso efectos planetarios, que la lleva a estar presente en la evolución de
otras sociedades y culturas. Una ciencia que incide en nuestra manera de
entender la realidad y el modo de relacionarnos con ella, que puede
afectar a nuestra manera de organizarnos social y políticamente, y que
plantea retos éticos de gran trascendencia (ingeniería genética,
biotecnología, nanotecnología, etc.). Un gran interrogante al que Europa y
la sociedad globalizada, tienen que responder en este siglo XXI es cómo
asegurar que la ciencia y la tecnología se desarrollen como instrumentos
de libertad y mejora de la condición humana. Pero para ello no pueden
olvidar el papel insustituible de la razón moral, que a la postre no puede
prescindir de una visión del hombre y de la sociedad. Científicos de la talla
de Einstein y Schrödinguer ya señalaron la incapacidad de la ciencia para
determinar fines y alumbrar un posible sentido de la vida.
Se ha necesitado demasiado tiempo para superar el conflicto y
malentendidos entre el saber racional, basado en la experiencia y la
observación, y la fe religiosa, pues también la ciencia parte de
presupuestos, como la confianza crítica y epistemológica en la exigencia
de nuestra coherencia racional, llevada al extremo de postular que el
principio de causalidad y las relaciones funcionales entre variables son
aplicables al universo en su totalidad. Ello implica un a priori que no es
sino “fe en el hombre”, y opción por el sentido, que nos puede abrir a
planteamientos epistemológicos y ontológico-metafísicos. Si no es así, no
nos queda sino el azar con su carga de irracionalidad. En este sentido
podemos decir que la actitud cristiana ante la naturaleza, y sus
presupuestos antropológicos propician el desarrollo de la ciencia al
desencantarla de fuerzas mágicas, viéndola como algo bueno creado y
ordenado por Dios y digno de ser conocido. Algo que refuerza la idea del
hombre como concreador con Dios, que tiene que llevar a buen término la
misma creación divina. (Cogarten, Weber, Jaspers, Cox, Vahanian, P.L.
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Berger). (Cf Fernández del Riesgo, Manuel, 2010, 33-35; Negro, Dalmacio,
2007, 291-294). Hoy sabemos que la ciencia es sólo una interpretación
humana de la realidad, que sigue dejando abierta preguntas que no
pueden ser contestadas mediante sus recursos epistemológicos. No
obstante, el mundo personal sigue teniendo inquietudes filosóficas y
morales ante las que la ciencia enmudece, ya que aspiran no sólo a
explicaciones científicas del “cómo suceden las cosas”, sino a un
significado que ilumine un sentido de la vida humana y la realidad toda.
Como nos ha recordado recientemente el prestigioso biólogo
neodarwinista Francisco Ayala, mientras que la ciencia sigue esforzándose
por explicarnos el origen del universo y de la vida, cuáles han sido los
mecanismos y procesos que han determinado el despliegue maravilloso e
inimaginable de nuestro cosmos, a la filosofía y a la religión le han
interesado el sentido del ser humano y su relación con Dios. Son dos
maneras de mirar el mundo que ven cosa distintas, pero no incompatibles.
Los procesos naturales son una cosa, y la creencia en Dios otra. Lo que
ocurre es que a veces, los científicos, sin darse cuentan, hacen
metaciencia, como es el caso de Stephen. Hawking en su reciente texto
The Grand Desing (El gran diseño). Allí defiende la tesis de que ya no es
necesaria la hipótesis de Dios para explicar el origen del universo. La
materia surge de la nada gracias a unas leyes preexistentes que
determinaron el Big Bang. El universo se explica por una especie de
creación espontánea. Esta tesis choca desde luego con la lógica racional,
que se ha ido decantando en el desarrollo de la cultura occidental desde
Parménides. Hawking parece querer romper esa incompatibilidad entre el
ser y la nada como axioma fundamental de nuestra tradición metafísica.
Como se pregunta Pedro G. Cuartango, ¿cómo pueden predicarse leyes en
el seno de la nada?, y ¿cómo de la nada puede surgir algo? No debemos
de olvidar que cuando hablamos de “Dios” o de la “Nada” estamos
utilizando conceptos e ideas límites de nuestra razón, con los que
probablemente sólo apuntamos a algo que se nos escapa, y que no es
pensable en el paradigma de la ciencia moderna, que recorta el ámbito de
la realidad a lo constatable, medible y hasta cierto punto predecible. Por
ello hay que reconocer que la ciencia se extralimita cuando se arroga un
discurso sobre Dios. Del mismo modo también es conveniente recodar
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que una reflexión ontológico-metafísica actual debería de tener en cuenta
los avances de la ciencia moderna. Pero son dos estrategias y abordajes de
la realidad que apuntan a saberes distintos: el científico y el filosófico. Uno
habla de explicaciones causales o relaciones funcionales entre variables, el
otro intenta dilucidar una explicación última que se identifique con un
significado humano que nos ayude a vivir con sentido. Pensamos por ello
que la religión, la metafísica y la ciencia son modos diferentes pero
compatibles de abordar el mundo. Ello es la razón de que haya todavía
científicos creyentes, y que la religión y la espiritualidad sigan teniendo su
razón de ser para muchos hombres y mujeres del siglo XXI (Cf Fernández
del Riesgo, Manuel, 2007,15-40).
La persistencia del cristianismo en la unificación de la
Europa “Ilustrada”. Abundando en esta tesis del maridaje de fe y razón,
es conveniente también recordar que la idea ilustrada del “progreso
humano”, tan propia del hombre moderno (Cf García Morente, M, 1980),
implicó la concepción de un devenir histórico unilineal e irreversible, que
supuso la superación de la concepción cíclica del tiempo de la tradición
griega. En este sentido las aportaciones de la Patrística y de Agustín de
Hipona fueron fundamentales.(Cf Löwith, Karl, 2007, 98) Y en definitiva en
la maduración de la idea moderna de una “historia universal”, como
proceso que ofrece la posibilidad de la realización humana (Condorcet),
jugó un papel significativo, junto a elementos sociales y culturales de la
época (especialmente una razón emancipadora universal), la concepción
religioso-teológica de la historia del Antiguo Testamento, y la esperanza
cristiana en una perfección futura (Cf Tornos, A., “Sobre la teología de la
historia”, Isegoría, 1991, 174; Löwith, Karl, 2007, 227; Ruiz de la Peña, J.L.,
1980, 50ss). Esa concepción teológica de la historia parte de la idea bíblica
de creación, con la que se inaugura el tiempo unilineal e irreversible.
Es cierto que hay autores, como Hans Blumenberg, que cuestionan
estas raíces cristianas de los ideales ilustrados, concibiendo el proceso de
la secularización moderna, no como una “traducción” racional de las
categorías religiosas, sino como el emerger de una concepción y discurso
totalmente originales, de tal modo que lo correcto no es hablar de
continuidad y “traducción”, sino de ruptura y “sustitución”. La narrativa
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política moderna no tiene nada que ver con la narrativa religiosa, pues la
primera plantea nuevas concepciones y modos de acción, que se alejan de
expectativas trascendentes y escatológicas. La política moderna, basada
en el recurso teórico del contractualismo, se concibe, en el proceso de la
secularización, como un nuevo espacio autónomo reflexivo y crítico, que
lucha por alumbrar un nuevo orden social y político racional y equitativo.
Frente a la providencia divina, se plantea una visión secular del mito de
Prometeo. (Cf Blumenberg, Hans, 1985; Blumenberg, Hans, 2000).
Ciertamente la modernidad ilustrada, como portadora de la secularización
(Cf Berger, P.L.; Berger, B.; Kellner, H., 1979), se erigió como un
movimiento intelectual, moral y político, que reivindicaba la autonomía
humana de la mano de la razón y los sentimientos, de tal manera que la
legitimación premoderna y sacralizadora fue sustituida por una
legitimación secular. Ello lo aprovecha Blumenberg para defender la idea
de que la modernidad se erige como una nueva actitud que
desentendiéndose del cristianismo, mira más bien a la antigüedad clásica,
prefiriendo el logos heracliteano al logos creador y amoroso del evangelio
de San Juan, que junto con razón es también fe, por lo que el órgano del
conocimiento y del juicio será el “corazón” (R. Girad). Pero en verdad con
ello lo que se nos plantea es que la fe no niega las verdades de la pura
razón, pero las supera. (Cf Negro, Dalmacio, 2001, 186, 212,237).
Ante esta compleja problemática, nos parece excesivo el término
“sustitución” del que echa mano Blumenberg, para expresar esa
reivindicación de la autonomía humano-social. ¿Desde una epistemología
y hermeneútica histórico-genéticas, no podemos pensar en la posibilidad
de que las nuevas ideas guarden cierta vinculación analógica con algunas
de las ideas propias del discurso premoderno-religioso? ¿En un cierto nivel
de precomprensión, no es razonable pensar que, en su génesis,
determinados elementos de ese nuevo discurso comunicativo y
autónomo, hayan sido iluminados por ideas y conceptos anteriores, pero
ahora transmutados, o como dice Reyes Mate, metabolizados en figuras
mundanas para enriquecer el discurso político? En ese sentido el
mesianismo político moderno no deja de tener una fuente de inspiración
en la tradición religiosa y el pensamiento teológico. Pensemos en
conceptos,como el de tiempo histórico, el de emancipación-liberación, el
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de igualdad, el de justicia, el de dignidad humana, etc., que la razón
moderna e ilustrada se ha apropiado, para construir una nueva
concepción autónoma de la condición humana ,que se identifica con “la
mayoría de edad” kantiana, y el ideal la ciudadanía. Consideramos que
esos conceptos-ideales incorporados ahora al discurso ético-político
moderno no han dejado de tener su placenta nutriente en esa exigencia y
aspiración incondicional del ser humano a la dignidad y felicidad de la que
habla la revelación bíblica, aunque la garantía de su éxito sobrepase las
solas fuerzas humanas. En este sentido las ideas fundamentales que
caracterizan a la cultura europea descansan, en último término, en
creencias nodales de la tradición cristiana. Conceptos e ideas que no sólo
pertenecen al pasado, lo que las convertiría en arcaicas y desfasadas, sino
al futuro, por lo que deben estar presentes en nuestros proyectos de
futuro. Consideramos que esta es la aportación oportuna de Karl Löwith.
De modo general, también J. Ratzinguer ha remarcado con razón, que, de
hecho, no existe ninguna filosofía que no haya recibido orientaciones e
iluminaciones de las diversas tradiciones religiosas, desde Grecia a la India,
incluida por supuesto, la filosofía moderna. Concretamente, la filosofía
moderna en su caminar, más allá de su autonomía, es deudora,”de los
grandes motivos del pensamiento” que la fe bíblica le ha aportado (Cf
Ratzinguer, J., 2005, 181). Creemos que tiene toda la razón Reyes Mate
cuando sostiene que de esa tensión trágica de la condición humana, que
ha revelado la tradición judeo-cristiana, el aspirar a grandes destinos que
el ser humano no puede alcanzar por sí mismo, se ha alimentado el
humanismo secular, incluso malgré lui, en su incesante esfuerzo de
autoemancipación. Ello no significa que podamos pensar en una simple
traducción literal de los conceptos teológicos. Como comenta Reyes Mate,
las ideas recibidas de la tradición religiosa, han podido ser pensadas
nuevamente pero en otro contexto, el de la razón ilustrada, y de ese
modo, la praxis política moderna y su correspondiente discurso
legitimador han configurado su espacio propio, iluminando nuevas
posibilidades para el individuo y el grupo social (derechos humanos,
ideales democráticos), pero en ese empeño no se ha partido de cero. En
este sentido las ideas cristinas han podido ser, como afirma el profesor
Dalmacio Negro “reelaboradas, cernidas, tamizadas”, pero no podemos,
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sin más, negar u ocultar sus orígenes fecundos. Por ello, si la modernidad,
en un momento concreto, procuró prescindir del presupuesto religioso, lo
que podemos denominar la “secularización del cristianismo”, no pudo
evitar, a pesar de ello, dejar de ser un “cristianismo secularizado”. Como
afirma Reyes Mate, la “modernidad secularizada depende en su formación
histórica y en su comprensión temática de la matriz religiosa que la dio a
luz. Esto puede gustar o no, pero nada entenderíamos de nuestro tiempo,
de sus conflictos y aporías, si no lo tuviéramos en cuenta” (Cf. Mate, R.,
2009, 188-189; 37).Por ello intentar profundizar y seguir construyendo
una cultura de la memoria europea exigirá reconocer la trabazón profunda
entre religión, filosofía, ética y política en la historia de Europa. Trabazón
en la que ha jugado un papel fundamental el cristianismo. (Cf Fernández
del Riesgo, Manuel, 2010, 93-111). Como se interroga el profesor
Dalmacio Negro, ¿Podrán seguir existiendo la cultura y la civilización
europeas prescindiendo de la religión? O como sostiene J. Leclerc, lo
decisivo es “saber si la civilización europea debe sus valores al
cristianismo, o si, por el contrario, los debe al hecho de haberse alejado de
ellos” (Leclerc, J., 1965, 193. Cit. Negro, Dalmacio, 2007, 189).Para
contestar a esta pregunta, no podemos olvidar, que a lo largo de la
historia las religiones han jugado un papel clave en las culturas y
civilizaciones conocidas. “La religiosidad es una dimensión fundamental de
la naturaleza humana de la que extraen su impulso la cultura y la
civilización”. La religión con su poder estructurador o configurador de la
cultura lo que hace “es impregnar la cultura dándole forma y sentido con
su espíritu”. (Negro, Dalmacio, 2007, 29,190; Cf Rappaport, 2001, 21).La fe
religiosa ha informado el êthos que las ha animado otorgándoles un
sentido. Y el caso de la cultura europea no es una excepción que confirme
la regla. Es más, no se puede innovar partiendo de la nada, y sería
lamentable olvidar las potencialidades de su tradición. Peguntarse por la
identidad europea, exige contar con su historia, “puesto que Europa no es
algo nuevo, inédito, un solar en el que construir como si no existiese nada
previo o se hubiese ¨liberado¨ radicalmente y de pronto de su pasado, y
con él del cristianismo; tampoco es un fenómeno natural o un lugar
geográfico, aunque sea la geografía el terreno donde echa la historia sus
raíces; o siquiera una economía o una tecnología. Europa es, ante todo, un
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concepto espiritual y cultural, una civilización” (Negro, Dalmacio, 2007,
95). Ello nos convence de que la cultura europea hunde inevitablemente
sus raíces en la tradición cristiana, por muchos procesos de
autonomización racional que haya protagonizado posteriormente. Por ello
olvidar o silenciar al cristianismo en el momento presente de Europa, en lo
que está interesado vivamente el secularismo-laicismo, es renegar de la
propia historia, convirtiéndola en ininteligible, y querer imponer de modo
torticero, una drástica solución de continuidad, que deja sumido en la
incertidumbre el futuro.
Como denunció Romano Guardini si Europa renunciase a estas
raíces dejaría de ser Europa, y se convertiría en otra cosa. El cristianismo
ha sido algo esencial del espíritu de Europa, y pensamos que no podrá
sobrevivir como tal, si renuncia a algunos supuestos, hasta ahora
fundamentales, de origen cristiano. El euroescepticismo que padecemos,
que rezuma desfundamentación y desligación, y que se concreta en una
crisis espiritual y moral, que nos deja desarmado frente al hedonismo
materialista, el relativismo moral, el nihilismo, y la hegemonía de la
plutocracia y la erótica del poder que alimenta una “política sin alma”, que
conjuga muy bien con un estatismo que fagocita a la sociedad civil y no
tiene más fundamento que su propio poder, tiene que ver, entre otras
cosas, con la amnesia y adelgazamiento de nuestra memoria, que
desdibuja nuestra identidad. Si las ideas que configuran una cultura y una
civilización son la que mueven la acción de los seres humanos, Europa
padece actualmente, un “proceso de descivilización”, y de
“deseuropeización” que tiene que ver con el olvido de sus raíces de
inspiración religiosa, pues si existe un “denominador espiritual unificador
de Europa” éste es, evidentemente, el cristianismo, que en su
“universalismo” acoge “sin reservas la variedad”. (Cf Negro, Dalmacio,
2007, 109).
Teniendo en cuenta todo lo dicho, se comprende que un destacado
inspirador intelectual de la integración y unidad de Europa del siglo
pasado, que reivindicó la refundación europea, más que como realidad
jurídica y económica, aunque ello también sea necesario, como realidad
espiritual e histórica, Salvador de Madariaga, insistió en que la clave de
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este empeño estaba en el humanismo y la libertad no sólo política sino
también espiritual. Europa es sobre todo civilización y cultura, y como
realidad espiritual se concreta en un modo de ser peculiar: el “humanismo
socrático-cristiano”, que combina mente consciente, voluntad, y valores
incondicionales. Esto nos obliga a mirar hacia la antigua Jonia y hacia
Palestina, y a concluir, por tanto, que “la cuna de Europa es el Asia
Menor”. “Cristiana en su corazón, es Europa socrática en su cerebro”. Ahí
radica su unidad y universalismo. La duda le sirve como “trampolín para la
acción mental”, que busca el saber. Pero las intuiciones nodales y
fecundas le vienen de la tradición religiosa. Está síntesis providencial,
como hemos visto, siguió latente y fecundando la aventura de la
modernidad ilustrada, a la que hemos hecho alusión, con sus aciertos y
fracasos. Es esto lo que le da un “aire de familia” a las naciones europeas.
Es esto lo que le da al mosaico de pueblos de Europa su unidad. Y esta
inspiración fundamental no debería ser olvidada, aunque sin renunciar a
esa capacidad de apertura enriquecedora y diálogo con el otro, que la
duda socrática y el saber reflexivo, metabolizados con el amor cristiano
portador de solidaridad moral, potencian de cara a la comprensión del
otro. Ello propicia la integración enriquecedora, sin renunciar a las
legítimas diferencias, sin lo que la unidad europea languidece con efectos
letales. (Cf Madariaga, Salvador, 2010,51-52, 65, 67, 68-69, 80, 242).
Capacidad que quizás, como luego veremos, sea hoy más necesaria que
nunca ante el reto de la globalización y la multiculturalidad.
También Jean Monet resaltó que la unión europea tenía que
comenzar por algo que se había olvidado: la cultura. Ello nos debe hacer
caer en la cuenta de que las conquistas jurídicas, económicas e
institucionales por muy necesarias que sean, no son suficientes Y es que la
finalidad de la integración europea difícilmente se podrá conseguir, sin
tener unas ideas acerca de nuestra propia identidad común, que puedan
iluminar nuestro destino. Un proyecto compartido de futuro que deberá
de descansar en la asunción crítica de nuestra historia plural y conflictiva,
que ponga al descubierto las raíces de nuestra identidad histórica y
cultural. Y hoy, tras los fracasos de los totalitarismos, y nihilismos, en los
que de alguna manera se traicionó a sí misma, Europa debería resucitar de
sus cenizas, y volver a ocupar el puesto que se merece en el consorcio
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mundial, ante las amenazas pero también formidables posibilidades que
pueden ir fraguándose en nuestro recién estrenado siglo XXI. Pero para
ello es crucial que recupere la memoria común y el “humus” cultural que
se alimenta de las “paradojas” y tensiones que se dan en las
confrontaciones ideológicas y filosóficas, entre las identidades nacionales
y la identidad común, entre los estados nacionales y las culturas
regionales. La identidad europea tiene que descubrirse como unidad en la
diversidad. Y así la unidad económica tendrá que contar con los intereses
y necesidades legítimos de cada Estado; la unificación política tendrá que
conseguirse contando y a partir de la pluralidad de los Estados Nacionales;
y la unidad cultural contando y a partir de la diversidad de culturas locales.
Ahora bien, el elemento clave de esta tarea es el cultural, pues sin
recuperar el humanismo europeo de inspiración cristiana (centrado en
unas ideas y valores comunes) la tarea de superar las contradicciones de la
modernidad europea se verá abocada al fracaso. Tesis que también
mantuvieron, tras la Segunda Guerra Mundial, importantes padres
promotores del proyecto de la reconstrucción unificadora europea,
(Schuman, de Gasperi, Adenauer, etc.). (Cf Beneyto, José María, “Prólogo
del director de la colección”. En Eliot, T.S., 2003, 7-18).En la misma línea,
el poeta inglés T. S. Eliot ya insistió en los años cuarenta del siglo pasado
en la necesidad de no renunciar a ese patrimonio cultural que nos legó la
tradición cristiana, fuente de inspiración nodal de la cultura europea,
hasta el punto de que, sin él, no se podría entender tampoco a algunos de
sus críticos más notorios como Marx, Nietzsche o Freud. Si hay alguna
esperanza de una unificación armoniosa de Europa, que le permita
desarrollar todo su potencial creador en el ámbito político, económico y
social, ella radica en que “hay un elemento común en la cultura europea,
una interrelación en la historia del pensamiento, los sentimientos y el
comportamiento, un intercambio de arte e ideas”.(Eliot, T.S., 2003, 181).
Elemento común que, a modo de “organismo espiritual”, pone su sello
identitario en el modo de vida europeo, que se vive mediatizado por las
diversas culturas nacionales y regionales. Eliot sostiene que “en Europa
hay una serie de rasgos comunes que permiten hablar de una cultura
europea”, entendiendo por cultura aquello por lo que vale la pena vivir y
que abarca cosas, intereses y actividades propias de un pueblo. Rasgos
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que están relacionados con la tradición cristiana. “Todo nuestro
pensamiento adquiere significado por los antecedentes cristianos. Un
europeo puede no creer en la verdad de la fe cristiana pero todo lo que
dice, crea y hace, surge de su herencia cultural cristiana. Sólo una cultura
cristiana ha podido producir un Voltaire o un Nietzsche. No creo que la
cultura europea sobreviviera a la desaparición completa de la fe cristiana”.
E insiste, “La unidad del mundo occidental reside en esa herencia, en el
cristianismo y en las antiguas civilizaciones griega romana y hebrea; a las
cuales a través de dos mil años de cristianismo, se remonta nuestra
ascendencia. (…) Ninguna organización política o económica, por muy
buenas intenciones que albergue, puede reemplazar lo que nos da esa
unidad cultural.” (Eliot, T.S., 203, 185,186). Sin esa fe común todo
proyecto de una mayor unificación europea acabará en fracaso.
El “plus” del cristianismo en la tarea de remoralizar a una
Europa “descarriada”. Evidentemente, en principio, un estado
moderno, inspirado en la tradición liberal-ilustrada y en los ideales
societarios de la tradición socialista, no necesita de presupuestos propios
de las tradiciones religiosas para desarrollar su tarea de autoconfiguración
y legislación. Los ciudadanos como agentes sociales activos y
responsables, son los que deben, por ellos mismos, y mediante sus
legítimos representantes, definir el bien común, y construir el orden
democrático. En una sociedad secular, como la europea, el proceso
democrático es garante de sí mismo gracias al desarrollo de un derecho
racional, y de la capacidad de los ciudadanos de hacer suyos los principios
constitucionales.
Ahora bien, en la medida en que los seres humanos no somos
solamente coautores democráticos, sino también destinatarios del
derecho, debemos de mantener, en la práctica, una actitud coherente con
el mismo. Y esto no se garantiza, simplemente, con las leyes escritas. Al
respecto son necesarias las virtudes morales y políticas. Y ha sido
curiosamente un autor no creyente, como Jürgen Habermas, el que nos ha
recomendado, que ante la pérdida de sentido de nuestra desmoralizada
sociedad, no deberíamos desperdiciar, sino precisamente recuperar el
bagaje moral que se conserva en las tradiciones religiosas (ideales de
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justicia, de solidaridad, de dignidad humana, etc.). Ante la alarma y
preocupación que suscita la debilidad de la práctica de una “modernidad
descarriada” o “ambivalente”, víctima del relativismo, del hedonismo
consumista, del individualismo asocial, de la corrupción económica y
política, y del sectarismo de los medios de comunicación social, sería muy
conveniente, que la sociedad secular procurase su regeneración moral
asegurando el aprendizaje de los valores y principios fundamentales,
mediante el concurso y la influencia de todos los discursos portadores de
los mismos, ya sea el pensamiento liberal-ilustrado o las tradiciones
religiosas. Incluso Habermas, convencido de la insuficiencia del
intelectualismo moral, esto es, que el conocimiento teórico o el proceso
cognitivo no garantiza, sin más, el respeto en la práctica de los derechos
fundamentales, resalta la importancia de las motivaciones y sentimientos,
que anidan en la moral vivida, y de todo lo que refuerce la disposición
moral del ánimo ante los fracasos, desalientos, errores, e infidelidades. Y
es que el éxito en la práctica de un Estado de Derecho depende, en gran
medida, de una educación en valores cívicos, pero no podemos olvidar
que éstos los viven existencialmente los ciudadanos en el contexto de un
proyecto de vida buena (ética personal o de máximos). Como también ha
señalado oportunamente J. Ratzinguer, la razón moral viva y existencial no
es la abstracta y teórica, sino la que se ha desarrollado en formas
históricas concretas, muchas veces aliadas con la fe religiosa. Ante el
“desgaste” de la práctica democrática, es positivo y conveniente contar
dialogalmente con todas las fuentes culturales de las que se alimenta la
moralidad, incluidas las religiosas. Y es que, como muy bien ha
puntualizado Habermas, la secularización debería ser entendida, tanto por
parte del creyente como del increyente, “como un proceso de aprendizaje
complementario”, que les permitiría a ambos considerar y ponderar sus
respectivas aportaciones, de cara a iluminar y solucionar los retos a los
que se enfrenta, en el presente, la sociedad europea.(Cf Habermas,
Jürgen,2006, 116-117) Lo que hay, pues, que fomentar es una “laicidad
inclusiva”, en la que tengan cabida todas las “voces” que pueden
protagonizar un diálogo respetuoso y enriquecedor, de cara a reforzar
nuestra racionalidad moral. Una sociedad democrática y plural deberá de
promover la libre circulación de las diversas concepciones antropológicas,
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éticas y religiosas que se desenvuelven en la sociedad civil, por medio de
la cual, y gracias al diálogo, se podrá alcanzar cotas de consenso, que se
concretarán en la formulación de una ética civil, como referente
imprescindible para articular un estado de derecho. Por contraposición a
las éticas de máximos entendidas como ideales de perfección y de
felicidad, que determinados grupos practica y ofrece a partir de sus
experiencias sui generis religiosas, éticas y estéticas, la ética civil o de
mínimos consistirá en el conjunto de valores y normas que buscan
garantizar el bien común, entendiendo por éste último la plasmación de
los derechos y deberes fundamentales que garantizan, según las
circunstancias y posibilidades, la solidaridad y la justicia. Pero lo que no
debemos de olvidar es que la ética de mínimos se vive modalmente en el
seno de las éticas de máximos, que son su “placenta nutriente”, y una de
sus mejores armas para su defensa y protección. Por ello, en una sociedad
plural y democrática, como la europea, la ética civil, como ética laica,
estará abierta a todas las fuentes de inspiración, incluidas las religiosas.
Éstas últimas podrán contribuir a la configuración del vínculo común,
siempre, naturalmente, que su aportación se traduzca en valores
racionales, en un “lenguaje universalmente accesible”, ya que es posible
una apropiación discursiva y pública de los “potenciales semánticos”
(intuiciones, concepciones, posibilidades expresivas, sensibilidades, etc.)
que se encuentran en los discursos religiosos. De este modo se alumbrará
una “razón pública polifónica”. (Cf Habermas, Jürgen, 2006, 147-148, 150152, 218, 246,250-251,268; Fernández del Riesgo, Manuel 2010, 119126).Naturalmente esa “traducción” no significa que la religión, en
nuestro caso el cristianismo, tenga que renunciar a su experiencia e
inspiración más genuina, a su fundamentación originaria, convirtiéndose
en una suerte de metacristianismo utópico. No se trata de una
racionalización “humanizadora” del cristianismo, que lo fuerce a renunciar
a ese plus que define lo genuinamente religioso, y del que dimana su
potencialidad significante. Se trata de que, desde su inspiración originaria,
ayude, a modo de de catalizador, a la regeneración moral de la sociedad.
Ante la urgencia de regeneración moral de la sociedad
europea, y la necesidad que tiene ésta de seguir preservando y
construyendo su ancestral identidad, aún entendiéndola como una
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realidad viva, dinámica y abierta a su evolución y enriquecimiento, no
puede olvidar, como quiere el secularismo-laicismo recalcitrante, sus
raíces cristianas, como una irrenunciable fuente de inspiración cultural y
moral. Por supuesto en el contexto dialogante de la secularidad y el
pluralismo.
Para abundar en ello, recordaremos algunos aspectos de ese “plus”
de fuerza, sentimientos y motivaciones que puede aportar la tradición
judeo-cristiana, repetimos, a la urgente tarea de regeneración moral que
necesitamos. Y para ello vamos a partir, curiosamente, señalando algunas
limitaciones de ese intento de “helenización del cristianismo”, al que ya
aludimos, sin negar, por supuesto, los aspectos positivos que ha aportado
como unos de los hitos de la cultura europea. No caeremos, pues, en el
exceso de A von Harnack , que llegó a descalificar esa “helenización” como
una mera “auto-enajenación del cristianismo”. Sin embargo hay que
reconocer que en ese intento se ha podido olvidar o minusvalorar algo
específico de la tradición de Israel, que no debería dejarse de incorporar al
mensaje y espíritu cristianos. Y es que la tradición de Israel nos ayuda a
superar una insuficiencia del “espíritu greco-helenístico”, que como afirma
J. B. Metz alimenta “un pensamiento onto-teológico del ser y la identidad,
para la cual las ideas siempre tienen un rango más fundamental que los
recuerdos”. Ello propicia el olvido de lo concreto, y la abstracción
ahistórica. La “logificación” del cristianismo e interés de su
universalización, puede olvidar el carácter esencialmente narrativo de la
tradición judía, que la vincula con historias concretas y reales, y al
cristianismo especialmente con un acontecimiento único en la historia, el
de Jesús de Nazaret. En este sentido, el cristianismo no puede renunciar,
en la línea de esa misma tradición a “una mostración narrativa de la
verdad”. (Cf Metz, Johan Baptist, 2007, 61,243-244).Frente a una
helenización excesiva y unilateral, el logos de la teología no puede olvidar
el concepto de tiempo que alberga en su seno, y que lo hace logos de la
memoria y la narración. (CF Metz, Johann Baptist, 1999, 139, 154). El
peligro de un cristianismo excesiva o unilateralmente helenizado, es que
olvide la cultura de la memoria de la tradición bíblica a favor de la cultura
abstracta, conceptual de la filosofía griega. Habría que mantener, por
tanto, una tensión dialéctica entre la “racionalidad guiada por el recuerdo
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y la guiada por el concepto” (Mezt, Johann Baptist, 2007, 233-234).En este
sentido el “recuerdo”, la “razón anamnética”, debe ser una mediación
necesaria entre razón e historia, para evitar los excesos abstraccionistas
de la helenización. Puede servir para integrar la aportación básica de la
filosofía griega con el pensamiento tradicional judeo-cristiano. (Cf Metz,
Joahnn Baptist, 1979, 193-196).Cabe, pues, la posibilidad de combinar el
método narrativo con el argumentativo. Ello además servirá para poner de
relieve algo muy importante en la tradición judeo-cristiana: los límites
humanos ante la exigencia de universalidad del principio de la justicia, que
resiste a la fuerza destructiva del tiempo. Ello se concreta en el
sufrimiento de las víctimas del pasado, que siguen, en nuestra memoria,
como “memoria passonis”, reivindicando una reparación. Esta memoria su
generis denuncia la impotencia de la praxis individual y social de cara a
rehabilitar y reparar la injusticia y el sufrimiento humanos en el curso del
devenir. Ante esta insuficiencia de la existencia humana, que la reviste de
dramatismo, el optimismo ilustrado y la filosofía moderna en general, no
tienen una respuesta suficientemente satisfactoria. El espíritu ilustrado
fue portador de un ideal de autoemancipación que se identificó con “ el
espíritu de una razón pública” que pretendió “plasmarse en la práctica en
forma de libertad, no sólo propia, sino también de los demás”. Sin
embargo, una de las raíces del fracaso ilustrado es que “no logró superar
un inveterado prejuicio: el prejuicio contra el recuerdo.(…) subestimó el
poder intelectual y crítico del recuerdo, esto es, desatendió la racionalidad
anamnética” ( Metz, Johann Baptist, 2007, 223-224,213; Cf Metz, Johann
Baptist, 1999, 119,129). Y esto le llevó al exceso de un optimismo
desproporcionado, que escondía un último fracaso. Es lo que Adorno
denominó la “frialdad burguesa”, consistente en considerar como una
especie de naturaleza lo que ha tenido lugar. De este modo el pasado
queda olvidado-justificado al servicio del “progreso”, diluyendo la
responsabilidad ante los fracasos catastróficos de la historia. Basta
recordar el esfuerzo límite que llevó a cabo Hegel en su “filosofía de la
historia”, donde el dolor y el sufrimiento de los hombres y mujeres reales
y concretos es el precio que hay que pagar en el mundo fenoménico, para
que tenga lugar el devenir evolutivo de la naturaleza y el progreso de la
historia humana. La exaltación de la Razón y el Espíritu exige, si no el
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olvido, sí la “trivialización” del drama existencial y moral que padecen los
“perdedores de la historia”, que en el fondo somos todos. Frente a una
verdad sin sujeto, y abstracta, fácilmente manipulable, como la del
idealismo, tan fuertemente criticada por el pensador judío Franz
Rosenzweig, la verdad de la fe implica a todos los sujetos. (Cf Rosenzweig,
F., 1997). Del mismo modo el intento nietzscheano con su exaltación
estética del “superhombre”, también postuló el olvido como único medio
de alcanzar la felicidad (“amnesia del vencedor”).Intento que acaba en la
derrota nihilista, ya que la “voluntad de poder” del “superhombre” se
vincula con el “eterno retorno” de lo mismo (dominio y soberanía del
tiempo sin término), que lo convierte en “peregrino sin meta”, en un
“vagabundo de inspiración dionisíaca, para quien todas las cosas y las
relaciones han perdido su gravedad” (Metz, Johann Baptist, 2007, 128; Cf
Metz, Johann Baptist, 1999, 7, 142-143).Y el último producto de este
proceso degenerativo, ha sido la postmodernidad, que también ha
renunciado al sujeto, al marginar de nuevo a la memoria y desentenderse
del sentido de la historia. Se contenta con un discurso fragmentado, con la
correspondiente hegemonía de la “razón instrumental”, aliada de un
pragmatismo utilitarista puro y duro. El estilo de vida hedonista,
consumista y tecnocrático, y los medios de comunicación a su servicio,
reducen la visión de sentido a algo alicorto, puntal, mutante, donde
predomina el ”pensamiento múltiple”, la “dispersión circunstancial”, y la
renuncia a la propia historia. El ciudadano aparece como portador de una
“subjetividad relajada” que consiente su propia manipulación,
convirtiéndose en un ser heterodirigido, y extraño a sí mismo. Por todo
ello, es urgente recuperar o reactivar la herencia judeo-cristiana para
nuestro propio mundo europeo - occidental. “Sólo si se consigue esto
podrá el espíritu europeo dominar los peligros que de él mismo
proceden”. (Metz, Johann Baptist, 1999, 66-69, 59, 140).
Por el contario la memoria passionis, mantiene viva la reivindicación
de una justicia y rehabilitación pendientes, especialmente, respecto a las
víctimas inocentes de la historia. Una memoria que, mediante la
experiencia del sufrimiento, recupera la cuestión del sujeto, que va pareja
con una reivindicación de las exigencias morales, y la del sentido en toda
su radicalidad y alcance universal, porque no se contenta con “lo
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alcanzado”, y no se olvida de “lo destruido”, y de “lo perdido”, al resistirse
a poner al servicio del “progreso”, sin más, “la singularidad y la
contingencia”. Y es que el sufrimiento pone de manifiesto las exigencias
intransferibles del sujeto singular. A partir de ahí comprendemos que el
destino global no se puede desligar del de todos y cada uno de nosotros.
Esta sensibilidad por el drama existencial se la enseñó al cristianismo el
judaísmo (D. Bonhöfffer). Y así, la razón de la tradición judeo-cristiana,
aliada de la memoria, se rebela ante la idea de que lo que desaparece
pierda su significado existencial, al quedar los muertos fagocitados en “el
abismo de una anónima evolución”. La actitud de resistencia ante el
enigma del mal, de la tradición judeo-cristiana ayuda a mantener
beligerante, insistimos, la cuestión del sujeto. Y la autoridad universal del
sufrimiento nos descubre un modo radical de reivindicar la dignidad
humana y los derechos inalienables de todos los seres humanos. Autoridad
que precede “al acuerdo y al discurso” moderno-ilustrado. Es la razón
anamnética del teólogo la que remarca que el pasado está pendiente de
una rehabilitación reparadora, al reconocer como imprescriptible los
derechos de las víctimas del pasado, lo que puede alimentar o abrir a la
esperanza de una “redención”. Se dibuja así una dialéctica de la
inmanencia y de la trascendencia, que se abre a la esperanza escatológica.
Es ese plus de la iniciativa divina, esa “reserva escatológica”, como reserva
de sentido, entendida como un don, la única que puede superar, salvar la
impotencia, la insuficiencia de la idea moderna de progreso, y del
concepto de evolución que alimenta el optimismo antropológico de la
ilustración.
Pero junto a ello, hay que añadir algo muy importante: que en sus
consecuencias prácticas, esta memoria, como muy bien ha destacado la
“teología de la liberación”, encierra una teología de la historia y de la
sociedad, que exige un compromiso con la justicia y la libertad solidaria,
que la convierte también en “recuerdo hacia adelante” (Cf Metz, Johann
Baptist, 1979, 196-197, 192-193). La identidad religiosa es una
experiencia-construcción histórica que se mantiene y progresa con el
recurso de la memoria y el recuerdo, y que se conserva en una narración
que tiene importantes implicaciones prácticas (solidaridad y justicia
universales) (Cf Metz, Johann Baptist, 1979, 83). Es el “rastro del
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sufrimiento” vivo en la “memoria passionis”, el “hilo de Ariadna” que nos
guía en la continuidad de la historia humana como “historia de la pasión”.
Historia que es también, como muy bien ha señalado, insistimos, la
“teología de la liberación”, memoria y recuerdo constante, “peligroso” y
“desafiante” de que la libertad y la realización feliz del ser humano sigue
siendo una “asignatura pendiente” (Metz, Johann Baptist, 1979,120).La
memoria passionis y la razón anamnética posibilitan una hermenéutica
que desestabiliza el “orden establecido” por los “vencedores de la
historia”, que es garantía de sufrimiento y de olvido. Hermenéutica, pues,
que animada por una “mística de la compassio”, tiene que ver con la
teodicea, pero también con la ética y la política, al reivindicar la
solidaridad con todos, vivos y muertos. Por tanto, la verdad y el logroéxito de la historia tienen que ser el de todos los implicados en ella.
Verdad y logro, que, en último término, sólo pueden ser garantizados por
el Dios de Jesús, ante el que todos los seres humanos son sujetos libres,
responsables, y objetos de su amor incondicional. Sólo, pues, la tradición
bíblica reconoce con contundencia los derechos de todos los hombres, al
contar con un Dios de vivos y muertos, y deja abierta las puertas a la
esperanza. Y esto es así, porque, en último término, la utopía, como
proceso de autosuperación y autotrascendencia prometéica del ser
humano, acaba abortando sobre sí misma, sino no se da un momento
resolutivo y reconciliador final en que ella misma se niega realizándose.
Pero este momento es imposible sin el plus de Dios.
En resumen, la razón anamnética y la memoria passionis reivindican
la cuestión del sujeto, la de su inalienable dignidad y sus derechos de un
modo sui generis y radical. Su opción por el sentido y la esperanza, alberga
una fuerza moral, que legítima su lugar en el diálogo cívico, para intentar
la remoralización de la sociedad, para la reivindicación de los derechos
humanos, y la construcción de esa ética de mínimos de la que está tan
necesitada nuestra sociedad europea.
Europa y el reto de la multiculturalidad. Está claro que hoy,
debido a los flujos migratorios, a los intercambios comerciales y laborales,
al turismo masivo, y a la interdependencia multifacética de unos estados
con otros, la sociedad en general, y en especial la europea del siglo XXI
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que se ensancha continuamente con la ampliación de la Comunidad
Europea, serán cada vez más multiétnicas, multiculturales y
plurirreligiosas. Especialmente la inmigración islámica procedente de
África, Oriente Próximo y Asia, como ha indicado el profesor Manuel
Castells, puede ser un reto para la matriz cristiana de Europa. Está claro
que quien no tiene memoria no sabe quién es, y las raíces culturales y
civilizatorias de Europa son fundamentales para la construcción y
mantenimiento de la propia identidad, aunque ésta última, como realidad
viva y dinámica, deberá estar abierta al futuro y su posibles innovaciones.
Por esta razón, sólo sabiendo lo que ha sido y sus potenciales capacidades
de desarrollo, Europa podrá abrirse al diálogo intercultural y enriquecedor.
El desafío inevitable es cómo compaginar y coordinar el patrimonio de la
“Vieja Europa” con la posibilidad y la necesidad de asumir nuevos valores y
aportaciones culturales. Como ya hemos indicado, referentes
fundamentales en la construcción del humanismo europeo, han sido la
filosofía y teoría política de los griegos, el derecho romano, el judeocristianismo, la ilustración moderna, y la revolución científica. Sin embargo
también hay que reconocer que, aunque la identidad europea se ha
construido en contraposición a la amenaza islámica, no por ello el Islam ha
dejado de influenciar en Europa. El Islam ha legado notables aportaciones
culturales a Europa en el campo de la filosofía, del arte, de la ciencia y la
cultura en general. Filósofos, artistas, intelectuales y científicos
musulmanes, en contacto con el helenismo, nos transmitieron la ciencia y
la cultura de Grecia y Roma. No obstante, la masiva afluencia actual de
musulmanes, tiene unas características peculiares, que nos obliga a hallar
un modelo de integración, que no puede confundirse con la asimilación
desintegradora, y mucho menos con el mantenimiento de “guetos”
diferenciales. Naturalmente toda innovación comporta un riesgo, y
algunos consideran que esta Europa cada vez más multicultural puede
poner en peligro “la marca registrada de Occidente”. Pero el dinamismo
de la globalización, y la interdependencia de los Estados, a todos los
niveles, exigen hoy asumir el riesgo de configurar nuevos niveles de
integración. (Cf Gª Gómez-Heras, José Mª, 2008, 29; González García, José
Mª, “Una constitución laica para Europa”. En López de la Vieja, Mª Teresa,
(ed.), 2005, 195, 199-200, 203-204). Como ha señalado Alberto
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Spektorowski, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Tel Aviv,
este es un reto de las modernas democracias de Occidente, por principios,
representativas, deliberativas, igualitarias e inclusivas. La sociedad
europea, encuadrada en este paradigma o modelo político, deberá de
ayudar a las diversas culturas para que, manteniendo su identidad,
enriquezcan, a su vez, a la sociedad que las acoge sin fragmentarla. Pero
este empeño no es factible sin el presupuesto de unos valores y principios
que precisamente lo hacen posible Y es que sin unos valores comunes es
imposible establecer mecanismos de integración multicultural.
Un dato de partida, por puro realismo, es que la futura identidad
europea será cada vez más múltiple, aunque ello no implique la pérdida
de su identidad y personalidad propias. He aquí “la cuadratura del círculo”
a despejar. Y esto es de vital importancia, porque la integración
económica, como ya vimos indicó Madariaga, aunque sea necesaria, no es
suficiente. Europa no tendrá un futuro que mueva a la esperanza sin su
integración política y cultural. Pero esa identidad unificadora se tiene que
construir a partir de una multiplicidad no excluyente. Y esto exige un
diálogo intercultural entre Europa y sus nuevos aspirantes a ciudadanos,
para descubrir la posibilidad de que éstos últimos puedan asumir los
valores y principios fundamentales del humanismo europeo, sin tener que
renunciar en bloque a su propia idiosincracia cultural y religiosa. Es más,
ese diálogo, a pesar de sus muchas dificultades, puede ser mutuamente
enriquecedor, pues los nuevos ciudadanos europeos pueden descubrir su
propia modalidad cultural de vivir esos valores fundamentales
occidentales, que remiten básicamente a los derechos humanos hoy
internacionalmente reconocidos; y a su vez, la propia visión de Europa de
los nuevos ciudadanos puede promover la revisión y reflexión crítica de los
viejos ciudadanos. Este proceso dialéctico, en el que todos sus
coprotagonistas tienen que hacer un esfuerzo de corrección e innovación,
puede reforzar el mantenimiento y enriquecimiento de la identidad
europea, pues todos los ciudadanos europeos, como conjunto ahora más
complejo y abigarrado, nos descubriremos iguales en la diferencia. Una
nueva identidad que, sin renunciar a sus raíces más originarias, se
enriquece, se hace más compleja e innovadora, y con la que todos los
europeos saldremos ganando. De este modo, la sociedad europea será
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cada vez más permeable, híbrida y abierta a procesos de asimilación
cultural. En esta apasionante aventura, los que quedarán excluidos a
priori, serán los fundamentalismos excluyentes, ya sea el clerical
(integrismo religioso) o el laico (secularismo-laicismo).
Este es un difícil reto que, si llegara algún día a tener una solución
mínimamente aceptable, supondría que lo que algunos consideran como
graves dificultades e impedimentos para la viabilidad del diálogo
intercultural, no serían impedimentos definitivos. Hay que reconocer,
desde luego, el peso condicionante del sistema sociocultural en el que se
articula el individuo y su conducta, que dificulta (pero no elimina
necesariamente) su capacidad de revisión crítica e innovadora.
Dependencias subjetiva del sistema que Niklas Luhmann, por ejemplo, ha
señalado al destacar cómo el individuo a la hora de establecer sus
intereses y necesidades, lo hace teniendo como referencia los
mecanismos sistémico-culturales que organizan su experiencia. Junto a
ello también podemos señalar la pluralidad de lógicas socioculturales, que
parecen recíprocamente inconmensurables por sus extremas diferencias.
Ello puede significar límites aparentemente insalvables en el proceso de
comunicación. Impedimentos para esa difícil tarea de “descentramiento”
que posibilita el adoptar el punto de vista del otro, y descubrir la alteridad
como elemento enriquecedor de la interacción comunicativa, frente a la
autoclausura de cada sistema sociocultural. Por contraposición a esto
último, el diálogo intercultural cuenta con la diferencia, pero la gestiona
de tal modo, que no se convierta en un inconveniente insalvable, sino, por
el contrario, en una ocasión para la innovación y el crecimiento. Cabe,
pues, la posibilidad de que el sistema sociocultural se observe y describa a
sí mismo y se construya, pero no de un modo autoclausurado y
tautológico, sino teniendo como referencia no sólo a sí mismo
(autorreferencialidad) sino otros sistemas De ese modo es posible el
llegar, no sólo a la constatación de diferencias incomunicables o no
compartibles, sino también al descubrimiento de informaciones
compartidas, aunque vividas modalmente por cada sistema sociocultural.
Ello hace posible la mutua compresión y la traducción e interrelación de
pautas de conducta, que evidencia la comunión en determinados valores,
ahora reforzados en el diálogo intercultural. De este modo las
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particularidades pueden ser portadoras de coincidencia y niveles de
comunicación, sin renunciar a la propia idiosincrasia. Niveles de comunión
y afinidad, que pueden propiciar una apertura in crescendo, y puentes de
acercamiento y comunicación intercultural y de aproximación
metasistémica y transcultural. (Cf Llera Llorente, Mar, “Otra versión del
ciberperiodismo. Una lectura comunicológica de N. Luhmann”. En
Argumentos de razón técnica, 2008, 127-144).
Con relación al Islam, el catedrático de Georgia Augusta de
Relaciones Internacionales, en la Universidad de Göttinguen, Bassam Tibi,
nos ha recordado la capacidad de adaptación y enculturación del Islam. De
hecho podemos hablar de un islam de cultura árabe, pero también de
cultura africana, india y surasiática. Esta plasticidad nos permite pensar ,
frente al intolerante fundamentalismo islámico, que llega al extremo del
integrismo excluyente y sacralizador de la guerra santa y el terrorismo, en
la posibilidad de que se desarrolle un islam europeo, que se plantee la
posibilidad de adaptarse a la democracia liberal, y sea respetuoso y
valedor de los derechos humanos. Un islam que, dialogando con la
modernidad ilustrada, sea capaz de convivir con otras concepciones
religiosas y no religiosas, en el contexto de la laicidad y la tolerancia. Y
que, de ese modo, colabore también al mantenimiento y desarrollo de la
identidad europea, y al futuro de Europa en el siglo XXI. (Cf Tibi, Bassam,
“Los inmigrantes musulmanes de Europa: entre el euro-islam y el gueto”.
En Alsayyad, Nezar; Castells, Manuel. (Eds.), 2003, 64-65). El diálogo
intercultural, permitiría el alumbramiento de un euro-islam, como
expresión de una identidad y ciudadanía islámicas, que sería también una
versión más de la identidad y ciudadanía europeas. Ello significaría el éxito
de la integración política y cultural de los musulmanes. Hay que reconocer,
no obstante que esta posibilidad exige, por parte del Islam un diálogo
todavía pendiente con la ilustración secularizadora, que le permita una
renovación y adecuación de sus estructuras políticas y sociales, que deberá
de consistir, entre otras cosas, en la separación de la Mezquita del Estado,
y de la sociedad civil de la comunidad religiosa. Ahora bien, ello no será
posible mientras no se acometa “una relectura del Corán y de la historia
del Islam en clave histórico-crítica, disociando la sustancia religiosa de sus
adherencias contextuales”. El Islam necesita “de una aplicación intensiva
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de la hermeneútica y de la crítica histórico-filológica en la recomposición
de su tradición y doctrina. (…). Porque urge diferenciar en una tradición
los elementos esenciales de los circunstanciales, la sustancia de lo
accidental, para diferenciar lo esencial de las adherencias” (Cf Gª GómezHeras, José Mª, 2008, 153, 250). Evidentemente el Islam tiene todavía
pendiente algo que ya ha hecho el cristianismo: liberar el espacio público o
profano. Bien entendido esto significa que la religión debe respetar la
autonomía e independencia de la sociedad civil, desacralizando pues el
espacio laico por definición.
Ciertamente un impedimento grave de esta posibilidad lo constituye
la concepción “islamocrática” de poder político. Por ello Dalmacio Negro
es escéptico respecto a la posibilidad de que se alcance un islam que
respete la laicidad. Del mismo modo, el estudioso del islam y natural de
Tanzania, Faisal Devji, también es escéptico con relación al esfuerzo de los
musulmanes liberales y modernistas. El liberalismo islámico, nos dice,
existe pero sólo como un movimiento intelectual protagonizado por
eruditos conocedores del islam, con escasa influencia en el mundo
musulmán. Sólo ha tenido cierto impacto social cuando se ha aliado con
personajes con un fuerte apoyo militar, como en el caso de Mustafá Kemal
Pasha en Turquía, o en el de Ayub Jan y Pervez Musharraf en Pakistán.
Además al-Qaida y el yihad tal como este movimiento lo entiende, están
promoviendo un cambio profundo en el islam al convertirlo, según Faisal
Devji, en un hecho global, pero desdibujando su contenido específico,
destruyendo sus propias tradiciones, y reciclando sus fragmentos de un
modo innovador. En sus excesos y efectos globales, el yihad ha perdido el
control que antes le proporcionaba las referencias y categorías
tradicionales (ej.: la lucha nacional), careciendo ahora de un plan
coherente, de un proyecto político de cara al futuro. El yihad globalizado
se desentiende de una lucha de liberación particular, con causas y
objetivos determinados. Se vincula más bien con la idea de una guerra
religiosa, “una guerra metafísica entre cristianos, musulmanes y judíos”, y
se habla de la “guerra global entre la alianza cruzado-sionista y el islam”.
Con ello se “busca la conversión del mundo a un modo totalmente nuevo
de pensar y ser”. Es pues una guerra de civilizaciones, con un alcance
espiritual, que aspira al fin de la hegemonía de Occidente como categoría
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moral y metafísica. El mundo deberá de subordinarse a la autoridad del
Califato. Califato que más que categoría política es simplemente el ideal
de la futura victoria global del islam, como comunión final de los tres
monoteísmos, una “categoría metafísica”, “sin una definición y sin un plan
concreto para establecerlo”. Esto le hace pensar a nuestro autor que las
acciones terroristas tienen un carácter más ético que político. El Yihad es
una obligación individual allende los criterios puramente pragmáticos de
la vida política, en sintonía con la tradición compuesta por movimientos
carismáticos, místicos, mesiánicos y heréticos al margen de la autoridad.
Lo que interesa ahora es la difusión universal del mensaje del islam,
dejando las cuestiones doctrinales para otro momento. Los militantes de
al-Qaida son de diversas nacionalidades, puede darse entre ellos ausencia
de uniformidad doctrinal y ritual, e incluso carecer de una formación
religiosa. En este sentido, lo más preocupante y novedoso de al-Qaida no
es tanto su violencia, ni “su promoción de una nueva forma de militancia
en red”, sino “el hecho de fragmentar las estructuras tradicionales de la
autoridad musulmana en el marco de nuevos espacios globales”. A
diferencia del fundamentalismo islámico clásico vinculado a partidos
políticos, revoluciones, e identificado con el proyecto de crear estados
ideológicos, el yihad de al-Qaida desterritorializa el islam porque lo
importante es la lucha por la sensibilización mundial y el islam global
Como nueva categoría opera a nivel planetario “con la movilidad
geográfica, financiera y tecnológica que posibilita la propia globalización”
(Cf Devji, Faisal, 2007).
Reconociendo la enorme complejidad del actual mundo islámico, el
pesimismo de algunos analistas, el poder desestructurante de
movimientos como el de al-Qaida, y sin querer ser ingenuo, ni caer en un
simple voluntarismo, tenemos que reconocer que, paradójicamente, el
terrorismo islámico ha promovido, como reacción, el interés por parte de
algunos en destacar los aspectos humanizadores del islam (entre ellos el
destacar, el yihad mayor o espiritual como esfuerzo dirigido contra los
malos instintos, y el yihad menor o militar como defensa contra el
enemigo infiel y hostil), el diálogo intercultural, y la necesidad de
integración de una sociedad multicultural, como la europea. Todo ello
puede motivar, a la larga, el llevar a buen término esta compleja exigencia
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del diálogo del islam con la modernidad. La esperanza sigue resistiendo en
una minoría que, frente al fundamentalismo islámico, en Turquía, Albania,
Siria, Túnez y Egipto, busca el alumbramiento de un “islam liberal” que se
plantea dialogar con el mundo occidental, y recuperar su antigua
capacidad de adaptación a diversas culturas. (Cf Charfi, Mohamed, 2001;
Arístegui, G. de, 2004; Tamayo, Juan José, 2009). Saïd El Kadaqui,
psicólogo y escritor marroquí, nos recordaba no hace mucho (Público, 1608-2010), como en la sociedad marroquí se va experimentando, a pesar de
las dificultades, un cierto proceso de secularización, que tiene como
índices esperanzadores, el que aumente el número de mujeres que se
incorpora al mercado de trabajo, el consumo de alcohol, y la rentabilidad
en interés bancario (el Islam considera el interés bancario como usura).
También algunos plantean la necesidad de flexibilizar el rito del ramadán,
para adaptarlo a las condiciones del trabajo, (como aminorar las horas de
ayuno, la posibilidad de ingerir líquidos), y desarrollar una cultura de la
libertad, que invite a respetar la decisión personal con relación a la
creencia religiosa y la asunción de sus rituales, lo que favorecería la
aceptación del pluralismo religioso. También nos recordaba la
puntualización del politicólogo Abdellah Tourabi, ya sabido por muchos,
de que el Corán ha sido objeto de interpretaciones de lo más dispares y
diversas. Unas han insistido en la paz, la tolerancia y la justicia, y otras por
desgracia, en la opresión, la violencia y el obscurantismo. Teniendo en
cuenta esta plasticidad, él reivindica una hermeneútica que, teniendo
como contexto el reto de la sociedad moderna y secularizada, debe llevar
a cabo una lectura racional y no literal del texto sagrado. Y sobre todo hay
que huir de las interpretaciones fundamentalistas excluyentes, al servicio
de intereses políticos, que impiden cualquier debate sobre lo que el Islam
permite y prohíbe, que propician la violencia en una sociedad cerrada e
inamovible, e impiden el reconocimiento de los derechos y obligaciones
de una sociedad democrática. De todos es conocida, por ejemplo, la
contraposición entre la tesis de Bernard Lewis que entiende la violencia de
al-Qaida como algo en su origen esencial al islam, frente a la de John
Esposito que la relaciona con causas e intereses políticos y económicos
posteriores.
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Este euro-islam propiciaría la superación tanto de la “islamofobia
occidental”, como de la “satanización islámica de Occidente”. El objetivo
debe ser saber administrar las diferencias con respeto y tolerancia, y
descubrir valores compartidos, constituyentes de una ética cívica común.
Actualmente parece cada vez más claro que hay unos mínimos
innegociables, que remiten a unos derechos fundamentales que detenta
todo ser humano por el hecho de serlo, y que resultan necesarios para
mantener un equilibrio armonizador entre lo universal y lo particular,
aunque por desgracia no estén institucionalizados en todas las sociedades
y culturas. Y este es un legado de Europa que debemos mantener
incólume, aunque ahora podría verse reforzado al disfrutar de una
estructura de plausibilidad más amplia desde el punto de vista cultural.
Por el contrario, si imperan los desencuentros exclusivistas, animados por
victimismos y resentimientos, los inmigrantes que seguirán llegando a
Europa, construirán sus identidades a la defensiva, favoreciendo una
preocupante y peligrosa fractura del tejido social, como fuente de
numerosos conflictos. (Cf Fernández del Riesgo, Manuel, 2005, 115-121;
Fernández del Riesgo, Manuel, 2010, 111-113).
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