Violencia e identidad: prejuicio “El pasado se constituye como tal con el trabajo de desidentificación que libera el siempre” Haidée Faimberg Esteban es un “morochito” de 12 años. Se fuga de su casa y vagabundea desde temprana edad. No posee escolarización ya que fue expulsado de dos escuelas de la zona. Su familia es indigente. Vive con su madre, quien padece una deficiencia importante en sus capacidades intelectuales, y seis hermanos, uno de ellos con Síndrome de Down. El padre los abandonó y no tienen contacto con él. Antes de la separación, hace 9 años, la madre hizo una consulta en una Unidad Sanitaria cercana a su domicilio, por dificultades vinculares en la pareja. Hace unos meses, Esteban fue internado en un Instituto por intermedio de un Juzgado de Menores de San Martín. El objetivo aparente, habría sido reformarlo. El método, según el relato del propio paciente, hacerlo atravesar por situaciones de aislamiento, hacinamiento, mala alimentación, despersonalización, alguna dosis más o menos intensa de golpes, algunos provocados por los compañeros de encierro, más el robo de sus escasas pertenencias. El efecto: temor y llanto. ¿Habrá sido el llanto lo que hizo que las autoridades decidieran que él “no era para ese lugar”?. ¡Qué desconcierto!, no se transformó en “el chico malo”, no aceptó el camino generosamente ofrecido de ingresar a la carrera delictiva. ¿Falta de vocación? ¿Identidad frágil?. El Juzgado afirma no disponer de Instituciones integrales que puedan brindarle alimentación, escolaridad, amparo. Actualmente una asistente social de la misma Unidad Sanitaria, con muchas dificultades, se está ocupando de encontrar una Institución de esas características. No cabe duda que Esteban ya perdió demasiado tiempo, estructurando su carácter por vías patológicas, con la inclusión de un beneficio secundario. Proviene de una familia marginal que no pudo brindarle sostén y la sociedad le ha ofrecido un lugar inaceptable donde no se oculta su destino de rechazado. Quienes estamos en contacto con casos de características similares, todavía sentimos el impacto de sus miradas cuando cobran conciencia de que a tan temprana edad ya han perdido el futuro, frente a ese desamparo algunos delinquen. Esteban lloró, es un niño desvalido, con las manos atadas, es un rechazado. Nos ronda la idea de que se está construyendo un sujeto, no el sujeto descripto psicoanalíticamente, sino el sujeto de los diarios, el sujeto que robó, que hurtó, que mató estando atiborrado de cocaína o de alcohol, el sujeto que aún no pudo ser encontrado, dicho esto en toda su polisemia. En síntesis, está por transformarse en alguien a quien odiaremos más o menos secreta o abiertamente, luego de que robe nuestro pasacassette, o deje sin sus zapatillas a nuestro sobrino, o nos moleste con insistencia queriendo limpiar el parabrisas de nuestro auto. Entonces, empezamos a sospechar que aquella persona que veíamos como marginal y merecedora de compasión, es la misma que aquella a la que tememos y rechazamos, sólo que con algunos años de maceración en la indiferencia social. 2 ¿Estamos empezando a avizorar un conflicto? Y si fuera así, ¿cómo enfrentarlo?... ¿Trataremos de olvidar a quien compadecimos con indiferencia?... ¿Nos sorprenderemos porque “nunca imaginamos que podía llegar a eso”?... ¿Será la sorpresa producto de nuestra ceguera?... o pensaremos que una súbita maldad viral atacó a Esteban de manera traicionera e insospechada?... A partir de este material clínico intentaremos reflexionar acerca de la violencia en relación con los prejuicios, las instituciones y la identidad. Nuestra sociedad, en líneas generales, reniega de la conflictiva marginal en la niñez y adolescencia, hasta que sufre sus efectos. Desde allí, en el lugar de la víctima, juzga y continúa marginando. Parafraseando a un autor chileno “se ocupa de los adolescentes cuando se matan, nos matan o se embarazan”. Las políticas de salud se ocupan poco y nada de los programas necesarios para rehabilitar a estos niños y adolescentes. Educación ¿?..., formación técnica ¿?..., salida laboral ¿?... ¿Y la Justicia?... En 1995 se implementaron los Tribunales Orales de Menores en Capital Federal, hasta el día de la fecha no se ha creado el equipo profesional, al que la ley alude, para cumplir con el espíritu de ésta, que sería “la asistencia y recuperación de los menores”. Las Instituciones históricamente enfrentadas, se responsabilizan unas a otras por la ineficacia de los resultados y terminan desamparando el desamparo. Es entonces, cuando esos chicos suscriben al contrato social inaceptable, actuando la violencia, en este espacio donde “el Yo puede advenir” –según formula P. Aulagnier- o fracasa en constituirse. Nosotros, como analistas o integrantes de instituciones de salud, corremos el riesgo de paralizarnos y construir reglas y hábitos que ayudan a mantener la ineficacia del sistema. ¿Estamos contribuyendo a sostener una modalidad que nos permita poner fuera y lejos la violencia, para evitar el sufrimiento de enfrentarnos con esa realidad que nunca corresponderá totalmente a la representación que desearíamos darnos de ella? ¿Y 3 esta modalidad tendrá una forma que, organizada en base al proceso secundario nutra sus raíces en los procesos más primarios y rígidos de la proyección? Consideramos el prejuicio como la culminación más visible del desarrollo de esta modalidad e intentaremos extraer de él elementos para pensar teóricamente la violencia. El concepto de prejuicio podría articularse con la conceptualización de H. Faimberg sobre el telescopaje definido como una forma particular de identificación que vehiculiza la transmisión transgeneracional, es “la transmisión de una historia que no pertenece a la vida del paciente pero organiza su psiquismo”. Posee tres características: “1- ser mudas e inaudibles 2- se hacen audibles a través de una historia secreta del paciente 3- condensan una historia que permite volverlas significativas y audibles”. Para comprender la construcción y transmisión de prejuicios podríamos pensar que este funciona a modo de telescopaje, es decir que se transmite en forma inaudible y se hace audible a través de una historia que de secreta pasa a significativa, y que no necesariamente es parte de su vida y de su estructura, pero la organiza. Intentamos describir al prejuicio como la punta del iceberg construído a partir de una dinámica psíquica primitiva, en la que se destacan escenas y sentimientos básicos e intensos como el odio, el temor, la necesidad de fusión, los que, elaborados en clave defensiva, impiden un destino sublimatorio a través del proceso secundario. Foucault, en “Historia de la locura en la Epoca Clásica”, enfatiza la historicidad social del eje salud-enfermedad, los cambios en las concepciones de la locura y los distintos modos de tratamiento que, a lo largo de las épocas, dan cuenta de dicha historicidad. En nuestro país los prejuicios atravesaron a distintos grupos: “la progenie bastarda rebelde a la cultura” (habitantes naturales de América); “la mala hierba de los conventillos” (inmigrantes); “los cabecitas negras” (provincianos). ¿Seerán hoy los niños y adolescentes violentados por la miseria, explotados directa o indirectamente el estereotipo que la sociedad ha colocado en el lugar del menosprecio social?. 4 Tomamos de Freud la serie placer-displacer como la primera creación de la psique a la que en el desarrollo normal se le sumará un segundo par antitético: sujeto-objeto, que incluirá en el caso de un desenvolvimiento normal, la posibilidad de desarrollos placenteros o displacenteros a partir de cada polo del nuevo par. Pero puede suceder que la alternativa de vincular el origen del placer y el displacer tanto al sujeto como al objeto no evolucione, quedando el placer vinculado solamente a la pertenencia subjetiva y que todo aquello displacentero sera proyectado al exterior, en una especie de etapa intermedia entre la inexistencia del objeto y el objeto total, careciendo de la posibilidad de registrar el objeto como semejante con el cual el sujeto podría identificarse. Quedaría limitado a una estructuración de “objeto” muy primitiva que cumpliría la función de aliviar al sujeto de aquellas representaciones que se le tornan intolerables y “el otro” pasa a ser el depósito de su conflictividad negada. Siguiendo las formulaciones de H. Faimberg, nos hallaríamos ante una relación de objeto narcisista, caracterizada por no tolerar nada del objeto que no le produzca placer, estableciendo una ecuación en la que el yo es equivalente al placer – amor y el no-yo al displacer- odio. Así el no-yo constituye el antecedente lógico y cronológico del objeto. La relación de objeto narcisista tiene, según esta autora, dos funciones: a) Función de apropiación (amor narcisista) b) Función de intrusión (odio narcisista) De acuerdo a estas funciones, dentro de la relación narcisista un sujeto no puede amar a otro sin apropiarse de él (función de apropiación) ni reconocer su independencia sin odiarlo (función de intrusión). Así las cosas, el sujeto proclive a escenas violentas percibe un mundo en el que se habla un idioma que no comprende, cuyas claves fundamentales no se hallan instauradas en su psiquismo. Estas claves tienen un vínculo indisoluble con la construcción y sostenimiento de la categoría del semejante y la vivencia de compasión. Entonces, cuando en un sujeto se instauran procesos básicamente ligados a la regulación narcisista de objeto, dichas 5 categoría de semejante y vivencia de compasión juegan un pobrísimo papel dada la fragilidad con que se hallan instaladas. Tomando en cuenta lo anteriormente dicho, proponemos considerar a la regulación narcisista de objeto como una de las descripciones metapsicológicas imprescindibles para la comprensión de los procesos que conducen a la violencia. Nos lleva a esta propuesta la percepción de que en los procesos violentos juegan un papel fundamental el vaciamiento o no registro de la identidad del otro para reducirlo a un mero objetoexterior, adaptado para la recepción de la descarga pulsional parcial, sin llegar a construir la categoría del otro como semejante. Esta conceptualización es aplicable para la comprensión de las escenas violentas y abarcaría tanto al sujeto que ejerce la violencia, como al otro, al que la sostiene, sea individuo o sociedad. En cuanto a la identidad de los niños y adolescentes, desarrollaremos algunos conceptos de D. Winnicott para quien la tendencia antisocial “representa la única esperanza de un niño en otros sentidos desdichado, desesperado e inofensivo. Esta tendencia significa que se ha desarrollado alguna esperanza de salvar la brecha en la provisión materna acaecida en la etapa de dependencia relativa. Esta brecha produjo una detención de los procesos madurativos y un penoso estado clínico confusional”. Al tomar en cuenta las conceptualizaciones de H. Faimberg y de D. Winnicott para describir escenas violentas caímos en la cuenta que aparecían como aspectos contradictorios ya que la primera nos habla de una categoría de lo exterior-enemigo. Winnicott en cambio necesita para su fundamentación de la tendencia antisocial de un objeto consituído sobre la base de una provisión materna “suficientemente buena” a la que le sobreviene una etapa de ruptura. Creemos haber podido salvar esta contradicción utilizando el concepto de regulación narcisista de objeto para explicar aquellas escenas violentas ligadas en su origen a una falla en la construcción del objeto durante la transición de la dependencia absoluta a la relativa, y la tendencia antisocial la aplicamos para la 6 explicación de aquellas escenas menos patológicas en las que hay un objeto materno que ve interrumpida su continuidad en una etapa de plena dependencia relativa. Tomando como base las formulaciones de Winnicott diremos que, ante desarrollos de la tendencia antisocial en los que vemos primar las vivencias de aislamiento, injusticia y agresividad, podemos suponer un favorecimiento de los procesos de defusión pulsional, es decir de no integración del objeto. Así se favorecería la percepción del objeto como parcial con un altísimo riesgo de idealización o aborrecimiento masivo, que puede encontrarse muy cercano a la constitución de un prejuicio que a su vez, en campos y momentos propicios, desemboque en escenas violentas. A modo de conclusión hemos pensado brindarle a la temática de la violencia y de la identidad una articulación clínica a través del prejuicio, por considerar a éste un elemento discursivo abundante y detectable tanto en los espacios intrasubjetivo como en los intersubjetivos y en los transubjetivos. Consideramos el prejuicio como un producto relevante de la regulación narcisista de objeto y como tal un indicador clínico clave de la existencia de procesos psíquicos posibilitadores de violencia, que impide el desarrollo de la interacción y el reconocimiento del otro como semejante. El prejuicio constituye el resultado de prolongados procesos defensivos que cada sujeto, institución o cultura organiza de manera más o menos estable. Podríamos describirlo como un pilar rígido por un lado, pero frágil ante la intervención de procesos secundarios auténticos y cuestionadores. Creemos que el prejuicio apunta al sostén de un superficie identitaria que –al estilo del falso self- deja entrever por debajo la existencia de un vacío que necesita ser oculto por ser percibido como vivencia de caída y desorientación angustiante. Luego de estas reflexiones hemos dado en preguntarnos si existirá algún aspecto de negatividad relativa, entendida ésta como espacio potencial de la realidad psíquica, que nos 7 posibilite inscribir un nuevo modelo sujeto-institución-sociedad que desanude esta trama en la que todos padecemos. Patricia Marini Fabián Actis Caporale Lic.en Psicología. Lic. en Psicología 8