Cuerpo, Género, Salud-Enfermedad, Juventud y

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Cuerpo, Género, Salud-Enfermedad, Juventud y Ancianidad:
un análisis antropológico social y cultural.
Body, Genre, Health – disease, Youth and Old age: an
anthropologic social and cultural analysis.
Alejandro de Haro Honrubia
Profesor Contratado Doctor a tiempo completo de Antropología Social
Escuela Universitaria de Trabajo Social de Cuenca
Licenciatura de Antropología Social y Cultural
Universidad de Castilla- La Mancha
Correos electrónicos: [email protected] y [email protected]
FAX: 969179120.
“No se olvide que es característico de todo lo vital la contaminación. Se contagia la enfermedad, pero
también la salud: se contagia el vicio y la virtud, se contagia la vejez y la mocedad. Como es sabido, no hay
capítulo más lleno de promesas en la biología de hoy como el estudio experimental del rejuvenecimiento.
Cabe, dentro de ciertos límites, con una higiene determinada física y moral prolongar la juventud sin vender el
alma al diablo” (José Ortega y Gasset: “Juventud-cuerpo”, en Meditación de nuestro tiempo. Introducción al
presente, Obras completas, Madrid, Taurus/Fundación José Ortega y Gasset, 2008, tomo VIII, p. 59).
1.- Introducción.
Los estudios que conducen este trabajo proceden del campo de la antropología de la
salud y de la enfermedad, del género, de la vejez o ancianidad y de la corporalidad, con
una gran proyección y demanda en la actualidad, aunque también recogemos algunas
ideas pertinentes y pertenecientes al campo de la antropología filosófica, sociológica y
cultural a través de algunos autores significativos al respecto de las temáticas
seleccionadas. Un conjunto de estudios que tienen como principal objetivo profundizar
en cuestiones de género, salud, enfermedad, juventud, vejez y corporalidad en el
contexto global de la sociedad contemporánea capitalista occidental. Cuestiones,
dialécticamente imbricadas, que justifican la estructura y el desarrollo de nuestra
argumentación en cuanto, bien explícita o implícitamente, se muestra el cordón
umbilical que las une a todas ellas y que dan sentido a las diferentes propuestas.
La pertinencia de los estudios antropológicos mencionados en las sociedades
contemporáneas del siglo XXI es manifiesta, básicamente porque en Occidente, a nivel
socio-cultural y concretamente simbólico por el conjunto de significaciones en este
sentido culturalmente contenidas, se evidencia lo siguiente: culto enfermizo al cuerpo,
sacralizado, sobre todo por la juventud y especialmente, en esta etapa vital generacional,

Este trabajo ha sido previamente publicado, con el mismo título, en Actas del I Congreso Internacional
de Cultura y Género. Seminario Interdisciplinar de Estudios de Género de la Universidad Miguel
Hernández de Elche de Alicante. Congreso celebrado en la Universidad Miguel Hernández de Elche de
Alicante del 11 al 13 de noviembre de 2009; Universidad Miguel Hernández. ISBN: 978-84-693-0659-8
(CD ROM).
1
por la población femenina, en la opulenta sociedad consumista actual, que es síntoma de
una época pueril de valores casi en exclusiva inmanentes, superfluos, terrenales y
estético-corporales que son los que conducen el nuevo espíritu de los tiempos y
dominan el imaginario colectivo axiológico en Occidente. Una época que, sometida a
densos y, en muchos casos, degradantes imperativos culturales y mediáticos, sacraliza
los ámbitos de la belleza y la corporalidad marginando y estigmatizando socialmente y
por doquier todo indicio de decrépita vejez o ancianidad por su fealdad1, así como
también arrincona todo tipo de nobleza espiritual que concebimos como sigue: “Para
mí, nobleza es sinónimo de vida esforzada, puesta siempre a superarse a sí misma, a
trascender de lo que ya es hacia lo que se propone como deber y exigencia” (Ortega y
Gasset, 2004, IV, p. 413).
La moderna lógica socio-económica consumista, de tendencia, en muchos casos,
compulsiva-adictiva
y
occidentalmente
capitalista
alienta
éticamente
la
autocomplacencia, el vano hedonismo superficial y el ansia de comodidad, la búsqueda
del capricho y del bienestar material, y desde aquí gobierna aquélla con pulso firme los
ámbitos de la salud y de la corporalidad, enaltecidos en el momento actual. En
Occidente se promociona, por ejemplo y como argumentan varios autores/as del campo
sociológico-antropológico (Zygmunt Bauman, David Le Breton, María Jesús Buxó i
Rey, Mari Luz Esteban, Lourdes Méndez, …), un tipo de cirugía estética corporal de
consumo relativamente masivo y sobre todo (desde una perspectiva de género), aunque
no solo, femenino, asociado, en las últimas décadas del siglo XX y en los comienzos del
siglo XXI al culto al cuerpo (cuerpo-centrismo) que recoge, concebido aquél en
términos de ritual colectivo o acción social en torno a la corporalidad, unos ideales de
belleza y felicidad en el fondo opresores y/o represivos pues aun cuando por definición
son inalcanzables son muchos los individuos, especialmente del sexo femenino, los que
osan alcanzarlos independientemente del tributo o precio que se haya de pagar por
simplemente aspirar a los mismos. El cuerpo se ha convertido para muchos de nosotros,
El rechazo de la vejez, de los “viejos” en las sociedad modernas, su marginación y estigmatización,
responde asimismo, como dice el catedrático de antropología social Isidoro Moreno, a que han sido
excluidos o han aceptado excluirse la mayoría de ellos, de algunos mercados, por ejemplo “el mercado de
lo que se define como belleza –que está muy relacionado con los valores que se atribuyen a lo joven,
aunque a la vez, se excluya a la mayoría de los jóvenes del mismo, por su escasa capacidad económica–,
el mercado del prestigio, el mercado del sexo. Los viejos no excluidos son aquellos que han podido
continuar dentro de alguno o algunos de dichos mercados, pro desarrollar profesiones liberales o
intelectuales en las que no existe jubilación o porque su actividad continúe más allá de la jubilación
formal: escritores, artistas, investigadores, políticos, banqueros, grandes propietarios….” (Moreno, 2008,
pp. 509 y s).
1
2
especialmente para muchas mujeres, en algo a reivindicar, a mostrar o exhibir en
sociedad, algo que se cuida con esmero, un objetivo en sí mismo, que centra muchas de
nuestras actividades cotidianas y que completa nuestra identidad personal y social, así
como impulsa nuestro quehacer usual en sus dimensiones ética –por la valoración moral
positiva que concedemos al cuidado de la corporalidad– y estética, y en que reposan los
predominantes valores sociales e individualistas de consumo occidentales, es decir,
valores culturalmente adscritos y definidores de una moral hedonista del yo y una idea
del ser persona en consonancia con unos ideales corporales hegemónicos cultural y
mediáticamente impuestos, que promocionan la delgadez como valor (igual a éxito,
reconocimiento y salud o bienestar psicofísico, personal y social) y estigmatizan
radicalmente la gordura y la obesidad –contravalores– que simbolizan fracaso,
enfermedad o insalubridad…, pero que corresponden, como subraya por ejemplo la
profesora Mari Luz Esteban en su ensayo Antropología del cuerpo. Género, itinerarios
corporales, identidad y cambio, sobre todo a sectores culturales y étnicos concretos de
la población, y que, por tanto, “no influyen de igual manera en todos los colectivos
sociales” (Esteban, 2004, p. 77). Como decimos, sensiblemente muestran su impacto en
el sector femenino, aun cuando dentro de este habría que hacer asimismo
especificaciones de clase, grupo o etnia…, muy por delante del masculino.
Las formas culturales y biomédicas de intervención quirúrgica corporal se conciben,
en el contexto de este discurso antropológico cultural centrado, entre otras, en
cuestiones de género, salud y corporalidad, como pertenecientes a una lógica médica
social-cultural mercantilista que impulsa, en base a una concepción particular de la
persona como ser social (concebido mercantilísticamente como cliente o ser consumista
…) , un tipo de corporalidad y una idea de salubridad como bienestar –o ausencia de
enfermedad que se asocia asimismo a la denostada vejez o ancianidad2– que encajan
2
En una residencia de ancianos religiosa de Albacete donde realicé trabajo de campo etnográfico por un
periodo de 2 años y medio aproximadamente, se tiene conciencia de este simbólico y culturalmente
efectivo predominio social generacional de la juventud sobre la vejez o ancianidad como clase de edad.
Una de las asistentas, una mujer de 50 años de edad, de esta residencia para mayores de la Comunidad
Autónoma de Castilla-La Mancha, donde realicé observación participante tanto activa como pasiva, me
dijo, en una de las visitas que hice a la enfermería de este centro, que “los jóvenes no quieren saber nada
de esto…., de los ancianos”; sin embargo, ante mi presencia también me decía que “me da gusto ver gente
joven por aquí”, “aún queda gente joven que viene y le interesa la vejez. Todos tenemos que pasar por
aquí, somos pequeños, nos hacemos mayores y viejos”. Uno de los ancianos –de75 años de edad– de esta
Residencia para mayores a que aludo, en una de mis conversaciones informales con él en una sala del
centro, lanzó duras críticas hacia a la juventud y la sociedad en general por su “pasotismo” y por, como él
mismo también dice, “despreciar la vejez, a los viejos”, comentándome seguidamente y de forma literal
que “mi padre tenía una herida en la pierna y le dio gangrena, lo operaron y estuvo hasta que se murió en
una habitación de su casa con las dos piernas cortadas, que a veces desprendían un olor insoportable. Aún
3
perfectamente en el modelo hegemónico dominante de salud y estética corporal
occidental. El sociólogo Zygmunt Bauman en “El cuerpo del consumidor”, capítulo
incluido en su ensayo Modernidad líquida, reflexiona con agudeza sobre el impacto
social occidental de la lógica del capital o mercantilista y economicista que invade con
impunidad el campo de la salud y del estar en forma corporal. Que entusiasma
especialmente a las mujeres, sobre todo jóvenes, todo aquello que desprenda
corporeizada juventud y socialmente reconocida belleza terrenal corporal, es un hecho
reconocidamente manifiesto que asociamos, hoy más que nunca si cabe en Occidente, a
una forma de vida saludable, a una existencia placentera y especialmente exitosa. La
sociedad de consumidores posmoderna o posindustrial blande ante sus miembros el
ideal, ya mentado anteriormente, de estar en forma. Los dos términos –salud y estar en
forma– suelen ser usados como sinónimos; después de todo, ambos aluden de forma
apremiante, en nuestro espacio y tiempo históricos, al cuidado del cuerpo, al estado que
uno desea lograr para su propio cuerpo y al régimen que el propietario de ese cuerpo
debe seguir para cumplir ese anhelo. El énfasis se pone en ambos términos: salud y
esfuerzo por estar en forma, relativos especialmente al cuidado extremo de los cuerpos
en nuestras sociedades de consumo occidentales (Bauman, 2006, p. 83).
Es imponente el entusiasmo y sobre todo la excesiva y occidentalmente sacralizada
fe en el cuerpo que hoy por hoy define nuestras relaciones sociales más cotidianamente
circunstanciales y cuyo significado hay que insertar en un orden simbólico y social que
privilegia la imagen y la estética de la corporalidad de que se apropia sobre todo la
juventud, con especial impacto en el colectivo de mujeres, desde hace muchos años
atrás: “Hoy los muchachos cuidan escrupulosamente la salud y la gracia de su
corporeidad. Nunca han vestido mejor las clases medias ni han gozado de más bella
apariencia. Cualquier muchacho de familia modesta parece que sale de Oxford” (Ortega
y Gasset, 2008, VIII, p. 66). Dos hechos gobiernan el nuevo espíritu sociológico y
antropológico de los tiempos: el imperio de la juventud que se impone a la vejez y el
entusiasmo por el cuerpo que doblega al espíritu por doquier, radicalmente al contrario
de lo que acontecía en los siglos modernos. Esta atención al cuerpo contrasta –a mi
así, yo y mis hermanos le cuidamos, cada cierto tiempo le cuidaba uno de nosotros, a pesar de la situación
tan fea que vivíamos diariamente mis hermanos y yo con mi padre. Ahora han cambiado mucho las cosas,
mis hijos pasan de mí, no quieren atenderme. Antes los ancianos eran más valorados socialmente y
familiarmente”. Tristeza e indignación dominan el espíritu de este anciano respecto de esta situación, que
representa, por así decirlo, un sentir general en esta institución residencial. Este anciano me dice
asimismo que un médico que visita la Residencia le dijo en una ocasión que “por aquí –refiriéndose a la
vejez– tenemos que pasar todos”.
4
juicio– con la desatención que, en cualquier caso, ha padecido durante largo tiempo. Se
maldecía de él, así ha ocurrido tradicionalmente en Occidente desde la génesis de la
cultura grecolatina. El cuerpo, sin embargo, ha sido denigrado especialmente en la
época moderna, encerrándole “como a una fiera entre prohibiciones y tabúes. En serio
llegó a creerse que era un apéndice del espíritu, un trozo de vil materia ominosamente
pegado al pájaro del alma, traba de su aleteo y mala compañía. Ésta ha sido la ceguera
enorme de tres centurias, el error constitutivo de toda la edad moderna” (Ortega y
Gasset, 2008, VIII,
p. 66). El vacío axiológico, el desinterés, la represión y la
devaluación de lo corporal adquiere una de sus máximas cotas durante los siglos XVII y
XVIII especialmente, tal y como destaca David Le Breton en su trabajo Antropología
del cuerpo y modernidad (Le Breton, 2002, pp. 63 y ss). El dominio de lo corporal es,
no obstante, uno de los síntomas culturales más importantes en la existencia europea
actual y el que nos sirve de ingreso a otros muchos más. Se trata de una inesperada
resurrección “de la carne en medio de una cultura —la europea moderna— que se
caracterizaba frente a todas las demás por su exclusivo culto al espíritu” (Ortega y
Gasset, 2008, VIII, p. 67). La atención prestada a la corporalidad, su identificación con
la salud como sinónimo de bienestar, y su ensalzamiento actual revelan nuestra
axiológica intencionalidad sometida al imperio vil de la materia y sobre todo
subordinada a la lógica del capital y del consumo compulsivo y pasional3. Una lógica
económica que promueve el consumo y que gobierna con pulso firme el ámbito de la
salud y de la corporalidad, validando continuamente el culto enfermizo al cuerpo,
espacio sagrado feminizado en la opulenta sociedad occidental. La salud se traduce en
estar en forma corporal. Un slogan que sobre todo impulsa la mujer occidental cuya
vida se polariza en torno al binomio control/consumo como han puesto de manifiesto
diversos estudios antropológicos sobre salud, sexualidad, alimentación, ideales estéticos
y corporalidad. Todas las personas en general, y más en concreto las mujeres, han
asumido en nuestra sociedad el control de su cuerpo a través del seguimiento de unas
normas de belleza, un peso ideal, una estética y una imagen, como bien apunta Mari Luz
Esteban en su trabajo Antropología del cuerpo, Género, itinerarios corporales,
identidad y cambio (Esteban, 2004, pp. 99 y ss).
3
La lógica del consumo esconde pasiones tales como la ambición y la avaricia, que definen aquella forma
de racionalidad económica formal e individualista que brotó en la tardía modernidad, y que son, como
dice el antropólogo norteamericano Marshall Sahlins en “La sociedad opulenta primitiva”, capítulo de su
obra Economía de la Edad de Piedra, los dos tiranos que constituyen el infierno y la tortura de tantos
europeos sometidos a una economía industrial de mercado– (Sahlins, 1983, p. 27).
5
2.- Lógica económica, género, sexualidad, y salud corporal.
La lógica económica dominante en Occidente potencia el consumo compulsivo y, en
ocasiones, adictivo. De este comportamiento consumista exacerbado se ocupa,
adoptando una perspectiva sociológica y antropológica, Zygmunt Bauman en su ensayo:
Modernidad líquida, donde dice que lo económico y mercantil gobiernan con
impunidad el campo de la salud y del estar en forma corporal. Los temores que acosan
al dueño del cuerpo (sobre todo la dueña del cuerpo), obsesionado (a) por estar en
forma y por una salud cada vez menos definida con claridad “y más semejante a estar en
forma”, no conducen a la cautela y a la circunspección, a la moderación o a la
austeridad, actitudes que minan la lógica interna que dinamiza la sociedad de consumo
actual. La actitud de mi cuerpo es una fortaleza no conduce al ascetismo, la abstinencia
o el renunciamiento, sino más bien a consumir más –consumir especialmente comida
sana, abastecida por el comercio industrial de mercado–. Antes de que fuera rechazada
por sus dañinos efectos colaterales y finalmente retirada del mercado, la droga más
popular entre los cultores de bajar peso era, dice Zygmunt Bauman, “el Xenilin,
publicitado con el slogan Coma más-Pese menos. Según la estimación de Barry
Glassner, en un año –1987– los norteamericanos gastaron 74 billones de dólares en
alimentos dietéticos, 5 billones en gimnasios y clubes de salud, 2,7 billones en
vitaminas y 738 millones en equipamientos de gimnasia” (Bauman, 2006, pp. 86 y ss)
La antropóloga María Jesús Buxó i Rey (1996) en un ensayo titulado “Bioética y
Antropología”, publicado en Materiales de Bioética y Derecho, ejemplifica esta
situación en los siguientes términos: “El gusto se escuda en la apelación tácita a la
autoridad de la ciencia y la cultura que, bajo la envoltura de la calidad de vida, nos
otorga una nueva identidad sobre la base de mejorar el cuerpo. Basta que salga en los
medios de comunicación un resultado científico para que se creen las condiciones
modales de cambio en las ideas que conminan a la acción para sentirse mejor en el
propio cuerpo; tanto si se trata de la dieta colesterol, la ingestión de estrógeno, la
fertilización in Vitro, o la cirugía estética. La angustia o el miedo se proyectan en el
imaginario de la ciencia ficción donde las tecnologías inteligentes crean identidades
hibridas y virtuales” (Buxó i Rey, 1996, p. 58). Lo que late bajo todas estas aportaciones
es la centralidad que ocupa la corporalidad en nuestras vidas, de tal forma es así que es
el cuerpo quien define la identidad personal y social de muchos de nosotros. Esta
6
situación provoca que el cuerpo sea objeto de atención casi permanente. Los cuidados
corporales, la salud, la vida sana –sin tabaco naturalmente–, la alimentación equilibrada,
el aeróbic, la musculación, la moda vestimentaria, la belleza, la cirugía estética “y un
largo etcétera de prácticas –y de inversiones económicas– referidas al cuerpo, se nos
proponen como las técnicas más adecuadas para lograr que éste exprese nuestra
auténtica identidad como seres únicos, irrepetibles (…). No es de extrañar que el
cuerpo, ese primer y más natural objeto y medio técnico del ser humano, se haya
convertido en un centro neurálgico de acción y reflexión individual y colectiva”
(Méndez, 2002, p. 124)4. En este terreno de dominio corporal aparece el sexo biológico
como una de las marcas del cuerpo que confiere identidad al individuo. El sexo
biológico inscrito en el cuerpo nos identifica social y sexualmente. Adjudicar un sexo
biológico a alguien que acaban de presentarnos nos permite, ante todo, como dice
Lourdes Méndez, de la Universidad del País Vasco, “atribuirle a ese alguien, sin que
tengamos conciencia de ello, una identidad social (si es macho estamos ante un varón, si
es hembra, ante una mujer), y una identidad sexual. En las sociedades occidentales sigue
dominando la ideología según la cual toda persona de sexo macho posee, por naturaleza,
una identidad sexual masculina y que toda persona nacida con un sexo hembra encierra
en su cuerpo una identidad sexual femenina. Forma parte de dicha ideología la creencia
de que todo esto se plasma en lo social por sí mismo, sin intervención de la cultura,
materializándose en roles, funciones, conductas, prácticas, e incluso sentimientos y
emociones diferentes según el sexo” (Méndez, 2002, pp. 124 y ss). En Occidente,
históricamente, la construcción cultural de la diferencia y de la jerarquía entre varones y
mujeres se ha ido asentando sobre la “naturalización de los sexos (macho, hembra), de
los géneros (masculino, femenino) y de la heterosexualidad –que no de la sexualidad
(…). El cuerpo, a través sobre todo de dos marcas: el sexo y la raza, ha sido pensado y
percibido como fuente de evidencias sociales relacionadas con la identidad de las
personas (racial, étnica, de sexo/género)” (Méndez, 2002, p. 125). Una de las
características de nuestras sociedades occidentales, que se sustenta en su específico
sistema de sexo/género5 es, dice Lourdes Méndez, que a las mujeres “se nos ha
Lourdes Méndez alude en su ensayo al trabajo clásico de Marcel Mauss titulado: “Técnicas y
movimientos corporales”, en mismo autor: Sociología y antropología, Madrid, Tecnos, 1991, pp. 335356.
5
Dice Ortega: “Fue, a mi juicio, uno de los descubrimientos sociológicos más importantes el que se hizo,
va para treinta años, cuando se advirtió que la organización social más primitiva no es sino la impronta en
la masa colectiva de esas grandes categorías vitales: sexo y edades. La estructura más primitiva de la
sociedad se reduce a dividir los individuos que la integran en hombres y mujeres y cada una de estas
4
7
impuesto una aguda conciencia de nuestros cuerpos. Dicha conciencia va tomando
forma a través de vivencias cotidianas redundantes que nos remiten, lo queramos o no, a
una
corporeidad
sexuada
que
se
valora
socialmente
en
términos
de
diferencia/inferioridad. Los anuncios publicitarios que jalonan las calles de nuestras
ciudades o que se emiten por televisión y que están (sobre todo) llenos de trozos de
cuerpos femeninos; los espacios públicos sexuados como masculinos, en los que
podemos tomar conciencia de la lectura social que se hace de nuestro cuerpo sexuado y
de la trasgresión que a veces supone nuestra mera presencia en esos espacios; los
modelos ideales de belleza femenina que se nos proponen; la industria de la moda y de
la cosmética; los asesoramientos médicos sobre dietas adelgazantes y cirugía estética,
son algunas de las vías materiales, que indican las directrices de los hábitos corporales
destinados a las mujeres. Todas reflejan la ideología sexual implícita en lo que significa
ser varón o mujer en las sociedades occidentales y nos remiten, inevitablemente, a la
interpretación cultural dominante de esa marca corporal que es el sexo” (Méndez, 2002,
p. 129). Una interpretación cultural dominante que sobre todo jerarquiza los
sexos/géneros (hombre/mujer, masculino/femenino respectivamente) y que responde
asimismo a lo que en los estudios antropológicos sociales de género se ha dado en
llamar discurso lógico-científico y cultural androcéntrico que ha conducido
históricamente la tradición académica en Occidente6. El discurso teórico androcéntrico
discrimina por definición a la mujer, concebida como ser inferior, pues se resalta todo
aquello que atañe directamente al hombre, con un valor superior. Una ideología sexista
que ha quedado establecida sobre la base de una organización social discriminatoria. Ha
existido un sexismo ideológico por ejemplo en el quehacer de los filósofos, en la
clases sexuales1 en niños, jóvenes y viejos, en clases de edad. Las formas biológicas mismas fueron, por
decirlo así, las primeras instituciones. Masculinidad y feminidad, juventud y senectud, son dos parejas de
potencias antagónicas. Cada una de esas potencias significa la movilización de la vida toda en un sentido
divergente del que lleva su contraria. Vienen a ser como estilos diversos del vivir. Y como todos
coexisten, en cualquier instante de la Historia, se produce entre ellos una colisión, un forcejeo en que
intenta cada cual arrastrar en su dirección, íntegra, la existencia humana. Para comprender bien una época
es preciso, pues, determinar la ecuación dinámica que en ella dan esas cuatro potencias y preguntarse:
¿Quién puede más? ¿Los jóvenes o los viejos (es decir, los hombres maduros)? ¿Lo varonil o lo
femenino? Es sobremanera interesante perseguir en los siglos los desplazamientos del poder hacia una u
otra de esas potencias. Entonces se advierte lo que de antemano debía presumirse: que siendo rítmica toda
vida, lo es también la histórica y que los ritmos fundamentales son precisamente los biológicos; es decir,
que hay épocas en que predomina lo masculino, y otras señoreadas por los instintos de la feminidad; que
hay tiempos de jóvenes y tiempos de viejos” (Ortega y Gasset, 2008, VIII, p. 56).
6
Una visión panorámica de la antropología del género, con referencias bibliográficas importantes, es la
que ofrece Verena Stolcke (1996): “Antropología del género. El cómo y el por qué de las mujeres”, en
Prat, Joan y Martínez, Ángel (Eds.), Ensayos de Antropología Cultural. Homenaje a Claudio EstevaFabregat. Barcelona, Editorial Ariel, S.A., pp. 335-343.
8
medida en que, y tal y como postuló Karl Marx en su crítica al sistema capitalista
burgués, se ha producido una distorsión o manipulación en la realidad en función de
unos intereses de clase y de un sistema de dominación fundamentalmente masculino
tradicional e institucionalmente impulsado (Bourdieu, 2007, pp. 50 y ss). El discurso
androcéntrico no se refiere única y exclusivamente a la adopción de un punto de vista
central masculino sin más, sino que supone que en la construcción teórica del saber
intervienen todos aquellos sujetos que ocupan posiciones sociales de poder, es decir,
puestos privilegiados en la sociedad: tanto hombres –sobre todo– como también algunas
mujeres, asumiendo estas últimas esos valores hegemónicos androcéntricos que
favorecen una perspectiva dominante masculina. El individuo que elabora el discurso
lógico-científico, suele ser un sujeto, normalmente un hombre, aunque también puede
ser una mujer masculinizada, que detenta un puesto de autoridad y que se mueve en un
ámbito donde priman o imperan las relaciones de poder, simbólico y social. Este sujeto
privilegiado, como dice Amparo Moreno, es “el arquetipo viril: un modelo humano
imaginario, fraguado en algún momento de nuestro pasado y perpetuado (...) hasta
nuestros días, atribuido a un ser humano de sexo masculino, adulto y, cuya voluntad de
expansión territorial y, por tanto, de dominio sobre otras y otros, mujeres y hombres
respectivamente, le conduce a privilegiar un sistema de valores que se caracteriza, como
ya resaltó Simone de Beauvoir, por valorar positivamente la capacidad de matar (...)
frente a la capacidad de vivir y regenerar la vida armónicamente, Tanatos frente a Eros
(...). Se trata de una conceptualización de lo humano a la medida del arquetipo viril (...).
Una lectura atenta de La Política de Aristóteles me permitió poner al descubierto que
este padre del saber lógico-científico y político, había contribuido de forma decisiva a
acuñar racionalmente esta conceptualización de lo viril, su universo mental y su sistema
de valores, y a legitimarlo como lo natural superior humano (...). Aristóteles atribuyó
una superioridad a los varones adultos de la raza griega” (Moreno, 1986, p. 11). El
patriarcalismo y la dominación masculina comienzan a asentarse en Occidente desde la
Grecia y Roma clásicas. Es este sistema de dominación masculina el que organiza la
vida social, política, institucional e ideológica o mental de las antiguas Grecia y Roma y
de Occidente en general desde esa época clásica que hace muchos siglos que dejamos
atrás. El androcentrismo recupera la vieja idea del sofista Protágoras del hombre como
medida de todas las cosas. Se trata de un enfoque, que aplicado a todo estudio, análisis o
investigación, promociona la perspectiva masculina únicamente, utilizando los
resultados como válidos para la generalidad de los individuos, hombres y mujeres
9
(Harris y Young, 1979). La tradicional ausencia de la mujer de este discurso lógicofilosófico y científico-académico ha sido una constante en la historia del pensamiento de
Occidente (Amorós, 1991, pp. 21 y ss).
3.- Género, salud, corporalidad, juventud y ancianidad.
El impacto que sobre la juventud contemporánea de hombres y, sobre todo, de
mujeres suscita la corporalidad y los ideales hegemónicos y mediáticos de belleza –
tanto masculina como especialmente femenina–, responde a que la aspiración o
persecución de aquellos ideales sintoniza con una forma de vida saludable, con una
existencia placentera y especialmente exitosa, perfecta u óptima7. El profesor de
antropología de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad
Autónoma de Barcelona, Lluís Duch dice que “en la sociedad actual, con demasiada
frecuencia, el sentido de la vida se expresa en términos de triunfo personal en la
competencia sin entrañas que es propia de la vida moderna, de sentirse bien en la propia
piel, a través del propio look, etc.”. El profesor Lluís Duch dice que “se acostumbra a
otorgar la máxima validez a la ecuación entre salud y éxito” (Duch, 2002, pp. 318 y
ss)8. Salud, éxito y estar en forma corporal pueden ser usados como sinónimos; después
de todo, aluden, como dice el sociólogo Zygmunt Bauman, “al cuidado del cuerpo, al
estado que uno desea lograr para su propio cuerpo y al régimen que el propietario de ese
cuerpo debe seguir para cumplir ese anhelo”. Sin embargo, más adelante Zygmunt
Bauman puntualiza, pues afirma que considerar la salud y el estar en forma corporal
7
Entre los clásicos del pensamiento de Occidente fue Platón, quien, en el marco de su idealismo, disertó
ampliamente sobre la belleza y el cuerpo: “¿Qué es la belleza corporal? Fue Platón quien conectó para
siempre amor y belleza. Sólo que para él la belleza no significaba propiamente la perfección de un
cuerpo, sino que era el nombre de toda perfección, la forma, por decirlo así, en que a los ojos griegos se
presentaba todo lo valioso. Belleza era optimidad. Esta peculiaridad de vocabulario ha descarriado la
meditación posterior sobre el erotismo. Amar es algo más grave y significativo que entusiasmarse con las
líneas de una cara y el color de unas mejillas; es decidirse por un cierto tipo de humanidad que
simbólicamente va anunciado en los detalles del rostro, de la voz y del gesto. Amor es afán de engendrar
en la belleza, tiktein en tô kalô —decía Platón. Engendrar, creación de futuro. Belleza, vida óptima. El
amor implica una íntima adhesión a cierto tipo de vida humana que nos parece el mejor y que hallamos
preformado, insinuado en otro ser” (Ortega y Gasset, 2006, V, p. 506).
8
Dice Lluís Duch que en nuestra cultura, a partir de los griegos, la relación semántica entre vida y salud
equivale, de hecho, a la relación entre salud y salvación: “Todo eso puede resumirse brevemente diciendo
que, en la gran mayoría de las tradiciones de la humanidad, la salud tiene mucho que ver con el sentido de
la vida y con el hecho de irlo encontrando (de irlo experimentando)”. (Duch, 2002, pp. 318 y ss). Como
dice André Le Breton: “el hombre cuida su look, y también quiere que lo hagan los demás; es,
esencialmente, un ambiente y una mirada” (Le Breton, 2002, p. 154).
10
como sinónimos “es un error –y no sólo por el hecho, bien conocido, de que no todos
los regímenes para estar en forma son buenos para la salud y de que lo que nos ayuda a
estar sanos no necesariamente nos hace estar en forma. La salud y el estar en forma
pertenecen a dos discursos muy distintos y aluden a dos preocupaciones muy diferentes
(…). La salud (…) traza y protege el límite entre normal y anormal. La salud es el
estado correcto y deseable del cuerpo y el espíritu humanos –un estado que (al menos en
principio) puede describirse de manera más o menos exacta y luego evaluarse con igual
precisión–. Se refiere a una condición física y psíquica que permite satisfacer las
exigencias del rol que la sociedad dispone y asigna –y esas exigencias tienden a ser
constantes y firmes (…). Estar en forma (…) es un estado que, por su naturaleza, no
puede ser definido ni circunscrito con precisión. Aunque con frecuencia se lo toma
como respuesta a la pregunta ¿Cómo te sientes hoy? (si estoy en forma probablemente
responderé me siento maravillosamente bien), su prueba verdadera está siempre en el
futuro: estar en forma significa tener un cuerpo flexible y adaptable, preparado para
vivir sensaciones aún no experimentadas e imposibles de especificar por anticipado. Si
salud es un tipo de estado de equilibrio, de ni más ni menos, estar en forma implica una
tendencia hacia el más: no alude a ningún estándar particular de capacidad corporal,
sino a su (preferiblemente ilimitado) potencial de expansión (…). Se podría decir que si
la salud significa apegarse a la norma, estar en forma se refiere a la capacidad de
romper todas las normas y dejar atrás cualquier estándar previamente alcanzado”
(Bauman, 2006, p. 83)9.
Los valores que modelan la sociedad actual –salud, juventud, belleza, bienestar…–
se contraponen a todo aquello que amenaza al cuerpo y al principal pero ineludible
contravalor: la vejez o ancianidad sinónimo de enfermedad, decadencia vital y fealdad.
Situación que ha descrito perfectamente y como sigue el profesor David Le Breton, que
9
A diferencia del cuidado de la salud, el esfuerzo por estar en forma no tiene –dice Zygmunt Bauman– un
fin natural. Sólo es posible definir “una meta parcial, en una determinada etapa del esfuerzo
interminable… y la satisfacción producida por cumplir una meta parcial es meramente momentánea. En la
búsqueda de estar en forma, que insume toda la vida, no hay tiempo de descansar, y la celebración del
éxito parcial es tan sólo un breve recreo antes de que empiece otra etapa de esfuerzo. Todos los que
buscan estar en forma solamente saben con certeza que no están suficientemente en forma y que deben
seguir esforzándose. Es un estado de perpetuo autoescrutinio, autorreproche y autodesaprobación, y, por
lo tanto, de ansiedad constante” (Bauman, 2006, p. 84). La salud, circunscripta por sus propios
parámetros (cuantificables y mensurables, como la temperatura corporal o la presión de la sangre), y
equipada con una clara distinción entre “normal y anormal, debería estar, en principio, libre de esa
ansiedad insaciable. También, en principio, debería ser claro qué hacer para alcanzar un estado de salud y
protegerlo, en qué condiciones una persona puede considerarse sana, o en qué punto de la terapia se ha
recuperado la salud y ya no queda nada por hacer. Sí, en principio debería ser así…” (Bauman, 2006, p.
84).
11
dice que “el anciano se desliza lentamente fuera del campo simbólico, deroga los
valores centrales de la modernidad: la juventud, la seducción, la vitalidad, el trabajo. Es
la encarnación de lo reprimido. Recuerdo de la precariedad y de la fragilidad de la
condición humana, es la cara de la alteridad absoluta. Imagen intolerable de un
envejecimiento que alcanza a todo en una sociedad que tiene el culto de la juventud y
que ya no sabe simbolizar el hecho de envejecer o de morir (…). La vejez traduce (…)
el momento en el que el cuerpo se expone a la mirada del otro de un modo desfavorable
(…). La vejez marca, desigualmente, a la mujer y al hombre en el juicio social”. Esta
idea es fundamental para contrastar, a nivel de género, esta situación de envejecimiento
que delata que el juicio social “lleva a un impacto más atenuado del envejecimiento en
el hombre que en la mujer. La mujer anciana pierde, socialmente, una seducción que se
debía, esencialmente, a la frescura, la vitalidad, la juventud. El hombre puede ganar con
el tiempo una fuerza de seducción cada vez mayor, ya que en él se valorizan la energía,
la experiencia, la madurez” (Le Breton, 2002, pp. 142 y ss). La vejez, como fenómeno
social y cultural, y no exclusivamente biológico u orgánico, impacta de manera
sensiblemente desigual en hombres y mujeres, aunque dentro de estos habría que
atender a cuestiones, significativas, de clase o procedencia racial… En cualquier caso,
la norma social dicta que se mantenga una apariencia joven, y hasta tal punto la
personalidad se confunde con el cuerpo que “permanecer siendo uno mismo tiende a
confundirse con continuar siendo joven. En nuestra cultura la vejez ha sido vista
fundamentalmente, a nivel individual y colectivo, como un mal y se ha equiparado
tradicionalmente con la enfermedad que altera el orden y el equilibrio vital o, como
diría la antropóloga Mary Douglas, contamina (Douglas, 2007, pp. 20 y ss). Por otro
lado, con el inicio de la segunda década del siglo veinte, la salud se erige como
elemento fundamental de que dependen las ideas de felicidad y bienestar”. La vejez se
estigmatiza, se desprecia y margina como contravalor como han puesto de relieve
algunos estudios antropológicos sobre la ancianidad y la marginación10. En una
10
De entre estos estudios, cabe destacar, para el campo de la vejez o ancianidad, el trabajo clásico de
Teresa San Román (1990) Vejez y Cultura. Hacia los límites del sistema, Barcelona, Fundación Caja de
Pensiones; o el estudio pormenorizado de Joseph María Fericgla (2002) Envejecer. Una antropología de
la ancianidad, prólogo de Ricardo Moragas Moragas, Barcelona, editorial Herder; o también el trabajo de
Carles Feixa (1996) “Antropología de las edades”, en Prat, Joan y Martínez, Ángel (eds), Ensayos de
Antropología Cultural. Homenaje a Claudio Esteva-Fabregat. Barcelona, Ariel Antropología, S.A., pp.
319-335. En cuanto a los estudios sobre marginación, podemos mencionar, por ejemplo, el trabajo de
Oriol Romaní (1996) titulado: “Antropología de la marginación. Una cierta incertidumbre”, en Prat, Joan
y Martínez, Ángel (Eds.) Ensayos de antropología cultural. Homenaje a Claudio Esteva Fabregat,
Barcelona, Ariel Antropología, pp. 303-318. También resulta muy interesante el trabajo de David Le
Breton (2002) Antropología del cuerpo y modernidad, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión,
12
residencia de ancianos11, he comprobado, realizando trabajo de campo y en concreto
observación participante de forma continuada, empleando también otras técnicas
antropológicas de investigación cualitativa (entrevistas semiestructuradas abiertas,
conversaciones informales...), el olvido no sólo de la juventud hacia la vejez por su
escasa presencia, ni puntual, en estos centros para la “Tercera Edad”, una situación
fruto, entre otras cosas, y en mi opinión, de esa moza prepotencia –la juventud,
especialmente, reniega, de forma efectiva y simbólica, y con sobrada evidencia, de todo
indicio de mundana senectud–, sino sobre todo, y posiblemente como consecuencia de
lo anterior, la escasa consideración de algunas personas mayores hacia la juventud. En
efecto, el sentir –que posiblemente responda en parte a culturalmente mediáticos
estereotipos– de las personas de edad avanzada de esta institución residencial no deja en
este sentido y en términos generales lugar a dudas. En el sector de mujeres de esta
residencia para mayores, una de las ancianas de 80 años de edad –me reservo el derecho
de omitir nombres– me dice convencida que la juventud ahora está “echada a perder”.
Otra anciana allí presente de la misma edad se incorpora a esta conversación y comienza
a decir que “la juventud está muy acomodada ahora, no tienen conciencia de nada”.
Opinión que suscribe otra anciana de 75 años presente en la sala, que dice que “ahora la
gente joven se ha vuelto muy cómoda”. En el sector de hombres de esta residencia para
la “Tercera Edad”, también he escuchado ciertos improperios contra la juventud, sin
entrar por mi parte a discutir en este trabajo la naturaleza última de estas opiniones. Un
anciano, con el que suelo charlar a menudo en la sala de no fumadores, y que tiene 77
años según me dijo, me repite en muchas ocasiones, que los jóvenes de ahora “fuman
mucho y se drogan y la droga va a la sangre. Es difícil desengancharse”. Algunas
personas de edad avanzada de esta residencia también suelen lanzar ciertas críticas
sobre el ámbito familiar. Una de las personas mayores –en concreto un hombre de 78
años– se muestra indignada tanto con su familia que no le hace caso, según dice este
sujeto social, como con la consideración general que se tiene de la vejez: “Ninguno de
mis hijos me quiere tener y eso que se quedarían con la paga el tiempo que me tuvieran
y con la casa del pueblo, pero eso no les interesa, no quieren tener viejos. Incluso
cuando me han visto por la calle se han cambiado de acera. Mi hija me ha dicho que
especialmente, para el tema que nos compete, es ciertamente sugerente el capítulo titulado “El
envejecimiento intolerable: el cuerpo desecho”, pp. 141-150. Puede consultarse también de Erving
Goffman su trabajo titulado Estigma, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 1963, pp. 65 y ss.
11
Institución religiosa de Albacete, perteneciente a la Congregación Internacional de las Hermanitas de
los Ancianos Desamparados que se extiende por tres continentes (Europa, América y África).
13
cuando me muera no va a venir tampoco…”. Otra persona mayor, también varón de 78
años, me dice que “no quieren a los ancianos ni los familiares. A los ancianos no los
quiere nadie”, “hoy no se quiere a los viejos”. Otro anciano de 78 años, utilizando un
lenguaje metafórico, me dice, señalando una de las mesas de la sala en que nos
encontramos de esta Residencia en el sector de hombres, que “el anciano es como la
mesa, que estorba”. Otro de los ancianos, de 76 años, de esta misma residencia me
comenta, como respuesta a mi pregunta acerca de quién le visitó por última vez y si le
visitaron recientemente sus familiares, que –respecto a estos últimos– “esos vienen
poco, era gente anónima y mayor, gente joven tampoco, no quieren saber nada la gente
joven”. Testimonios como los anteriores ejemplifican la difícil y sobre todo distante
relación intergeneracional –deficiente consideración recíproca–, entre jóvenes y viejos
como grupos de edad.
La cultura de la juventud doblega a la cultura de la ancianidad y también de la
madurez como etapa vital. Hoy el hombre y la mujer maduros y de edad avanzada
viven, sobre todo en Occidente, en una situación de casi perpetuo azoramiento, con la
vaga impresión de que casi no tienen derecho a existir. Advierten la invasión del mundo
por la mocedad como tal y comienzan a hacer gestos serviles, por lo pronto, “la imitan
en el vestir. (Muchas veces he sostenido que las modas no eran un hecho frívolo sino un
fenómeno de gran trascendencia histórica, obediente a causas profundas. El ejemplo
presente aclara con sobrada evidencia esa afirmación). Las modas actuales están
pensadas para cuerpos juveniles y es tragicómica la situación de padres y madres que se
ven obligados a imitar a sus hijos e hijas en lo indumentario. Los que ya estamos muy
en la cima de la vida –decía Ortega y Gasset en 1927–, nos encontramos con la inaudita
necesidad de tener que desandar un poco el camino hecho, como si lo hubiésemos
errado, y hacernos —de grado o no— más jóvenes de lo que somos. No se trata de
fingir una mocedad que se ausenta de nuestra persona, sino que el módulo adoptado por
la vida objetiva es el juvenil y nos fuerza a su adopción. Como en el vestir acontece con
todo lo demás. Los usos, placeres, costumbres, modales están cortados a la medida de
los efebos” (Ortega y Gasset, 2008, VIII, p. 63). Las modas juveniles dictatorialmente
imperantes exigen cuerpos delgados y con capacidad de movimiento, ropas livianas y
zapatillas, “teléfonos celulares (inventados para el uso del nómade que necesita estar
permanentemente en contacto), pertenencias portátiles y desechables, son los símbolos
principales de la época de la instantaneidad”. El peso y el tamaño, en este sentido se
desprecian, y especialmente “lo gordo (literal o metafórico), culpable de la expansión de
14
los dos anteriores, comparten el destino de la durabilidad. Son los peligros que hay que
combatir o, mejor aun, evitar” (Bauman, 2006, p. 137).
Descubrimos que la felicidad y el bienestar físico-material y espiritual se encuentran
directamente relacionados con “la estética del cuerpo. Para conservar y potenciar la
salud es necesario cuidar el cuerpo, asearlo, alimentarlo adecuadamente, ejercitarlo y
mimarlo. La relación salud-estética es recíproca, de modo que la consecución de una
agradable apariencia –tan importante en la sociedad competitiva en la que vivimos–
lleva también emparentada la consecución de un mayor grado de salud y bienestar (…).
Mediante campañas de promoción, la industria farmacéutica explota nuestros miedos
más profundos a la muerte, al deterioro físico y a la enfermedad, cambiando así
literalmente lo que significa ser humano” (Caminal, 2008, pp. 429 y ss). El profesor
David Le Breton también ha descrito muy bien esta situación de búsqueda
contemporánea de saludable bienestar corporal, cuando dice que el cuerpo aparece
“como lugar privilegiado del bienestar (la forma), del buen parecer (las formas, bodybuilding, cosméticos, productos dietéticos, etc.), pasión por el esfuerzo (maratón,
jogging, windsurf) o por el riesgo (andinismo, la aventura, etc). La preocupación
moderna por el cuerpo, en nuestra humanidad sentada, es un inductor incansable de
imaginario y de prácticas. Factor de individualización, el cuerpo duplica los signos de la
distinción, es un valor. En nuestras sociedades occidentales, entonces, el cuerpo es el
signo del individuo, el lugar de su diferencia, de su distinción” (Le Breton, 2002, p. 9).
Estas conductas, prácticas y, sobre todo, estos pensamientos obsesivos acerca del
estado y la imagen corporal que suscitan un estado emocional, psicológico o mental
determinado pueden conducir a situaciones reales de, por ejemplo, “ortorexia” o
adicción al consumo de comida sana, un trastorno de la conducta alimentaria que
consiste en obsesión por la comida sana y que obliga a quien lo padece –con mayor
impacto en las mujeres preocupadas por la imagen corporal y la estética– a seguir una
dieta que excluye todo alimento que no sea biológico, entre otros. Es una manía que,
como dice José Luis Cañas (2004) en Antropología de las adicciones, “impide a quienes
lo sufren comer otra cosa que alimentos estrictamente sanos y con el menor aporte
calórico extra posible, es decir, cultivados mediante procedimientos biológicos sin
abonos químicos, no manipulados industrialmente, sin conservantes, colorantes y demás
excipientes utilizados por la industria agroalimentaria. Los médicos nutricionales
reparan en que la persona anoréxica sufre graves carencias nutricionales ya que no
sustituye los alimentos que rechaza por otros que le aporten los mismos complementos
15
nutricionales que necesita, lo cual se traduce generalmente en anemia y debilidad (…).
El ortoréxico vive una auténtica obsesión por lo que come (…). Se manifiesta como
conducta compulsiva en personas con tendencia a la obsesiones” (Cañas, 2004, pp. 70 y
ss). El cuidado corporal deviene en estos casos grave enfermedad. Así también la
vigorexia que supone “adicción al músculo”, especialmente en personas insatisfechas
con su cuerpo, fundamentalmente varones jóvenes, que van más allá de los límites
razonables –ejercicio moderado para estar en forma–, buscando una perfección
imposible. Una forma de adicción que afecta sobre todo y como he dicho a los jóvenes
adolescentes que, al contrario de los anoréxicos, ven su cuerpo siempre delgado aunque
esté “musculado en exceso. Su vida, y su alimentación, tienen el objetivo prioritario de
conseguir la figura deseada, aunque para ello hayan de recurrir a hormonas y sustancias
dopantes (…). Estas personas adictas con tendencia a la vigorexia y a la ortorexia
padecen lo que los especialistas llaman ilusión de control, es decir, la creencia de que
tienen control sobre su vida, pero en realidad los hechos demuestran lo contrario, es
decir, que son esclavas de su adicción” (Cañas, 2004, p. 71). La vigorexia o adicción al
músculo se ve impulsada por toda la industria generada en torno al ejercicio físico.
Desde aparatos, técnicas diversas, “vídeos de famosas animándonos a hacer tal o cual
deporte, hasta ropa para hacer ejercicio y tratamientos acompañantes. Es –dice Mari Luz
Esteban– un gran negocio y todas/os estamos atrapadas/os en él de alguna manera, o en
ciertos momentos de nuestra vida (…), se da una auténtica mitificación del ejercicio,
aunque no haya acuerdo sobre qué es lo necesario para estar sano/a con frecuencia se
minimiza el riesgo para la salud del deporte ejercido de forma intensiva” (Esteban,
2004, 81 y s). Sin embargo, algunos autores, como es el caso de Enrique Echeburúa,
reconocen la existencia de adicciones positivas, a diferencia de las adicciones negativas
(alcoholismo, ludopatía adictiva, adicción al sexo, a las compras,…), como por ejemplo
hacer deporte que produce a la larga, según aquél, beneficios físicos y psíquicos y lo
que es más importante, “adquieren un gran valor de atracción para el sujeto, que llega a
percibirlas como deseos” (Echeburúa, 1999, p. 89). En el caso de la “adicción social” al
culto al cuerpo esbelto y toda la maquinaría industrial y comercial que impulsa el
mismo, hay que decir que en efecto se convierte, como dice Mari Luz Esteban, en un
gran negocio actualmente. Una situación que es invocada también por el profesor
Francisco Alonso Fernández (2003) que, desde una perspectiva de género, dice que la
publicidad de métodos de adelgazamiento a través de la radio, la prensa y la televisión,
es atendida con especial cuidado por más de dos tercios de la población femenina y un
16
tercio de la masculina. Entre los anuncios de mayor repercusión colectiva descuellan los
que promocionan “la venta de alimentos hipocalóricos. El clamor sociocultural por la
estilización corporal ha penetrado como un ariete irresistible en las filas de la población
femenina adolescente y joven de las sociedades industriales, o sea de los países
occidentales a partir de los años sesenta (…). Nuestra población juvenil, sobre todo la
femenina, está afectada por una auténtica epidemia mixta subclínica y clínica polarizada
en el ansia de perder peso. Como fenómeno de contraste o de rebote ha sobrevenido una
avalancha de enganches adictivos al alimento de tipo bulímico (en episodios agudos) e
hiperfágico (de carácter permanente)” (Alonso-Fernández, 2003, pp. 82 y ss). Estos
comportamientos de tipo compulsivo respecto del consumo o ingestión de alimentos
responden a problemas más hondos de tipo emocional y sobre todo psicológico cuya
génesis se encuentra, según expresa el profesor Francisco Alonso Fernández en su libro
Las nuevas adicciones…, en la imagen distorsionada que muchas jóvenes tienen de su
propio cuerpo que creen que no encaja en el modelo hegemónico de estética corporal y
en los ideales de belleza dominantes socialmente. El acontecimiento biotipológico
básico, con repercusiones a nivel social y cultural, presente en las sociedades
occidentales modernas y aparecido en el último tercio del siglo XX, mostrando una
especial virulencia en este siglo XXI, se concreta en la forma de “la entronización de la
delgadez como ideal cultural de belleza, de amor y de salud, con toda su parafernalia de
rigurosa dieta, y alguna vez estilo de vida hiperactivo, en primer lugar, y la acumulación
de trastornos alimentarios clínicos y subclínicos, en segundo lugar” (Alonso-Fernández,
2003, pp. 82 y ss).
4.- A modo de breve conclusión.
En este trabajo hemos tratado de evidenciar, centrándonos en las sociedades
contemporáneas occidentales del siglo XXI, el impacto que tiene la corporalidad en la
existencia del individuo actual, especialmente en un amplio sector de la juventud cuyo
estilo de vida destaca por la atención prestada al cuidado del propio cuerpo a partir del
cual definen su identidad personal y social, así como sus relaciones y sistema de valores
anclado en lo material y terrenal. La vida occidental contemporánea, súbitamente, ha
desplazado su centro gravitatorio de los valores espirituales a los corporales y esto es así
desde comienzos del pasado siglo XX. Los valores culturales espirituales han prestado
su lugar a un sistema de valores vitales materialmente banales que abominan del
17
espíritu, del esfuerzo y del sacrificio, siendo estos últimos los únicos capaces, como
algunos clásicos pensaban, de impulsar nobleza de alma en el hombre: Se desprecia en
nuestro tiempo, aquí y ahora, toda alusión al espíritu, al intelecto, el pensamiento o la
voluntad, que son los únicos posibles engranajes capaces de inyectar a la existencia de
impulso práctico trascendental. Sólo importa el cuerpo que es por sí, o sin más,
puerilidad y no complejidad. El entusiasmo que hoy despierta aquél entre hombres y
mujeres, sobre todo entre los jóvenes de Europa y América, ha inundado de infantilismo
la vida occidental, ha aflojado la tensión de intelecto y voluntad “en que se retorció el
siglo XIX, arco demasiado tirante, hacia metas demasiado problemáticas. Vamos a
descansar un rato en el cuerpo, a curarnos la neurastenia que el espíritu excesivo
produce. El cuerpo es el sanatorio de toda cultura valetudinaria. Europa y América —
cuando tienen ante sí los problemas más pavorosos— se entregan a unas vacaciones.
Brinca elástico el músculo del cuerpo desnudo detrás de un balón que declara
francamente su desdén a toda trascendencia volando por el aire con aire en su interior”
(Ortega y Gasset, 2008, VIII, p. 69). He aquí el cariz pueril de la vida actual, que tanto
desespera a los más viejos, más afines a la vida del espíritu, relegada como aquéllos al
más oscuro y social ostracismo. Los actos corporales son, por regla general, más
sencillos, en cuanto requieren menos sacrificio, que los del espíritu. El cuerpo es
siempre puerilidad, no es complejidad. Corporalidad y superficial materialidad inundan
el mundo occidental de infantilidad que se contagia como una endémica enfermedad de
nuestra sociedad.
La salud, concebida como culto al cuerpo joven y esbelto, proporciona
especialmente a las poblaciones jóvenes de individuos (hombres y, sobre todo, mujeres)
bienestar personal (emocional, psicológico, moral …) y social en consonancia con unos
ideales y valores estéticos y éticos hegemónicos y simbólicos que definiendo el nuevo
espíritu de los tiempos, promocionan la belleza y la delgadez y castigan la fealdad –que
asociamos asimismo a la estigmatizada vejez o ancianidad– y obesidad como un mal y
enfermedad a erradicar, mostrando aquéllos su impacto de forma sensiblemente superior
en la población femenina juvenil muy por encima de la masculina o varonil. A la luz de
los cambios provocados por el modelo superestructural ideológico de estar en forma
corporal, especialmente entre la juventud y sobre todo en la población femenina, se
produce una expansión incontrolable, casi enfermiza, del cuidado de la salud
(incluyendo el cuidado personal), convertido en el tiempo presente en máxima
prioridad. La búsqueda, descontrolada la mayoría de las veces, de la salud en Occidente
18
se ha convertido, tal y como lo expresara Iván Illich, “en el principal factor patógeno”
(Bauman, 2006, p. 86).
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