el individuo - cap nº 6 siete experiencias peter drucker

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Peter Drucker - Escritos Fundamentales
Tomo I: EL INDIVIDUO
Editorial Sudamericana – Bs. As. (Editado año 2002)
Capítulo 6
LAS SIETE EXPERIENCIAS
DE PETER DRUCKER
¿Cómo puede el individuo, y en especial el individuo que pone conocimientos en
acción, ser eficaz, y cómo puede seguir siéndolo a través de los largos períodos,
períodos de cambio, y años de trabajo y de vida?. Como esta pregunta se relaciona con
el individuo, tal vez sería apropiado comenzar conmigo mismo. Empezaré hablando de
siete experiencias de mi vida que me enseñaron como mantener eficaz, capaz de crecer,
capaz de cambiar y capaz de envejecer sin convertirme en un prisionero del pasado.
No tenía todavía dieciocho años cuando, tras haber terminado el colegio secundario,
deje mi Viena natal, en Austria para ir a trabajar a Hamburgo, Alemania, como aprendiz
en una firma exportadora de algodón. Mi padre no estaba muy contento. Como ya he
contado, la nuestra había sido una familia de funcionarios públicos, profesores,
abogados y médicos durante mucho tiempo. Él, por lo tanto, quería que dedicara todo
mi tiempo a los estudios universitarios, pero yo estaba cansado de ser un estudiante y
quería trabajar. Para apaciguarlo, pero sin ninguna intención seria, me inscribí en la
facultad de derecho de la Universidad de Hamburgo.
En esos remotos días, 1927, en Austria o en Alemania no era necesario asistir a
clases para ser un estudiante universitario perfectamente digno. Todo lo que había que
hacer era conseguir que los profesores firmaran el libro de registro. Para esto, ni siquiera
hacía falta ir a la clase. Lo único que se requería era darle una pequeña propina al
mensajero de la facultad, que entonces se encargaba de buscar a los profesores y
conseguir sus firmas.
El trabajo como aprendiz en una empresa exportadora
El trabajo de aprendiz era terriblemente aburrido, y aprendí muy poco. Empezaba a
las siete y media de la mañana y salía a las cuatro de la tarde, y a las doce del mediodía
de los sábados. De modo que tenía muchísimo tiempo libre.
Los fines de semana, junto con otros dos aprendices – también austríacos, pero que
trabajaban en otras firmas- salíamos por lo general a recorrer la hermosa campiña que
rodea Hamburgo, y pasábamos la noche en un albergue juvenil en el que, por ser
oficialmente estudiantes, podíamos obtener alojamiento gratis.
Yo tenía durante la semana, cinco tardes completas para mí solo, que pasaba en la
famosa Biblioteca Municipal de Hamburgo, prácticamente al lado de mi oficina. Se
alentaba a los estudiantes universitarios a que sacaran en préstamo tantos libros como
quisieran. Durante quince meses leí, leí y leí, en alemán, inglés y francés.
Meta y visión: me enseña Verdi
Y entonces, una vez por semana iba a la ópera. La Ópera de Hamburgo era en esa
época, y todavía sigue siendo, uno de los principales teatros líricos del mundo. Yo tenía
muy poco dinero porque a los aprendices no se les pagaba, pero la entrada a la ópera era
gratuita para los estudiantes universitarios. Todo lo que había que hacer era ir una hora
antes del comienzo de la función. Diez minutos antes de que ésta comenzara, nos
entregaban gratuitamente las entradas baratas que no se habían vendido. Una de esas
noches fui a escuchar una ópera del gran compositor italiano del siglo XIX, Guiseppe
Verdi: la última que escribió, en 1893, y cuyo título es Falstaff.
Ahora se ha convertido en una de sus óperas más populares, pero hace sesenta y
cinco años se representaba muy poco. Tanto los cantantes como el público la
consideraban demasiado difícil. Me sentí completamente avasallado por ella.
De niño había tenido una buena formación musical, dado que la Viena de esos años
era una ciudad extremadamente musical. Aunque conocía muchas óperas, nunca había
escuchado nada igual. Nunca olvide la impresión que me provocó esa noche.
Cuando la estudié, descubrí, para mi gran sorpresa, que esta ópera, con su alegría, su
placer por la vida y su increíble vitalidad, ¡había sido escrita por un hombre de ochenta
años!. Para mí, que por entonces tenía dieciocho, ésa resultaba una edad increíble. Creo
que nunca había conocido a nadie tan viejo. No era una edad corriente cuando la
expectativa de vida, incluso entre gente sana, rondaba los cincuenta años. Luego leí que
el mismo Verdi había escrito, cuando se le pregunto porque, a su edad, famoso y
considerado uno de los principales compositores de ópera del siglo XIX, se había
tomado el trabajo de escribir una ópera más, y especialmente exigente. “Toda mi vida
como un músico –escribió-, me esforcé en busca de la perfección. Ésta siempre se me
escapó. Con seguridad, tenía la obligación de hacer un intento más.”
Nunca olvidé esas palabras: causaron en mí una impresión indeleble. Verdi, cuando
tenía mi edad –dieciocho años-, ya era desde luego un músico avezado. Yo no tenía idea
de qué sería; lo único que sabía por esa época era que la perspectiva de que tuviera éxito
exportando tejidos de algodón resultaba muy poco probable. A los dieciocho, yo era tan
inmaduro, tan inexperto y tan ingenuo como puede serlo cualquier chico de esa edad.
Recién quince años después, cuando tenía un poco más de treinta, supe realmente en
qué era bueno y cual era mi ámbito de pertenencia. Pero entonces decidí que, cualquiera
fuera el trabajo de mí vida, las palabras de Verdi iban a ser mi norte y que, si llegaba a
una edad avanzada, no renunciaría, sino que seguiría insistiendo. Entretanto, me
afanaría por la perfección aún cuando, como bien sabía, ésta, indudablemente, siempre
se me escaparía.
Los dioses pueden verlo: me enseña Fidias
Fue más o menos al mismo tiempo, y también Hamburgo, durante mi estadía como
aprendiz, cuando leí una historia que me transmitió lo que significaba “perfección”. En
la historia del más grande escultor de la Grecia antigua, Fidias. Alrededor del 440 a. C.
Se le encargó que hiciera las estatuas que hasta el día de hoy, 2400 años después, aún se
yerguen en el techo del Partenón de Atenas. Y hasta el día de hoy se las incluye entra
las más grandes esculturas de la tradición occidental. Las estatuas fueron
universalmente admiradas, pero cuando Fidias presentó sus facturas, el contador de la
ciudad de Atenas, se negó a pagarlas. “Estas estatuas – dijo- están en el techo del
templo, en la colina más alta de Atenas. Nadie puede ver otra cosa que el frente de ellas.
No obstante, pretendes cobrar por haberlas esculpido íntegramente, es decir, por hacer
sus traseros, que nadie puede ver.”
“Estás equivocado”, replicó Fidias. “Los dioses pueden verlos.” Le recuerdo que leí
esto poco después de haber escuchado Falstaff, y me afectó intensamente. Mi vida no
siempre estuvo a su altura. Hice muchas cosas que espero que los dioses no adviertan,
pero siempre supe que hay que esforzarse por la perfección aún cuando sólo “los
dioses” lo adviertan.
Cada vez que la gente me pregunta cuál de mis libros considero el mejor, sonrío y
digo: “El próximo”. No lo digo en modo alguno como una broma. Lo digo en el sentido
en que lo dijo Verdi cuando se refirió a la escritura de una ópera a los ochenta años
como la búsqueda de una perfección que siempre se le había escapado. Aunque ahora
soy más viejo que Verdi cuando escribió Falstaff, sigo reflexionando y trabajando en
dos libros más, cada uno de los cuales, espero, será mejor que cualquiera de los
anteriores, más importantes y más cercanos a la excelencia.
Aprendizaje continuo: una decisión como periodista
Pocos años más tarde, me trasladé a Francfort. Primero trabajé como aprendiz en una
firma de corretaje. Luego, después del colapso de la bolsa de Nueva York en octubre de
1929, cuando la firma de corretaje quebró, fui contratado, a los veinte años de edad, por
el diario más grande Francfort. Como redactor financiero y de asuntos exteriores.
Seguía inscripto como estudiante de derecho en la universidad porque en esos días uno
podía trasladarse fácilmente de una universidad europea a otra. El derecho seguía sin
interesarme, pero recordaba las lecciones de Verdi y Fidias. Un periodista tiene que
escribir sobre muchos temas, de modo que decidí que tenía que saber algo sobre muchas
cosas para ser al menos un periodista competente.
El diario en el que trabajaba era un vespertino. Mi horario se extendía de las seis de
la mañana a las dos y cuarto de la tarde, cuando entraba en prensa la última edición. De
modo que comencé a obligarme a estudiar durante la tarde y la noche: relaciones
internacionales y derecho internacional; la historia de las instituciones sociales y
legales; historia en general; finanzas, etcétera. Gradualmente, elaboré un sistema. Aún
lo sigo. Cada tres o cuatro años elijo una nueva materia. Puede ser estadística, historia
medieval, arte japonés, economía política, Tres años de estudio no son de ningún modo
suficientes para dominar una materia, pero sí para entenderla. Así, durante más de seis
años, seguí estudiando una materia por vez. Esto no solo me dio un caudal importante
de conocimientos. También me obligó a abrirme a nuevas disciplinas, nuevos enfoques
y nuevos métodos, porque cada una de las materias que estudié plantea diferentes
supuestos y emplea una metodología diferente.
Revisión: me enseña el jefe de redacción
La siguiente experiencia que quiero transmitir en esta larga historia de mantenerme
intelectualmente vivo y en crecimiento es lo que me enseño el jefe de redacción, uno de
los principales periodistas de Europa. El personal editorial estaba formado por tres
personas muy jóvenes. A los veintidós años me había convertido en uno de los tres
redactores ejecutivos asistentes. Esto no se debía a que fuera particularmente bueno. De
hecho, nunca llegué a ser un periodista gráfico de primera línea. Pero en esos años,
alrededor de 1930, la gente que tendría que haber ocupado este tipo de cargo –gente de
más o menos treinta y cinco años- no existía en Europa. Había muerto en la Primera
Guerra Mundial. Los puestos de mucha responsabilidad tenían que ser ocupados por
jóvenes como yo.
La situación no era demasiado diferente de la que encontré en Japón las primeras
veces que fui una vez terminada la guerra del Pacífico, a mediados y fines de los
cincuenta.
El jefe de redacción, que por entonces tenía alrededor de cincuenta años, se
empeñaba muchísimo en capacitar y disciplinar a su joven equipo. Todas las semanas
discutía con cada uno de nosotros el trabajo que habíamos hecho. Dos veces al año,
justo después de Año Nuevo y en junio, antes de que empezaran las vacaciones de
verano, solíamos pasar la tarde de un sábado y todo un domingo discutiendo nuestro
trabajo de los seis meses precedentes. El jefe de redacción siempre empezaba con las
cosas que habíamos hecho bien. Luego seguía con las que habíamos tratado de hacer
bien. A continuación las cosas en las que no nos habíamos esforzado lo suficiente. Y
por último, nos sometía a una mordaz crítica de lo que habíamos hecho mal o habíamos
omitido hacer. Las dos últimas horas de esa sesión solíamos proyectar nuestro trabajo
para los próximos seis meses: ¿Cuáles son las cosas en que deberíamos concentrarnos?
¿Cuáles las que deberíamos mejorar? ¿Cuales las que cada uno de nosotros necesita
aprender? Terminada la reunión, se esperaba que una semana después cada uno pusiera
a consideración del jefe de redacción su nuevo programa de trabajo y aprendizaje para
los próximos seis meses. Yo disfrutaba enormemente esas sesiones, pero las olvidé no
bien deje el diario.
Casi diez años después, y ya en los Estados Unidos, las recordé. Era a principios de
la década del cuarenta, cuando llegué a ser profesor titular de una importante facultad y
comencé mi propia práctica como consultor, así como a publicar libros extensos.
Entonces recordé lo que me había enseñado mi jefe de redacción en Francfort. Desde
entonces, cada verano consagro dos semanas a revisar mi trabajo durante el año
precedente, comenzando por las cosas que hice bien pero podría o debería haber hecho
mejor, hasta las que hice mediocremente y las que tendría que haber hecho pero no hice.
Decido luego cuáles deberán ser mis prioridades en mi trabajo de consultor, mis escritos
y mi tarea docente.
Ni una sola vez estuve verdaderamente a la altura del plan que me trazo cada agosto,
pero este me ha obligado a mantenerme fiel al mandamiento de Verdi, “esforzarse en
busca de la perfección”, aún cuando ésta “siempre se me ha escapado” y sigue
haciéndolo.
Qué es necesario en un puesto nuevo: me enseña el socio principal
Mi quinta experiencia se produjo unos años más tarde. En 1933 me trasladé de
Francfort a Londres, primero como analista de valores de una gran compañía de seguros
y luego, un año después, como economista de la firma y secretario ejecutivo de los tres
socios principales –uno, el fundador, un hombre en sus sesenta años, y los otros dos de
alrededor de treinta y cinco- de un banco pequeño pero en rápido crecimiento. Al
principio trabajé exclusivamente con los dos más jóvenes, pero luego de pasados unos
tres meses en la firma, el fundador me llamó a su oficina y me dijo: “No lo tuve en muy
buen concepto cuando vino aquí y sigo sin estimarlo demasiado, pero veo que es aun
más estúpido de lo que creí que sería, y mucho más estúpido de lo que tiene derecho a
ser”. Como los dos socios más jóvenes me habían puesto por las nubes todos los días,
me quedé atónito.
Y entonces, el anciano caballero dijo: “Tengo entendido que usted hizo muy buenos
análisis de valores en la compañía de seguros. Pero si hubiéramos querido que hiciera
ese trabajo, lo habríamos dejado donde estaba. Ahora es secretario ejecutivo de los
socios pero sigue haciendo análisis de valores. ¿Qué debería estar haciendo ahora para
ser eficaz en su nueva tarea?”. Yo estaba furioso, pero pese a ello me daba cuenta de
que el anciano tenía razón. Cambié totalmente mi comportamiento y mi trabajo. Desde
entonces, cuando tengo una nueva tarea, me hago a mí mismo la pregunta: “¿Qué
necesito hacer, ahora, que tengo una nueva tarea, para ser eficaz?”. Cada vez es algo
diferente.
Hoy hace ya cincuenta años que soy consultor. Trabajé con muchas organizaciones y
en muchos países. El mayor desperdicio de recursos humanos que vi en todas las
organizaciones es el ascenso fallido. De las personas capacitadas a las que se asciende y
se les asigna una nueva tarea, no muchas tienen un verdadero éxito. No pocas son un
fracaso total. Una cantidad mucho más grande no son ni éxitos ni fracasos: se
convierten en mediocridades. Sólo un puñado tiene éxito.
La razón de la incompetencia súbita
¿Por qué personas que durante diez o quince años fueron competentes deben
volverse repentinamente incompetentes?
La razón, en prácticamente todos los casos que me tocó observar, es que hacen lo que
yo hice, hace sesenta años, en ese banco londinense. Siguen haciendo en su nueva tarea
lo que los hizo tener éxito y motivó su ascenso. Luego demuestran incompetencia, no
porque se hayan convertido en incompetentes, sino porque están haciendo cosas
equivocadas.
Durante años, me tomé la costumbre de preguntar a aquellos de mis clientes que son
personas verdaderamente eficaces –y especialmente a aquellos que son ejecutivos
verdaderamente eficaces de grandes organizaciones- a qué atribuyen su eficacia. En casi
todos los casos, me dicen que deben su éxito, como yo, a un jefe muerto mucho tiempo
atrás, que hizo por ellos lo que el anciano caballero de Londres hizo por mí: obligarme a
pensar exhaustivamente qué exigía la nueva tarea.
Nadie, al menos de acuerdo a mi experiencia, lo descubre por sí mismo. Es necesario
que alguien nos lo enseñe. Una vez que lo aprendimos, no lo olvidamos, y entonces –
casi sin excepción- tenemos éxito en la nueva tarea. Lo que exige no es un conocimiento
o un talento superior, sino concentración en las cosas que requiere la nueva tarea, las
cosas que son cruciales para el nuevo desafío, el empleo nuevo, la nueva actividad.
Tomando notas: me enseñan los jesuitas y los calvinistas
No pocos años más tarde, alrededor de 1945, y tras haberme trasladado de Inglaterra
a los Estados Unidos en 1937, escogí como materia para mi estudio de tres años, la
historia europea de principios de la edad moderna, y especialmente los siglos XV y
XVI. Allí comprobé que dos instituciones se habían convertido en las fuerzas
dominantes en Europa: la orden jesuítica en el sur católico y la iglesia calvinista en el
norte protestante. Ambas debieron su éxito al mismo método. Ambas se fundaron
independientemente, en 1536. Ambas adoptaron desde el comienzo la misma disciplina
da aprendizaje.
Cada vez que un sacerdote jesuita o un pastor calvinista hacen algo de significación,
por ejemplo tomar una decisión clave, se espera de ellos que pongan por escrito que
resultados prevén. Nueve meses después, se nutren de la comparación de estas
previsiones con los verdaderos resultados. Estos les muestran muy pronto que hicieron
bien y cuáles son sus puntos fuertes. También les muestra que tienen que aprender y
costumbres modificar. Por último les indica cuáles son las cosas para las que no están
dotados y que no pueden hacer bien. Sigo este método conmigo mismo desde hace ya
cincuenta años. Este proceder pone de relieve cuáles son nuestros puntos fuertes, y esto
es lo más importante que un individuo puede saber de sí mismo. Señala donde se
necesita una mejora y que tipo de mejora debe realizarse. Finalmente, revela lo que un
individuo no puede hacer y por lo tanto ni siquiera debería intentar hacer. Conocer
nuestros puntos fuertes, saber como mejorarlos y saber que es lo que no podemos hacer
son las claves del aprendizaje continuo.
Por qué cosas quiero ser recordado: me enseña Schumpeter
Una experiencia más, y con esto termino el relato de mi desarrollo personal. En la
Navidad de 1949 –acababa de empezar a enseñar management en la Universidad de
Nueva York- mi padre, por entonces de setenta y tres años, vino a visitarnos desde
California, donde se había instalado unos años antes. Justo después de Año Nuevo, el 3
de enero de 1950, fuimos a visitar a un viejo amigo suyo, el famoso economista Joseph
Schumpeter. Mi padre ya se había jubilado pero Schumpeter, que por ese entonces tenía
sesenta y seis años y era mundialmente famoso, seguía enseñando en Harvard y era muy
activo como presidente de la Asociación Económica Estadounidense.
En 1902 mi padre era un joven funcionario público del Ministerio de Finanzas de
Austria, pero también dictaba algunos cursos de ciencias económicas en la universidad.
Allí había conocido a Schumpeter, por entonces de diecinueve años, el más brillante de
los jóvenes estudiantes. Es difícil imaginar dos personas más diferentes: Schumpeter era
ostentoso, arrogante, mordaz y vanidoso; mi padre, silencioso, la cortesía personificada
y modesto hasta el punto de autodesvanecerse. Pese a ello, se hicieron fieles amigos y
siguieron siéndolo.
Hacia 1949, Schumpeter era una persona muy diferente. Con sesenta y seis años y en
su último año de docencia en Harvard estaba en el pináculo de la fama. Los dos
ancianos pasaron juntos un momento maravilloso recordando los viejos tiempos. Ambos
habían crecido y trabajado en Austria y ambos habían llegado finalmente a los Estados
Unidos, Schumpeter en 1932 y mi padre 4 años más tarde. Repentinamente, mi padre le
pregunto con una risa ahogada: “Joseph, ¿todavía hablas de las cosas por las que te
gustaría que te recordaran?”. Schumpeter estalló en carcajadas, y hasta yo me reí.
Puesto que era celebre por haber dicho, cuando tenía unos treinta años y había
publicado los dos primeros de sus grandes libros sobre economía, que en realidad quería
que lo recordaran por haber sido “el más grande amante de bellas mujeres de Europa y
el más grande jinete europeo, y talvez también como el más grande economista del
mundo”. Schumpeter contestó: “Sí, esa pregunta todavía es importante para mí, pero
ahora la contesto de otra manera. Quiero ser recordado por haber sido el maestro que
convirtió a media docena de estudiantes brillantes en economistas de primera línea”.
Debió haber advertido la mirada asombrada en el rostro de mi padre, porque
prosiguió: “Sabes, Adolf, ya llegué a la edad en que sé que ser recordado por libros y
teorías no basta. Uno no es diferente a menos que haga diferente la vida de la gente”.
Uno de los motivos por los que mi padre había ido a verlo era porque se sabía que
estaba muy enfermo y no viviría mucho tiempo más. Schumpeter murió cinco días
después de nuestra visita.
Nunca olvidé esa conversación. De ella aprendí tres cosas. Primero, uno tiene que
preguntarse por qué hechos quiere ser recordado. Segundo, la respuesta debería cambiar
a medida que uno envejece. Debería cambiar tanto con la propia madurez como con los
cambios del mundo. Finalmente, una cosa por la que vale la pena ser recordado es la
diferencia que uno representa en la vida de la gente.
Se pueden aprender las mismas cosas
Le cuento esta larga historia por una simple razón. Todas las personas que conozco
que se las ingeniaron para seguir siendo eficaces durante una larga vida aprendieron
prácticamente las mismas cosas que yo. Esto se aplica a ejecutivos comerciales exitosos
y a académicos; a militares de alto rango y a médicos de primera línea; a maestros y a
artistas. Cada vez que trabajo con una persona y como consultor trabajé desde luego con
muchas, empresas, gobiernos, universidades, hospitales, salas de ópera, orquestas
sinfónicas, museos, etcétera, tarde o temprano trato de averiguar a qué atribuye su éxito.
Invariablemente me cuentan historias que son notablemente parecidas a la mía.
Así, pues, la respuesta a la pregunta: “¿Cómo puede el individuo, y en especial el
que está en el trabajo del conocimiento, mantener su eficacia?” podría ser: “Haciendo
unas pocas cosas bastante sencillas”.
La primera es tener el tipo de meta o visión que Falstaff de Verdi me dio a mí.
Seguir esforzándose significa que uno madura pero no envejece.
Segundo, he comprobado que las personas que mantienen su eficacia asumen el
punto de vista que Fidias asumió con su propia obra: los dioses la ven. No están
dispuestos a hacer un trabajo que sea solo promedio. Respetan la integridad de su
trabajo. De hecho, se respetan a sí mismos.
El tercer elemento que todas estas personas tienen en común es que incorporan el
aprendizaje constante a su modo de vida. Tal vez no hagan lo que yo hice durante más
de sesenta años, esto es, convertirme en estudiante de una nueva disciplina cada tres o
cuatro años. Experimentan. No están satisfechos con hacer hoy lo que hicieron ayer. Lo
mínimo que exigen de sí mismos es hacer mejor cualquier cosa que hagan, y con más
frecuencia se exigen hacerlo de manera diferente.
Las personas que se mantienen vivas y en crecimiento también incorporan a su
trabajo una revisión de su desempeño. He comprobado que un número cada vez mayor
hace lo que los jesuitas y calvinistas del siglo XVI fueron los primeros en idear. Llevan
un registro de los resultados de sus actos y decisiones, y lo comparan con sus
expectativas. Sabe entonces enseguida cuales son sus puntos fuertes, pero también que
es lo que tienen que mejorar, cambiar, aprender. Por último, saben cuales son las cosas
para la que no son buenos, y que, por lo tanto, deben dejar en manos de otras personas.
Una y otra vez, cuando le pido a una de estas personas eficaces que me cuente las
experiencias que explican su éxito, me entero de que un maestro o un jefe muerto
mucho tiempo atrás la desafiaron y le enseñaron que cada vez que uno cambia su
trabajo, su puesto, su tarea, debe pensar exhaustivamente qué es lo que requiere el
nuevo empleo, el nuevo puesto, la nueva actividad. Siempre exigen algo diferente de lo
requerido por los anteriores.
La responsabilidad propia
Lo más importante que subyace a todas estas prácticas es que los individuos, y en
especial la gente con conocimientos; que se las ingenian para seguir siendo eficaces,
crecer y cambiar, asumen la responsabilidad de su propio desarrollo y colocación.
Tal vez ésta sea la conclusión más novedosa. Y la más difícil de aplicar en Japón. La
organización de hoy, ya se trate de una empresa o un organismo gubernamental, se basa
todavía en el supuesto de que es responsable de dar una colocación al individuo y
plantear las experiencias y desafíos que éste necesita.
El mejor ejemplo de ello que conozco es el departamento de personal de la gran
empresa japonesa típica, o el prototipo sobre el cual se modeló, o bien la jefatura de
personal de un ejército tradicional. No conozco un grupo de personas más responsables
que los integrantes del típico departamento de personal japonés. No obstante, creo que
éstos tendrán que aprender a cambiar. En vez de ser funcionarios que toman decisiones,
tendrán que convertirse en maestros, guías, consejeros, asesores.
Estoy convencido que la responsabilidad por el desarrollo del trabajador del
conocimiento, y por su colocación, tendrá que ser asumida por el propio individuo.
Tendrá que corresponder en gran parte a la responsabilidad de éste preguntarse: ¿Qué
tipo de tarea necesito ahora?¿Para qué tipo de tarea estoy ahora calificado?¿Qué tipo de
experiencia y de conocimiento y destreza es necesario que adquiera ahora? La decisión,
desde luego, no puede ser exclusiva del individuo. Tiene que tomarse contemplando las
necesidades de la organización, y también sobre la base de una evaluación exterior de
las fortalezas, las competencias y el desempeño de la persona.
La responsabilidad por el desarrollo del individuo tiene que convertirse en
responsabilidad por el autodesarrollo. La responsabilidad por su colocación tiene que
convertirse en responsabilidad por la autocolocación. De lo contrario, es improbable que
la gente con conocimientos pueda seguir siendo eficaz, productiva y capaz de crecer a lo
largo de la prolongada duración de la vida laboral que hoy es factible esperar.
Capítulo 7
CONOCE TUS PUNTOS FUERTES
Y TUS VALORES
Cada vez más integrantes de la fuerza de trabajo –y más que nadie los trabajadores del
conocimiento- tendrán que administrarse a sí mismos. Tendrán que ubicarse en el lugar
en que puedan hacer el mayor aporte; tendrán que aprender a desarrollarse. Deberán
aprender a mantenerse jóvenes y mentalmente vivos durante cincuenta años de vida
laboral. Deberán a prender cómo y cuándo cambiar lo que hacen; cómo lo hacen y
cuándo lo hacen.
Es probable que los trabajadores del conocimiento sobrevivan a la organización que
los emplea. Aun si postergan lo más posible su entrada al trabajo –por ejemplo si
permanecen en la universidad hasta casi los treinta años para conseguir un doctorado-,
con las actuales expectativas de vida en los países desarrollados es probable que superen
los setenta años y vivan hasta bien entrados los ochenta. Y es igualmente probable que
tengan que seguir trabajando, aunque sea medio tiempo, hasta los setenta y cinco años o
más. En otras palabras la vida laboral promedio será posiblemente de cincuenta años, en
especial para los trabajadores del conocimiento. Pero la expectativa de vida promedio
de una empresa exitosa es de sólo treinta años, y en un período de gran turbulencia
como en el que estamos viviendo incluso es improbable que llegue a tanto. De manera
creciente, por lo tanto, los trabajadores, en especial los del conocimiento, sobrevivirán a
sus empleadores y tendrán que estar preparados para más de un empleo, más de una
misión, más de una carrera.
Ahora, aun personas con capacidades modestas tendrán que aprender a administrarse
a sí mismas.
¿Cuáles son los puntos fuertes?
La mayoría de la gente cree saber en qué es idónea. Por lo común se equivoca. Con
más frecuencia cree saber en qué no lo es, y aun allí son más los errores que los aciertos.
No obstante, uno sólo puede desempeñarse bien con sus puntos fuertes. No se puede
construir un desempeño sobre los puntos débiles, y menos aun en algo que no pueda
hacerse en absoluto.
Para la gran mayoría de la gente, conocer sus puntos fuertes era irrelevante hace
apenas algunas décadas. Uno nacía para una labor y una línea de trabajo. El hijo del
campesino era campesino. Si no era bueno en ello, fracasaba. De manera similar, el hijo
del artesano iba a ser artesano, etcétera. Pero ahora la gente tiene opciones. Por lo tanto,
tiene que conocer sus puntos fuertes para poder saber cuál es su lugar.
Hay una sola manera de averiguarlo: el análisis retroalimentador. Cada vez que uno
toma una decisión crucial o ejecuta una acción clave, pone por escrito sus expectativas.
Y nueve o doce meses después se nutre con la comparación de los resultados con lo
esperado. Hace quince o veinte años que lo hago. Y siempre me sorprendo. Lo mismo le
pasa a cualquiera que lo haya intentado alguna vez.
Al cabo de un período bastante corto, tal vez, dos o tres años, este sencillo
procedimiento dirá a quienes lo usen, en primer lugar, cuáles son sus puntos fuertes, y
esto es probablemente lo más importante que uno debe conocer de sí mismo. Les
mostrará luego qué cosas de las que hacen u omiten hacer les impiden aprovechar
plenamente esos puntos fuertes. A continuación les indicará dónde no son
particularmente competentes. Y por último, dónde carecen de puntos fuertes y no
pueden actuar con eficacia. De este análisis retroalimentador se deducen varias
conclusiones para la acción.
La primera y más importante: concéntrese en sus puntos fuertes. Sitúese donde éstos
puedan redundar en un buen desempeño en resultados.
Segundo: trabaje para mejorar sus puntos fuertes. El análisis retroalimentador
muestra rápidamente dónde hace falta mejorar las aptitudes o adquirir nuevos
conocimientos. Mostrará dónde las aptitudes y el conocimiento ya no son adecuados y
es preciso actualizarlos. Y también las lagunas del conocimiento.
Por otra parte, habitualmente es posible adquirir cualquier destreza o conocimiento
en medida suficiente para no ser incompetente en ellos.
De particular importancia es la tercera conclusión: el análisis retroalimentador
identifica rápidamente las áreas en las que la arrogancia intelectual provoca una
ignorancia discapacitante. Demasiadas personas –y en especial algunas con muchos
conocimientos en un área en particular- desprecian el conocimiento en otros ámbitos o
creen que ser “brillante” es un sustituto del saber. Y entonces el análisis
retroalimentador les muestra rápidamente que una de las principales razones de un
pobre desempeño es simplemente el hecho de no saber lo suficiente o desdeñar el
conocimiento exterior a su propia especialidad.
Así, pues, una importante conclusión para la acción a partir del análisis
retroalimentador es que hay que superar la arrogancia intelectual y esforzarse en
adquirir las aptitudes y los conocimientos necesarios para hacer plenamente productivos
nuestros puntos fuertes.
Otra conclusión igualmente importante es que deben remediarse los malos hábitos,
cosas que hacemos u omitimos hacer y que inhiben la eficacia y el desempeño. Surgen
rápidamente en el análisis retroalimentador.
Pero el análisis también puede mostrar que una persona no logra resultados porque
carece de modales. Las personas brillantes –en especial lo jóvenes- a menudo no
entienden que los modales son el “lubricante” de una organización.
La conclusión siguiente para la acción a partir del análisis retroalimentador es qué no
se debe hacer.
La retroalimentación de los resultados a las expectativas muestra enseguida dónde
una persona no debe tratar de hacer nada en absoluto. Presenta las áreas en las que
carece de los mínimos talentos necesarios –y siempre hay muchas de ellas en cualquier
persona-. No hay demasiada gente que tenga al menos un área de aptitudes o
conocimiento de primera categoría; pero todos tenemos un número infinito para las que
poseemos ningún talento, ninguna aptitud, y, por ende, contamos con pocas
posibilidades de llegar a ser siquiera mediocres. En ellas, una persona –y especialmente
un trabajador del conocimiento- no debería aceptar trabajos, tareas o misiones.
La conclusión final para la acción es que hay que desperdiciar la menor cantidad
posible de esfuerzos en mejorar las áreas de escasa competencia y aptitud. Hacen falta
muchas más energías y trabajo para pasar de la incompetencia a la mediocridad que de
un desempeño de primera categoría a la excelencia. No obstante lo cual, la mayoría de
la gente –y también la mayor parte de los docentes y las organizaciones- trata de
concentrarse en hacer de una persona incompetente una medriocridad. La energía y los
recursos –y el tiempo- deberían encauzarse, en cambio, en hacer de una persona
competente un ejecutante estrella.
¿Cómo me desempeño?
¿Cómo me desempeño? Ésta es una pregunta importante –en especial para los
trabajadores del conocimiento-, así como la que se refiere a los puntos fuertes.
De hecho, …
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