la formación del profesorado - Salón Virtual de la Universidad

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LA FORMACIÓN DEL PROFESORADO:
ENTRE LA POSIBILIDAD Y LA REALIDAD
Antonio Bolívar (Universidad de Granada)
0. Introducción
Este capítulo se ha elaborado, originariamente, como “contraponencia” al discurso
polifónico a cuatro voces (Romero et al., 2006), articulado como ponencia en torno a seis
dilemas, a modo de interrogantes. Por eso, ha de ser leído –en lugar de otro discurso
paralelo– de modo complementario, desde otra mirada, a los puntos que plantean en dicho
escrito. En conjunto, me parece efectúan un análisis de hondo calado sobre el tema,
planteando cuestiones relevantes y situando algunos de los principales aristas por los que
debía moverse una reflexión sobre el tema. Desde esta otra visión no tengo, de entrada,
discrepancias de fondo con los análisis que formulan los cuatro autores; lo que sí abordaré
será determinadas dimensiones que, desde mi perspectiva, también han de entrar en escena
para redimensionar la dramática desplegada, completando el cuadro de la representación.
El tema elegido es –en este momento en nuestro país– oportuno, relevante y
necesitado de reflexión. Arrastramos unos déficits históricos en situar coherentemente con los
propósitos educativos la formación inicial y permanente del profesorado. Así, han proliferado
en la Academia un exceso de discursos que, precisamente por su carácter foráneo y no
debidamente contextualizado, han pasado como olas sin alterar las prácticas (la primera
contribución de José María Rozada explica algunas razones). Sin embargo, sin buenos
profesores, como atributo de la mayoría y no sólo de grupos innovadores, no cabe una buena
educación. Esto último, depende en modos muy sustantivos, como es obvio, del sistema y de
las políticas de formación del profesorado vigentes. Por otro lado, la convergencia del
sistema universitario español con el llamado “Espacio Europeo de Educación Superior
(EEES)” está forzando a reestructurar formalmente la formación inicial. Por último, la “tenaz
persistencia de los mismos problemas” de que habla Montero (2006) sobre este campo, fuerza
a recomponer ideas, revisar con nuevas miradas, aprendiendo de las experiencias anteriores,
qué deba ser una formación del profesorado acorde con los retos crecientemente complejos
de la profesión.
Además, a pesar de la proliferación de discursos sobre la formación del profesorado,
continuamos estando necesitados de “pensar el presente”, de una manera situada. Los escritos
de diversos colectivos y gremios que, con motivo de las propuestas de Grado de Maestro de
Infantil y Primaria o el Master en formación del profesorado de Educación Secundaria, han
ido apareciendo en los últimos meses en España, sin entrar en un análisis interno, creo,
muestran que no tenemos claro qué se quiere con la formación del profesorado, al margen de
la defensa –más o menos soterrada– de los intereses corporativos de quienes formulan el
escrito. La reflexión sobre qué profesor se quiere y para qué tipo de escuela ha desaparecido
bajo un listado desordenado de competencias de un supuesto “perfil profesional”.
Mientras tanto, la formación permanente, una vez pasada la lógica de implantación de
la Reforma y quemada en muchas iniciativas, se encuentra hoy empantanada, tanto porque
determinados modelos escolarizados han dejado de funcionar por su escaso atractivo e
incidencia en la práctica, como diversificada en acciones puntuales para los continuos planes
o proyectos con que se están viendo agobiados (y distraidos), últimamente, los centros
educativos. Una reflexión, desde la perspectiva del desarrollo profesional docente, debe
incluirla.
El título de este trabajo me ha sido facilitado por los propios autores (Romero et al.,
2006), ya desde la cita inicial de Claudio Magris al propio juego que en el texto se formula
entre lo que hay y lo que debía de haber, entre un sentido de realidad (comprender el presente
y o cómo se ha llegado a la situación actual, con los análisis sociológicos más potentes) y
unas vías de posibilidad (lo que podrían ser, con las propuestas críticas más imaginativas)
que, además, Jesús Romero y Alberto Luis ponen en relación con el programa teóricopráctico de la didáctica crítica de Cuesta et al. (2005) como conjunción de la necesidad y el
deseo. Si la didáctica crítica, para Fedicaria, tiene su lugar propio donde la necesidad y el
deseo se encuentran, nunca pretenderá su efectiva realización, al modo hegeliano, de
reconciliar lo real y lo racional; por el contrario, en una dialéctica negativa, habrá de estar
vigilante siempre para abogar por la tensión entre ambas dimensiones, sin la añoranza de una
posible síntesis superadora, para no caer nunca en la creencia de un “final de la utopía”, como
precipitadamente en su momento imaginó Marcuse (1968).
En una época en que, hegelianamente, estamos en trance de que lo real se identifique
con lo racional que, según Fukuyama1, son el mercado y la democracia liberal2, caminando –
por la falta de aspiraciones– hacia el fin de la historia; es preciso reivindicar la utopía, con sus
categorías paralelas de posibilidad y esperanza, precisamente para no perder la capacidad de
resistencia al poder que, en último extremo, consiste en “normativizar” el deseo y el pensar.
Ahora bien, en lugar de las utopías reactivas y regresivas del pasado, el deseo en esta nueva
perspectiva es por “utopías concretas”, que no omite la mediación entre conciencia
anticipadora y proyecto, en función de una esperanza final (Fernández Buey y Riechmann,
1997). Como ha escrito Javier Muguerza (1990), desde el punto de vista de la intención que
la anima, cabría afirmar que
“la utopía es contraria a los hechos únicamente en la medida en que aquélla entraña una
preferencia moral por otros hechos, de suerte que su contrafacticidad sería perfectamente
compatible con su ‘sed de facticidad’, esto es, con la pretensión de que tengan lugar aquellos
hechos en los que la utopía busca encontrar su cumplimiento”.
Ernst Bloch (2004), en su monumental obra, El principio esperanza, ahora reeditada,
rescata –de modo reconceptualizado– para un pensamiento heterodoxo de izquierdas, como
era el suyo, la categoría de utopía, como posibilidad real de transformar las condiciones
existentes. La utopía es realizable en tanto que conciencia anticipatoria, como “aquello que
todavía-no-ha-llegado-a-ser-lo-que-debiera”. La esperanza en la utopía se fundamenta en la
categoría de posibilidad, pues si es una característica humana el anhelo de una vida mejor (el
“soñar despierto”) y “pensar significa traspasar”, la utopía puede ser realizable en tanto que
las posibilidades lo son, que además –para un marxista– están inscritas en la noción dinámica
de la materia. Desde esta perspectiva, la utopía, en lugar de “ningún lugar”, ejercería el papel
primordial de mediación entre el “paisaje desolado” de la realidad y las expectativas y
1
Cfr. su conocida obra El fin de la historia y el último hombre (Barcelona: Planeta, 1992). Ha sido
Perry Anderson (Los fines de la historia. Barcelona: Anagrama, 1996) quien ha señalado estos temas
hegelianos de la filosofía de la historia en Fukuyama.
2
José María Rozada ha denunciado en diversos escritos, algunos en este mismo foro (“Las reformas y
lo que nos está pasando”, Con-ciencia social, 6, 2002, 15-57), las orientaciones crecientemente
mercantiles en educación.
realizaciones de la voluntad humana.
No lejos de esta línea blochiana estaría Pablo Freire (1993) situando la esperanza en el
núcleo de la acción educativa, como la posibilidad de sostener un sueño, pero también como
indignación con el presente. Así, en su Pedagogía de la esperanza mantiene que “la
verdadera realidad no es la que es sino la que puja por ser”, por lo que ante una realidad que
no gusta, se trata de “cómo hacer concreto lo inédito viable, que nos exige que luchemos por
él”. Al igual que Bloch (2004) sostenía que “la razón no puede prosperar sin esperanza, ni la
esperanza expresarse sin razón”, Freire defendía que necesitamos una esperanza crítica, sin
quedar en simple deseo, sino que –para que no aboque a la desesperación, por un lado; o al
inmovilismo, por otro– se emprendan los procesos y hechos que posibiliten convertirla en
realidad histórica. Como virtud teologal secularizada, la esperanza es aquello que se quiere
que exista y que se percibe cargado de posibilidades de ser, por lo que tenemos que luchar
para hacerlo realidad. Si algo es necesario, tiene que ser posible. Se precisan, pues, construir
“propuestas de posibilidad” que, teniendo presente las realidades existentes, no se conformen
con lo que hay como inevitable.
1. La formación del profesorado hoy
Me voy a basar en unos escritos recientes (Cochran-Smith, 2001, 2005; DarlingHammond, 2006) de dos grandes autoras, especialistas3 sobre el campo, para trazar un
panorama inicial del tema. A pesar de estar situacionalmente escritos pensando en lo que pasa
en USA (lo que conviene tener presente para no hacer transferencias infundadas), estimo
contienen suficientes dosis de planteamientos sobre por dónde va hoy la formación del
profesorado. En relación con la política y práctica de la formación del profesorado, como
modo de estructurar el campo, Cochran-Smith (2001) ha identificado cuatro cuestiones
(atributos, efectividad, conocimiento y resultados) en el último medio siglo –por lo demás
coincidentes con otras revisiones4 – que permanecerán, cada una por su lado, como núcleos
duros del asunto.
3
El escrito de Marilyn Cochran-Smith, además, fue un “Pressidential Adress” en la Reunión Anual de
la American Educational Research Association (AERA), celebrada en Montreal (abril, 2005). Por lo
demás ambas han sido coeditoras de los dos mayores (y mejores) manuales sobre el estado de la
cuestión, de los que los escritos anteriores son tributarios. Nos referimos a Cochran-Smith, M. y
Zeichner, K. (eds.) (2005). Studying Teacher Education: The Report of the AERA panel on research
and teacher education. Mahwah, NJ: Lawrence Erlbaum, 861 pp.; y a Darling-Hammond, L. y
Bransford, J. (eds.). (2005). Preparing Teachers for a Changing World: Report of the Committee on
Teacher Education of the National Academy of Education. San Francisco: Jossey-Bass, 624 pp.
4
Entre algunas de las mejores revisiones de los cambios producidos en la investigación sobre la
enseñanza y la formación del profesorado en las últimas décadas se pueden resaltar: Fenstermacher,
G.D. (1994). The Knower and the Known: the Nature of Knowledge in Research on Teaching. Review
of Research in Education, 20, 3-56, 1994. Carter, K. (1990). Teachers' Knowledge and Learning to
Teach. En Houston, W.R. (ed.), Handbook of Research on Teacher Education. New York: Macmillan,
291-310. Angulo, F. (1999). De la investigación sobre la enseñanza al conocimiento docente. En
Pérez Gómez, A., Barquín, A. y Angulo, F. (eds.). Desarrollo profesional del docente. Política,
investigación y práctica. Madrid: Akal, 261-319. Hemos presentado nuestra propia visión del tema en
Bolívar, A. y Salvador Mata, F. (2004). Conocimiento didáctico. En Salvador Mata, F., Rodríguez
Diéguez, J.L. y Bolívar, A. (dirs). Diccionario Enciclopédico de Didáctica. Archidona (Málaga):
Aljibe, vol. I, 195-215. Por su parte, se pueden ver las revisiones, ya referenciadas, de Cochran-Smith,
M. y Lytle, S. (1999); y el libro de Montero, L. (2001).
La primera cuestión, dominante en las décadas de los cincuenta y sesenta, era: ¿cuáles
son los atributos y cualidades de los buenos docentes, así como de los programas de
formación del profesorado? Esta línea generó numerosas investigaciones sobre las
características personales (empatía, carácter, integridad personal, etc.) y académicas o
intelectuales (nivel y cultura general y disciplinar) de los docentes. A su vez, afectó a los
programas de formación del profesorado, viendo su rigor, exigencia y relación con las
disciplinas incluidas. En la esfera política plantea cómo conjugar la formación disciplinar y
pedagógica, las cualificaciones de los formadores, así como las estructuras universitarias de
gestión de los programas de formación.
De finales de los años 1960 hasta 1980 la cuestión, de acuerdo con las revisiones, se
formulaba así: qué estrategias y procesos de enseñanza emplean los docentes eficaces y qué
procesos de formación son mejores para garantizar su aprendizaje. En un momento de auge
de los estudios proceso-producto, que establecen correlaciones entre los comportamientos
docentes y el aprendizaje de los alumnos, se añora constituir una base científica para la
enseñanza. Adiestrar a los docentes en aquellas competencias concretas (si es posible
especificadas en “pasos”, en los correspondientes manuales de entrenamiento de adquisición
de competencias), que han mostrado una correlación positiva con los rendimientos de los
alumnos, era el tema dominante de preocupación para lograr una enseñanza “eficaz”. La
insatisfacción con lo que el enfoque da de sí para mejorar la práctica, a pesar de las sucesivas
reformulaciones, por su dependencia de una epistemología positivista y una psicología
conductista, provoca un cambio de enfoque –acorde con el giro hermenéutico en las ciencias
sociales– entendiendo que, para conocer qué es una buena enseñanza, es indispensable tener
en cuenta y comprender las representaciones de los enseñantes y alumnos. De un
conocimiento para la enseñanza (producido por la investigación de expertos externos para
prescribir a las aulas) se pasa a reconocer un estatus propio al conocimiento del profesor
(práctico, del oficio, personal, etc.), implícito en las acciones docentes o en el pensamiento
del profesor.
En su lugar, en los años ochenta y noventa, la cuestión que preocupa es qué conocen
los profesores, que se irá reformulando en qué deben saber y hacer los profesores y, como
corolario, cuál deba ser la base de conocimiento en la formación de los docentes. Estamos en
un momento en que preocupa cómo lograr la profesionalización de la enseñanza. Se proponen
varias categorizaciones del conocimiento del profesor, siendo la más conocida la del
programa de investigación de Shulman (19875) sobre los componentes de un conocimiento
“base” para la enseñanza. Este programa abandona la orientación descriptiva anterior para
adoptar un enfoque normativo de lo que los profesores deben conocer y hacer, y qué
categorías de conocimiento se requieren para ser competente. Se trata de determinar el
“conocimiento base” requerido para la enseñanza y de la materia que enseñan, para –en
función de ello– rediseñar la formación del profesorado (especialmente en didáctica
específica de Secundaria). Se plantea, entonces, investigar el desarrollo del conocimiento
profesional durante la formación del profesorado y cómo transforman el contenido en
representaciones didácticas y lo utilizan en la enseñanza. Como atributo del conocimiento
que poseen los “buenos” profesores con experiencia, el “conocimiento didáctico del
5
Se puede ver ahora el articulo central de su programa (“Conocimiento y enseñanza: fundamentos de
la nueva reforma”), así como otros estudios de su equipo, en el monográfico (“El conocimiento de la
enseñanza”) que hemos dedicado en la revista Profesorado. Revista de Currículum y Formación del
Profesorado, 5 (2), 2005. Revista disponible electrónicamente: http://www.ugr.es/~recfpro
contenido” se configura como una mezcla de contenido y didáctica, en que “además del
conocimiento per se de la materia incluye la dimensión del conocimiento para la enseñanza”.
Estos profesores tienen un modelo flexible del contenido pedagógico, que –con implicaciones
epistemológicas y éticas– determina tanto su desarrollo curricular práctico como la
legitimación de las estrategias didácticas empleadas.
La cuestión actual, en el comienzo del nuevo milenio, recogiendo preocupaciones
anteriores, queda reformulada del siguiente modo: ¿cómo podemos asegurar que los
profesores en ejercicio y los nuevos docentes conocen y saben hacer lo que deben conocer y
saber hacer?. El corolario a nivel de investigación y política educativa es desarrollar
dispositivos que posibiliten diferenciar cuáles son los docentes con buena práctica docente de
sus colegas que no la tienen, así como saber cómo, dónde y cuándo estos docentes eficaces
llegan a serlo. Aparte de otro tipo de motivaciones (profesionalización de la enseñanza
mediante el desarrollo de estándares profesionales; acreditación del profesorado y de las
instituciones y programas de formación; etc.), es expresión de una sociedad “performativa”,
en la que –en último extremo– lo que importa es la evaluación de los resultados conseguidos
por los alumnos. En una comunidad discursiva de la calidad, que empieza a ser dominante en
los países anglosajones, el movimiento de rendimiento de cuentas por estándares (“standardsbased reform”) pretende evaluar las escuelas y la calidad del profesorado por los niveles de
consecución de los estudiantes, en función del conjunto de estándares externos, que definen
niveles aceptables de rendimiento. Que se oriente a garantizar una educación equitativa para
todos o, en una perspectiva mercantil, a diferenciar centros o profesorado para elección de
clientes, es la cuestión preocupante.
Por eso, frente a los setenta, en que el problema lo era de formación, o en los ochenta,
en que lo era de aprendizaje (comprender cómo los futuros profesores aprenden los
conocimientos, habilidades o disposiciones necesarias para el ejercicio profesional),
actualmente, mantiene Cochran-Smith (2005), la formación del profesorado se ha constituido,
en la mayoría de países, en un problema político, en el sentido fuerte del término, Ahora se
trata de cómo la administración educativa puede controlar aquellos parámetros que
incrementen la calidad del profesorado y, consecuentemente, los resultados de los centros
educativos. ¿Es esto bueno o malo?, se pregunta. Bueno es que la política se tome en serio
asegurar que todos los niños tengan buenos profesores y que la investigación esté siendo
usada para la toma de decisiones. Malo es que se subordine al simple incremento de
resultados de los alumnos, sin tener en cuenta otros factores mediadores que afectan a los
resultados, subordinándola a un modelo mercantil.
En segundo lugar, la nueva formación del profesorado debe basarse en la
investigación y en la evidencia. Los efectos que tengan la nueva formación (coherencia y
rigurosidad, estándares de acreditación, conocimiento profesional base) se constituyen en el
principal parámetro. Los programas formativos, en lugar de permanecer como una cierta
“caja negra”, son juzgados ahora según los estándares de lo que constituye una buena
enseñanza. Si bien esto puede ser, por sí mismo, positivo; hay otros aspectos negativos en la
cuestión: lo que se entienda aquí por “evidencia” no puede asimilarse, sin más, a otros
ámbitos (p.e. medicina), sino que requiere describir, interpretar y comprender.
Por último, la nueva formación del profesorado, al menos en USA, está guiada por los
resultados, siendo el criterio determinante de una buena formación que pueda asegurar el
incremento de los aprendizajes de los alumnos: “a lo largo del país, los proveedores de
formación del profesorado están luchando por demostrar, documentar y medir los resultados,
consecuencias y efectos de la preparación del profesorado en la escuela y otras
consecuencias” (Cochran-Smith, 2005: 9). De focalizarse a mediados de los noventa en los
procesos o “input” (cómo los futuros profesores aprenden a enseñar, cómo sus conocimientos
y creencias cambian en el tiempo, qué aspectos del conocimiento didáctico y disciplinar son
necesarios, y qué contextos apoyan el aprendizaje) se ha pasado a los resultados u “output”.
Si bien puede ser bueno, comenta Marilyn, que las Facultades de Educación reconceptualizen
su enseñanza en términos de lo que pueda contribuir para mejorar la educación que puedan
llevar a cabo sus futuros profesores; sin embargo, todo se vuelve peor cuando los resultados
se reducen a lo que miden los tests en los alumnos. Ni los profesores tienen en exclusiva tal
responsabilidad, ni menos pueden igualar poblaciones desfavorecidas, ni es el único
propósito de la educación. Los nuevos vientos “performativos”, en que el conocimiento se
subordina a su uso pragmático o su valor en el mercado, también llegan aquí.
En este contexto, continúa comentando Cochran-Smith (2005), es lógico que se
generen un conjunto de tensiones: si los programas formativos han de ser uniformados o hay
que seguir apostando por la diversificación, qué peso haya que otorgar a la didáctica y a los
contenidos disciplinares; si además de la universidad otros contextos o instituciones pueden
dedicarse a la formación del profesorado; en fin, qué grado de regulación o no deba tener la
formación del profesorado. Ante esta situación, ¿qué futuro nos espera?. Desde luego sería
un negro panorama, que todo quedara cifrado a medir la preparación del profesorado, por
instituciones públicas o privadas. La comunidad académica tiene la responsabilidad de,
trabajando en este contexto, redirigirlo en dimensiones más justificables. Por ejemplo, si la
formación del profesorado ha de tener su norte en el aprendizaje (no en los resultados), éste
tiene que ir más allá de lo que puedan medir evaluaciones externas, para pasar a cómo
garantizar una educación equitativa a toda la población.
Por su parte, Linda Darling-Hammond (2006) señala que, por las experiencias y la
investigación, hemos aprendido un amplio conjunto de cosas como para poder diseñar
programas de formación del profesorado relevantes y eficaces. Tres componentes críticos de
semejantes programas incluyen: alta coherencia e integración entre cursos y entre éstos y el
practicum; vincular bien la teoría y la práctica, tanto en un trabajo clínico supervisado intensa
y extensamente al tiempo que integrado en el trabajo del curso; y, finalmente, relaciones
proactivas con las escuelas donde aprendan a desarrollar modelos de buena enseñanza.
Habría que ponerse de acuerdo en qué conocimiento para la enseñanza (el “qué” de la
formación del profesorado), así como en diseñar los programas adecuados (el “cómo”). En
relación con este segundo, importan tres aspectos: “aprender a enseñar requiere que los
nuevos profesores lleguen a comprender la enseñanza en modos bastante diferentes de sus
propias experiencias como estudiantes; en segundo lugar, que aprendan no sólo a gustarle ser
profesor sino también a actuar como profesor; por último, comprender y responder a la densa
y multifacética vida en las aulas” (Darling-Hammond, 2006: 305).
2. Una primera respuesta: ¿Qué podemos esperar de la formación del profesorado?
En primer lugar, me voy a cifrar en el primer apartado de la referida ponencia
conjunta (Romero et al., 2006), que estimo central, no sólo por su mayor extensión, sino por
posicionar algunos de los puntos nucleares, así como por dar el “tono” de todo el escrito. Las
cinco aportaciones restantes de la ponencia vienen a completar, desde diferentes ángulos, la
cuestión disputada de la formación del profesorado necesaria actualmente. Específicamente
me voy concentrar en las siguientes cuestiones: relación entre formación del profesorado y
mejora de la enseñanza y su no relación directa
2.1. La relación entre formación del profesorado y mejora de la enseñanza
¿Por que hay, normalmente, una escasa relación entre formación del profesorado y la
mejora de la enseñanza?, se preguntan los autores. Siendo un pilar irrenunciable, su
capacidad es limitada. Sobre este asunto caben dos posturas: una, desconfianza hacia la
formación docente como condición para la mejora de la enseñanza, de la que se hace eco la
referida ponencia; otra, que justo la sitúa en la base de la mejora, aún cuando deba verse
acompañada por otros factores contextuales, organizativos y de política educativa para que,
efectivamente, suceda. Aún comprendiendo las razones de la primera, sobre todo por los
formatos que ha adoptado, destacaré distintas dimensiones que la acercan a la segunda.
Toda una tradición de estudios sobre mejora y eficacia de la escuela, así como la
teoría del cambio educativo, ha situado la formación del profesorado como una de la claves
de la mejora de la educación. La mejora puede, inicialmente, ser entendida como “la
movilización del conocimiento, destrezas, motivaciones, recursos y capacidades en las
escuelas y en los sistemas escolares para incrementar el aprendizaje de los alumnos” (Elmore,
2003: 20). También el desarrollo profesional (en el que se inscribe la formación del
profesorado) ha de ser juzgado con estos parámetros, como ha puesto de manifiesto Elmore
en el excelente trabajo citado. El núcleo de la acción docente es lo que el profesorado, en
conjunción con sus colegas, hacen y promueven en clase, dado que es lo que, en último
extremo, marca la diferencia en las buenas experiencias de aprendizaje proporcionadas a los
alumnos. Como plantea Escudero (2006) se trata de cómo “garantizar a todos con eficacia
una buena educación” y, en relación con esta meta, qué formación sería más congruente. Esto
significa que lo que se pretenda hacer en formación del profesorado debiera tener como
parámetros en qué grado contribuye a una mejora de la educación de la ciudadanía. Como
estableció Darling-Hammond (2001):
“el sine qua non de la educación es si los profesores son capaces de conseguir que todos y
cada uno de los alumnos diferentes accedan a contenidos relevantes, y consiguen trabajar en
cooperación con las familias y otros educadores para favorecer su desarrollo. Ahora bien, si
sólo son unos pocos los docentes capacitados, la mayor parte de los centros jamás ofrecerá
una educación de calidad para todo el abanico de estudiantes que acuden a los mismos. El
éxito para todos depende del desarrollo de una base de conocimientos ampliamente
compartida por toda la profesión, así como de su compromiso con el aprendizaje de todos los
alumnos” (págs. 369-70).
He dado cuenta en otros trabajos (Bolívar, 2001, 2005a) sobre cómo en las últimas
décadas el locus de los esfuerzos de mejora ha ido desplazándose progresivamente de la
política educativa a tomar el centro escolar como unidad de cambio para pasar, en las últimas
décadas, a situarlo a nivel del espacio del aula (enseñanza-aprendizaje de los alumnos). Si ya
es un lema aceptado, como ha repetido Fullan (2002), que “la política no puede cambiar lo
que realmente importa” y, por otra parte, los esfuerzos emprendidos a nivel de centro no
siempre han tenido impacto –por su “débil articulación”– en lo que se hace en el aula,
convendría situar la práctica docente (lo que se hace y podría hacer en la enseñanza de cada
docente en su materia o área con el grupo de alumnos respectivo) en el núcleo de mejora, aún
cuando, para ello, deba verse acompañada por una acción conjunta a nivel de escuela, que la
haga sostenible, más allá de individualidades o voluntarismo. De este modo, si la mejora de la
enseñanza se ve potenciada cuando un equipo de profesores trabaja en torno a un proyecto
común, también es preciso resaltar que dicho proyecto ha de tener su foco de incidencia en lo
que cada uno hace en su clase. En caso contrario, se produce una distracción sobre dónde
situar los esfuerzos de mejora, como ha ocurrido –en parte– cuando el centro escolar se ha
constituido en el núcleo y base de la mejora. No obstante, la mejora del aprendizaje de los
alumnos no ocurrirá si, paralelamente, no se da un aprendizaje de los profesores
(conocimientos y habilidades) y sin cambios organizativos que promuevan el desarrollo de
los centros.
La mejora escolar es una estrategia para el cambio educativo que se focaliza en el
aprendizaje y niveles de consecución de los estudiantes, modificando la práctica docente y
adaptando la gestión del centro en modos que apoyen la enseñanza y el proceso de
aprendizaje que queremos (Hopkins, 2001). Por eso, el blanco o núcleo duro al que deben
tender todas las acciones es a la mejora de la práctica docente, de modo que las buenas
experiencias de aprendizaje proporcionadas afecten al progreso educativo de todo el
alumnado. Todas las labores a nivel de centro, en último extremo, tiene que contribuir a
incrementar la educación y el aprendizaje de todo el alumnado. Es cierto que dichos
resultados no pueden limitarse a los niveles de consecución académica para, sin desdeñarlos,
incluir también dimensiones afectivas, sociales y personales (capacidades y habilidades
sociales y personales, educación cívica y responsabilidad social, etc.). Se tienen que valorar,
además, no sólo los niveles finales de consecución obtenidos sino también los procesos como
los han alcanzado (calidad de la enseñanza ofrecida) y cómo son atendidos los alumnos más
desventajados socialmente.
En línea de una “profesionalidad democrática” se debe tender a tomar el centro
escolar como tarea colectiva, convirtíendolo –por un lado– en el lugar donde se analiza,
intercambian experiencias y se reflexiona, conjuntamente, sobre lo que pasa y lo que se
quiere lograr. Por otro, se recupera la comunidad educativa, en un proyecto educativo
ampliado, estableciendo redes o acuerdos entre centros escolares, familias y municipios, en
una nueva articulación de la escuela y sociedad, como estamos intentando en el Proyecto
Atlántida (Bolivar y Luengo, en prensa). Esto supone “redefinir” el ejercicio profesional, no
sólo a nivel individual, sino colectivo, en una dirección de “profesionalidad ampliada”. El
modelo de profesional (liberal) autónomo, en el que han sido socializados la mayor parte de
los docentes, impide esta colaboración actualmente imprescindible. A su vez, el enfoque de
profesional que trabaja de modo colegiado con sus compañeros debe ampliarse con otros
sectores sociales, especialmente las familias.
El desarrollo profesional se ve potenciado cuando el centro escolar construye la
capacidad para funcionar como una comunidad profesional de aprendizaje, recogiendo el
saber acumulado tanto de las “organizaciones que aprenden” como de las llamadas “culturas
de colaboración” y de otros enfoques como las “comunidades de prática”. La mejora del
aprendizaje de los alumnos, en un contexto enriquecido y equitativo, supone, conjuntamente,
un aprendizaje profesional y un aprendizaje de la escuela, en una interacción interniveles
apoyada por un entorno que aporte impulsos, en especial un liderazgo “distribuido” que
estimule la mejora. Esta capacidad colectiva de todo el profesorado para mejorar el
rendimiento de los alumnos la podemos llamar “capacidad de la escuela” (Newmann, King y
Youngs, 2000). Sin embargo, como documenta la literatura y las experiencias prácticas
intentadas, se suelen presentar graves problemas para establecerlas, pues suponen un cambio
organizativo e individual de lo que se entiende por el ejercicio profesional. Entre otras, una
escuela configurada como una comunidad profesional de aprendizaje se estructura en torno a
estas dimensiones (Louis y Kruse, 1995; Bolam, McMahon, Stoll et al., 2005): valores y
visión compartidos; responsabilidad colectiva por la mejora de la educación ofrecida;
focalizada en el aprendizaje de los estudiantes y en el mejor saber hacer de los profesores;
colaboración y desprivatización de la práctica individual; aprendizaje profesional a nivel
individual y de grupo mediante una práctica reflexiva colegiada; relaciones de trabajo
basadas en una confianza mutua, respeto y apoyo.
En cualquier caso, como se resalta últimamente, las comunidades profesionales de
aprendizaje no existen sólo para que los profesores trabajen más a gusto o para que haya un
mejor ambiente en los centros, sino para incrementar la capacidad del profesorado como
profesionales, en beneficio de lo que importa como misión de la escuela: la mejora del
aprendizaje de todos los alumnos. Por eso, en una buena investigación sobre el tema (Bolam,
McMahon, Stoll et al., 2005), entienden que “una comunidad de aprendizaje efectiva tiene la
capacidad de promover y mantener el aprendizaje de todos los profesionales en la comunidad
escolar con el propósito colectivo de incrementar el aprendizaje de los alumnos”.
En último extremo, si el objetivo deseable fuera hacer de cada escuela una buena
escuela, paralelamente, habría que pensar qué hacer para que haya un buen profesor en cada
aula (Darling-Hammond y Baratz-Snowden, 2005). Al respecto, como ya señalaba CochranSmith (2005, un análisis más amplio en Cochran-Smith, 2001), uno de los parámetros para
juzgar la formación del profesorado es cómo contribuye a mejorar el aprendizaje de los
profesores y, en última instancia, el aprendizaje de los alumnos. La formación del
profesorado se dirige a generar procesos de mejora que conviertan al centro escolar en un
lugar donde el aprendizaje no sólo es una meta, sino una práctica capaz de asegurar unos
niveles educativos deseables para todos los alumnos. Además de una estrategia horizontal de
coherencia en la acción conjunta de la escuela, se deben reclamar impulsos verticales de
apoyo y presión de las políticas educativas.
2.2. Sobre la no relación directa entre formación del profesorado y la mejora de la
enseñanza, por un conjunto de factores mediacionales y contextuales
Este es un debate que goza ya, al menos, de un tercio de siglo 6. Compartiendo algunas
de las razones que señalan Romero y Luis, enmarcadas en la teoría de la estructuración de
Giddens (1995a) sobre “agente” y “estructura” y en las insuficiencias de las teorías
pedagógicas sobre “pensamiento del profesor”, creo que también hay algunos olvidos o
ausencias que quiero poner de manifiesto.
En primer lugar, la formación inicial del profesorado debe ser incluida en el desarrollo
profesional docente y, en esa medida, conectada con la formación permanente (Montero,
2002), que –además– deben estar debidamente articuladas. La formación docente no implica,
por sí misma, un desarrollo profesional, como ingenuamente a veces se ha creído; pero sí es
uno de los factores que inciden en dicho desarrollo profesional. Encuentro que el ensayo se
concentra en la formación inicial, permaneciendo en el fondo (no en la penumbra) la
6
Se suele citar este trabajo como el primero que planteó la cuestion de la falta de evidencia empírica
de la incidencia de los programas de formación del profesorado: Zeichner, Kenneth M., &
Tabachnick, B. Robert. (1981). Are the effects of university teacher education 'washed out' by school
experience? Journal of Teacher Education, 32(3), 7-11. Por lo demás, una revisión actual se puede
ver en Brouwer y Korthagen (2005).
permanente. Por ello mismo, los análisis y críticas que realizan se refieren más a un modelo
“escolarizado” de formación, que es el predominante en este tipo de formación, cabiendo
otros tipos de formación en el trabajo a los que no afectarían tales críticas.
Desde la mitad de los ochenta en España la prioridad la ha tenido la formación
permanente (Bolívar, 2006a), justificable por la edad media de un profesorado joven que
debía implementar los cambios. Por eso, concentrarse en la formación inicial puede ser
relevante ahora, dado que en las próximas décadas la jubilación masiva de la generación que
entró con motivo de la extensión de la escolaridad a comienzos de la democracia, el sistema
educativo va a necesitar una renovación del personal, Además, tiene interés debido a que
estamos inmersos, con motivo del EEES, en una reforma de los planes de estudio de la
formación inicial. Aparte habría razones de más hondo calado, como considerar la formación
inicial como un primer momento de la socialización profesional, lo que hace que los centros
universitarios tengan un relevante papel en la configuración de la identidad profesional de
base (Canário, 2005). Pero, un movimiento de renovación como Fedicaria, estimo, aún
preocupándole la formación inicial, tiene –por su propia naturaleza– que incidir más en la
formación permanente y en los procesos de innovación en los centros. Esta comprende todo
el conjunto de actividades en que los docentes se implican a lo largo de su carrera, realizadas
tanto para incrementar su competencia en el oficio como para una mejor vivencia de la
profesión. Como tal, es un proceso de aprendizaje resultante de las interacciones
significativas que tienen lugar en el contexto temporal y espacial de su trabajo y que da lugar
a cambios en la práctica docente y en los modos de pensar dicha práctica (Kelchtermans,
2004).
De este modo, a menos que reduzcamos la formación del profesorado a “formación
inicial”, hay otras formas de formación del profesorado (permanente o en servicio) que
superan los problemas entre teoría y acción, como la formación centrada en la escuela,
trabajo en torno a proyecto comunes, etc. Si en sus formatos más tradicionales se ha limitado
a cursos escolarizados de formación, nuevas perspectivas han abogado por el aprendizaje con
los colegas en el contexto de trabajo, vinculando el desarrollo profesional con el organizativo.
Desde esta perspectiva, apostamos por una formación que articule las necesidades de
desarrollo individual y las de la escuela como organización, donde los espacios y tiempos de
formación estén ligados con los espacios y tiempos de trabajo, en que los lugares de acción
puedan ser –a la vez– lugares de aprendizaje. Además, la propia formación del profesorado
deberá estar basada en un visión curricular, y no en un catálogo de actividades dispersas, a
escoger según preferencias.
Acertadamente se critica, como “idealismo individualista”, la confianza infundada de
que los conocimientos o creencias del profesor puedan explicar su práctica docente, muy
presente en el pensamiento pedagógico, pero que en su grado extremo se manifestó en el
modelo de “pensamiento del profesor” (teacher thinking), muy extendido entre nosotros7 y ya
7
Como es conocido los estudios sobre el “pensamiento del profesor”(teacher thinking) han tenido
una amplia repercusión en España, tanto en didáctica general como en didácticas específicas (donde
se han elaborado numerosas tesis doctorales). Por señalar sólo sus inicios, en la recopilación de J.
Gimeno y A. Pérez de 1983 (La enseñanza: su teoría y su práctica. Madrid: Akal) ya aparecía
(pp.372-419) la excelente revisión de R. Shavelson y P. Stern: “Investigación sobre el pensamiento
pedagógico del profesor, sus juicios, decisiones y conducta”. Posteriormente se celebró un Congreso
en Huelva, que dio lugar al libro editado por L.M. Villar (El pensamiento de los profesores y la toma
de decisiones. Sevilla: Universidad de Sevilla, 1986), quien unos años después editaría otra
recopilación más actualizada (Conocimiento, creencias y teorías de los profesores. Alcoy: Marfil,
prácticamente abandonado o subsumido en otros constructos más amplios como
“conocimiento profesional” o “identidad profesional”. En efecto, un planteamiento
“mentalista”(ya sea teorías implícitas, creencias, conocimiento práctico o, en suma,
conocimientos en general) olvida otros factores mediacionales cuando no “estructurales” que
condicionan lo que finalmente sea la acción. Ya, a mitad de los ochenta, Shulman (1989)
señaló –además– como debilidad el haberse limitado a procesos genéricos, olvidando el
contenido de la enseñanza. El programa del pensamiento del profesor –decía– ha fallado “en
analizar la comprensión cognitiva del contenido de la enseñanza por parte de los profesores; y
las relaciones de esta comprensión y la enseñanza que los profesores proporcionan a los
alumnos”. Por lo demás, concentrarse en los procesos mentales de los profesores, como
critican Romero y Luis, conduce a una perspectiva psicologicista e individualista, que olvida
las dimensiones contextuales de la práctica docente. Por otra parte, al adoptar la investigación
un carácter descriptivo-narrativo del pensamiento del profesor, impide cuestionar las
determinaciones ideológicas de dicho pensamiento, al tiempo que plantear su cambio. Sólo
cabe cifrarse en los relatos que, desde una perspectiva personal, formulan los docentes. En
fin, todo ello hizo que se pasara a perspectivas más amplias, como el “conocimiento
profesional” (Wilson y Berne; 1999; Montero, 2001). Por lo demás, los criterios para el
conocimiento están en crisis. Al respecto, en una buena revisión sobre el tema, Munby et al.
(2001) afirman:
“Los viejos criterios para definir el conocimiento están obsoletos, no existiendo aún nuevos
criterios que los sustituyan. Situación paradójica. La cuestión está en si es un problema
temporal o permanente. Si podemos alcanzar un nuevo conjunto de criterios para el concepto
de conocimiento del profesor, más robusto y poderoso; o prevalecerá la visión postmoderna
de que existen múltiples conjuntos de criterios, dependiendo de la cultura y el discurso
propio” (pág. 879).
En cualquier caso, el exceso de atención prestada en las últimas décadas al
“conocimiento del profesor” puede haber hecho perder la visión de para qué queremos la
formación y cuáles deban ser los propósitos y fines que la deban guiar. En formación del
profesorado de lo que se trata es, pues, de –por un lado– determinar las metas o propósitos (el
“para qué”) de la formación8; por otro, aquello que necesitan los profesores (el “qué”) para
moverse con eficacia en el aula y contribuir, en conjunción con sus colegas, a la educación de
la ciudadanía. Por último, estaría el “cómo” lograrlo: buenas prácticas que posibilitan la
formación y políticas formativas que la apoyan (Darling-Hammond y Baratz-Snowden,
2005).
La formación inicial del profesorado en las Escuelas o Facultades de Educación no es,
en efecto, el principal factor que explique la calidad en el desempeño profesional. Aún
1988). En este mismo círculo, Carlos Marcelo publicó El pensamiento del profesor (Barcelona: Ceac,
1987).
8
Sin tener por qué entrar en una larga discusión sobre el tema, hay un consenso implícito en lo que
sería deseable y razonable. Baste, por ejemplo, las cinco siguientes que determina National Board for
Professional Teaching Standards: los maestros están comprometidos con los estudiantes y su
aprendizaje, conocen los contenidos que enseñan y cómo enseñarlos a los alumnos, son responsables
de dirigir y guiar el trabajo de los alumnos, piensan de modo sistemático sobre su práctica y aprenden
de la experiencia, forman parte de comunidades de aprendizaje comprometidas con la mejora de la
enseñanza. Cfr. What teachers schould know and be able to do. Arlintong, VA: National Board for
Professional Teaching Standards. Disponible: http://www.nbpts.org
cuando se lograra una alta cualificación, esta no equivale por sí sola a alta calidad docente
posterior. Es verdad, también, que contamos con escasas evidencias, procedentes de la
investigación, que den cuentan de qué elementos y aprendizajes se adquieren en la formación
inicial y cuáles, luego, efectivamente utilizan en su práctica. Parece, más bien, que los
profesores en los inicios de sus práctica profesional suelen recurrir a lo que ellos vivieron
como alumnos (en la escuela o en las propia formación inicial) y aprendieron “por
observación” (Lortie, 1975), en otros casos se someten a las rutinas de la “cultura escolar”
dominante o a las demandas del contexto escolar en que trabajan. Lo aprendido en la
formación inicial es, pues, “des-aprendido” para recurrir a lo que han vivido prácticamente
como alumnos9, en un cierto efecto de “barrido” de las teorías aprendidas y lo que funciona
en la cultura escolar vigente.
La construcción de una identidad profesional es, pues, un proceso continuo desde la
“socialización preprofesional” de las primeras edades en el ámbito familiar, social y, sobre
todo, escolar hasta la formación inicial. En especial la larga historia escolar (una media de 16
años) ha marcado su socialización como alumnos que, en parte, va a condicionar su saber
hacer como profesionales en el futuro, como muestran las historias de vida profesionales.
Como dice Tardif (2004: 54), “los saberes experienciales del docente profesional se derivan
en gran parte de preconcepciones de la enseñanza y del aprendizaje heredadas de la historia
escolar”, por lo que ya están aprendiendo el oficio antes de iniciarlo.
De este modo, tal como está configurada, la formación inicial tiene un impacto
relativo en la práctica docente de los futuros docentes, aparte de la calidad de la formación
disciplinar recibida. Una persistente investigadora sobre el tema como Sharon FeimanNemser (2001: 1014) señala que los programas habituales de formación inicial del
profesorado “representan una intervención muy débil comparada con la influencia que los
profesores en formación han tenido en su etapa escolar, así como de las experiencias de
prácticas”. En el plano estrictamente didáctico se presentan fracturas y discontinuidades entre
lo que los profesores de las Facultades de Educación enseñan, lo que los futuros profesores
aprenden y aquello que, posteriormente, ponen en juego y hacen cuando actúan
profesionalmente. Ante la indecisión de qué será más adecuado hacer, pues, se suele
reproducir lo que han visto ha funcionado en el pasado. Las argumentaciones recibidas en la
formación inicial suelen desvanecerse cuando se tiene que nadar en las procelosas aguas de la
práctica.
Sin embargo, lo anterior no puede conducir a minusvalorar el papel clave que
desempeña la formación inicial en la configuración de la identidad docente. Una cosa es la
desconfianza en el modo como se suele realizar y otra el descrédito. Los nuevos discursos de
“epistemología de la práctica”, investigación-acción, desregulación de la formación docente,
etc., han podido conducir a dicho desencanto. La formación universitaria es la que,
9
Numerosas investigaciones, a partir de K.M. Zeichner ( “Dialéctica de la socialización del profesor”,
Revista de Educación, 277, 1985, 95-123), han puesto de manifiesto el cambio conservador que, en
ocasiones, produce la inmersión en la enseñanza, frente a las teorías más innovadoras recibidas en la
formación inicial, volviendo a las creencias que tenían al ingresar en la Escuelas de Magisterio. Entre
nosotros se puede ver el trabajo de Javier Barquín (“La evolución del pensamiento pedagógico del
profesor”, Revista de Educación, 294, 1991, 245-274). Por lo demás una buena revisión de estos
estudios se puede ver en el artículo de Antonio Bretones (2003). Las preconcepciones del estudiante
de profesorado: de la construcción y transmisión del conocimiento a la participación en el aula.
Educar, 32, 25-54.
propiamente, configura una “identidad profesional de base”, dependiendo de cómo se
aprendan los conocimientos teóricos, los modelos de enseñanza y se adquiera una primera
visión de la práctica profesional. Aquí empieza a configurarse la proyección de sí mismo en
el futuro, con la incorporación de saberes especializados o profesionales, que –junto a un
dominio en campos y competencias prácticas– vehiculan al tiempo una concepción del
mundo y un modo de situarse en él.
Hay un conjunto de factores mediacionales en la socialización docente que filtran la
formación inicial recibida, como resaltan Romero y Luis en su trabajo: cultura escolar o
“gramática básica”, subculturas de departamentos o ciclos, códigos pedagógicos dominantes,
etc. Los modelos y estudios empíricos (Brouwer y Korthagen, 2005) ofrecen diversos
factores que condicionan lo que, finalmente, llegue a los alumnos. Todo ello, como
igualmente resaltan, lleva a situar el problema en el ámbito de la socialización y contrasocialización, contextualmente delimitadas. A falta de programas específicos de “inducción
profesional”, como iniciación a la práctica10 en la transición de estudiante a profesor, se suele
imponer la cultura dominante en los centros con todo su poder conservador. Por eso, como
señala en un buen estudio sobre el tema Pérez Gómez (1999: 639): “es necesario resaltar al
mismo tiempo tanto la exigencia ineludible de la práctica en la formación del docente como
el peligro de su enorme poder socializador”.
Además, los problemas de la formación del profesorado para mejorar la enseñanza no
vienen sólo por parte del agente y la estructura, sino por el modo mismo como se realiza.
Como reconocen, en un momento, los propios autores: “la formación del profesorado goza de
un amplio margen de mejora”. Al fin y al cabo, como sabemos, los dispositivos de formación
son más relevantes que los propios contenidos. Por poner un ejemplo reciente, Niels Brouwer
y Fred Korthagen (2005), en un amplio estudio longitudinal, han analizado cómo los
programas que cuidan la integración de la teoría y la práctica pueden tener una incidencia en
la forma en que los profesores principiantes llevan a cabo su práctica docente. En particular,
estos programas se caracterizan por a) una cuidadosa planificación de la alternancia entre
enseñanza y períodos de prácticas, que permitan oportunidades para que los futuros docentes
reflexiones sobre sus experiencias de enseñanza y reorganicen sus planes docentes; b) un
incremento gradual en la complejidad de las actividades de enseñanza, de modo que se
puedan contrastar las ideas en los contextos realistas del aula; b) cooperación entre los
estudiantes, mentores en los centros escolares y supervisores de la Universidad que creen
oportunidades para prestar atención a las preocupaciones individuales de los estudiantes a
profesor.
Finalmente, la literatura ha destacado en las últimas décadas un conjunto de
dimensiones que explican el saber hacer del profesor como agente individual (Day, 2005,
2006; Marcelo, 2002): experiencias durante la carrera y el propio ciclo de vida, creencias
sobre la educación y enseñanza, conocimiento (general, didáctico del contenido, práctico),
estrategias y habilidades de enseñanza, implicación emotiva y afectiva, así como el propósito
moral con que afronta su trabajo, la motivación para seguir aprendiendo, sentido de
interdependencia y trabajo en equipo, etc. Tenerlas en cuenta es clave para que la formación
pueda incidir en los modos de hacer. Como reivindicamos en la última parte, se trata de situar
10
Está por ver lo que pueda dar de sí el art. 101 (Incorporación a la docencia en centros públicos) de
la LOE sobre el ejercicio del primer año de enseñanza “bajo la tutoría de profesores experimentados”,
compartiendo ambos la responsabilidad por la enseñanza del profesor en formación.
la dimensión de sujeto, dejada hasta ahora en la sombra. De hecho, con la formación
permanente al servicio de las reformas, dice Lourdes Montero (2006: 175), se ha tendido
más:
“a la consideración de los profesores como objetos a transformar que cómo sujetos de esa
transformación (la gran asignatura pendiente de la política de la formación permanente del
profesorado en nuestro contexto es su consideración como sujetos)”.
3. La formación permanente del profesorado en España: contradicciones y posibilidades
Coincido sustancialmente con la historia, en algunos de sus hitos o incidentes críticos
principales, que traza José María Rozada sobre la formación inicial, permanente y estructuras
de apoyo. Evidentemente el asunto tiene muchas dimensiones, imposibles de recoger en
pocas páginas. Pero no es eso lo que importa, sobre lo que contamos con una amplia
literatura, sino las críticas por las fracturas o discontinuidades que ha presentado este campo.
Por haber sido el ámbito más conflictivo me voy a referir, brevemente, introduciendo
otra dimensión (identidad profesional), al profesorado de Educación Secundaria. En cierta
medida se ha hipotecado el futuro, con la prolongada ausencia de formación pedagógica del
profesorado de Secundaria. Se detectó el problema (inservible el Curso de Aptitud
Pedagógica), se determinó en un artículo de la LOGSE la nueva formación del profesorado
de Secundaria, han pasado más de quince años y se ha ido sucesivamente aplazando, con
acuerdo de todas las Administraciones educativas. En cualquier caso, además de esta
necesaria formación pedagógica, la identidad profesional (“para qué estoy estudiando, lo que
voy a hacer y a ser”) se debe inscribir formando parte de la propia carrera, lo que evita
posteriores choques o recomposiciones de dicha identidad profesional. Este problema
inveterado debía ser resuelto en la Reforma de las Titulaciones con motivo de la llamada
Convergencia Europea, sin dejar –como se está optando– la cualificación didáctica a un
momento posterior a la especialización disciplinar. Son siempre mejores programas
integrados que yuxtapuestos.
La primera identidad profesional se configura en el período de formación inicial, en
nuestro caso como profesores especialistas en una disciplina. Cuando la identidad de base
(profesor de Matemáticas, Lengua o Historia) choca con las demandas del ejercicio
profesional (atender las vidas plurales de los alumnos, poner orden en la clase, orientar y
educar), se genera –ya de entrada– la primera crisis de la identidad profesional (“yo no he
estudiado para esto”, comenta el joven profesor). El “shock con la realidad” de que hablaba
Veenman y la crisis de identidad profesional se manifiestan ya en la entrada, lo que es grave,
no sólo en el curso del ejercicio profesional.
De este modo, esta primera crisis de identidad tiene un carácter específico y ha sido
previsiblemente provocada: forjada una determinada identidad profesional (matemático o
lingüista) en la Licenciatura en la Universidad, al comenzar a dar clase, puede discordar con
las necesidades del ejercicio profesional, generando dicha crisis. Momento de sentimientos de
angustia e impotencia, de una puesta en cuestión de sí, de encontrarse fuera de juego, en unos
casos, puede provocar serios problemas o –por el contrario, como salida– reformularse la
primera identidad en una “segunda” identidad, instalándose plenamente en el oficio docente.
Si necesitamos nuevos profesionales para salvar la crisis de identidad, entonces hay
que transformar –en primer lugar– la formación inicial. Algo en esta dirección se hizo en
Francia con la creación (discutida) en 1989 de los Instituts Universitaires de Formation des
Maîtres (IUFMs), que querían contribuir a proporcionar el nuevo profesorado de los colleges,
rompiendo con la división tradicional entre maestros (instituteurs) y profesores (professeurs),
pasando a configurar una nueva identidad: professeurs des écoles y professeurs des collèges
et lycées (Bourdoncle y Robert, 2000; Lang, 1999, 2001). Paradójicamente, como comenta
Puelles (2003: 28), en nuestro país “no ha existido a lo largo de casi doscientos años una
institución específica para la formación de los profesores de educación secundaria. [...]
Cuestión suficientemente grave como para buscar alguna explicación”. Todos los intentos
han resultado fallidos. En nuestro más inmediato presente, con motivo de la reforma de las
titulaciones a partir de la Ley de Reforma Universitaria (LRU), en 1987, se creó un grupo de
trabajo (Grupo XV) encargado del diseño de las nueva titulaciones pedagógicas, donde se
propuso, coherentemente, la creación de un título específico (segundo ciclo) para la
Secundaria Obligatoria, además del profesorado especialista en materias de Bachillerato. Se
proponían, pues, dos licenciaturas de segundo ciclo, una con una formación mayor
pedagógica y por áreas de conocimiento, y otra con una formación especialista por disciplinas
correspondientes. Pero fue rechazada, tanto por el cambio que suponía en la estructura de los
cuerpos docentes, como por el corporativismo universitario que prefería la formación
disciplinar fuerte a la profesionalización pedagógica. Algunas de estas posiciones se han
vuelto a reproducir con motivo de la propuesta del “Master en Formación del Profesorado de
Educación Secundaria”, presentado recientemente por el MEC.
3.1. De una racionalidad técnica a un desarrollo basado en la escuela, pasando por las
trayectorias de vida
Repensar la formación del profesorado, más allá de la racionalidad técnica dominante,
supone articularla con las propias trayectorias profesionales, como hemos estudiado en otro
lugar (Bolívar et al., 1999), en modos que posibiliten reapropiar la experiencia adquirida en
conexión con las nuevas situaciones de trabajo; en lugar de establecer una ruptura, como –
muchas veces– ha sucedido con la formación continua al uso. Al respecto de lo segundo, los
Cursos de formación administrados principalmente desde los Centros de Profesores, con una
oferta formativa mayoritariamente escolarizada, se han empleado instrumentalmente al
servicio de la puesta en práctica de la Reforma. Las estrategias y formatos de formación se
ponen al servicio de la implementación de los cambios externos; con lo que implícitamente –
y, sin duda, así ha sido percibido por los docentes– se trata de adaptar a los profesionales a
los cambios ya previamente diseñados, desligando formación y acción. En general, se han
gestionado según una lógica adaptativa a posteriori a los cambios propuestos (Canário, 2005),
como una condición para persuadir al profesorado para aplicarla, forzados a “consumir”
horas de formación a cambio de una recompensa económica (sexenios). Con una teoría del
cambio educativo “ingenua”, propia de los sesenta (cuando Mialaret declaraba “dazme
enseñantes bien formados y haré no importa qué reforma”), se pretendía garantizar el éxito en
la aplicación de la Reforma. En fin, como dicen Canário y Correira (1999), referido al caso
portugués, similar con la situación española,
“La formación obligatoria y masiva ha puesto a todos los enseñantes en una posición de
déficit y ha contribuido a una rápida desvalorización del valor de la formación profesional. En
lugar de una solución al problema de la crisis de identidad del profesorado, la sobredosis de
formación parece haber venido a agravar la enfermedad existente” (pág. 141).
Este “modelo escolarizado” en la formación continua de adultos, realizada de manera
puntual, como complemento o reciclaje de la formación inicial y poco articulado con las
situaciones de trabajo, ha tenido escasas transferencias y efectos muy reducidos sobre las
escuelas y en la actividad docente en el aula. La reproducción de este modo escolar de
formación por parte de las ofertas institucionales ha llegado a tales límites de saturación en
nuestro país, que –tal vez– haya llegado el momento de repensar qué pueda ser la formación
permanente del profesorado, para incidir en otras propuestas alternativas (el lugar del trabajo
como contexto formativo), que puedan contribuir a insertar la formación en las propias
trayectorias de vida y proyectos de escuela.
De acuerdo con el modelo dominante, se ha entendido que, para que un nuevo
currículum funcione, es preciso suplir déficits en los modos tradicionales del saber hacer de
los profesores, aportando los nuevos conocimientos/habilidades requeridos, mediante los
correspondientes cursos de formación. Este modelo de déficit asume que (a) la formación
continua del profesorado puede ser concebida como un proceso definido y determinado
externamente al centro y al profesorado; y (b) que hay un cuerpo de conocimiento
generalizable, universal y validado externamente, que todo profesor puede aplicar en el lugar
en que esté, con el que llevar a cabo la innovación, su implementación y la consiguiente
mejora de la práctica. Por eso, han predominado, en la práctica, formatos de formación
continua del profesorado como una formación inicial “retardada”, para lo que es preciso
“actualizar” con nuevos conocimientos que suplen carencias iniciales, al margen de las
necesidades individuales de profesionales adultos (con una experiencia profesional, que
debiera ser punto de partida) y de los contextos organizativos donde trabajan.
Formarse primero para aplicar los currículos después, en espacios y tiempos
separados, es la materialización de una epistemología de la práctica, como aplicación técnica
de la teoría, que criticara bien Donald Schön (1992). La formación se convierte en un deus ex
machina (el pilar fundamental de la reforma, creían sus gestores), que venga a resolver todos
los problemas, ocultando sus limitaciones internas. Es un profesionalismo “gestionado” al
servicio de la lógica del cambio institucional, al margen de la identidad profesional (Day y
Sachs, 2004).
Si la formación tradicional continua, en sus diversas modalidades, se ha mostrado –es
una crítica común y compartida– inadecuada para resolver los problemas de la clase o del
centro escolar, contamos con un amplio saber acumulado sobre otros modos de llevarla a
cabo. A título de ejemplo, una investigación sobre las formas más eficaces de aprendizaje del
profesorado (Garet et al., 2001), basada en una amplia muestra de profesores de Secundaria,
destaca seis aspectos:
– Forma. Redes de profesores o trabajo en grupo son más efectivas que las cursos
tradicionales y conferencias.
– Duración. Programas sostenidos e intensivos tienen mucho mayor impacto que aquellos
limitados y cortos.
– Participación colectiva. Son mejores las actividades diseñadas para profesores que trabajan
juntos en el mismo centro, grado o disciplina.
– Contenido. Es clave focalizarlas tanto en lo que se enseña como en el modo de enseñarlo.
– Aprendizaje activo. Son más relevantes estrategias que impliquen la observación mutua de
los modos de enseñar, planificar y poner en práctica en el aula.
– Coherencia. Los profesores deben percibir el desarrollo profesional como parte coherente
de otros programas de aprendizaje y enseñanza que se reflejan en sus centros, tales como la
adopción de nuevos currículos.
En lugar de acciones puntuales sin conexión directa con las situaciones de trabajo, el
proceso formativo debe movilizar los saberes poseídos en los contextos de trabajo a los
momentos formativos, de modo que permitan reapropiar críticamente y recursivamente éstos
a las nuevas situaciones de trabajo. Una relación de adecuación entre formación y trabajo
puede provocar su reutilización, en las nuevas situaciones, de los saberes adquiridos
anteriormente. Si bien se ha solido reconocer que los alumnos aprenden experiencialmente,
construyendo a partir de lo que saben, hemos supuesto –por el contrario– que el problema de
los profesores es que carecen de conocimiento, habilidades o destrezas, que deben ser
remediadas por cursos de expertos, descontextualizados de su experiencia, para cada profesor
como individualidad.
Por último, hablar, ante cualquier dificultad en la puesta en práctica de los nuevos
currículos, de que el problema es debido a la falta de formación del profesorado suele ser una
excusa para no entrar en cómo deban estar organizados los centros escolares y el ejercicio de
la profesión docente. Se transfiere a otro lugar lo que es parte del propio problema. La
formación del profesorado, en este sentido, llega a desempeñar la función de desviar –
ocultando sus límites– dónde está la verdadera cuestión. Además, silencia que el problema
creado puede estar en el propio diseño externo, en su desconexión con la cultura profesional y
escolar, o en la falta de medidas organizativas o políticas adecuadas como para que la
formación sea una exigencia –no un prerrequisito– de la propia dinámica de cambio. Como
señalaba Sarason (2003) en un libro con el deprimente título de El predecible fracaso de la
reforma educativa,
“El cambio no se producirá a menos que se cuestione la presunción de que las escuelas
existen esencialmente para el crecimiento y el desarrollo de los niños. Esta presunción no es
válida porque los maestros no pueden crear y sostener las condiciones para el desarrollo
productivo de los niños si estas condiciones no existen para los maestros. [...] Los profesores
han llegado a darse cuenta de que si no se consiguen las condiciones para su propio
crecimiento, entonces no pueden crearlas y mantenerlas para los estudiantes” (págs. 29 y
139).
En efecto, para la mejora escolar, no bastan cambios parciales en el currículum o en
elementos aislados de la estructura de los centros educativos, sin afectar al propio desarrollo
profesional de los docentes. Sin una seria apuesta por reestructurar los centros y por rediseñar
la profesión docente en la estructura organizativa de los centros, la añorada mejora educativa
no ocurrirá, provocando –si acaso – la aversión del profesorado. Y es que, finalmente, la
innovación educativa no puede consistir en cómo implementar mejor sobre el papel buenos
diseños externos, para pasar –más básicamente– a ser un nuevo modo de ejercer el oficio o
profesión de enseñar y de funcionar las propias escuelas, como organizaciones y lugares de
trabajo.
Tomar en serio la idea de los establecimientos educativos como unidades básicas del
cambio significa resituar la formación continua de los profesores de modo que, por una parte,
contribuya a incrementar sus propios saberes y habilidades profesionales para reutilizarlos en
las nuevas formas de hacer escuela; por otra, promover una formación centrada en la escuela,
de modo que permita inscribirla en el propio proceso de construcción del cambio como tarea
colegiada y en equipo. El problema de las Reformas educativas deja de ser el problema de la
formación, para trasladarse en cómo reestructurar los establecimientos escolares.
3.2. El inveterado problema de la relación entre teoría-práctica o ¿entre académicos y
docentes?
Acerca del perenne problema de la relación entre teoría-práctica, José María Rozada
presenta en la aportación 5 una propuesta particular en la que, para superar las brechas
existentes, aboga por el cruce fecundo de teorías de segundo orden (académico y práctico)
que posibiliten un encuentro en lo que llama “pequeña pedagogía”, apoyada –a su vez– por la
experiencia autobiográfica del autor. Siendo bienintencionada (ni la academia ni la práctica,
tal como están situadas, pueden mutuamente fecundarse), me temo que el asunto, más que
establecer nuevos modos de relación a nivel teórico, en la práctica, se trata –por un lado– de
una teoría del conocimiento para la enseñanza diferente de la dominante; por otro, de
articular modos de relación entre Universidad y centros escolares, como apuntaba en otra
contribución (Bolívar, 2006a). En términos fuertes, de poco vale establecer ingeniosas
relaciones, si no están articulados institucionalmente los espacios en que docentes y
académicos, en un plano de igualdad y competencia respectiva, puedan apoyarse
mutuamente. La cuestión se plantea sobre cómo los conocimientos pedagógicos, generados
desde la investigación educativa y la práctica docente puedan –en una relación dialéctica–
beneficiarse mutuamente. En este caso más que declaraciones teóricas, que nos retrotraería el
asunto al eterno problema de la relación entre teoría-práctica, se trata de ver qué fórmulas
institucionales se han hecho o pueden hacer. Así están emergiendo propuestas de “modelos
de relación interinstitucional”, como relaciones (partneships) entre instituciones, que pueden
adoptar formas de redes (networks), grupos, alianzas, coaliciones o consorcios.
En cualquier caso, Rozada descarta, en primer lugar, la racionalidad técnica 11 para
cuestionar, a continuación, el enfoque práctico-deliberativo, dado que la reflexión sobre la
propia práctica no suele alcanzar un nivel fecundo de interrelación. La propuesta final
(“pequeña pedagogía”) a partir del cruce de las teorías de segundo orden de uno y otro plano
se encuentra aquejada de encontrar, en el plano personal en que se juega, profesores con una
identidad profesional de este tipo, como reconoce el propio Rozada, que puedan situarse en
ese segundo plano en ambos órdenes.
He tratado estos temas en otros lugares12. En particular dos cuestiones se cruzan aquí:
11
Desde una racionalidad técnica, congruente con un enfoque positivista, el proceso de generación y
uso del conocimiento didáctico tiene como notas características: (i) la separación entre investigador y
“utilizador”: aquel puede “empaquetar” sus hallazgos para ser diseminados en la práctica; (ii) la
producción del conocimiento es asunto de la investigación en Universidades, por expertos, a nivel de
administración, más que algo que forma parte de la vida profesional de los centros escolares; (iii)
modelo lineal de uso: investigación, desarrollo, difusión y evaluación; (iv) los profesores son vistos
más como personas con conocimientos deficientes en algunas dimensiones, que deben ser enseñados
en los correspondientes cursos, que como profesionales que trabajan y se esfuerzan por trabajar mejor.
12
Además de mi libro (El conocimiento de la enseñanza. Epistemología de la investigación
curricular. Granada: Force. Universidad de Granada, 1995) el artículo Bolívar, A. (2004). El
conocimiento de la enseñanza: explicar, comprender y transformar. Mimesis-Ciências Humanas
(Bauru/Sao Paulo), 25 (1), 17-42.
¿quién debe generar o producir conocimiento sobre la enseñanza? y ¿qué conocimiento para
la enseñanza? Me voy a servir, principalmente, de dos trabajos de Cochran-Smith y Lytle. En
el primero ( Cochran-Smith y Lytle,1999) realizaron una clasificación de la investigación
sobre la enseñanza de acuerdo con quien produce el conocimiento y su relación con la
práctica en: a) conocimiento para la práctica (conocimiento formal y académico, para aplicar
en la enseñanza); b) conocimiento en la práctica (conocimiento implícito en la acción
docente, que puede ser explicitado por reflexión); y c) conocimiento de la práctica
(conocimiento generado por el profesor como investigador). De este modo, quieren
cuestionar (Cochran-Smith y Lytle, 2002) “el supuesto, ampliamente aceptado, de que el
conocimiento para la enseñanza se genera fundamentalmente en la universidad y, por ello,
desde fuera hacia dentro (‘externo/interno’), para luego ser utilizado en las escuelas como
conocimiento no problematizado, transmitido desde el centro a la periferia” (p. 13). La
cuestión, pues, no es sólo epistemológica sino ideológico-política (poder y control del
conocimiento): quién debe crear o construir conocimiento sobre la enseñanza, cómo el
conocimiento generado localmente puede ser transferido/usado en otros contextos más
generales o en qué medida el conocimiento local (práctico) o general (formal) puede ser
utilizado para mejorar la propia práctica.
¿Quién produce conocimiento sobre la enseñanza? remite a plantear como alternativa
el conocimiento de la práctica, generado por los propios profesores en sus contextos de
trabajo. Desde el movimiento de Investigación-Acción en los últimos años, de lo que es
expresión el libro de Cochran-Smith y Lytle (2002), estas autoras plantean que “la
investigación hecha por el docente irrumpe en los supuestos tradicionales sobre quién ha de
conocer, sobre el conocimiento y sobre la enseñanza, [por lo que] tiene la potencialidad de
redefinir la noción de conocimiento pedagógico del profesorado, cuestionando así la
hegemonía de la universidad a la hora de producir conocimiento experto” (p. 17); lo que
supone una pedagogía más crítica y democrática. De este modo se reivindica la dimensión del
conocimiento que el propio profesorado genera en sus contextos cotidianos de trabajo, en “la
investigación sobre su propia práctica”. Esta investigación hecha por enseñantes, como modo
propio de generar conocimiento, se contrapone a la investigación sobre la enseñanza, por
expertos externos, normalmente universitarios. Se trata de considerar al profesorado como
constructor de conocimiento y no sólo consumidor de conocimientos externos. Así se apuesta
por otro tipo de conocimiento para la enseñanza, donde los docentes no sean meros objetos de
estudio y receptores de conocimiento, sino que puedan actuar como arquitectos de su
proyecto y generadores de conocimiento: “este giro radical que se produce al pasar de
receptores a investigadores, de usuarios a descubridores y de objetos a participantes,
transforma la noción tradicional de la investigación sobre la enseñanza y además genera la
necesidad de redefinir lo que entendemos por conocimiento profesional” (p. 26).
Un modelo cognoscitivo hermenéutico o local, por un lado, pero crítico, por otro (en
cuanto desestabiliza los supuestos asentados y revaloriza el papel del profesorado), lleva –por
el contrario– a considerar a la escuelas como lugares de investigación de los problemas, con
unos profesores comprometidos activamente en el contexto que trabajan, mediante una acción
reflexiva recursiva. La cuestión estriba en cómo diseñar escenarios de trabajo/investigación
que puedan situar a los profesores en el centro de la generación del conocimiento y del
proceso de uso. Como concluyen sus análisis Cochran-Smith y Lytle (2002), “una teoría del
conocimiento diferente no sólo debiera incorporar nuevos sujetos del conocimiento al mismo
conocimiento pedagógico sino también redefinir la noción de conocimiento para la enseñanza
y alterar la posición del conocimiento pedagógico y de las perspectivas de los practicantes en
relación con el conocimiento generado en el campo” (pág. 103).
Articular la teoría y práctica, sin embargo, como apuntaba, finalmente, se juega en
establecer nuevas fórmulas en estructuras institucionalizadas, más orgánicas, para generar
conocimiento y apoyar la innovación y la mejora en la educación. Al respecto se está
proponiendo (y haciendo las correspondientes experiencias) establecer redes (networks) entre
centros educativos y Universidad. Además de un medio para diseminar el conocimiento
educativo y las buenas prácticas, caber verlas como una estructura de apoyo a la innovación,
rompiendo con el tradicional aislamiento entre centros. Al respecto se orquestan condiciones
(espacios, tiempos, clima y agentes) que ofrezcan a los profesores y centros escolares unos
dispositivos y recursos para el intercambio de conocimientos, con una metodología de
resolución de problemas, para el desarrollo profesional y mejora escolar.
De este modo, se puede superar uno de los déficits estructurales de nuestro sistema
educativo (incluida la Universidad), como es la inexistencia de mecanismos y dispositivos,
que articulen explícitamente los procesos de transferencia de los conocimientos pedagógicos
disponibles, así como condiciones y contextos para su intercambio y utilización, que pudieran
potenciar la capacidad de mejora de los centros y profesorado. Establecer redes, alianzas,
relaciones y acuerdos entre instituciones pueden contribuir a hacerlo posible. Esto implica
reconsiderar seriamente prácticas asentadas y modos de funcionar, que no es sólo el
aislamiento del ejercicio profesional, sino –más grave– entre instituciones dedicadas al
mismo objetivo.
Así, la formación inicial tradicional, en sus diversas modalidades, se ha mostrado –
como antes se ha descrito– insuficiente para resolver los problemas de la clase/centro y para
formar a un “práctico reflexivo”. Por esto en la mayoría de países occidentales se está
emprendiendo una amplia reforma de las Escuelas/Institutos de Educación y su articulación
con los centros escolares. En el contexto norteamericano, el segundo informe en 1990 del
influyente Grupo Holmes (Tomorrow's schools) proponía la creación de “Escuelas de
Desarrollo Profesional” (Darling-Hammond, 1994) entre los centros educativos y las
facultades de educación universitarias, definidas como “unas escuelas para el desarrollo de
profesores novatos, para proseguir el desarrollo de los profesores con experiencia y para la
investigación y el desarrollo de la profesión docente”. El profesor universitario, como el
clínico, trabaja conjuntamente en la Universidad y en los centros escolares. El tercer informe
de 1995 (Grupo Holmes: Tomorrow's Schools of Education) reincide en el tema, proponiendo
un nuevo diseño de las Escuelas universitarias de Formación del Profesorado. Una Facultad
de Educación, como institución intermedia entre la Universidad y las escuelas de su
demarcación, debe –al menos como meta– pretender constituirse en un núcleo potenciador de
los centros escolares de su zona, al tiempo que ella misma vea incrementadas su actividad
formativa e investigadora (Bolívar, 2006a).
La relación universitaria con los centros escolares se puede establecer a través de
instituciones intermedias, como serían los centros regionales de desarrollo profesional y
recursos. Estos centros se convertirían –así– en un núcleo potenciador de movimientos de
renovación de los centros escolares de su demarcación, que se vería incrementado por su
relación directa con las unidades de producción de saber pedagógico (Universidad,
Facultades de Educación, Institutos de Investigación educativa). También sería tarea de estos
centros intermedios de recursos de apoyo transformar el conocimiento educativo y didáctico
en modos que puedan ser utilizados localmente: hacer “operativos”, accesibles y disponibles
determinados conocimientos procedentes de la investigación educativa, tanto en el plano
práctico como en el propiamente conceptual, dando una funcionalidad al conocimiento
pedagógico. A su vez, como catalizadores de las necesidades de los “usuarios”, transmitirían
las necesidades y demandas de la práctica y de los centros, lo que motivaría a que las
instituciones universitarias o académicas reorienten su investigación y trabajo en los sentidos
demandados.
En otra dirección, acertada, Francisco García Pérez, desde el Proyecto IRES, plantea,
para salvar el problema entre la teoría y la posterior práctica profesional, que la formación
consista básicamente en el trabajo en torno a “problemas profesionales”, como problemas
vinculados a la práctica cotidiana. Ello permitiría salvar el “efecto diferido”, dependiente de
una racionalidad técnica que criticó magistralmente Schön (1992). El trabajo de investigación
en torno a los ámbitos que se determinan (a su vez concretados en torno a tópicos) ofrece una
excelente oportunidad para superar la teoría-práctica en la formación inicial, como –por lo
demás– acredita la experiencia del Proyecto IRES.
3.3. La redefinición de la profesionalidad en curso (El Espacio Europeo de Educación
Superior)
Comparto igualmente las tesis que se mantienen sobre la redefinición de la
profesionalidad, con motivo del EEES, y lo que voy a decir viene a corroborar lo que ya
sostienen Romero y Luis en su ponencia. Al respecto, pienso, nos encontramos en España
entre lo inevitable (sería suicida pretender quedar al margen o, por el otro lado, defender el
modelo de Universidad heredado) y lo discutible (tanto por el fondo, como forma que se está
llevando a cabo). En un plano general, lo que se discute es el mismo modelo de Universidad,
que debe mediar entre modelo académico (Humboldt) y el profesionalizador (anglosajón o
neoliberal). Una herencia de la educación liberal es que la enseñanza universitaria ha de
proporcionar una formación de la inteligencia y el saber crítico, conjugada con un saber
especializado profesionalizador.
En segundo lugar, la reforma en curso –además de los avances, paralizaciones y
retrocesos, según los equipos ministeriales, que está teniendo el proceso de implementación–
amenaza con quedarse en una reforma estructural más, sin llegar a la mejora de los modos de
enseñar y aprender. El asunto, en último extremo, es cómo incidir en la “gramática básica” de
la enseñanza universitaria, para que no quede como un mero “reformateo” de los títulos y
asignaturas. Los cambios de “cultura” suelen requerir, para no quedarse en prédicas retóricas,
cambios organizativos que supongan otras formas de hacer de profesores y alumnos. Si no
queremos conformarnos con cómo la gente actúa en una organización, se requiere otros roles
y estructuras que apoyen y promuevan las prácticas educativas que deseamos.
En tercer lugar, como apunté en otro lugar (Bolívar, 2006a), es necesaria una crítica a
las limitaciones del modelo de diseño adoptado (“Proyecto Tuning13”), en el particular
maridaje establecido entre este Proyecto y la ANECA. El Proyecto Tuning propone que los
créditos ECTS deberían ser formulados en términos de competencias para determinar los
13
Cfr. González, J. y Wagenaar, R. (2003). Tuning educational structures in Europe. Final report.
Bilbao: Universidad de Deusto. Igualmente, más breve, su artículo:González, J. y Wagenaar, R.
(2003). Quality and European Programme Design in Higher Education. European Journal of
Education, 38 (3), 241-251. Más recientemente (2005) se ha publicado el informe final Tuning
fase 2 (“La contribución de las Universidades al proceso de Bolonia”). Documento de 386 págs.
disponible en la Web del Proyecto: http://www.tuning.unideusto.org/
logros en el aprendizaje (vinculación de objetivos y resultados, como en la “pedagogía por
objetivos”), al tiempo que las competencias pueden servir para expresar la comparabilidad y
transparencia entre titulaciones. Los objetivos, a nivel general o específico, deben expresarse,
pues, en términos de competencias. De este modo, la selección de conocimientos y
contenidos de las titulaciones se han de hacer teniendo en cuenta las competencias vinculadas
con perfiles académicos y profesionales.
Partir del perfil profesional, como base para la toma de decisiones siguientes, supone
subordinar la enseñanza universitaria al mundo laboral (“empleadores”), expresado ahora en
términos de competencias. Como no ocultan sus mentores, en la sociedad globalizada, se
quiere contar con un mercado laboral flexible: formar individuos que posean activos
competenciales para adaptarse a un futuro laboral cambiante, en un aprendizaje a lo largo de
la vida. Su procedencia del mundo empresarial y profesional lo hacen sospechoso al
vincularlo a las políticas neoliberales que subordinan la educación a las demandas del
mercado. Además, un modelo de competencias no puede ser inductivo (a partir de las
encuestas), pues ello da lugar siempre a una debilidad de conceptualización y clasificación de
competencias (genéricas). Otros modelos más potentes y complejos (Proyecto DeSeCo14:
aunque referido a niveles no universitarios) parten de un marco conceptual más potente.
En último extremo, en efecto, de lo que se trata es de redefinir la profesionalidad:
regular una lista de competencias para la enseñanza, cuya adquisición suponga la titulación
correspondiente. Por eso, el debate sobre el rediseño de las titulaciones en términos de
perfiles profesionales y competencias no es sólo técnico, primariamente es político e
ideológico: cuál debe ser la función de la Universidad en relación con la sociedad (formar
para empleo o cultura). Estos listados recuerdan a los elaborados para formar, seleccionar y
reclutar recursos humanos en función del mundo de la empresa. Centrar la enseñanza en el
aprendizaje de competencias profesionales, a la larga (como, de hecho, está pasando en USA)
puede llevar a “certificar aprendizajes”, que puede hacer también otras instituciones
(universidades virtuales, privadas, exámenes externos, etc.). La enseñanza universitaria es
vista como una colección de habilidades que pueden ser analizadas, descritas y entrenadas.
Como se afirmaba en un Manifiesto de Profesores e investigadores universitarios 15: “Nos
preocupa que, con el argumento de que la universidad debe atender a las demandas sociales,
haciendo una interpretación claramente reduccionista de qué sea la sociedad, en realidad se
ponga a la universidad al exclusivo servicio de la empresas y se atienda únicamente a la
formación de los profesionales solicitados por éstas”.
Sin ser las competencias ni “angel” ni “demonio”, hemos de ser conscientes de las
graves limitaciones, aparte de las virtualidades que también puedan tener. Las llamadas
“competencias genéricas”, en unos casos son obvias, en otros ya se debían poseer, finalmente
debían ser conjuntas de todas las asignaturas. Y es que un enfoque de competencias requiere
14
Sobre el proyecto DeSeCo (Definition and selection of key competencies), auspiciado por la
OCDE, se puede ver el “Executive Summary”, del informe final en la web del Proyecto
[http://www.deseco.admin.ch]. Miguel Pereyra y Antonio Bolívar tienen en prensa la edición del
informe final, en traducción de J. M. Pomares, titulado : Las competencias clave para el bienestar
personal, social y económico. Una perspectiva interdisciplinaria e internacional. Archidona
(Málaga): Ediciones Aljibe, 2006; colección Aulae.
15
¿Qué Educación Superior Europea? (marzo 2005). Se puede ver el “Debate sobre la Convergencia
Europea” en la Web: http://fs-morente.filos.ucm.es/debate/inicio.htm
superar las lógicas disciplinares por planteamientos más transversales o interdisciplinares.
Por otro lado, las competencias genéricas o transversales propuestas son discutibles (más aún
la clasificación propuesta) y, curiosamente, a falta de otra clasificación en las competencias
específicas (que no tenía el Proyecto Tuning) se está acudiendo en España al esquema
logsiano (de conocimiento, procedimientos y actitudes), elaborado para la enseñanza
obligatoria. En segundo lugar, más relevante, es que en cualquier caso, si es que haya de
pasar de un enfoque centrado en la enseñanza a centrarlo en el aprendizaje16 (un principio,
por lo demás, obvio en cualquier metodología didáctica), se ha de empezar por promover el
reconocimiento y valoración de la calidad docente, conjugada con la investigación.
Es verdad, como señala Ronald Barnett (2001, 105), que “los nuevos vocabularios no
caen del cielo, sino que surgen orgánicamente de las actividades colectivas y las reflejan”. En
caso de la Formación Profesional y Educación Superior, formular los estudios en términos de
perfiles profesionales, que den lugar a las correspondientes competencias, es expresión de
nuevos modos de regulación e intervención del mundo empresarial y estatal que, en función
de una racionalidad instrumental, exige pasar la enseñanza de un proceso a un producto.
Como el propio Barnett dice a continuación:
“En principio, no puede existir objeción para el uso de estos términos (competencia y
resultados) en el contexto del proceso educativo. Sin embargo, si caracterizamos los procesos
educativos primordialmente en estos términos y los utilizamos como criterios para diseñarlos
y evaluarlos, podemos entrar en un terreno preocupante” (pág.108).
4. Las necesidades actuales y el perfil profesional deseable
Francisco García Pérez plantea la cuestión, de largo alcance y complejidad, sobre las
demandas actuales y el deseable perfil del profesor en una escuela pública actualmente
(Escudero, 2005). Comparto lo que, en general, señala. En efecto, vivimos en un proceso de
reestructuración de las sociedades contemporáneas occidentales, motivado por los cambios
asociados a la globalización, las nuevas tecnologías de la sociedad de la información, la
creciente multiculturalidad, la individualización y el consiguiente ocaso de las dimensiones
sociales, junto a un auge de una mentalidad neoliberal. Una propuesta de formación del
profesorado para el siglo XXI no puede ser insensible a estas realidades, al contrario las
mutaciones operadas en el contexto social en las últimas décadas reorientan el papel de la
escuela, al tiempo que reposicionan –entre sus prioridades– el papel y la formación del
profesorado.
Algunas dimensiones requerirían mayor comentario, en especial aquellas que inciden
directamente en el trabajo de los profesores (creciente multiculturalidad, necesidad de hacerse
cargo de los cambios en las familias). Sólo voy a apuntar la que estimo como el problema
más grave, que una perspectiva crítica no puede eludir: la exclusión social (y,
consecuentemente, escolar) en una sociedad crecientemente dualizada. Las políticas
neoliberales, unidas a la globalización económica, junto a los nuevos factores culturales o
étnicos, están provocando –en los contextos más desfavorecidos– un incremento del fracaso y
abandono escolar, reflejo a su vez de la exclusión social. Una nueva fractura, más allá del
16
Un buen trabajo dentro de esta perspectiva es el de Miguel Diaz, M. (dir.) (2006). Metodología de
enseñanzas y aprendizaje para el desarrollo de competencias Orientaciones para el profesorado
universitario ante el Espacio Europeo de Educación Superior. Madrid: Alianza Editorial.
conflicto entre clases sociales, amenaza a la sociedad y centros escolares. Muchas escuelas
tienen que lidiar con alumnos de familias que tienen una precariedad en el trabajo, unido a la
crisis urbana de concentración en barriadas marginales de dicha población , que los sitúan en
“entornos de riesgo” de vulnerabilidad.
La “dualización” de la sociedad entre personas incluidas y excluidas (que rozan el 1820% en España y Europa) está abriendo la brecha de modo creciente. Ya no es sólo entre
países desarrollados y en vías de desarrollo, donde las diferencias –además de escandalosas
moralmente– se agudizan, como muestran los informes de la ONU; sino en el interior de las
propias sociedades desarrolladas, especialmente en sus grandes núcleos urbanos. Nuestras
sociedades están dando lugar a una doble clase de ciudadanos: unos, incluidos e integrados; y
otros, excluidos, con un amplio grupo intermedio, en la zona de exposición a la
“vulnerabilidad social”. Este último grupo, de no actuar con políticas sociales y escolares
agresivas por medio de dispositivos de redistribución, se desliza progresivamente a la
exclusión social.
El reto es que un fenómeno exterior a la escuela (exclusión social) no se reproduzca
como interno a la escuela (exclusión escolar), lo que exige, paralelamente, la intervención
decidida de la acción pública en otras dimensiones. Las políticas de orientación neoliberal,
ahora bajo el discurso de la “calidad”, colocan a un número creciente de alumnos en situación
de vulnerables socialmente (término preferible al anglosajón “en riesgo”), dado que su
participación en instituciones sociales como la escuela no supone sacarlos de la situación en
que se encuentran ni movilidad social, agudizando –por tanto– su exclusión y marginación.
Esta vulnerabilidad social suele seguir una espiral en la que, tras verse fracasados en la
escuela, seguirán experiencias igualmente negativas con el mundo laboral, el sistema judicial,
etc; en definitiva, el cierre del círculo que conocemos por exclusión social.
Mientras tanto, la institución escolar debe hacer frente a este conjunto de problemas,
sabiendo que el problema no es escolar sino primariamente social, donde la escuela no puede
quedar sólo como paliativa (como las políticas, adoptadas en muchos países, de establecer
zonas o territorios de acción educativa prioritaria o compensatoria). En este contexto, el
discurso de la “igualdad de oportunidades”, propio de los setenta y ochenta, cuando aún se
creía en los efectos igualadores de la escuela, ahora –en época de incertidumbre– se
transforma en cómo garantizar la “cohesión social” (Dubet, 2005). La (re)producción de las
desigualdades sociales y escolares tiene que ser pensada en los noventa en términos de evitar
la exclusión. Las familias y alumnos que se sitúan en la línea continua de exclusión y riesgo
social, en el fondo, conllevan el estatus de los no-ciudadanos, afectando –por tanto–
gravemente a su integración social.
En este contexto, como se hace eco Escudero (2006), se está planteando que una
educación democrática de la ciudadanía debe consistir en recibir y adquirir una educación en
condiciones formalmente equitativas y, más específicamente, en garantizar un currículum
básico también a esa población en riesgo de exclusión. Los principios de equidad obligan a
que todo individuo (muy especialmente, los alumnos y alumnas en mayor grado de dificultad)
tiene derecho a esa base cultural común. Al respecto, es preciso reconocer que los sistemas
educativos formalmente comprehensivos no han sido capaces de asegurar unos
conocimientos y capacidades básicas en toda la población. Como vemos en España, un
porcentaje en torno al 25-30 % (incrementado en algunas zonas hasta el 40-50%) acaban la
escolaridad obligatoria sin alcanzar, al menos oficialmente, aquellas competencias (de
comprensión lectora, matemática, científica o nuevas alfabetizaciones) sin las cuales no será
ciudadano de pleno derecho en la vida social o en su integración en el mundo del trabajo. Por
eso, una reformulación de la comprehensividad debe conducir a cómo garantizar a toda la
población este bagaje indispensable para ser un ciudadano activo e integrado.
La misión primera del sistema escolar es, en efecto, que todos los alumnos posean los
conocimientos y competencias, juzgadas como indispensables o fundamentales, a obtener en
esta primera etapa de la vida. La enseñanza obligatoria debe preservar una “renta básica” para
cualquier ciudadano, como –en analogía con lo social (“salario mínimo”)– representaría aquí
el “salario cultural mínimo”, que posibilite la inclusión y cohesión social. Como dice el
sociólogo francés François Dubet (2005):
“La definición de una cultura común como un bien garantizado a todos no se presenta como
una opción pedagógica, sino como una “decisión de justicia”, como una elección política
cuyas consecuencias habría que evaluar luego en términos de pedagogía y de organización
escolar. [...] Así pues, es bueno y justo que los que puedan y quieren estudien más latín,
matemáticas o deportes... Pero no se les puede ofrecer más, sin que nos aseguremos primero
de que cada uno ha adquirido lo que le corresponde en términos de conocimientos y de
competencias que se consideran indispensables para todos” (págs. 67-68).
Este currículo imprescindible es expresión del principio de equidad que el sistema
educativo debe proponerse para todos, independientemente de las inevitables lógicas
selectivas, que la sociología de la educación se ha encargado de documentar. Si todos los
alumnos no pueden alcanzar lo mismo, equitativamente todos deben adquirir dicho núcleo
básico. Dicho en términos fuertes: todo alumno o alumna debe tener garantizado alcanzar las
competencias consideradas como básicas, aún cuando no domine todos los contenidos de las
diversas materias. Por tanto, un modo para reducir la desigualdad fundamental es determinar
el currículum básico (“socle commun” lo llaman los franceses) y garantizar su adquisición a
los más desfavorecidos, apoyando que encuentren su propia vía de éxito y realización
personal.
De acuerdo con la concepción de la justicia de Rawls, la justicia de un sistema escolar
puede ser juzgada por el modo en que trata a los más desfavorecidos o a los posibles
“vencidos” en la competición escolar (Bolívar, 2005b). Las desigualdades inevitables sólo
pueden ser aceptables siempre que no empeoren las condiciones de los más débiles. En fin,
un sistema escolar, si no más justo sí menos injusto, es aquel que puede garantizar (como el
salario mínimo, la asistencia médica o las ayudas que protegen a los más débiles de la
exclusión total) aquello que es indispensable culturalmente (salario cultural mínimo o renta
básica cultural). La educación “democrática” de la ciudadanía es el derecho a recibir una
educación en condiciones formalmente equitativas.
En las últimas décadas, si bien el nivel del sistema educativo se ha elevado, sin
embargo –como dicen Baudelot y Establet (2006)– la altura del techo no se ha visto
acompañada de un incremento de la base. Por tanto nuestro problema es, por decirlo en los
que términos que ellos emplean, cómo asegurar que el alumno más malo del instituto peor
situado, al término de la escolaridad, posee ese bagaje básico. Para estos grupos con grave
riesgo de exclusión social hay que garantizar su condición ciudadana, que empieza por una
ciudadanía económica, pero que incluye también la capacitación que puede proporcionar la
educación. Para eso, dice Tézanos (2003) “se requieren intervenciones públicas
compensatorias –y equilibradoras– que restablezcan las apropiadas condiciones económicas
de pertenencia para todos aquellos a los que la falta de ingresos, de vivienda y de
oportunidades laborales de calidad les sitúan en unas condiciones que constituyen un grave
handicap personal y ciudadano” (pág. 12) y esto “no puede dejarse al mero albur de la lógica
del mercado o de las alternancias políticas. Esto es algo tan básico e insustituible que debe
formar parte del contrato social democrático, de las reglas básicas que regulan la vida social
y política” (pág. 14).
¿Qué cultura ha de configurar el currículum básico indispensable? Aquello que haya
de configurar lo básico en la educación básica y obligatoria es un debate en el que, en muchos
países, no se ha entrado, haciendo equivalente las enseñanzas comunes con el currículum
básico. En España hasta ahora no se había formulado a nivel oficial ni público. La Ley
Orgánica de Educación (LOE) habla de, además de fijar el currículum común, definir las
competencias básicas en cada etapa de la escolaridad obligatoria, prioritarias para todos los
alumnos, que el Estado debe garantizar y evaluar. Otro asunto es cómo se llegue a
implementar y utilizar. A pesar de las reticencias iniciales que se puedan tener, considero
obligado entrar en este debate sobre las competencias básicas de la ciudadanía, sin desviarlo
sólo a la discusión nominalista de competencias, sino a lo que es el núcleo del asunto: cómo
garantizar a toda la población escolar aquel activo competencial que les impida ser excluidos
socialmente, dimensión que los sistemas comprehensivos formalmente, por sí mismos, no
han conseguido.
5. El sujeto de la formación y la configuración de las identidades docentes
En las últimas décadas, al hilo de las nuevas sensibilidades propias de la segunda
modernidad, la formación del profesorado ha comenzado a verse como un proceso de
desarrollo personal, a la par que profesional, cuya trayectoria y recorrido da lugar a una
determinada identidad profesional, por lo demás ya no estable de por vida, sino fluida y
cambiante. Aquello que una profesora o profesor sea, se sienta, e incluso la pasión con que
vaya cada día a clase será, así, fruto del vitae cursu. Ya hace años, Pierre Dominicé (1990)
escribió un bello libro sobre la historia de vida como un proceso de formación, en el que “el
proceso de formación se asimila a la dinámica constructiva de la identidad del adulto” (pág.
110).
Por determinadas razones, me he dedicado con mis colegas del Grupo de
Investigación “Force” a analizar el enfoque biográfico-narrativo y la identidad profesional del
profesorado17 (Bolívar, 2006b). Frente a la impersonalidad del oficio docente, el enfoque
biográfico e identitario se quiere inscribir en un nuevo profesionalismo, donde se recupera la
“autor-idad” sobre la propia práctica y el sujeto se expresa como “autor” de los relatos de
prácticas. Las historias de vida, como he argumentado (Bolívar, 2005c), pueden ser un medio
de expresión de la identidad personal y profesional. Como con clarividencia afirma Nias
(1996: 305-6), “la pasión en la enseñanza es política, precisamente porque es personal. Si la
17
Cfr., entre otros, además de Bolívar, A. et al. (1999); Bolívar, A., Domingo, J. y Fernández, M.
(2001). La investigación biográfico-narrativa en educación. Enfoque y metodología. Madrid: La
Muralla; Bolívar, A. y Domingo, J. (2004). Competencias profesionales y crisis de identidad en el
profesorado de Secundaria en España. Perspectiva Educacional, 44, 11-36; Bolívar, A., Fernández
Cruz, M. y Molina, E. (2005). Investigar la identidad profesional del profesorado: Una triangulación
secuencial. Forum Qualitative Sozialforschung/Forum Qualitative Social Research, 6 (1), art. 12
[Disponible: http://www.qualitative-research.net/]; Bolivar, A. y Domingo, J. (2006). The
professional identity of secondary school teachers in Spain: Crisis and reconstruction. Theory and
Research in Education, 4 (3), 339-355.
enseñanza como trabajo se está progresivamente desprofesionalizando, como se puede ver
en las orientaciones actuales de las políticas educativas de todo el mundo, es precisamente
porque –de modo paralelo– se está despersonalizando”. En esta situación postmoderna
reivindicar la dimensión personal del oficio de enseñar, tal vez, lejos de un posible
neorromanticismo, sea uno de los posibles modos de incidir políticamente. En fin, desde el
lema de que lo personal es político, convendría repensar las políticas (primeras) desde las
segundas (los deseos y proyectos de los sujetos).
Diversos analistas han llamado la atención sobre cómo lo social se desvanece
(Touraine, 2005) para dar lugar a una “sociedad de los individuos”, como la denominó
Norbert Elias o una “sociedad individualizada” como dice Zygmunt Bauman, abocando a un
“individualismo institucionalizado” según Ulrich Beck o, en otra dimensión, a una “desinstitucionalización” (Alain Touraine o François Dubet). Aunque lo lamentemos, por lo que
supone de desintegración de la ciudadanía, “la individualización ha venido para quedarse”,
señala Bauman18. Por tanto, abordar la profesionalidad del profesorado hoy supone partir del
impacto en la nueva manera de conducir sus vidas, por lo que el posible sentido integrado de
acción colectiva hay que plantearlo sobre otras bases, que ya no son las de la comunidad
moderna. Al respecto, señalan Beck y Beck Gernsheim (2003):
“La individualización no puede ya entenderse como una mera realidad subjetiva que tenga
que ser relativizada por, y confrontada con, el análisis de la clase [...]; por primera vez en la
historia el individuo está convirtiéndose en la unidad básica de la reproducción social. Por
decirlo en pocas palabras, la individualización está convirtiéndose en la estructura social de
la segunda sociedad moderna propiamente tal” (pág. 30).
La individualización, por lo que nos importa, tiene –al menos– dos consecuencias: se
buscan soluciones biográficas a las contradicciones sistémicas, a las que se refiere Romero y
Luis en su trabajo anterior; por otra, los problemas sociales (en nuestro caso, de política
educativa) son vividos psíquicamente como sentimientos de culpa, ansiedad o conflicto. En
esta situación hemos de funcionar con nuevas modalidades de gestión de lo social basadas en
la individualización, donde los individuos se ven impelidos a construir su propia biografía, en
muchas ocasiones desvinculados de las instituciones en que trabajan. Como han sabido
describir muy bien los Beck, la individualización institucionalizada fuerza a hacerse la propia
vida, hasta el punto de que
“no sería exagerado afirmar que la lucha diaria por una vida propia se ha convertido en la
experiencia colectiva del mundo occidental. Expresa lo que queda de nuestro sentimiento
comunal. [...] La ética de la realización personal es la corriente más poderosa de la sociedad
moderna. [...] Los individuos se convierten en actores, constructores, juglares, escenógrafos
de sus propias biografías e identidades y también de sus vínculos y redes sociales” (Beck y
Beck Gernsheim, 2003: 69, 70 y 71).
Esta individualización (que no se puede asimilar con “individualismo” posesivo o con
la autonomía ilustrada) estaría en la base del auge de las historias de vida e identidades en la
modernidad reflexiva con el ocaso de las instituciones tradicionales (Dubet, 2006). En una de
las mejores obras sociológicas sobre el tema, Giddens (1995b) mantiene que la identidad se
convierte en un “proyecto reflejo del yo, consistente en el mantenimiento de una crónica
biográfica coherente, continuamente revisada” (pp. 13-14), lo que está forzando a una
18
Cfr. Bauman en el “Prefacio” a Beck y Beck Gernsheim (2003).
“transformación de la intimidad”, que busca nuevos modos de realización (“política de la
vida”), dado que la “política de emancipación” moderna o ilustrada no lo ha satisfecho. En
nuestro orden postmoderno, el yo es –entonces– un proyecto reflexivo a construir sobre las
trayectorias recorridas. Como señala,
La reflexividad de la modernidad alcanza el corazón del yo. Dicho de otra manera, en el
contexto de un orden postradicional, el yo se convierte en un proyecto reflejo. [...] La
identidad del yo se hace problemática en la modernidad de una manera que contrasta con las
relaciones entre yo y sociedad en circunstancias más tradicionales (Giddens, 1995: 49).
Los individuos se ven obligados a construir sus identidades (plurales) a través de un
proceso en que se intensifica la necesidad de individualización, de acuerdo con lo que
consideran sus fuentes de sentido, que ya no vienen dadas de antemano por las instituciones
en que habitan. Dado que estas no aseguran el curso estable de un ciclo de vida y se debilitan
los patrones de acción colectiva, la identidad será el resultado de identificaciones
contingentes, atribuidas por los otros o reivindicadas por el propio sujeto, en cualquier caso
variables según los contextos sociales y trayectorias individuales, susceptibles –por tanto– de
diversas configuraciones identitarias. Como ha puesto de manifiesto Dubet (2006), en las
profesiones dedicadas al “cuidado del otro” (médicos, enfermeras, trabajadores sociales,
profesores), la institución (en este caso, la escuela) ya no proporciona una identidad
reconocida a sus profesionales, que tienen que ganársela personalmente y cotidianamente en
el propio contexto de trabajo. Por tanto, la identidad, en cuya búsqueda andan los individuos,
ya no es un lugar adscrito a una posición en un orden establecido, es –por tanto, más bien– un
proyecto a realizar.
5.1. El currículum de la vida del profesor y su identidad profesional
Entendido en sentido amplio, todo docente arrastra un curriculum vitae, como el
conjunto de experiencias personales y profesionales, que han dado lugar a configurar una
identidad profesional. La experiencia escolar y el posible atractivo de la docencia en un
primer estrato, la formación inicial en la Escuela o Facultad después, los inicios del ejercicio
profesional, desempeñan hitos en ese proceso. Particularmente relevante, tras la primera
configuración en la formación inicial, es el momento de inserción o inducción profesional.
Los años de ejercicio profesional posteriores contribuyen a asentar y/o reformular dicha
identidad dentro del grupo social de pertenencia, con la asimilación de los saberes que
fundamentan la práctica profesional y con el sentimiento de verse reconocido como tal por
los otros (colegas, alumnos y familias). Este proceso de llegar a una definición de sí en tanto
que docente conlleva determinadas dinámicas biográficas, contextuales y relacionales.
La identidad profesional docente es, así, el resultado de un proceso biográfico y
social, dependiente de una socialización profesional en las condiciones de ejercicio de la
práctica profesional, ligado a la pertenencia a un grupo profesional y a la adquisición de
normas, reglas y valores profesionales. Por otra parte, es una construcción singular, ligada a
su historia personal y a las múltiples pertenencias que arrastra consigo (sociales, familiares,
escolares y profesionales). En tercer lugar, es un proceso relacional, es decir, una relación
entre sí y los otros, de identificación y diferenciación, que se construye en la experiencia de
las relaciones con los demás. Se juega, por tanto, como el resultado de las transacciones entre
las identidad asumida por el individuo y la atribuida por las personas con las que se relaciona
(Cattonar, 2001, 2006). Articula lo individual y lo estructural, a través de un doble proceso:
un proceso de “atribución” de la identidad docente por las instituciones e individuos que
están en interacción con el profesor o profesora concernidos; y –en segundo lugar– por un
proceso de “incorporación” o interiorización activa de la identidad por el docente mismo, que
no puede analizarse al margen de las trayectorias sociales. Como dice Canário (2005):
“Esta producción identitaria se corresponde con un proceso dinámico que atraviesa
diacrónicamente la vida de los individuos y es un resultado de la confrontación entre la
dimensión individual y la dimensiones colectivas de la acción profesional. La producción de
identidades profesionales se confunde y se sobrepone a un proceso largo y multiforme de
socialización que abarca toda la vida profesional. Las situaciones deliberadas de formación
profesional se corresponden, en esta perspectiva, a los “momentos fuertes” de socialización
profesional, ya sean actividades de formación inicial o permanente, dentro o fuera del
contexto de trabajo” (pág. 132).
La metodología biográfica ha puesto de manifiesto que la formación de la identidad se
asienta, en primer lugar, en las experiencias, saberes y representaciones de la biografía
individual. Narrar, a sí mismo o a otros, lo que ha sido o va a ser el proyecto personal de vida
es una estrategia identitaria para dar sentido a las nuevas condiciones de trabajo y ser. Por
eso, los procesos formativos deben articularse con la propia trayectoria biográfica,
entendidos como procesos de desarrollo individual, de construcción de la persona del
profesor, como reapropiación crítica de las experiencias vividas. Al respecto, las historias de
vida permiten partir del amplio corpus de conocimiento y experiencias, que han configurado
la propia identidad personal, como base para inscribir biográficamente la formación y la
propia identidad profesional en la personal (Goodson, 2004; Dominicé, 1990; Bolívar,
2006b). La formación se entiende, así, como un proceso reflexivo de apropiación personal, de
integración de la experiencia de vida y la profesional, en función de las cuales una acción
educativa adquiere significado (“formarse”, en lugar de formar a los profesores).
La identidad profesional del futuro profesor se modela en la formación inicial, en
función de los modelos ideales con que se le presenta la tarea docente. Luego, cuando se
enfrenta a la realidad práctica de su ejercicio, la representación idealizada –con unos marcos
normativos, medios y alumnado– suele impedir realizar dicho ideal. Comienza, entonces, una
reconfiguración de su identidad. En su “choque” con la realidad práctica, en muchos casos,
tiene que reformularse como una “segunda identidad”. El proceso de socialización
profesional es –a la vez– una integración en la cultura profesional y una conversión
identitaria, de acoplamiento entre la elección de lo que quería ser y lo que efectivamente el
oficio da de sí. Finalmente, ésta es un proceso continuo, inscrito en la historia de vida, que
puede comportar rupturas y continuidades a lo largo de la carrera, como aparece en las
biografías de los sujetos.
5.2 La construcción de la identidad profesional
Como hemos señalando antes, si la formación del profesorado de Magisterio ha
arrastrado algunos problemas derivados de una formación inicial, en exceso especializada,
que ahora se pretende corregir; nuestra rémora histórica ha sido la formación del profesorado
de Secundaria, donde todo se ha mantenido como si nada hubiera cambiado en más de treinta
años. Como hemos analizado (Bolívar, Gallego et al., 2005) esto ha provocado una doble
crisis: graves problemas para la implementación de la apuesta comprehensiva de la ESO, con
un profesorado de identidad profesional disciplinar; y en las vidas profesionales de dicho
profesorado, sentido como un proceso de reconversión profesional, lo que está en la base de
la crisis de identidad profesional, afectando principalmente a los profesores procedentes del
Bachillerato. Los modelos tradicionales de profesionalismo (especialista en disciplina con
clases magistrales), ante los nuevos públicos, se desestabilizan o desmoronan, pero las nuevas
formas emergentes de profesionalidad ampliada no llegan a ejercer el suficiente atractivo
como para servir de referencia movilizadora en una estrategia de reconfiguración de la
identidad. Por eso, si necesitamos nuevos profesionales, entonces hay que transformar –en
primer lugar– la formación inicial.
En cuanto a la formación permanente, frente a la heteroformación o formación
escolarizada grupal surgen con fuerza formas intermedias en las que se tiene en cuenta, o se
otorga poder, a los que reciben la formación; por lo que aparecen prácticas institucionales
nuevas dirigidas a la individualización y personalización de los programas formativos. En
todos estos casos se trataría de pasar de la “lógica del catálogo” presente en las acciones
formativas planificadas externamente, a una “lógica del proyecto”, ya sea éste individual,
grupal o colectivo del centro (Canário, 2005). La formación, en lugar de responder a las
necesidades externas, lo hará a demandas singulares, formuladas o construidas. Esto precisa,
más que de agencias de formación que organizan cursos, de dispositivos de recursos, que
favorecen modalidades informales de formación con fuerte ligazón entre las necesidades de
los contextos de trabajo y los recursos y conocimientos disponibles. Además, supone
entender dichos centros de recursos como órganos de apoyo a los centros escolares y a los
profesores, no sólo en la dimensión de poner a disposición información y recursos para usar,
sino también promoviendo y detectando proyectos de formación individuales o grupales que
puedan ser potenciados con los conocimientos pertinentes (Bolívar, 2006b).
Por eso, en lugar de la orientación instrumental de la formación permanente, antes
criticada, desde un enfoque identitario, se apuesta por la reapropiación de la experiencia
adquirida para articularla con las situaciones nuevas de trabajo, lejos de pretender establecer
una ruptura. Las experiencias de vida y saberes profesionales no son silenciados, se trata
justamente de partir de ellos para contribuir al proceso de desarrollo personal y profesional.
Por eso, una formación con posibilidades de incidir en la trayectoria de vida de una persona
debe considerarse como un proyecto que pretende reducir la imagen de lo que un individuo
desea ser (identidad divisada) y lo que es (identidad heredada), lo que separa su ser de su
proyecto. Cabría entonces determinar qué tipo de dinámica identitaria formativa, congruente
con la identidad de partida o de llegada, sería más pertinente. Los espacios y tiempos de
formación se dirigen a asentar la identidad desestabilizada o a reestructurar identidades
profesionales desestructuradas. La formación puede proporcionar aquellos aprendizajes que
sean pertinentes en su estrategia de transformación de la identidad, entendiendo que el
proceso de formación dependerá de la significación que le tenga para el sujeto, de la imagen
y usos que se haga de sus resultados.
Las formas, en exceso racionales, en la implantación de los cambios han afectado de
modo negativo a las condiciones personales de trabajo y vivencia de la profesión (imagen
social deteriorada, pérdida de autoestima profesional), sentida como un proceso de
“reconversión” (Bolívar, Gallego et al., 2005). En este contexto, donde los cambios
promovidos externamente pueden quedar más en simbólicos que en sustantivos, se requieren
nuevos modelos de cambio educativo que partan de la personalidad y vida de los agentes para
comprometerlos, colaborativamente, con la renovación de sus contextos de trabajo. Cambios
al margen de los sentimientos, inquietudes e identidades del profesorado, en la modernidad
tardía, están condenados al fracaso. Dado, pues, que el trabajo y profesionalidad de los
profesores junto a sus preocupaciones personales están en el corazón de la educación,
cambiar la educación es cambiar las condiciones de trabajo del profesorado.
Los análisis biográficos, de carrera e identidad profesional o ciclos de vida han puesto
de manifiesto que no es posible disociar el desarrollo profesional y personal, por lo que es
preciso articular los procesos formativos desde el punto de vista del que se forma, insertos en
su trayectoria personal y profesional, de modo que pueda darse una implicación de las
personas en el proceso formativo, en lugar de estar preconfeccionada de antemano desde la
óptica de los agentes o instituciones externas de formación (Bolívar et al., 1999). El proceso
formativo adquiere así los contornos de un proceso de desarrollo personal, de construcción de
la persona del profesor, como reapropiación crítica –no de ruptura– de sus experiencias
anteriores y modos de hacer, según criterios de pertinencia con las trayectorias profesionales.
Esto no debe impedir lograr su congruencia con los intereses sociales y políticos más
generales que, como servicio público, es la educación.
La formación permanente de docentes es –entonces– un caso particular de la
formación de adultos. Como tal puede aprovecharse todo lo que se ha aprendido en este
ámbito, más específicamente en formación profesional de adultos, por lo que no debe
limitarse a unas estrategias “escolarizadas”. La formación en personas adultas –entonces– es
primariamente una movilización de experiencias adquiridas, cuya reutilización con nuevos
significados genera nuevos saberes. Como adultos, son las situaciones de trabajo los
contextos adecuados de formación para que la relación entre teoría y práctica sea fructífera.
Como un profesional en desarrollo, la formación ha de venir dada por procesos de reflexión
sobre la acción, con un carácter activo y en colaboración con colegas.
***
En esta segunda modernidad, más “líquida”, como la denomina Bauman, estamos
obligados a reimaginar discursos alternativos, que puedan conducir a lo que deba ser la
escuela y al papel de los profesores dentro de ella en tiempos que ya no son las décadas
gloriosas pasadas. Como dice Fullan (2002: 141), “las condiciones de la docencia parecen
haber sufrido un deterioro a lo largo de los últimos veinte años. Invertir esta tendencia debe
estar en la base de cualquier esfuerzo serio de reforma”.
Es preciso explorar nuevas avenidas que puedan recrear la profesión de profesor y
regenerar el atractivo para ejercerla. Si bien cabe ver esta individualización como un
reclutamiento en lo privado; como explica Beck, mejor es verlo como una política en que los
individuos individualizados, dedicados al bricolage de sí mismos y su mundo, puedan ser
“reincrustados” en las preocupaciones colectivas. En estas nuevas condiciones, la
reflexividad convierte a los actores en “políticos de la vida” antes que miembros de una
comunidad política, como resalta Bauman, donde las vivencias individuales desplazan la
preocupación pública. El problema grave es, pues, ¿cómo anclar la política de la vida
individual, ya irrenunciable, en un marco colectivo, una vez disueltas algunas pautas
colectivas de vida? Ante la individualización creciente, dice Bauman (2001),
“Las posibilidades de que los actores individualizados sean ‘reincrustados’ en el cuerpo
republicano de la ciudadanía no son nada prometedoras. Lo que los apremia a aventurarse en
la escena pública no es tanto la búsqueda de causas comunes y modos de negociar el
significado del bien común y los principios de vida en común, como la desesperada necesidad
de ‘interconectarse’: compartir intimidades suele ser el método preferido, si no el único que
queda, de ‘contrucción de una comunidad’ (pág. 62).
En esta perspectiva de sociedad reflexiva, Giddens (1995b) ha hablado de la
pertinencia de una “política de la vida” frente a la “política emancipatoria” de la modernidad.
Desde estas coordenadas cabría plantearse si fuera también aquí preciso un giro de la política
social y educativa reequilibrando la perspectiva emancipatoria con una política de la
identidad de los sujetos. Si la primera prepara el camino y es una condición necesaria para
una política de identidad, también hoy reconocemos sus límites internos. De ahí, en parte, la
crisis actual de la tradición crítica en educación y su posterior salida “postcrítica”, justo por
haber dejado de lado o no haber integrado la subjetividad en una nueva política.
Hacer propuestas específicas sobre cómo desarrollar una política de identidad es
difícil, porque la situación de partida es, cuando menos, ambigua. En un momento de grave
crisis del sistema escolar público, articular nuevas condiciones para el ejercicio de la
profesión, y su consiguiente reconocimiento social y público, resulta una empresa arriesgada
pero que hay que afrontar. Al fin y al cabo, la identidad es un elemento crucial en los modos
como los profesores construyen cotidianamente la naturaleza de su trabajo (motivaciones,
satisfacción y competencias). Lo que en este último punto he querido resaltar es que la
profesionalidad docente, además de la dimensión de conocimiento y saber hacer, se sostiene
cotidianamente en la dimensión emocional, como la pasión que “mueve” a actuar, siendo un
oficio donde lo profesional no puede ser disociado de lo personal. En unos momentos en que
los cambios sociales y política educativa están reestructurando fuertemente el trabajo escolar,
se vuelve esencial comprender el lado emocional del trabajo de los profesores, tanto para la
crisis identitaria como para las posibilidades de su reconstrucción. Creo que esta línea
emergente formará parte de la reflexión pedagógica en las próximas décadas, dentro del
nuevo paradigma (Touraine, 2005) para comprender el mundo de la docencia.
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