EL NIÑO CON DISCAPACIDAD Y SU FAMILIA

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EL NIÑO CON DISCAPACIDAD Y SU FAMILIA.
Partimos de una concepción de familia no como una estructura
nosográfica diferente a causa de tener un integrante con una
discapacidad, dado que los componentes, los modos de intercambio,
la presencia de elementos que circulan en ella, constituyen aspectos
inherentes a toda familia como estructura. Pero hay variables que se
juegan en estos casos particulares y que, a veces se reiteran, lo cual
hace indispensable pensarlas en su singularidad.
El concepto de familia no es unívoco ni universal sino que fue
modificándose a través de la historia , adquiriendo diversas facetas
de acuerdo a las concepciones antropológicas , culturales , religiosas,
económicas y étnicas.
A partir de la Revolución Industrial el concepto de familia se
asoció cada vez más crecientemente con el de familia nuclear, con
pocas generaciones (conyugal y fraternal) conviviendo bajo el mismo
techo. Sin embargo en este sistema de relaciones se incluyen
también aquellas otras menos próximas pero cuyos mensajes
también circulan en el entramado familiar : generaciones anteriores y
vínculos con la cultura y la sociedad toda ( leyes de transmisión y
herencia).
El sistema de parentesco integra las relaciones de parentesco
(más próximas o distantes) los sentimientos y afectos, la transmisión
de modelos, mandatos, mensajes, autorizaciones y prohibiciones no
siempre conscientes, que constituyen su sistema de intercambio .
La familia constituye el grupo de pertenencia básico y fundante
del sujeto, otorgándole
una continuidad psíquica e histórica,
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inscribiéndola en un orden de sucesión generacional, con un legado
cultural y simbólico (valorativo y normativo).
Todo esto constituye una red que va más allá del orden biológico y de
determinar un origen genético, ya que la familia se ofrece como un
escenario con modelos identificatorios que la trasciende.
¿Pero qué surge cuando
la discapacidad física y funcional se
instaura?
Más allá de esta particularidad , la llegada de un hijo despliega
fantasías, ansiedades, ilusiones, todos aspectos que van a estar
enmarcados por los ideales de ambos padres así como con las
capacidades de ambos de jugar este proyecto. Los enfrenta a sus
posibilidades y sus limitaciones ,con sus acuerdos y desacuerdos, con
las herencias simbólicas de ambas familias de origen que quedan
vinculadas desde la constitución de una pareja.
Estos aspectos se ponen en juego en todos los casos ,
presentando variables particulares en el caso del nacimiento de un
niño diferente. Este niño es considerado desde el inicio como un
problema, a veces , asume esta identidad, y no son ubicados ni en la
categoría de hijos ni de niños, sino como algo a ser resuelto.
Lo que lo constituye entonces como diferente no es su nombre,
su lugar con respecto a sus progenitores o hermanos, ni su ubicación
en la historia familiar sino la marca en su propio cuerpo. La
discapacidad pasa a ser así lo que le da identidad.
El niño coincide con la patología.
Pongamos por caso un padre que ante el nacimiento de su
segundo hijo con discapacidad al preguntársele que tuvo (pregunta
clásica referida al sexo), respondió: ”Otro P.C.”
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En el discurso familiar, cuando se hace referencia al niño se lo
enmarca habitualmente en innumerables sustantivos comunes ligados
a la patología o a la situación de un nacimiento diferente pero que no
denotan pertenencia o relación de parentesco, no hay subjetivación.
Se refieren entonces a este niño como “la nena”, “este chico”, o
hacen referencia al nombre de la patología, etc.
En la misma línea se inscribe la frecuente presentación del hijo
como “un caso”, descripto en radiografías, resúmenes de historias
clínicas, resultados de potenciales evocados, informes neurológicos y
de especialistas en general.
En estos casos el hijo aparece objetivado a través de una
patología y la relación con él circula por las vías de la medicalización
o psicologización, bajo la forma de una sublimación científica.
Lo religioso, o las teorías diversas (brujería, destino, etc.),
pueden estar también al servicio de la racionalización, como
mecanismo de defensa.
En ocasiones la patología se torna innombrable, no se habla
sobre esto y genera un saber tácito que los inmobiliza y les impide
acercarse a un problema que tiene nombre y singularidades y que no
coincide con el niño mismo. Se identifica al niño con la patología,
sobre la que no se indaga, ni se pregunta, ni se resuelve. No se
particulariza sobre ella, lo observado es que se busca la atención del
paciente en hospitales generales sin poder registrar lo específico de la
discapacidad . Así por ejemplo se lo lleva al pediatra, que ante una
consulta por no caminar a los 18 meses responde “no todos los niños
son iguales, no sea ansiosa” y con esto se detiene la búsqueda de
información.
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Al concurrir a
un servicio inespecífico, a veces se corre el
riesgo de atenderlo por el afecto que despierta en los profesionales y
se pierde así cierta objetividad,
por ejemplo no realizando
la
derivación apropiada y tomándolo tal vez como “el caso o el niño
especial”. Si bien el afecto es un factor importante, es necesario en
primer lugar un saber especializado.
Es necesario un largo proceso para que se reconozca allí la
presencia de un niño con una dolencia y no una enfermedad. Será
preciso que allí se “construya” un hijo, un niño que en todo caso
presenta particularidades.
Este resultado no siempre es inmediato, ya que además de la
angustia de los padres entra en juego la inevitable dificultad para
interpretar las necesidades y demandas de un niño diferente. Este
proceso va a depender del interjuego de las funciones maternas y
paternas, que no necesariamente están ejercidas por el padre y la
madre, sino que se trata de funciones independientes de personas
específicas.
La función materna estás asociada al sostén afectivo y a la
percepción e interpretación de las necesidades del hijo. Todo niño
nace desvalido , sin capacidad de autoabastecerse, y es la función
materna la que le otorga un sentido a sus demandas; y además le
permite reflejarse en ella, se reconoce en esa imagen que comienza a
unificar el primitivo mundo fragmentado del infante.
La función materna ofrece un continente inicial al hijo a través
de su cuidado y su sostén. Es una etapa indispensable para el
desarrollo: el estado ilusorio de totalidad en que se cree que la madre
es parte de él.
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Pero en un segundo momento deberá superar esta ilusión, y
esto sólo es posible si se comienza a abrir un espacio entre ambos,
descentrándose el interés en exclusividad respecto al niño. La unión
será menos completa y se posibilitará el enfrentamiento del niño a
ausencias y frustraciones.
Esta apertura permite el ingreso de un tercero en este mundo
de dos: la función paterna. Esta instancia no depende de la presencia
real de un padre ya que funciona desde la misma función materna
cuando permite el acceso del mundo de la cultura y de lo social sin
ofrecerse como sostén único y exclusivo, permite que el niño no sea
todo para su madre , posibilita la salida al mundo exterior, al
reconocimiento de sí mismo diferenciado, re-cortado de ella.
Pero, ¿qué sucede con frecuencia en el caso del niño con una
discapacidad?
Las respuestas más frecuentemente observadas desde el lugar
materno parecieran ser:
EL establecimiento de una relación simbiótica que cristaliza esta
dependencia
biológica.
Las
madre
se
constituye
en
un
todo
proveedor, de todas las respuestas y gratificaciones, que en una
ilusión omnipotente cree colmarlo en sus carencias. De esta manera
el niño no podrá diferenciarse y quedará ubicado en la contrapartida
de lo anterior o sea en la impotencia.
Es así como no podrá dejar de ser una posesión de ella y una
extensión de su propio cuerpo queda
fijada
una gestación que
parece ser eterna. Así por ejemplo escuchamos frases tales como ”Yo
soy las piernas y los brazos de Juan”, “Nadie lo conoce como yo”, ”Yo
sola lo entiendo”, ”Yo sé todo de mi hijo”.
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En el caso del padre lo observado con mayor recurrencia es su
dificultad en ingresar activamente en el mundo del niño, al cual sólo
tiene acceso a través de la mediatización materna.
Aparecen actitudes de exclusión del padre a las que se suma su
propia autoexclusión. Muestra, frente al estado del hijo, una actitud
depresiva
y
desconfiada
frente
a
lo
externo
(con
culpa
y
descreimiento en los eventuales logros y avances).
El padre no aparece haciendo preguntas, ni planteando dudas,
ni concurre a las consultas médicas. Su apariencia es de una actitud
culposa, no suele ser observador, no se autoriza para preguntar, para
cuestionar , es una presencia pasiva. Es frecuente escucharle frases
como: “es la madre la que se ocupa de eso”
La línea de la descendencia , se ve quebrada por la aparición de
un hijo discaspacitado. Genera una herida narcisista que afecta
particularmente al varón debido a la estructura de parentesco
determinada por la línea paterna (el hijo lleva el nombre del padre).
Esta descendencia queda registrada como una falla, una marca
en la línea generacional que involucra no sólo al hijo sino al que lo
engendró por encontrarse en falta con su propia línea de filiación. Tal
el caso, por ejemplo, del abuelo que transmitió una traslocación de
un gen que generó en su nieto un síndrome genético.
Muchas veces ambos padres oscilan entre dos polos: el
aislamiento ,el encierro, la exclusión de un afuera que consideran
potencialmente hostil dado su condición de familia diferente; y en el
otro extremo actitudes marcadamente exhibicionistas que a veces
toman la forma de exposición permanente del hijo a través de
reclamos sociales y conductas reivindicatorias En todos los casos los
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sentimientos más variados emergerán y darán variados matices a la
manera de vincularse de ambos padres con el mundo y el hijo: enojo,
ansiedad, confusión, negación, culpa, pesimismo.
Le adjudican al afuera social-cultural una deuda para con ellos.
Aparecen
demandas
y
reclamos
económicos,
jurídicos,
etc.
desmesurados; esperando que las instituciones se constituyan en
proveedoras permanentes e incondicionales de sus requerimientos.
Las responsabilidades sobre el niño
se
desplazan a las
instituciones de salud, escolares o jurídicas, tomando la forma de una
deuda social.
La resonancia que tiene la discapacidad en una familia incluye a
los propios hermanos. En ellos se observan reacciones variadas.
A veces se ubican en un lugar de permanente cuidado y
responsabilidad, asumiendo conductas de sobreadaptación en roles
adultos, como cuidadores eternos.
En
otras
ocasiones
despliegan
síntomas
que
se
ubican
corporalmente como un mensaje que no puede aún ser dicho en
palabras pero que intenta hacerse oír.
Es
frecuente
la
aparición
de
trastornos
respiratorios,
asma,
dermatológicos, etc., en los hermanos que son ubicados como
“sanos”.
Otras veces, responden a la discapacidad del hermano con
alteraciones en su desempeño. Como por ejemplo un exceso de
movimiento o de lucidez intelectual como un intento compensatorio o
la falta de producción como una identificación con lo carente para
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evitar superarlo, sobre todo cuando el que padece la discapacidad, es
el mayor.
Estas observaciones, resultado de nuestra práctica cotidiana, no
hacen más que recortar algunos de los aspectos más sobresalientes
del universo que constituyen las familias en las que uno de sus
miembros es un niño con discapacidad motora. En tal sentido,
consideramos que el análisis de dichas constelaciones familiares es de
suma importancia a la hora de decidir las estrategias terapéuticas
más convenientes dentro de un equipo de rehabilitación.
Lic. Graciela Perez
Lic. Cristina Scholand
Lic. Horacio Navarre
Lic. Claudia Delménico
Lic. Silvia Müller
Publicado en Revista “El Cisne” N° 86. Buenos Aires, 1997.
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