¡Ay de la lengua de los abogados! (Por Federico Abel) Lamentablemente, los abogados olvidaron que la divina retórica nació en los foros de la justicia y de la política, como afirma el ex presidente de la Real Academia Española (RAE), Fernando Lázaro Carreter (1). Antes -y con razón- solía llamárseles letrados, porque se los consideraba doctos, instruidos y que sabían escribir (esta es una de las acepciones de aquel calificativo). Podían abundar con elegancia sobre cuestiones abstrusas, como la usucapión. Algunas tesis doctorales eran verdaderas piezas literarias. Tal es el caso, por ejemplo, del recordado ensayo sobre "La posesión", que Federico Carlos de Savigny escribió con sólo 22 años a principios del siglo XIX. Pero hoy no sería arriesgado afirmar que el campo jurídico -incluye facultades, organismos del Estado, tribunales, asociaciones y personas vinculadas con el Derecho- es un laboratorio de atentados contra la lengua. Basta con leer una sentencia escogida al azar de cualquier fuero y órbita (provincial o federal) para comprobar que los atropellos se extendieron de tal manera que hasta podría escribirse un Manual de disparates jurídicos. Por ello, en la carrera de Comunicación Social de la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), en los exámenes, ya utilizan párrafos de fallos que tuvieron repercusión pública -algunos verdaderamente inteligibles- para que los alumnos los rescriban sin alterar el siempre necesario orden sintáctico (¡ay de lo mal que se usan los signos de puntuación!). Este suele ser un buen ejercicio de preparación, porque los futuros periodistas, cuando egresan, se topan con galimatías similares en la realidad, que deben traducir -no es exagerado utilizar este verbo- para que los lectores, oyentes o televidentes puedan comprenderlos. Por suerte, Augusto Belluscio, ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, advirtió este problema y elaboró unas normas de estilo -como las que se usan en los medios de comunicación- cuyo uso debería generalizarse en todos los juzgados del país. Además, las facultades de Derecho, en tanto podrían poner énfasis en la redacción judicial. Uno de los errores más frecuente que se observa en los escritos judiciales es convertir al adjetivo mismo ("este perro no es de la misma raza que aquel") en un pronombre cuando no se quiere repetir la palabra que se mencionó con anterioridad. El remedio termina siendo peor que la enfermedad. En un fallo de la sala VI de la Cámara Penal de Tucumán sobre el polémico sistema de compensación de gastos del Poder Ejecutivo se lee: "pese a que no media exigencia de realizar una rendición de los mismos". Lo correcto hubiera sido referirse a la "rendición de ellos o de aquellos". Los abogados también están empeñados en usar mal el verbo sostener. En castellano, implica mantener con firmeza algo (una mesa, por ejemplo), proveerle a una persona lo necesario para su manutención o defender una proposición. En esta última variante, la palabra no puede usarse como sinónimo de decir, de afirmar o de aseverar, cosa que sí puede hacerse en inglés, adonde una de las acepciones del verbo "to maintain" es sostener que algo es cierto (2). En los dominios del castellano, sostener implica un acto de mayor complejidad psicológica: defender una postura con convicción. En las sentencias, cuando se consideran las posiciones de las partes, suele sintetizarse lo que ellas expresaron a lo largo del proceso; es allí cuando se utiliza sostener como manifestar. En un reciente e importante fallo vinculado con el presunto pago de coimas a ex legisladores, un vocal de la Corte Suprema de la provincia escribió: "De allí el yerro sentencial, al sostener que el fiscal obtuvo la prueba cuando no era competente". Además de que el supuesto adjetivo sentencial no existe -el mismo vocal habló también de aserto y de razonamiento sentencial-, en lugar de sostener podría haberse puesto "aseverar". En materia penal, a la hora de establecer si una acción humana se encuadra en algunos de los tipos en los que se describen conductas ilícitas, se expresa erróneamente: "la figura (injuria) contempla el caso de que una persona deshonre a otra". Quienes escriben de esta forma olvidan que sólo los seres humanos pueden contemplar (una puesta de sol, por ejemplo) y que las leyes, decretos u ordenanzas, a lo sumo, pueden prever, incluir, ordenar, fijar, determinar o estatuir; no tienen ojos para contemplar. En los litigios comerciales también suele hablarse de reclamos dinerarios puntuales. En este caso debe recordarse que, por más urgencia que haya en cobrar, un pedido -aun cuando se pretenda un resarcimiento millonario- siempre será concreto y no puntual. Este último es un adjetivo que se aplica a lo que se hizo pronto, con diligencia o de forma cierta; obviamente también designa a quien, cual suizo, llega a una cita a la hora debida. Otra tendencia muy de moda en el foro es convertir en sustantivos palabras que no lo son. Belluscio aclara muy bien que ilícito es un adjetivo; por ende, no puede hablarse del ilícito a secas, sino de tal o cual conducta ilícita. Lo mismo ocurre cuando se pretende convertir la expresión "el decisorio impugnado en autos" como similar a "la resolución (o la sentencia) impugnada en autos". En el "Diccionario del español actual" (3) se da este ejemplo de correcta utilización del adjetivo decisorio: "Ayer publicó el Boletín Oficial del Estado el decreto del Ministerio de Hacienda, aprobado en el último consejo de ministros, decisorio, por el que se elevan los niveles de renta". Otro tanto sucede con la palabra pericia que, según el Diccionario de la Real Academia (DRAE) (4), significa "sabiduría, práctica, experiencia y habilidad en una ciencia o arte". Lo correcto, entonces, es afirmar que tal persona tiene pericia en trabajos peligrosos, pero no se pueden impugnar "las pericias practicadas"; sí, en cambio, "las pruebas periciales" (no está de más precisar que las pruebas no se recepcionan, sino que se reciben luego de producirlas). También suele calificarse equivocadamente de quejoso (persona que tiene queja de otra, según el DRAE) a quien recurre un fallo, y de justiciables, a las partes de un proceso. Este último es un grave error porque justiciable es un adjetivo que sólo se aplica a los hechos -no a los litigantes- que deben someterse a la acción de los jueces. En materia comercial, más cuando hay inflación, se comenta con asiduidad sobre "el producido del capital" cuando producido es el participio del verbo producir ("la sequía ha producido graves perjuicios en el sur"); en el ejemplo, lo correcto hubiera sido escribir "el producto del capital". Esta manía por sustantivar todo se advierte en el fallo de la Corte Suprema tucumana antes mencionado, adonde se lee: "La prueba en cuestión en ningún momento ha sido valorada como anoticiamiento de un presunto ilícito". Además de la sustantivación del adjetivo ilícito -esta transgresión es menor al lado de la otra-, se cae en el colmo de la elocuencia: se le asigna un heredero sustantivo (ab intestato o fuera del testamento lingüístico que establece el DRAE) al verbo anoticiar (dar noticia o hacer saber algo). En lugar de ensayar con palabras larguiruchas no documentadas, más fácil hubiera sido decir: "En ningún momento, la prueba en cuestión fue valorada como noticia sobre un presunto acto ilícito". En las últimas elecciones, dos ex candidatos a gobernador -uno de ellos antes fue fiscal anticorrupción-, solicitaron que se anulen las elecciones del 26 de junio por supuestas irregularidades. Convencidos de que representaban a una parte importante de la sociedad, presentaron un escrito en el que aseveraron que actuaban en un interés que superaba lo particular y que podía calificarse de transindividual. Y citaron un libro, "Defensa del consumidor (Ley 24.240)", en el que dos prestigiosos especialistas en Derecho Privado, Jorge Mosset Iturraspe y Ricardo Luis Lorenzetti, ya lograron la hazaña de definir los derechos transindividuales. Unos y otros olvidan que, aunque se trate de intereses que trascienden los límites individuales -no físicos, claro- para penetrar en ámbitos colectivos, el prefijo "trans" se aplica para lo que está, físicamente, "al otro lado" o "a través de". He allí por qué se denomina "Transiberiano" al famoso tren que une Rusia con China. El otro vicio, aunque menos practicado, consiste en inventar adjetivos. Uno de ellos es disvalioso. Pero una conducta, como bien aclara Belluscio, puede ser injusta, inconveniente o, a lo sumo, no valiosa. Basta con repetir en voz alta la ya clásica definición de delito de Sebastián Soler (acción típicamente antijurídica, culpable y adecuada a una figura penal) (5) para concluir que disvalioso es otra invención poco feliz. Lo mismo hace otro miembro de la Corte Suprema provincial cuando en la sentencia tomada como ejemplo se refiere al "derecho impugnaticio del recurrente". ¿Habrá querido decir impugnativo (que impugna o sirve para impugnar)? De igual forma, el vocal que gusta de los razonamientos sentenciales, habla de la sentenciante (para referirse a una Cámara), en lugar de sentenciadora, voz que sí está permitida por el DRAE. Contra los errores marcados, un abogado podría contestar que su objetivo no es ser Hans Kelsen -o Carlos Cossio, para poner un ejemplo más cercano-, sino conseguir que los jueces fallen como pretende su cliente; un magistrado podría agregar que se contenta con tener los causas al día, y un profesor podría rematar que se alegra cuando los estudiantes entienden que un recurso extraordinario federal sólo procede contra una sentencia definitiva. Y los tres tendrían razón. Pero no estaría mal que recuerden que una prosa atildada y digna es el medio más efectivo para litigar, juzgar o enseñar. Eso sin contar que este tipo de correcciones son necesarias no por pedantería estética, sino porque existe la obligación (¿natural o positiva?) de respetar el orden de la sintaxis castellana. A ello se suma que, según la Ley (provincial) 5.233, que regula el ejercicio de la abogacía, esta implica una función social y pública al servicio del derecho de la justicia, más allá de que se ejerza en forma privada o particular. En un estado de derecho no hay manifestación de la vida comunitaria que no tenga su correlato jurídico. Entonces, ¿cómo no pedir que las leyes -entendidas en el sentido más amplio-, los contratos, los escritos judiciales o las sentencias sean claras y precisas si en ellas se establece o juega nada menos que la adquisición, modificación o extinción de derechos y obligaciones? El derecho, por definición, es amigo de la prudencia y de las certezas. ¿Qué mejor arma que el lenguaje, en tanto expresión del pensamiento y de la educación de una persona, para perseverar en lo uno y en lo otro? Ojalá abundaran jueces que, como sueña Lázaro Carreter, tuvieran que hacer grandes esfuerzos de equidad para no fallar contra litigantes cuyos abogados defienden sus causas con un lenguaje indignante. ¡Ojalá! (5). (1) y (6) Fernando Lázaro Carreter, "El dardo en la palabra", Barcelona, Galaxia Gutenberg, 1998. (2) Oxford Advanced Learners's Dictionary of Current English, Oxford, Oxford University Press, 2000. (3) Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos, "Diccionario del español actual", Madrid, Grupo Santillana de Ediciones S.A., 1999. (4) Diccionario de la Lengua Española, vigésima segunda edición, Madrid, Espasa Calpe S.A., 2001. (5) Sebastián Soler, "Derecho Penal argentino, tomo uno", Buenos Aires, Editorial Tea, 1978. XXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXX Respuesta del Dr. Mario Elffman (titular del Juzgado nº 18) Algunas ligeras reflexiones sobre la cuestión a la que se refiere el tema '6', que toca nada más pero nada menos que el lenguaje del 'operador' jurídico (que no es lo mismo que el lenguaje del derecho). La diferencia es importante, en la medida en que ese 'operador' está doblemente comprimido, por el respeto debido a la lengua vulgar (con todo lo que implica en orden a las reglas académicas violadas con tanto neologismo, sustantivización de adjetivos y otras yerbas análogas) y al lenguaje específico del derecho (sea él ciencia, arte o pura técnica). Establecida esa dualidad, que admito no debe ser esquizoide, el conflicto se da en el derecho como en todas las ciencias sociales, que están montadas sobre el lenguaje vulgar, pero al que modifican en dos aspectos: enriqueciéndolo, y empobreciéndolo. (Enriquecen al lenguaje vulgar en la misma medida que lo empobrecen, aclaremos.) Cuando se utiliza una palabra, extraída del propio lenguaje vulgar o generada 'ad hoc' para sintetizar en ella aquello que en el lenguaje vulgar demanda varias, o un 'gato con explicaciones' al estilo de Les Luthiers, se producen ambos efectos simultáneamente: todos sabemos qué quiere decir el uso de la voz 'prescripción', por ejemplo, sin necesidad de explicar que no es la médica sino la pérdida del derecho al ejercicio de una pretensión jurídica por el transcurso del tiempo, salvo que el obligado.............- Hasta que el propio metalenguaje jurídico comienza a comprender que el término es insuficientemente unívoco, porque también hay prescripciòn adquisitiva, y entonces le inventa a ésta otro nombre, el de usucapión. Veamos otro ejemplo, aún más nítido: el de la palabra discriminación. Aquí la Real Academia nos puede edulcorar el significado semántico, para admitir que pueda comprender cualquier diferenciación, por menuda y justificable que resulte. En el derecho, se achica y se precisa al mismo tiempo el significado: y como resulta, además, que aún ése no resulta plenamente satisfactorio, porque se admite que además de la discriminación segregatoria y reprochable existe otra afirmativa, positiva o como se la haya denominado, ésta última acaba mutando su nombre, y hoy se llama 'acción afirmativa', y así la recoge tanto el derecho como su versión constitucional. Y eso no es malo, como no lo es el que los médicos comiencen a denominar con palabras bien diferenciadas el colesterol bueno y el colesterol perverso. Es más que posible que pueda reclamarse una mayor precisión terminológica en el metalenguaje de los escritos o de las sentencias judiciales. De acuerdo. Pero me pregunto, y le pregunto indirectamente a la autora de la nota, si es ése el problema central de la comunicación mediante el empleo necesario de ese metalenguaje, o si son otras las 'taras' gnoseológicas que se traducen en (o se trasladan a) el discurso jurídico. En todo caso, el problema principal parece estar más cerca de la cuestión de la aptitud del metalenguaje del derecho para producir su efecto de comunicación social más allá de la capacidad de de/codificación de los iniciados en su comprensión especial: lo que no es en absoluto diverso del mismo problema en otras disciplinas, como la economía, la medicina, la sociología, etc. ¿O acaso perdió vigencia aquella frase de Bertrand Russel referida al lenguaje aparentemente más conciso y exacto, que era el de las matemáticas, cuando dijo que con él hemos dejado ya de saber de qué estamos hablando, y mucho menos si lo que se dice sobre aquello es cierto o falso.? Admito que 'sostener' en lugar de 'afirmar' puede ser de una heterodoxia gramatical. Lo que a mí me preocupa más ('sostengo') es mi certeza, como productor de sentencias, de que aquello que diga en ellas no habrá de ser comprendido por el destinatario del discurso, que no debe serlo solo el profesional del derecho, sino el protagonista del litigio, a cuyo entendimiento debiera ser orientado. Y, claro, yo no lo logro ni remotamente, como me parece no lo logra nadie sino al precio de perder la precisiòn conceptual indispensable. Lo triste no es que nos equivoquemos en sustantivizar lo 'ilícito', si con eso nos entendemos: es que sigamos admitiendo que se pueda formular una 'posición' (otro ejemplo del metalenguaje) requiriendo de un laburante que 'jure cómo es cierto... que a partir de la jornada normalmente laborada del día 23 de agosto de 2002 jamás concurrió a cumplir su deber de prestación de tareas en el establecimiento de mi representada'. ¿Vale? Disculpen por la pérdida de tiempo que demanda la lectura de esto que 'sostengo'. Saludos. Mario Elffman