Lectio Divina (I)

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“ME AMAS MÁS QUE ESTOS?' LA MISIÓN COMO AMOR A CRISTO
Lectio divina sobre Jn 21,15-19
“La Palabra de Dios es la primera fuente de toda espiritualidad cristiana.
Ella alimenta una relación personal con el Dios vivo y con su voluntad salvífica y santificadora”
(VC 94).
“Instrumento de excepción para el crecimiento en la escucha de la Palabra es la lectio
divina... Con razón, el CG25, en la primera orientación operativa acerca del testimonio
evangélico, exhorta a la comunidad salesiana a “poner a Dios como centro unificador
de su ser y a desarrollar la dimensión comunitaria de la vida espiritual, favoreciendo
la centralidad de la Palabra de Dios en la vida comunitaria y personal, mediante la
‘lectio divina’” (CG25, 31). Espero que ninguno de vosotros piense que con esta
orientación el CG25 haya introducido un elemento extraño a nuestra espiritualidad...
Puedo revelaros que personalmente me siento obligado con esta [la] opción del
CG25... Esto es muy importante para mí” (D. Pascual Chávez, ACG 386)
15Después
de comer, Jesús dijo a Simón Pedro:
--“Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que estos?”
Le respondió:
-- “Sí, Señor; tú sabes que te quiero”.
Él le dijo:
-- “Apacienta mis corderos”.
16Volvió a decirle la segunda vez:
-- “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?”
Pedro le respondió:
-- “Sí, Señor; tú sabes que te quiero”.
Le dijo:
-- “Pastorea mis ovejas”.
17Le dijo la tercera vez:
-- “Simón, hijo de Jonás, ¿me quieres?”
Pedro se entristeció de que le dijera por tercera vez: "¿Me quieres?", y le
respondió:
-- “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero”.
Jesús le dijo:
-- “Apacienta mis ovejas.
18En verdad, en verdad te digo: Cuando eras más joven, te ceñías e ibas a
donde querías; pero cuando ya seas viejo, extenderás tus manos y te
ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras”. 19[Esto dijo dando a entender
con qué muerte había de glorificar a Dios].
Y dicho esto, añadió:
-- “Sígueme”.
Dentro de la tradición evangélica, Jn 21 es una rareza; aunque el cuarto evangelio acabe
claramente en Jn 20,30-31, alguien, un redactor diverso del evangelista, añadió un capítulo, el
21, en el que se aprecia un inusitado interés por la vida de los discípulos en común y su
incipiente organización. El capítulo ofrece dos escenas (2,1-14.15-23) y un epílogo (21,24-25):
la primera (21,1-14) narra la tercera aparición de Jesús a siete de sus discípulos, localizada en
Galilea, tras una pesca milagrosa. La segunda escena es un dialogo de Jesús con Pedro en el
contexto de una comida común (21,15-23): Jesús habla con Pedro, delante de la comunidad,
una vez reconocido como Resucitado.
Acabada la comida, el Resucitado confiere el liderazgo de la comunidad a Pedro; los demás
discípulos, excepción hecha del amado por Jesús desparecen del relato. El episodio incluye dos
momentos, la imposición de la tarea pastoral (21,15-17) y el anuncio del martirio por venir
(21,18-23). El vocabulario elegido, la concesión de una misión concebida como pastoreo, una
misión que es propia de Jesús (10,1-21) y la abundancia de pronombres personales dan al
diálogo un carácter fuertemente afectivo: Jesús abre un escrutinio de amor e lo cierra con la
encomienda de los hermanos. El amor declarado a Jesús es condición previa a la misión; el
martirio personal es la culminación de esa misión.
I.
LEER EL TEXTO: ¿qué significa lo que leo?
Se comienza la lectio divina leyendo con atención, mejor sería decir releyendo varias veces, el
texto en el que tratamos de escuchar a Dios. El texto escogido nos puede parecer fácil de
comprender, o bien conocido; no importa; se debe repasar hasta que nos sea familiar, casi hasta
aprenderlo de memoria, “poniendo de relieve los elementos relevantes” 1 . No se pasa de este
primer paso hasta que no se puede responder a la pregunta: ¿qué significa en realidad lo que he
leído?
El texto elegido es la crónica de un diálogo de Jesús con Pedro tras haber comido
juntos: no es un conversación a solas, trascurre ante los discípulos que han
presenciado la pesca milagrosa y lo han reconocido como el Resucitado y han
participado en la mesa común.
La escena recoge parte del diálogo. Y es Jesús quien lo abre y lo cierra, quien siempre
tiene la iniciativa, el protagonista. Pedro se ve obligado a reaccionar: no dice lo que
quiere, responde a lo que se le pregunta. Más aún, sólo habla cuando se le pide una
respuesta. Las órdenes, y son cuatro, las recibe sin rechistar.
La conversación tiene dos momentos, definidos con claridad: un comentario del
narrador señala bien la separación. El primero, un interrogatorio, ocupa la mayor
parte de la escena. El segundo, que incluye una sola palabra de Jesús, es, en
realidad, el relato, sucinto, de una vocación (cf. Mc 1,17; 2,14).
El escrutinio, un diálogo rápido y reducido a lo esencial, sigue un esquema fijo: por
tres veces una misma cuestión provoca una misma reacción y recibe idéntica
encomienda. A la pregunta de Jesús (21,15: ¿me amas más que éstos?; 21,16: ¿me
amas?; 21,17: ¿me quieres?), sigue la respuesta afirmativa de Pedro (21,15: Sí, Señor,
tú sabes que te quiero; 21,16: Sí, Señor, tú sabes que te quiero; 21,17: Señor, tú sabes
todo, tú sabes que te quiero), que provoca la concesión de la tarea (21,15: apacienta
mis corderos; 21,16: pastorea mis ovejas; 21,17: apacienta mis ovejas). Hay una
variación en el vocabulario usado: se oscila entre amar (21,15.16) y querer
Carlo M. Martini, La gioia del vangelo. Meditazione ai giovani (Casale Monferrato 1988), pag.
12.
1
(21,15.16.17), entre apacentar, dando de comer, procurando alimento (21,17) y
pastorear, guiando y protegiendo (21,16)2, combinado con la sustitución de corderos
(21,15) por ovejas (21,16.17) un sentido especial. La adición, en la primera pregunta,
de un mayor amor (21,15: más que éstos) es, cierto, significativa: Jesús empieza el
diálogo pidiendo el amor más grande; es el punto de partida de su interrogatorio.
La triple pregunta de Jesús produce tristeza en Pedro (21,17), quien tiene que recurrir
a la omnisciencia de Jesús, característica divina, para convencerle de su amor. Y
precisamente, haciendo gala de ese conocimiento extraordinario, Jesús preanuncia a
Pedro un final cruento; su lenguaje es tan oscuro que el narrador tiene que
explicárselo a sus lectores: “Esto dijo dando a entender con qué muerte había de
glorificar a Dios” (21,19).
Jesús acaba el diálogo de forma extemporánea, con una orden; sorprendentemente el
escueto sígueme (20,19) no está preparada por cuanto antecede, ni obtiene
seguimiento inmediato (cf. Mc 1,18.20; 2,14). Pero la secuencia interna al relato es
significativa: al escrutinio personal, claro y reiterado, sobre el amor mayor, sigue el
anuncio velado de una muerte violenta, para terminar con el seguimiento personal
impuesto. Si el amor preferencial a Jesús precede la tarea de liderar la comunidad, el
anuncio de un tremendo final precede la orden al seguimiento: amar a Cristo es
condición previa para recibir su comunidad de discípulos como tarea pastoral;
seguirlo es inevitable a quien camina, a sabiendas, hacia el propio martirio.
II.
APLICAR EL TEXTO A LA VIDA: ¿qué significa para mi?
Descubierto el sentido del texto bíblico, el lector atento trata de implicarse personalmente,
aplicando el significado captado a la propia vida: ¿qué me dice el texto? “Meditar lo que se lee
conduce a apropiárselo, confrontándolo consigo mismo. Aquí se abre otro libro: el de la vida. Se
pasa de los pensamientos a la realidad. Según sean la humildad y la fe, se descubren los
movimientos que agitan el corazón y se les puede discernir” 3. La Palabra oída pide
consentimiento, no es acogida si no llega al corazón y actúa conversión. Comprender el texto
lleva a comprenderse a su luz; así el texto leído y comprendido se convierte en norma de vida:
¿qué hacer para actuarlo, cómo hacer para dar ese sentido a la propia existencia?
Pedro se reencontró con Jesús y encontró su misión pastoral, una vez que los
discípulos habían recuperado la fe tras el encuentro con el Resucitado: Jesús tuvo
que ir a Galilea, a donde ellos habían vuelto, y mostrárseles por tercera vez dándoles
de comer, para ser reconocido. El diálogo del Resucitado con Pedro fue posterior, y
consecuencia, del encuentro de Jesús con la comunidad de discípulos y de la comida
en común.
Difícilmente podré toparme con Cristo vivo, si no vivo con mis hermanos, por más
lejos que esté mi comunidad de los orígenes, de Jerusalén, y aunque viva
ocupado en cuanto dejé por seguir a Jesús. ¿Me encontrará Jesús, cuando él se
encuentre con mi comunidad? ¿Vivo entre hermanos, mientras vivo echando de
menos al Resucitad?; ¿hago de mi vida común la antesala del encuentro con
Cristo vivo? ¿Es para mí la fe común y la común eucaristía el requisito previo al
diálogo con Jesús?
La aplicación de este vocabulario al gobierno de la comunidad pertenece a la tradición bíblica y
judía (2 Sam 5,2; Sal 78,70-72; Ez 34,23; Jr 3,15; 23,4. Cf. Hch 20,28; Ef 4,11; 1 Pe 5,2).
3 Catecismo de la Iglesia Católica, 2706.
2
Jesús se gana a Pedro, en conversación con él. En ese diálogo Jesús lleva la iniciativa,
pregunta y ordena. Pedro reacciona, respondiendo o callando. Jesús recupera al
discípulo, ante la comunidad, porque va a encomendarle cuidarse de ella: aunque el
contenido de la conversación es íntimo y solo compete a Jesús y a Pedro, el diálogo es
público; Jesús obliga a Pedro que proclama su amor reiteradas veces antes de
confiarle a quienes ama; sólo a amantes confía Jesús sus amigos. Pedro se rehabilita
públicamente confesando públicamente su amor por Jesús y doliéndose de tener que
repetirlo.
Jesús dialoga con quien quiere recuperar, de quien quiere ser amado. El amor
profesado públicamente es un amor mayor; la confidencia arrancada puede
causar pena o vergüenza. Decisivo es no abandonar ese diálogo público, por
compremetedoras que sean las preguntas o por pena que dén las respuestas.
Interrogando a Pedro sobre su amor, Jesús no estaba sólo probando la fidelidad del
único discípulo que le había negado tres veces (18,15-28.25-27), puesto que no lo
estaba rehabilitando para restaurar la convivencia sino para darle una misión: Pedro
no retornó a la compañía de Jesús Resucitado, fue por él enviado a los hermanos (Lc
22,32). La escena, pues, no se centra en el restablecimiento de la fidelidad personal,
aunque la incluya, de Pedro; es, más bien, la crónica de una investidura, de la
concesión del ministerio pastoral al discípulo traidor, quien ha de cuidarse de la grey
de Jesús (10,4.27), después – y sólo después – de haber proclamado su amor y su
dedicación al Señor.
Antes que nada el ministerio pastoral es ejercicio de amor a Jesús; amar a Cristo
implica responsabilizarse de los cristianos. Jesús no concede el gobierno pastoral
de su comunidad a quien mucho prometió (13,13,36-37), ni siquiera a quien era el
más amado y mejor creyente (21,7); se lo mandó, y por tres veces, a Pedro, quien
más se tuvo que empeñar en hacer protesta de su amor. El rebaño sigue siendo
de Jesús; a Pedro le compete su guía y cuidado; la propiedad no cambia, la
responsabilidad pastoral, autoridad delegada (Hch 20,28; 1 Pe 5,1-3), reposa
sobre el que más ha de amar.
¿Dónde nace, en que se sustenta, la misión apostólica que me ha sido confiada?
¿La vivo como ejercicio de amor a Cristo, amor mejor, amor más exigente? ¿Me
apena confesar mi amor a Cristo delante de mis hermanos? ¿Estoy dispuesto a
proclamar que lo amo más que los demás?
La investidura de Pedro como pastor va unida a la predicción de su martirio. Un
detalle no insignificante. Quien comparte con Jesús el oficio de pastor (10,11-18)
tendrá que compartir suerte y destino (15,13); sólo así garantizará como verdadera su
encomienda. Con un proverbio popular (Ecl 11,7-12,8; Sal 37,25), que habla de la
pérdida de liberta a medida que uno madura en la vida, Jesús anuncia de forma
velada el fin que le espera a Pedro. Los lectores cristianos, que conocen las
circunstancias de la muerte del apóstol (1 Clem 5,4), captan fácilmente el sentido:
Pedro ha cumplido su tarea y ha sido fiel a su promesa, pues ha seguido a su Señor y
glorificado a Dios (21,19. 2 Pe 1,14).
¿Me siento tan seguro de mi amor por Cristo que puedo afrontar un futuro de
persecución y muerte? ¿Acepto que el ejercicio de la cura pastoral me lleve donde
no quiero y me lleve como no quisiera? Aquellos a los que he sido destinado,
¿están viendo que vivo dando la vida por ellos?
El seguimiento, imposible antes de la muerte de Jesús (13,36) es ahora imperativo: tú,
¡sígueme!. Y es camino inevitable, porque ahora ya puede ser recorrido, una vez que lo
ha sido por el Señor, muerto y resucitado4. La suerte solidaria de Pedro con Jesús,
una solidaridad que culmina la misión pastoral, no incluye que Pedro dé la vida por
los demás (10,11.17-18), sino que la dé por su Señor (13,37). Quien prometió dar la
vida por Jesús, la dará, mientras la vive custodiando a los que pertenecen a Jesús.
¿No me dice nada que Jesús llame a Pedro, después de haber escuchado la triple
proclamación de su amor y después de haberle predicho su martirio? Amor más
grande y dar la vida por el amado son requisitos para un seguimiento feliz? ¿Qué
estoy dispuesto a sacrificar con tal de no sacrificar el seguimiento de Jesús?
III.
ORA CON EL TEXTO: ¿qué tengo que decir a Dios?
Conocer, adivinar, incluso solo imaginar lo que Dios quiere lleva naturalmente a la oración: así se
convierte en deseo ardiente lo que debe ser la vida diaria. El orante no pide tanto lo que le falta,
sino más bien lo que Dios le ha hecho ver y comprender. Se comienza a anhelar lo que Dios nos
pide: se hace de la voluntad de Dios sobre nosotros el objeto de nuestra oración.
Agradezco a Jesús que me haga posible la fe, fidelidad personal, y la misión, trabajo
apostólico, en comunidad: es allí adonde viene Cristo a mi encuentro, compartiendo el
pan y a pesar de mis evidentes fracasos, es entre hermanos que me pregunta por el
amor que le tengo, es ante la comunidad de hermanos que me encomienda el
ministerio. Hago, pues, de mi vida de comunidad objeto de mi alabanza a Dios.
Agradezco al Señor Jesús que se interese por el amor que le tengo, que le importe si le
amo ‘más que los demás’, que me avergûence con su reiteradas preguntas, que no se
quede convencido con mi protesta de amor, que me obligue a recordarle que, puesto
que sabe todo, también sabe de mi amor.
Agradezco a mi Señor amado que me envie a cuidar de los suyos, en su nombre y por
su amor, que me haya indicado que el modo de amarlo es acompañar y cuidar a mis
hermanos, guiarlos y procurarles reposo y alimento, convivir y responsabilizarme de
ellos, que me debo a quienes me ha enviado, que se lo debo a Él, porque le amo.
Agradezco a mi Señor amado por haberme avisado que requerirá de mí, a medida que
avanzo en edad y ministerio, un testimonio más penoso, una entrega más sacrificada,
un dejar la vida en manos de los demás.
Agradezco a mi Señor amado que, al final, me mande seguirlo: le agradezco que me lo
ordene, que se imponga a mi libertad, que no lo deje a mis ganas, que no se fíe del
todo de mi buena voluntad.
“Ahora es, Pedro, cuando no debes tener miedo a la muerte, porque vive Aquel a quien tú
llorabas muerto y, llevado de tu amor carnal, no querías que muriese por nosotros. Osaste ir
delante de tu guía, temblaste ante el que le perseguía. Derramado por ti el precio de su sangre,
puede ahora seguir a tu Redentor.. Predijo tu pasión el mismo que predijo tu negación”
(Agustín, Tratado 123,4).
4
IV.
Sábete contemplado por Dios: ¿cómo verme, ver el mundo, con la
mirada de Dios?
Del deseo de hacer la voluntad de Dios se pasa poco a poco, casi sin darnos cuenta, a la
adoración, al silencio, a la alabanza, “a la entrega humilde y pobre a la voluntad amorosa del
Padre, en unión cada vez más profunda con su Hijo amado”5. Del contemplarnos a nosotros
mismos y el propio mundo a la luz de Dios, del vernos como Dios nos ve, se pasa a
contemplarnos vistos por Dios, a sabernos delante del que es el objeto de nuestro deseo, el
interlocutor único de nuestra oración. A diferencia de las etapas precedentes, que son
ejercitaciones que requieren fuerza de voluntad, “la oración contemplativa es un don, una
gracia”6, ni normal ni debida: se puede esperarla y desearla, pedirla y acogerla, nunca tenerla
automáticamente.
Me dejo invadir por la paz de quien adora a Dios, por el silencio que de quien se sabe
en la presencia del Amado, por el estupor ante el amor que Dios me tiene. Y deseo
compartir su visión sobre mí, de mi mundo, del mundo de mi corazón, de la misión
que desarrollo: le pido lo que más deseo, contemplarme como Él me ve, quererme
como Él me quiere.
Contemplo la vida de comunidad como la ve Dios: como su don, como el lugar del
encuentro personal con Cristo, como el hogar donde reencontrarme con mis
hermanos y con la misión.
Contemplo mi vida de relación con Cristo como una relación de un amor que Él busca
en mí, que Él quiere de mí, un amor mayor, mejor. ¿Cómo me imagino será, en
concreto, ese amor, buscado con tanta insistencia, por Cristo? ¿Qué puede estar
pidiéndome cuando me pide que le ame más que los demás?
Contemplo con Cristo mi ministerio apostólico como efecto y prueba del amor que le
tengo: la forma – y el lugar – de amar a Cristo es el cuidado de mis hermanos. Para mí
no puede haber otra razón, ni estímulo, posible.
Contemplo a Cristo que sigue contando conmigo, que me llama a seguirle, que me
desee entre los más íntimos. Y se lo agradezco y quedo anonadado. Sin palabras, me
dejo mirar, cuidar y amar por mi Señor.
V.
Comparte con tus hermanos cuanto Dios ha obrado en tí: testimonia
el paso de Dios por tu vida y admira la presencia de Dios en la vida
del hermano.
Finalizada la lectio, el orante no puede callar su experiencia: testifica cuánto Dios le quiere y
contempla admirado cuánto quiere Dios a sus hermanos. Puesto que lo sentido es cosa de Dios,
se habla de ello con maravilla y agradecimiento, sencillamente.
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Catecismo de la Iglesia Católica, 2712.
Catecismo de la Iglesia Católica, 2713.
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