UNA PEQUEÑA CIENTÍFICA POR DESCUBRIR A Carla siempre le había gustado mucho curiosear entre los trastos del desván. Había sido capaz de montar su propio laboratorio. En él acumulaba libros, tubos de ensayo, productos químicos… Lo que más le gustaba a Carla era su pizarra blanca. Escribía fórmulas matemáticas con las que ensayaba continuamente. Para ello, utilizaba rotuladores, aquello le encantaba, era mejor que tener siempre las manos manchadas de tiza blanca… Pero era caro, su asignación semanal lo notaba considerablemente. Quizá pasaba demasiadas horas allí metida. Sus padres se preguntaban si Carla no era un ser especial, pero no en el mejor de los sentidos. No tenía apenas amigos y pasaba horas en su “laboratorio” como a ella le gustaba llamarlo. Carla tan solo tenía doce años. Doce años, ¿y qué esperaba de la vida? Sus gustos no eran los de una niña de su edad. Veía la tele, sí, pero únicamente documentales científicos. También usaba el ordenador, pero no para chatear o navegar en redes sociales, no. ¡Lo desmontaba! Una y otra vez hasta conocer todos sus mecanismos. Era capaz de crear nuevos programas que solo ella sabía manejar. Pero, ¿por qué no compartía sus pequeños secretos con nadie? Nunca le había gustado el deporte. Estaba muy pálida, su piel reflejaba las horas de encierro voluntario. Pero Carla tenía un amigo, Pablo. No es que Pablo tuviera mucho éxito entre los otros chicos, más bien parecía invisible ante ellos, como Carla. A Pablo le fascinaba contemplar la pizarra de Carla siempre llena de extraños signos matemáticos para él. Podía pasarse horas contemplando a Carla experimentando con todos los aparatos y productos químicos que tenía a su alcance. Pablo era lo que se dice un niño “lento”, de esos que necesitan más explicaciones que los demás para comprender lo que se aprende en clase. En realidad, Pablo admiraba a Carla, también la apreciaba mucho porque Carla era capaz de pasar horas con él explicándole una y otra vez cómo dividir o cómo resolver un problema que para Pablo resultaba incomprensible. Así que Pablo, con la ayuda de Carla iba pasando de curso y aprendiendo poco a poco. Pablo era muy alto y fuerte. Tenía la misma edad que Carla pero casi la duplicaba. Un día, en la ciudad de nuestros protagonistas comenzó a escasear el agua. No llovía, se secaron los embalses, ¿qué estaba ocurriendo? La preocupación de todo el mundo era mayúscula, ¿qué podían hacer? Probaron todos los métodos pero seguía sin llover… En televisión, prensa y radio las noticias eran alarmantes… Científicos y estudiosos se desesperaban… Necesitaban una solución ya. Cuando Carla se enteró de la gran desgracia que estaban viviendo, decidió investigar para solucionarlo. Dicho y hecho, pero para ello, necesitaba la ayuda de su gran amigo Pablo. Había que subir al pico “Escaladucho”. No tenía fuerza ni preparación para ello, pero, según sus cálculos, si conseguía subir, pondría en marcha un experimento científico que nunca antes nadie imaginó. Pero allí estaba Pablo, su gran amigo. Ni corto ni perezoso, Pablo preparó su equipo de escalada y se colocó un arnés en la espalda, unido a su amiga. Comenzó a escalar por aquel escarpado pico tirando de Carla. Como si de una pluma se tratara, consiguió llevarla hasta la cumbre. Después de darle las gracias, Carla se dispuso a llevar a cabo su experimento. Sacó de la mochila lo que aparentemente era un aparato de radio. Al abrirlo, apareció una especie de cúpula transparente con agujeros y puntos brillantes. De cada punto, y ante el asombrado Pablo, comenzaron a salir pequeños rayos de luz que se volvían redondos y tomaban formas distintas… Pero, ¿qué era aquello? ¿Nubes? ¿Era posible? Ya lo creo que sí, de alguna forma incomprensible para Pablo, de allí surgían nubes, y no solo eso, al contacto con la atmósfera de la montaña, se hacían enormes. Y… ¡Estaban cargadas de agua! El cielo se nubló por completo. Pablo y Carla descendieron apresuradamente hasta llegar a las faldas de la montaña. Corrieron al refugio forestal con el tiempo justo para no mojarse. ¿Mojarse? ¡Sí, por fin llovía, llovía a mares, los embalses se estaban llenando! Toda la ciudad reía de contento, saltaban, querían mojarse… Pero también se preguntaban cómo había sido posible con tanta rapidez. Entonces aparecieron Pablo y Carla con la máquina inventada por esta última. En un rasgo más de su bondad, la donó a la ciudad para que hicieran uso de ella siempre que fuera necesario. Todo el mundo agradeció a los dos niños su hazaña. Ahora ya no quedaba una pequeña científica por descubrir porque todos habían descubierto a una nueva amiga y a un nuevo amigo con los que ser felices. FIN