anatomía del hipócrita 150728 - Mitos del Debate Educacional

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ANATOMÍA DEL
HIPÓCRITA
Alejandro Covacevich
Presentación
Los hipócritas no fingen. Antes de de engañar a los demás, se
engañan a sí mismos, lo cual los protege de traicionarse y les otorga
una gran ventaja desde el punto de vista evolutivo. Poseen una
personalidad central -con escasa memoria- que delega el control
total de la conducta en el
personaje más idóneo según sea el
escenario del momento. Entre aquéllos está el "defensor de la
honestidad pública" que, olvidando sus propias faltas, levanta su
dedo acusador contra la pillería impune o la indecencia, el
"admirador incondicional" que se siente leal cuando adula, y el
"ciudadano ejemplar" que paga los impuestos que no puede evadir.
Este libro contiene 21 ensayos breves, que describen la
hipocresía y sus principales derivados como el cartuchismo, la
discriminación, el chovinismo, la estupidez y la corrupción, entre
otros, y su incidencia en los estandartes sociales más valorados,
como
la religión, la patria, la democracia representativa, la
educación o la inteligencia.
Alejandro Covacevich es Ingeniero Civil Químico y Profesor
Universitario. Ha publicado diversos ensayos de crítica social, como
“La Hipocresía en Chile” (1995), “Definición del Problema”, (2002),
“Observaciones sobre el Sistema Familiar”, (2006) y “Cartas al
Diario”, (2014), además de varios libros y textos relativos a su
profesión.
Índice
1 Anatomía del Hipócrita…….……………….…….…….4
2 La Insoportable Estupidez del Ser…………….9
3 Dignidad e Ignominia…………………………………… 17
4 Una Mirada a la Corrupción ……………..………22
5 Delincuencia………………………………………………………28
6 Naciones y Clubes de Fútbol………………….….31
7 Rotos, Indios y Sudakas………………………………40
8 Diálogos con la Sociedad………………………………47
9 Barreras a la Creatividad…………………….…….49
10 Introducción al Cartuchismo……………….. ….53
11 Desconfianza.………………………………………………….59
12 La Universidad actual en Chile………………….65
13 Un Ideal para la Educación………………… …. 70
14 Dos Intentos de Humanizar el Mercado 78
15 El Renuncio Católico…………………………………… 86
16 Religiones………………………………………………………….88
17 Aborto……………………………………………………………….94
18 Lenguas Mestizas……………………………….……….100
19 Escuchar y Sintetizar……………………….……..109
20 Violencias………………………..…………………………..116
21 Los Viejos……………………….…………………………… 120
1
ANATOMÍA DEL
HIPÓCRITA
Cinismo e hipocresía se suelen confundir, ya que ambos tienen
en común el beneficio propio, por sobre cualquier otra consideración.
Si bien bajo ciertas circunstancias podrían tener conductas
parecidas, los mecanismos mentales con que llegaron a ellas, son muy
diferentes.
El cínico está muy consciente de su objetivo y para alcanzarlo
sigue un protocolo estudiado. Posee técnicas, como la desfachatez, la
sorpresa o la extorsión, entre las cuales también está el fingimiento
consciente, que –definitivamente- no es su favorito.
El hipócrita, en cambio, sólo posee los personajes que habitan
en su interior, que podrían ser, por ejemplo, un hombre de bien, un
devoto admirador del que tiene enfrente, o un celoso guardián de la
honradez pública. Pero no finge: es el personaje que en un momento
dado eligió ser, y cualquiera sea su discurso, él lo siente sincero. En
otras palabras, antes de engañar a los demás, se engaña a sí mismo. La
naturaleza, en algún momento, captó que esa “inteligencia
operacional”, por llamarla de algún modo, lo libera de traicionarse, y
le otorga una enorme credibilidad, lo que lo hace más apto desde un
punto de vista social. Mientras el cínico sabe que lo es, y no le
importa que se lo echen en cara, el hipócrita niega rotundamente
toda falta de coherencia, y se ofende si alguien se lo sugiere.
Todos adolecemos de algún grado de hipocresía, pues habita en
nosotros más de una personalidad. Cuando cada una ignora por
completo la existencia de las otras, el mal traspondría la línea de la
cordura, pasando a llamarse “trastorno de identidad disociativo”, en
el cual se ha perdido todo centro. En el hipócrita hay aún una
personalidad central –dotada de escasa memoria- que elige al
personaje más idóneo para alcanzar cierto objetivo inconsciente, y en
él delega el control total de la conducta.
Al revés del hipócrita, el cínico, no se siente ciudadano
ejemplar cuando paga los impuestos, ni leal, cuando adula. Es directo,
pasa la tarjeta bip! en el captador de la micro y luego de que se
enciende la luz roja y suena la alarma, mira al chofer como diciendo
¿ve que no tengo plata? A veces espera una fracción de segundo, a
que le contesten algo como “pase”. Pero si no, no se ofende:
simplemente pasa y se sienta en la única butaca desocupada -exclusiva
para discapacitados y embarazadas- y no le importa si sube una de
ellas, o un tipo con muletas. Está consciente de que los demás
deploran su actitud, pero le da lo mismo.
Ese, claro, es el llamado cínico del Transantiago (único lugar del
mundo donde el despojo se puede practicar abiertamente), uno de los
órdenes más básicos de la clase en cuestión. Otros, jamás han tomado
una micro y ejercen su vocación en ambientes como oficinas públicas,
juzgados y municipalidades, todos ellos, sitios aptos para hacerse de
interesantes comisiones, y a veces, incluso, es ese espécimen que
antaño seducía mujeres sin proponérselo.
Aparte de esos detalles, el cínico, si se le pide una opinión -y
también si no se le pide- entrega su verdad sin vergüenza ni malicia, y
sin importarle que resulte socialmente perjudicado él o algún
pariente suyo, como -por ejemplo- su mamá. En realidad, no capta muy
bien a qué se refiere eso de “salir socialmente perjudicado”. Tiene
muy claro su objetivo y sabe que la ética no es una aliada de su causa.
El cinismo, recordémoslo, es una forma de vida, y una respetable
filosofía que propone abdicar de todo paradigma o superstición social
-entre ellos, la ética- aunque la frugalidad que practicaban
antiguamente, ya no se considera imprescindible
El hipócrita -aunque también, si es necesario, se cuela en las
micros, e incluso lo hace con mayor soltura que el cínico- no se motiva
mayormente con la idea de viajar gratis. Contraviene normas y leyes
en forma solapada, pero si ve a alguien en actitud de violar alguna,
olvida automáticamente sus faltas y levanta su voz acusadora
esgrimiendo los eslóganes que difunden los canales, sobre el respeto
hacia los demás, la pillería impune o la indecencia. No ejerce dos
personalidades en un mismo escenario, a menos, claro, que éste deje
de ser favorable, y su ganancia principal es una imagen de honradez,
pureza y principios valóricos intransables, que le abre muchas
puertas.
El cínico es proactivo, es decir, fabrica los escenarios que le son
favorables. A veces, si lo que le conviene es el miedo de los demás, le
basta con la desfachatez. Si quiere obtener algo por la buena,
primero despliega su empatía y luego describe el excelente negocio
que tiene entre manos, al cual sólo le falta el capital. Antes de
despedirse, se las arregla para entregar la tarjeta de visita a su
interlocutor.
El hipócrita surge como respuesta a las circunstancias. Si se
encuentra con alguien importante, el personaje adulador coge de
inmediato el control. Si aparece un amigo íntimo y le pide dinero,
quien lo toma es uno que solidariza espiritualmente con su situación,
pues también sufre graves problemas económicos.
Al criticar, el hipócrita habla en segunda o tercera persona, y el
cínico, salvo fuerza mayor, lo hace en primera.
Por último, mientras el hipócrita llama ética a no hacer nada
incorrecto cuando teme ser descubierto, el cínico hace lo mismo, pero
no lo llama ética.
Obviamente, ninguno de los dos fenotipos existe en estado
químicamente puro, y se suelen fundir en uno al que he bautizado
“hipocínico”, muy frecuente en Chile, cuya característica, como el
nombre lo indica, es el “hipocinismo”, esto es, una filosofía vivencial
que
logra
convincentes
líneas
argumentales
combinando
características de uno y otro. Por cierto, hay actitudes exclusivas de
cada personaje. Las siguientes son ejemplos de sus reacciones típicas
en temas que están o estuvieron alguna vez, en boga.
Divorcio:
Hipócrita: La familia es sagrada, y el divorcio atenta contra ella.
Cínico: Para qué queremos divorcio cuando tenemos la nulidad.
Hipocínico: Además, es más simple y suena mucho mejor.
Aborto:
Hipócrita: Hay que defender la vida prohibiendo por ley cualquier
tipo de aborto, incluso el de la píldora del día después.
Cínico: Hay que permitir la píldora del día después, o si no, nos vamos
a llenar de rotos.
Hipocínico: “Les tengo una gran noticia: La píldora del día después
¡NO ES ABORTIVA!”
Pederastia:
Hipócrita: La Iglesia es nuestra madre. No podemos estigmatizarla
por unos pocos casos aislados.
Cínico: La ropa sucia se lava en casa.
Hipocínico: En los momentos difíciles hay que ser bien hombre. No
como esos maricas acusetes.
Ley de tolerancia cero:
Hipócrita: Es inmoral manejar en estado de intemperancia. Hay que
prohibir hacerlo desde con una copa adentro
Cínico: Me parece que hay un jarabe que neutraliza el aliento
alcohólico1
Hipocínico: Si uno tiene que manejar curado… bueno, lo menos que
puede hacer, es tomarse el jarabe.
Debe haber algo que me inclina hacia los cínicos, y que no puedo
encontrar en los hipócritas. Tal vez sea que saben que no son santos
aunque a veces simulen serlo2. Sus objetivos son pragmáticos. Si
tienen poder, lo ejercen sin miramientos, y si no, están dispuestos a
enfrentar la derrota con dignidad.
Los hipócritas, en cambio, están constantemente evaluando la
reacción del interlocutor, y se mueven en laberintos con recónditos
túneles de escape. Convocan a todos a una cruzada de honor, y se
pasan al enemigo, en el momento penúltimo: aquél en que aún pueden
esperar de aquél, una pasable acogida.
De ellos, lo mejor que puedo decir, es que difunden los
principios éticos vigentes, entre los dogmáticos de cualquier bando,
los que, a su vez, los transmiten a otros. Pero tal aptitud que -con
buena voluntad- podríamos admitir como punto a su favor, no los
convierte en héroes.
Septiembre de 2014
1
He sabido que también viene en comprimidos
Para distinguir a un hipócrita de un santo, existe la siguiente observación: “nunca vas
a ver a un santo dictando clases de moral”
2
2
LA INSOPORTABLE
ESTUPIDEZ DEL SER
De la estupidez miscelánea y universal, hay ejemplos notables.
Recordemos que en 1919, en lo que ha quedado históricamente
como una marca planetaria de la estupidez oficial, apoyada por
numerosos activistas antialcohol, como Carrie Nation, fue ratificada
la XXI enmienda de la Constitución estadounidense, que prohibía el
alcohol de beber en todas sus formas. La prohibición no hizo disminuir
el vicio del alcohol, pero estableció un inmenso mercado clandestino y
un auge considerable del crimen organizado. Fue derogada 14 años
después.
Tal marca destronó a la norma británica de los albores del siglo
XX, que limitó la velocidad de los autos a 3 Km/hora y exigió que,
delante de cada uno, fuera un tipo a pie, agitando unas banderas de
advertencia. Con toda la experiencia que habían acumulado durante su
Revolución Industrial, dicha iniciativa les permitió tomar, sin
contrapeso, la delantera del desarrollo automotor, a los alemanes.
Hoy se habla mucho de las virtudes del sentido común, pero
este sólo sirve para resolver problemas simples, por ejemplo:
-Si un camión se queda atascado en un paso bajo nivel y no
puede moverse ni hacia adelante ni hacia atrás, no es necesario
desarmar el camión ni demoler el puente: la solución es desinflarle un
poco los neumáticos.
Al camión, obvio.
-Si Ud. tiene una pesa de baño no muy precisa pues lo que indica
el dial depende de cómo ponga los pies, para saber su peso exacto,
acomódelos de modo que marque el mínimo, luego acomódelos de nuevo
para que marque el máximo y calcule el promedio. El mínimo no es
válido si -para lograrlo- pierde el equilibrio.
Pero en cuanto la cosa se complica un poquito, ni el sentido
común ni los paradigmas de moda sirven. Unos diputados (casi todos,
adalides del libre mercado) se escandalizaron porque los dueños de
las fondas para el 18, les cobraban a los mozos que servían en las
mesas, en lugar de pagarles, lo cual -según ellos- "era un insulto a los
trabajadores", y propusieron una ley para prohibir esa práctica
abusiva. La prensa apoyó entusiastamente la moción.
Otro congresista se oponía a que se subiera los impuestos a la
bencina y a los cigarrillos para mejorar la pensión de los jubilados
porque -decía- "los jubilados también fuman y andan en auto". Varios
honorables se lo tragaron, a pesar de que el argumento se puede
refutar con aritmética de nivel básico. Imagínese cómo será cuando
tienen que discutir asuntos macroeconómicos o sociológicos. Bueno, en
general, no aplican ideas propias sino que se limitan a copiarlas. Por
suerte.
Con el fin de que los autos vayan más despacio, ponen un letrero
que limita la velocidad a una cifra absurda, digamos, 20 KM/hra. El
resultado es que nadie los respeta3. Uno así, permaneció durante más
de 30 años frente a la Escuela de Carabineros en la calle Antonio
Varas, de Providencia. Cuando algún provinciano, ignorante del código
3
En realidad, el efecto de esos letreros es difundir la idea de que cualquier
señalización de tránsito o reglamento es obviable. La menciono sólo al margen, porque
en este artículo, al menos, a lo trágico he intentado bajarle el perfil.
tácito de la urbe santiaguina, se ponía observante de la señalización,
se le acercaba un policía y lo autorizaba a continuar a velocidad
normal a fin de disolver el gigantesco taco y acallar las bocinas. Si no
fuera porque la de las banderas de advertencia ocurrió en Inglaterra,
la nuestra podría haber sido galardonada como la más robusta y
persistente de los tiempos modernos, al menos, en materia de
tránsito. Pero, claro, somos un país chico, y los anglosajones quieren
ser siempre los primeros.
Las verdades a medias –incluyendo las generalizaciones
gratuitas y las estadísticas incompletas, pueden inducir acciones
erróneas o injustas. Si bien los datos se pueden manipular sin faltar a
la verdad, es mejor no atribuir a la malicia lo que se puede explicar
por la simple estupidez.
Cuando se informa que este verano ha
aumentado en un 1% el avistamiento de tiburones, se produce un
desbande de bañistas. No se dice, claro, que lo normal es que oscile
entre 4 y 5%. Del mismo modo, el hecho de que el noventa por ciento
de los causantes de accidentes de tránsito sea consumidor de azúcar,
no significa que –si va a manejar- sea recomendable no ingerirla. De
hecho, el 95% de los conductores sí la toman, de modo que -en lugar
de provocarlos- tal sustancia ayudaría a prevenirlos. Opino que no
ocurre lo uno ni lo otro, pero un dato estadístico pesa más que una
simple opinión.
El dogmatismo y la estupidez, tienen elementos en común. Ser
dogmático es una forma particular de ser estúpido, que consiste en
aplicar soluciones o respuestas estereotipadas sin analizar
mayormente si vienen o no al caso. Sus argumentos más socorridos
son frases cliché o generalizaciones aprendidas de oída, como “los
argentinos son pesados”, o “los chilenos dejamos todo para última
hora”, lo cual es un atajo engañoso. De hecho, algunos refranes son
sólo lugares comunes versificados o expresados como parábolas, pero
completamente falsos.
En el caso de “Nunca segundas partes fueron buenas”, por
ejemplo, su creador ¿no leyó la segunda parte del Quijote? ¿No
escuchó la Segunda Sinfonía de Beethoven o el segundo movimiento
de la Séptima? ¿No supo del segundo viaje a la luna?
Para “Lo barato cuesta caro”, digamos que puede ser, pero
nunca tan caro como lo caro, si es malo. ¿Le parece -sin ir más lejosque el Transantiago costó una bicoca? ¿Era barato el Windows Vista o
lo fue, viajar en el Titanic?
Respecto a la estupidez remanente -es decir, dejando fuera la
que está cimentada en dogmas “incuestionables”- debido a su infinita
vastedad de expresiones, formas, tamaños y colores, es poco lo que
se puede decir de ella. Lo que más los une, es que sus soluciones,
incluso, muchas de ellas, basadas en el sentido común -o lo que sus
representantes entienden por tal- no resuelven los problemas, sino
que los agravan dramáticamente. Los estúpidos remanentes con
iniciativa -generalmente, tipos musculosos y seguros de sí mismosarruinan cajas de cambio de autos cero kilómetro y lanzan agua a los
recipientes de combustible líquido que arden superficialmente. Los sin
iniciativa, son algo menos peligrosos: sólo se martillan los dedos al
tratar de enderezar un clavo, o pisan a las señoras al entrar
apresuradamente al ascensor.
En cuanto a la educación, para escribir acerca de la estupidez
es necesario dejar de lado aquéllas en las que el afectado es uno,
como profesor, pues, obviamente, se pierde toda objetividad. Más
equitativo resulta referirse a las que uno mismo comete.
Al sobrepasar la mediana edad, tenemos la propensión a
convertirnos en viejos gruñones. Nos enfurece, por ejemplo, que refiriéndose a la misión espacial Apolo 10 a la Luna- alguien diga con
toda tranquilidad “tengo fundadas sospechas que ese viaje nunca
existió”, en lugar de “tengo fundadas sospechas de que ese viaje
nunca existió”, que sería lo correcto. En otras palabras, no aceptamos
que los demás no sean capaces de discernir cuándo hay que decir
“que”, y cuándo, “de que”. Por suerte, ese perfeccionismo erudito (que
rara vez hace más entretenidas o eleva el nivel de las
conversaciones), alcanza su apogeo alrededor de los cincuenta, y
después decae, liberándonos de un sufrimiento que -en realidad- no
es tan difícil de convertir en resignación.
Los profesores practicamos estupideces que perduran más en
el tiempo, y ante las cuales, sin embargo, hemos desarrollado cierta
capacidad de autocrítica: reconocemos, entre muchas otras fallas,
nuestra incapacidad para dejar de expresar algún disgusto cuando se
nos exige pasar a un formulario electrónico estándar (claro que
distinto para cada una de las casas de estudio en que trabajamos),
ese Curriculum Vitae que habíamos diseñado con tanto esmero y de
cuyo poder como Carta de Presentación nos sentíamos tan orgullosos.
O cuando hay que transcribir a mano los datos fijos y las notas de
nuestros alumnos, desde una planilla Excel a una cartulina “oficial”,
que no acepta dobleces ni enmiendas.
Nos amurramos injustificadamente cuando nos fijan la
bibliografía que debemos usar en nuestras cátedras, resistiéndonos a
asumir el lugar que realmente nos corresponde, esto es, el de simples
vectores del conocimiento entre los textos académicos y las mentes
de nuestros alumnos, y no el que podría derivar del presuntuoso
apelativo de “maestros” que algunos se dan a si mismos.
Hay profesores, incluso, que sin entender nada de estrategia y
posicionamiento en el mercado, se permiten criticar que su
universidad invierta unos cuantos millones de dólares en adquirir un
sistema de software para que ellos pongan las notas, argumentando
que una planilla Excel habría podido hacer lo mismo y mejor.
Tampoco tienen reparos en criticar que algunas de esas casas,
fijen la estructura de las Memorias de Título y les exijan un mínimo
de cien o ciento veinte páginas, aunque con ello se fomente el
copy/paste desde Internet, se destruya el poder de síntesis y se
multipliquen los errores de redacción, hasta convertirlas en
documentos incomprensibles. Las memorias se han calificado siempre
según su peso. ¿Con qué derecho nos vamos a sustraer nosotros de
esa realidad incuestionable?
En fin, sin entrar a especificar casos, nos sigue -a vecesmolestando que se exacerbe la importancia de las apariencias en
desmedro de los asuntos de fondo. Pero son aquéllas y no éstos las
que toman en cuenta los pares evaluadores para otorgar la anhelada
Acreditación. A esos profesores, al parecer, esa realidad, o no la
comprenden, o los tiene sin cuidado.
La familia de normas ISO-9000 (sin las cuales –al parecer- no
podría existir la vida en el planeta) y otras parecidas, apuntan a que
las instituciones sean cada vez más perfectas, y -en torno a ellas- se
ha desarrollado la industria de las certificaciones. El proceso
consiste en la protocolización de todas las tareas, con lo cual -dicense elimina la dañina subjetividad. Después, unos inspectores verifican
que los procedimientos se atengan a las normas. A los encargados de
la certificación, acreditación, o como quieran llamarle, se les dan
amplias atribuciones, y como tal concentración de poder puede
derivar en corrupción, sólo son administradas por personas
probadamente honorables. Se entiende, pues, el revuelo mediático y
la incredulidad de las autoridades, cada vez que se destapa una olla.
Creo, eso sí, que las prioridades que aplican, podrían mejorarse.
Estuve por un par de días, en una clínica que estaba en proceso de
certificación. Nunca me había parecido adecuado que el propio
paciente, dado su estado de estrés, mareos, conexiones intravenosas,
procedimientos y tomas automáticas de presión, tuviera que asumir
también como estafeta de exámenes, facturas, recetas, bonos,
órdenes interconsulta y cuanto papel le pasan con el encargo de
“cuidarlo como hueso de santo, porque después se lo van a pedir”,
máxime si toda la clínica estaba interconectada a través de una red.
Pero ese procedimiento no se había tocado.
Se sabe que no efectuar los movimientos que exigen los
reglamentos (como, por ejemplo, “siniestrar” oportunamente las
pólizas), puede significar la diferencia -en caso de sanarse- entre
seguir viviendo en el nivel en que lo había hecho hasta entonces, o
dedicar el resto de la vida a solventar deudas médicas. Pero no
existían indicaciones para enfrentar a las Isapres y otras entidades,
como planes, seguros, etc., a los que los instructivos -todos parcialessólo se referían en la enigmática jerga de los acrónimos. Se dirá que
esos temas no corresponden a salud sino a administración, pero sé por
experiencia que -en el interior del paciente- se relacionan bastante.
Lo que sí se había implementado con rigor, era la norma de que
cuando un paciente es dado de alta, debe ser llevado en silla de
ruedas desde su pieza hasta su auto. Como yo no sabía eso, cuando el
doctor me dijo que ya estaba bien y me podía levantar, lo hice. Bajé a
pie a la cafetería y me quedé en una mesita del jardín sirviéndome un
cortado simple y con poca espuma, a la espera de que Alicia me pasara
a buscar. Cuando las enfermeras del piso lo detectaron, enviaron por
mí, portando la referida silla, y me subieron de nuevo a mi habitación
con la intención de que el viaje fuese el “normal”, es decir, desde allí
al estacionamiento.
Hubo alguna confusión cuando les dije que no tenía auto, y
después de discutirlo, me bajaron otra vez hasta la cafetería, donde
seguí con mi cortado que, desgraciadamente, ya estaba frío.
A veces la estupidez y la corrupción actúan coordinadas,
alcanzando un fuerte efecto sinérgico. Los funcionarios públicos
están bajo la constante mirada de una burocracia coercitiva,
implantada por los propios gobiernos para proteger sus espaldas. Si
un empleado público intenta ser eficiente, se ve obligado a inventar
subterfugios y “atajos” legales. Por ejemplo, quien tiene a su cargo la
contratación de un servicio y desea elegir al postulante que –
profesionalmente- le inspira confianza, le pide que, además de una
cotización propia, le traiga la de otros dos que ofrezcan lo mismo a un
costo mayor. Si no, tiene que elegir la más baja o exponerse a ser
interpelado bajo sospecha de malversación culposa, con penas
infernales. El fisco supone que si dos oponentes ofrecen lo que dicen
las bases, no hay ninguna razón para no optar por el mejor precio.
Pero lo cierto es que existen muchas maneras de atenerse a las
especificaciones aún bajando los costos. Si no lo cree, acuérdese, por
ejemplo, de las casas Copeva.
Con todo, si me preguntaran con cuál de las dos me quedo,
elegiría a la corrupción. Aunque también es invencible, al menos está
penada por ley, cosa que –incomprensiblemente- con la estupidez no
sucede.
Julio de 2014
3
DIGNIDAD E
IGNOMINIA
Es necesario crear una economía
capaz de contribuir a la dignidad
de los pueblos.
(José Luis Sampedro)
La ignominia era uno de los castigos que los romanos aplicaban al
cobarde o al desertor, y consistía en exponerlo al público sin la
cintura o ceñidor militar, o haciéndosela llevar floja y de una manera
afeminada. Para los romanos la ignominia presentaba, pues, tres
actores:
-Un sujeto que la sufría moralmente
-Un victimario (el estado), que la ejecutaba
-Un pueblo o parte de él, que la presenciaba.
La
mayoría de los asistentes experimentaba un goce que
resonaba con el dolor del sujeto, como dos cuerdas que vibran al
mismo tono y se potencian mutuamente. Los había capaces de sentir la
vejación ajena como propia, y solidarizar con la víctima, pero callaban
ante el frenesí generalizado, y también, insensibles que, simplemente,
se aburrían.
Platón y Kant definen
a la ignominia como la pérdida de la
dignidad y a ésta, como la capacidad de modelar y mejorar sus vidas
mediante el ejercicio de la libertad. Para Gandhi, es “perder la propia
individualidad y transformarse en el engranaje de una máquina”. Hoy,
Larouse la define como la afrenta pública que -con causa o sin ellaexperimenta una persona.
Ocurre cuando alguien baja de estatus y se ve privado de
derechos que considera esenciales. La intensidad del sufrimiento
moral no depende de la severidad del castigo, sino del diferencial
entre el estatus que el sujeto creía poseer y el que la pena le asigna.
Para un “lanza”, ir a la cárcel es casi normal, pero para un magnate que
malversa fondos, es degradante. De hecho, el temor a la ignominia,
para algunos puede ser mínimo y para otros, comparable y hasta
superior al que les infunden la enfermedad o la muerte, aunque rara
vez mayor que el de la tortura.
La segregación injustificada, ya sea por raza, género, orientación
sexual,
nacionalidad, nivel educacional u otras causales, es
ignominiosa para el sujeto que la sufre, pero también lo es aquella
cuyas causas la justifican o la hacen necesaria, por ejemplo, si se
descarta al postulante a un empleo, debido a antecedentes delictuales
que él creía ocultar muy bien, o si a un obeso se le impide subir a un
taxi colectivo donde queda sólo un asiento libre, o si quedan dos y a él
le cobran doble tarifa. A veces también la edad, la discapacidad
física, o una enfermedad, hacen necesaria la discriminación, aunque
el sujeto –tal vez por no creerlo así- se sienta vejado.
El término, no obstante, tiene alguna complejidad, ya que el
espectador puede sentir la ignominia del sujeto, aunque éste no la
perciba. El león que ha sido llevado al zoológico, y que -como único
medio para liberar energía- recorre hora tras hora el mismo circuito
en el interior de su celda, no sufre el dolor moral, sino sólo el dolor
físico de su situación, pero a un espectador que se ha puesto en su
lugar, el trato le puede parecer ignominioso, y sufrirlo como propio.
De igual modo, los habitantes de los guetos, los esclavos, o las
mujeres y niños maltratados sienten como normal el trato que les dan
si lo han recibido toda su vida, pero es posible –y esperable- que los
que lo presencian se rebelen a él.
Hay situaciones de ignominia que pasan desapercibidas para
todos, excepto para algún observador distante o desfasado en el
tiempo. Como ejemplo, está el occidental que se entera de la ablación
genital a que –en obediencia a su credo- se someten las mujeres
musulmanas para inhibir el placer sexual y el orgasmo, o lo que siente
la mayoría de nosotros respecto a un pasado en que la tenencia de
esclavos era un derecho consagrado. Tal como consideramos
ignominiosas algunas costumbres de otros lugares o épocas, es más
que probable, que nuestros descendientes consideren así a algunas
que hoy nos parecen normales.
Las actitudes de rebeldía supuestamente espontánea como la de
los judíos del Gueto de Varsovia, o la de los trabajadores que en 1907
bajaron hasta Iquique desde la pampa calichera, es probable que
hayan sido inducidas y guiadas por un líder sensible a la ignominia
ajena, y entrenado para producir ese tipo de rebeliones. Como la
reacción natural de quienes de pronto se dan cuenta de la injusticia
sufrida por años, suele ser la violencia irracional, se discute si el rol
de los agitadores sociales, esto es, personas que encaran a las
víctimas con la ignominia que no son capaces de sentir, es positivo o
negativo para la sociedad en su conjunto.
Si bien algunas prácticas como la relación homosexual y la
desnudez están dejando de ser ignominiosas, el desarrollo humano de
cualquier sociedad implica que un creciente número de actitudes y
costumbres que hasta algún momento fueron consideradas normales,
como la discriminación racial, el machismo exacerbado, el maltrato
animal o la extrema pobreza, por nombrar algunas, estén siendo
consideradas ignominiosas. Como ocurre con todo, debido a la mayor
conciencia de los derechos y a la comunicación vía Internet, tal
proceso se acelera.
Así, no es difícil descubrir en nuestra sociedad, situaciones
ignominiosas a las que nadie ha dado aún esa calidad. La vestimenta,
por ejemplo, es uno de los bastiones de la individualidad, y ésta se
resiente si alguien es obligado a vestirse de manera formal -esto es
“como se visten todos”-, sin que tal exigencia se hubiere expresado
en el contrato, o no existiendo un motivo de seguridad o de
identificación que lo justifique. Dignidad no es vestirse elegante o
acorde a los cánones sociales del momento, sino como uno quiere
vestirse. Son pocos los que perciben conscientemente la humillación y
menos los que levantan una voz de protesta, pero es sugerente que en
algunas empresas, las secretarias lleven uniforme y los juniors y
mandos medios, ambo y corbata, mientras los altos ejecutivos se
visten como les da la gana. Existen tratos indignos, como los que
prohíben a los vendedores de las tiendas de retail sentarse aunque no
haya clientes presentes y sí sillas desocupadas, o que obligan a los
telefonistas a contestar cualquier vejamen de parte de los clientes,
con una frase cliché igualmente sumisa y adulatoria.
Pocos reparan en que encargar a alguien la conducción de un
vehículo en el que está
pintada
la leyenda “Si manejo mal,
denúncieme al fono XXX…”, es un trato indigno, ya que pone palabras
en boca de la víctima sin siquiera preguntarle si está de acuerdo, o al
menos, dispuesto a decirlas. Se da por sentado que el sujeto no puede
opinar, ni siquiera en asuntos que le atañen directamente. Como se le
están pagando sus horas de trabajo, puede ser tratado durante ellas
como un simple objeto. Para la gran mayoría de quienes la presencian,
la escena es normal. Hay algunos que no resisten la tentación de hacer
una denuncia falsa para aumentar su diversión, y otros que se
conforman con mirarlo con curiosidad.
Todas esas cosificaciones, a quien las practica le resultan
naturales e inofensivas, como un resabio del derecho que detentaban,
no hace mucho, sobre sus esclavos, pero al subconsciente de las
víctimas llegan convertidas en un rencor
identificar la causa
En nuestra(s) sociedad(es), en fin, la
superioridad del dinero sobre casi cualquier
la gran mayoría está dispuesta a renunciar a
y al cabo, nadie puede vivir de ésta.
del cual les es difícil
mejor expresión de la
otro valor es que por él,
la propia dignidad. Al fin
La ignominia, sin embargo, como intuyeron los romanos, tiene un
rol social imprescindible. A pesar de su aparente crudeza, sigue
siendo - como los golpes del destino- la sanción más efectiva para
inducir un cambio de conducta en aquéllos a quienes aún se puede
rescatar del delito o del vicio, principalmente por 3 factores: su
efecto ejemplificador, la economía de su aplicación y el daño menor
que causa a quien la sufre transitoriamente. Diría que hace las veces
de una advertencia que los que sistemáticamente cometen delitos
menores o simples infracciones, no pueden dejar de tomar en serio, y
hasta salir de ella espiritualmente fortalecidos, como les ocurre a los
hijos de un padre severo, que transgreden la conducta que se espera
de ellos. En el caso de crímenes o delitos graves, en cambio, aplicarla
públicamente sólo introduce al castigo legal, una dosis innecesaria de
sadismo.
El problema es que nuestra cultura occidental, salvo en el caso
militar, la proscribe en casi todas sus formas, y la pregunta es si tal
descalificación no es sólo uno más de nuestros dogmas, esta vez en
nombre de los derechos humanos.
Noviembre de 2014
4
UNA MIRADA A LA
CORRUPCIÓN
Soy mayoritariamente cínico, así que me incluyo en el lema del
título, y no sin cierta arrogancia. Me doy cuenta de que la corrupción
es generalizada, y que así, la misión de los que quieren alcanzar algún
ideal de justicia o de desarrollo humano, es imposible. Nuestra
sociedad es como un hipotético grupo de hormigas que se propone
trasladar la pata de un saltamontes a la despensa de su hormiguero,
pero ésta no se mueve, porque cada hormiga tira hacia sí misma para
apoderarse de un trozo. Aunque la corrupción no es un invento local,
ideas como la del trabajo virtual o de la confianza en el prójimo, son
rechazadas de plano, con un argumento que todos entendemos:
“estamos en Chile”, es decir, en un país de pillos y aprovechadores.
Un par de ejemplos:
1) A una señora le falla la lavadora y llama a un Servicio
especializado. Después de examinarla, el técnico le presenta un
presupuesto por 38 mil pesos, pero en seguida le propone hacer él
mismo la reparación por sólo 20 mil, sin factura, se entiende. Le dice
que el dueño del Servicio le ha ordenado cambiar la pieza defectuosa
por otra usada que –a lo más- le va a durar un par de meses. En
cambio él le instalará un repuesto legítimo y sin uso.
¿Que qué hace ella? Acepta encantada, por supuesto, sin
siquiera preguntarse por el origen la pieza.
2) El dueño de una fuente de soda, compra el queso para los
sándwiches en una fábrica cuyo dueño es su amigo personal. Un día, se
le acerca uno de los vendedores y le ofrece -a $7.000 el kilo- el
mismo queso que él compra a $10.000. Mi conocido acepta pero le
pide la factura.
-A ese precio la venta es sin factura- contesta el vendedor
-Entonces te lo pago a $5.000 el kilo.
Cierran trato. Ahora mi conocido está impactado por
la
corrupción que lo rodea.
En ambos casos yo, y la mayoría de nosotros, habría hecho lo
mismo o algo parecido. Cuando la deshonestidad está en todas partes,
esperar que las personas respeten principios éticos que jamás les
fueron transmitidos con el ejemplo, es supererogatorio, es decir,
equivale a exigirles un comportamiento heroico, sin que posean tal
vocación. Bienaventurados los que lo hacen, pero la gran mayoría
somos cualquier cosa menos héroes, incluso cobardes.
Lo que me diferencia –y no sé si también a Ud.- no es mi
honradez ni mucho menos mi valentía, sino -aunque no lo confiese
públicamente- que me sé una parte de la maquinaria y no el
espectador inocente, que pretenden ser los personajes anteriores.
En otras palabras, no soy hipócrita. Puedo ver fríamente el rol que
desempeño y divertirme pensando en cómo hacer una sociedad
honrada a partir de una corrupta, tal como un estafador es capaz de
aconsejar con propiedad al resto, sobre cómo protegerse de tipos
como él.
Tratándose de faltas o delitos menores, mis conclusiones no son
en absoluto originales. Es más, sospecho que corresponden
aproximadamente a la “Tolerancia Cero” que aplicó el alcalde de
Nueva York para erradicar el delito generalizado, de sus calles y
subterráneos.
Actualmente, a los infractores se les aplican castigos tibios,
como multas o suspensiones temporales. Pero dichas sanciones son el
prototipo de la injusticia y desigualdad social: los que tienen el
dinero, pagan y quedan libres de polvo y paja, y aquéllos que no lo
tienen –aunque ese sólo hecho podría esgrimirse como un atenuanteson confinados a la infamante celda. En la práctica, la ley misma se
pliega al sistema de mecanismos regresivos que segregan a los
habitantes.
Por otra parte, muy pocos empezarían a pasar sus tarjetas bip!
por el lector de la micro si se hiciera una campaña educativa contra la
evasión en el Transantiago. Pero al enterarse de que a alguien le
aplicaron sin más, una pena ignominiosa, al menos lo pensarían, y si en
la semana siguiente otro de ellos tuviera el mismo tratamiento, y
luego dos más, creo que cundiría la alarma entre los evasores
habituales.
Es obvio que no se puede encerrar a todos los que no pagan el
pasaje de la micro -ninguna megalópolis posee cárceles suficientes
para albergar a cientos de miles de infractores o delincuentes
menores- pero ese extremo no es necesario: bastaría con que cada
semana –orquestado con algún despliegue mediático- un par de
polizontes pasara una noche en cana, para que la evasión disminuyera
ostensiblemente.
Claro que hacer cumplir la ley y lograr un cambio en la
mentalidad son cosas bien distintas. Una condición para que la
estrategia tenga efecto, es que se aplique en forma sostenida, al
menos hasta que la “honradez de trayecto”, por llamarla de algún
modo, se imparta desde la infancia, mediante el ejemplo. Si los padres
pagan su micro, a los hijos no les importará si lo hacen por miedo al
calabozo o por fidelidad a sus principios, simplemente harán lo mismo
o, al menos, sentirán algo de culpa si pasan colados. A partir de
entonces –si se quiere mantener el incentivo- como ya prácticamente
no habrá infractores a la mano, se necesitarán chivos expiatorios
voluntarios. O pagados, ¿por qué no?4
Hay un aspecto de la corrupción, que considero más grave, pues
deriva de su alianza con la hipocresía, el cartuchismo y la estupidez,
o sea, con lo más negativo de nuestra idiosincracia.
Las leyes están hechas para establecer y mantener un orden
social. Las hay bien concebidas, y otras -a las cual llamo hipócritas
(también podrían llamarse estúpidas), que operan en un escenario algo
más complejo. Desde luego, ambos tipos pueden enriquecer al que se
valga de ellas (sobre todo si ocupa un cargo público). De hecho, para
hacer una excepción a sus obligaciones fiscalizadoras, los que deciden
si se aplica o no, suelen requerir algún aporte en efectivo, como
ocurre, entre otros, con los inspectores municipales, y los actuarios
de los juzgados5.
Las leyes hipócritas son aquéllas que se promulgan, aunque el
legislador sabe inconscientemente que no se van a respetar pues cada
vez que oficializa un dogma, deja abierta una puerta lateral de
escape. Es lo que se hizo durante décadas, con la calificación de
“entidades sin fines de lucro” dada a las universidades, sin mencionar
para nada a las empresas relacionadas, hacia las que se desviaban las
ganancias. O con la negativa al divorcio y la habilitación de la nulidad
por incompetencia del oficial civil, o la condena al aborto y la tácita
aceptación de las clínicas clandestinas.
La corrupción mayor no radica tanto en la pillería intrínseca que
se atribuye a nuestro pueblo, sino en una manera de legislar, que
valoriza las apariencias por encima de la praxis. Leyes y ordenanzas
demasiado austeras o estrictas, aunque se ven muy bien en los
4
Recuerde que me declaro cínico.
Se decía, hace un tiempo que había dos tipos de actuarios: los “poetas”, que vendían
su “asesoría” por un billete de cinco mil pesos (que tiene la imagen de Gabriela
Mistral), y los “marinos” que exigían uno de diez (con la de Arturo Prat).
5
códigos, en los reglamentos, e incluso en las señales de tránsito, son
imposibles de cumplir y para que el sistema siga operando, en lugar de
modificarlas o eliminarlas, se hace la vista gorda a los actos y
costumbres que las pasan por alto. Por ejemplo, para anular el efecto
de aquélla que asignaba al Presidente y a los ministros un sueldo de
alrededor de un millón y medio de pesos, esto es, inferior al de
cualquier país de América, e incluso al de un alumno recién egresado
de derecho, no se mejoraban los sueldos, sino que se les entregaba bajo cuerdas- un sobre con dinero en efectivo. Para anular los
efectos de un letrero que limita a 30 Km/Hra la velocidad máxima en
una vía donde no existe mayor peligro, no se elimina la señal, pero se
permite que los autos la excedan. Ambos contribuyen a un ambiente
donde no respetar la ley ha pasado a formar parte de la cultura y se
proyecta a las futuras generaciones a través de los niños, que no
captan lo absurdo de la ordenanza pero sí el mensaje implícito de que
la ley se puede violar.
Con todo, hay leyes hipócritas que se justifican por razones
prácticas. El dogma de que “la justicia es -o debería ser- igual para
todos” tal vez podría remplazarse por “en cada caso, para establecer
el castigo, se hará un balance entre las acciones buenas y malas del
acusado”, pero eso resulta demasiado complejo y subjetivo. Aún así, si
bien la reincidencia es un agravante, no sé por qué, tener un
“irreprochable comportamiento anterior” es un atenuante, cuando
debería ser lo normal. Sorprendentemente los códigos no consideran
atenuante el haber tenido “un comportamiento heroico”, de modo que
si se descubriera que el Padre Hurtado fue pedófilo habría que
estigmatizarlo, o encarcelarlo, si aún estuviera vivo. Por supuesto,
situaciones tan incómodas como esa, se suelen arreglar
discretamente, pues el “comportamiento anterior” de la mayoría de
los héroes rara vez ha sido irreprochable, y no por eso dejan de ser
héroes. Aun así, conjeturar que en ocasiones el heroísmo les haya
surgido como compensación al vicio o a la maldad, aunque
indemostrable, es una idea perfectamente plausible.
Los legisladores hipócritas son individuos difíciles de
identificar pues se refugian en la personalidad más conveniente según
el caso y porque nunca -ni ahora ni antes-, tuvieron conciencia del mal
que causaban sus leyes. Cuando las promulgaron, incapaces de un
análisis más profundo, creían hacer un bien a la sociedad, y ahora, con
igual convicción, levantan el dedo acusador que los libera, de paso, de
todo cuestionamiento.
El caso de los políticos, es un ejemplo elocuente. Como muy bien
dice Joaquín García Huidobro, no existe una causa para que la clase
política concentre tanta deshonestidad. Pero hay ambientes
intrínsecamente deshonestos, en que a los recién llegados –fieles al
refrán “donde fueres haz lo que vieres”-, no les resulta difícil
adaptarse. En el Congreso, la necesidad de desembolsar muchos
millones para ganar cada elección, se ha compensado, no regulando
efectivamente el gasto ni el financiamiento, sino dejando de
fiscalizar al cohecho, lo que ha convertido a nuestro sistema en la
más feroz plutocracia de que se tenga conocimiento. Seguramente
hay muchos congresales que no se han aprovechado de la situación,
pero en rigor, todos están involucrados, ya sea por participar
activamente en la danza de boletas ideológicamente falsas o por
haber guardado silencio cuando su misión explícita era fiscalizar el
cumplimiento de la ley. Eso, claro, no se ha dicho.
Ahora bien, descubrir una verdad que ha sido enmascarada por
décadas, por doloroso que resulte, es un hecho positivo, pues permite
corregir la estructura que la hizo posible, tomando las medidas
adecuadas. Pero, como ocurre a todos los humanos, cometemos el
error de interpretarlo como una catástrofe recién acaecida, y
actuamos en consecuencia, esto es, buscando culpables, en la creencia
de que -una vez que todos hayan sido castigados- el asunto quedará
resuelto y se podrá volver definitivamente la página.
En este caso, como en muchos otros, el problema de fondo no
es que no se haya respetado la ley, sino que ésta es estúpida. Pero
nadie da la alarma ni se sorprende por ese hecho evidente. Si nos
centramos en sólo castigar a los culpables, en lugar de hacer leyes
realistas, es posible que consigamos que aquélla se respete, pero el
problema social, en vez de resolverse, tal vez se agravará, pues se
habrá cerrado la que -aunque ilegal y dañina- era la única vía de
escape habilitada.
Quisiera, por último, agregar un pensamiento relativo a la
efectividad de las penas, que, aunque muy simplificado, constituye una
variante respecto a los actuales criterios, digna de considerar.
La gran mayoría de los que cometen faltas o delitos menores,
como hurtar un dulce en un supermercado o no pagar la micro, no está
conscientes de que su acción puede ser castigada.
Para ellos es
efectivo aplicar un castigo breve pero ignominioso y que puedan
sentir como advertencia, como el descrito en la primera parte. Si es
por segunda o tercera vez, pasarían a la siguiente categoría, esto es,
la de los delincuentes habituales.
Para éstos, ni las advertencias ni la cárcel tradicional son
efectivas. La primera, desde luego, sería para ellos un buen chiste, y
la segunda, muy contraproducente (ver “Delincuencia” en este mismo
ensayo), por el aprendizaje delictual que conlleva, y por no incluir
ningún aspecto de la imprescindible reinserción. Sugiero, en cambio,
una medida “innovadora”, como la prisión activa, esto es, que -después
de un período de aprendizaje- desarrollen una labor constructiva
por la cual serían remunerados y podrían comprar sus alimentos. Como
en principio, el que no paga, no come, algunos captarían el sentido del
trabajo honrado.
El único caso en que tendrá efecto la cárcel tradicional, es el de
los delincuentes económicos o políticos, esto es, los que actualmente
se sienten inmunes a la posibilidad de tal castigo, pues todo lo
arreglan, ya sea con dinero o moviendo influencias. En ese caso, si
bien se les podría conceder los beneficios por buen comportamiento
que contempla la ley para los delincuentes comunes, las penas
deberían ser inconmutables.
Me parece que los tres tipos de castigo tendrían un fuerte
componente ejemplarizador.
Febrero de 2015
5
DELINCUENCIA
En momentos en que la delincuencia se considera uno de los
problemas más graves de nuestra sociedad, parece que la disyuntiva
es aplicar mano dura o dejar las cosas como están. Como se verá,
arengas y argumentos simples como “Basta de puertas giratorias” o
“No puede ser que sean puestos en libertad criminales que vuelven a
asaltar, matar y violar”, son consignas imprescindibles para los
políticos pues enfervorizan a la gente. Sin embargo, recuerdan al
entrenador de barrio que sólo instruye con frases como “¡Arriba mis
leones”! o “¡Fuerza muchachos!
“Declarar la guerra a los delincuentes” es una invitación al
heroísmo de los buenos para neutralizar o eliminar a los malos, y
corresponde a un primitivo recurso literario y cinematográfico que
logra encender la más simple de las emociones. “Luchar contra la
delincuencia”, en cambio, sugiere una estrategia donde no hay malos y
buenos sino un círculo que nos envuelve a todos, abarcando desde la
desigualdad de oportunidades al nacer, hasta la difícil reinserción
social. Como ocurre a cualquier estrategia, basta que un solo eslabón
falle o no sea tomado en cuenta para que todo el plan naufrague.
En cierta ocasión puse a mis alumnos la tarea de elegir entre
una serie de afirmaciones aquélla de la cuál estuviesen más
convencidos, y luego buscar argumentos que la cotravinieran
(ejercicio que induce a auto-cuestionarse, o sea, a abrir la mente).
Las afirmaciones eran del tipo “la justicia debe ser igual para todos”,
“hombres y mujeres deben tener los mismos derechos”, “a los
delincuentes hay que aplicarles mano dura”, etc., y fue justamente
esta última la que capturó más adherentes. Los argumentos en contra,
que insertaron para completar la tarea,
fueron del tipo “los
delincuentes también son seres humanos” o “es mejor dar
oportunidades e invertir en educación”. Todos tan piadosos como
inoperantes frente al gigantesco problema del delito.
Por un lado, aplicar mano dura significa que todos los
delincuentes deben ir presos (ya que la pena de muerte no existe).
Considerando que cárceles atestadas como son la mayoría de las de
nuestro país donde en las noches los reclusos duermen en el piso
haciendo “cucharita” y al amanecer salen a un pequeño patio y pasean
de un murallón a otro, intercambiando ideas de práctica delictiva,
enviarlos allí una temporada es tan pernicioso como darles un curso
gratuito para mejorar sus técnicas. Los jueces optan muchas veces
por dejarlos en libertad -provocando la indignación de los “ciudadanos
honestos”- aunque en realidad es la opción menos mala: en las
circunstancias actuales, el daño que son capaces de causar es menor
antes que después de haber pasado algún tiempo en esas escuelas de
delito que eufemísticamente llamamos Centros de Rehabilitación o
cualquier otro nombre pomposo. También –por supuesto-porque el
castigo (convertirlos en parias por el resto de sus vidas) es
demasiado cruel para un ser humano. De nada sirven, pues, la captura
de los delincuentes, las redadas ni todo el despliegue policial, y de
poco, los esfuerzos a favor de la seguridad ciudadana. Cuando un
delincuente muere aparecen tres que quieren reemplazarlo o
simplemente vengarlo.
Por otra parte, aunque comparto la idea de que el problema de
fondo es la falta de oportunidades, la desigualdad socioeconómica y la
falta de educación, entre otras, creer que medidas que apunten a
corregir esos defectos sociales van a contribuir por sí solas a
difundir la honestidad entre las mafias organizadas es tan utópico
como pensar que las buenas palabras pueden redimir a un asesino.
El eslabón no cubierto es desarrollar una infraestructura
carcelaria que los mejore y en la cual quepan todos aquéllos que
cometen delitos de cierta gravedad. Un país sin suficientes cárceles
adecuadas6 es como una casa sin WC. Podrá tener una hermosa sala
de estar, jardines, piscinas y dormitorios a todo lujo, pero los
excrementos estarán bajo las alfombras, detrás de las cortinas de
brocato o en los estantes enchapados, de la lujosa biblioteca. Me
atrevo a sugerir que contar con buenas cárceles es tanto o más
urgente que construir
hospitales, desarrollar una infraestructura
carretera, o comprar aviones de combate.
Desgraciadamente nadie podría llegar al poder prometiendo que
va a invertir una parte importante del presupuesto nacional en
construir cárceles, pues el “ciudadano honesto” se interesa tanto por
la vida en los centros de reclusión como por los mataderos de donde
sale la aséptica carne que lo nutre. Para él los presos son escoria
olvidada que se pudre lentamente en nuestras prisiones, sin ninguna
posibilidad de llevar una vida digna, ni adentro ni afuera. Cuando han
pagado su deuda no tienen otra opción que volver a delinquir, para lo
cual, ahora están mucho mejor preparados.
Las actuales cárceles para delincuentes comunes, carentes de
una infraestructura de reinserción, no aportan en nada a resolver el
problema del delito o a mejorar las condiciones de seguridad de la
población. Al contrario, sus moradores no sólo pierden años de sus
6
Dudo que la solución vaya por las cárceles enormes donde el amotinamiento y las
sangrientas luchas intestinas son el pan de cada día. Creo que va por cárceles pequeñas
con secciones de esparcimiento y aprendizaje y controladas, no por improvisados
gendarmes sino por profesionales especialmente preparados.
vidas, sino que –al quedar marcados- pierden toda eventual posibilidad
de alejarse de ese submundo y su única opción es volver a delinquir.
Febrero 2010
6
NACIONES Y
CLUBES DE FÚTBOL
Es curioso que los humanos -que hemos ido evolucionando para
mejor en tantos sentidos- hayamos creado engendros sin matices ni
moral de ningún tipo, como son las naciones, que -a pesar de sus
protocolos- se estancaron en la edad de piedra o, tal vez, en una
etapa infantil, en su manera de relacionarse. Ningún ciudadano se
escandaliza cuando el que lo representa, declara -sin tapujos- que
hará “lo que al país más le conviene”, lo que podría significar: si le
conviene vender su voto ante las Naciones Unidas, al mejor postor, lo
hará, y si le conviene traicionar los principios de equidad,
comprensión, clemencia y solidaridad, que tanto defendemos como
individuos, también lo hará. Suena espantoso, pero, es -al parecerexactamente eso lo que significa. Tal vez deberían decir “lo que al
mundo le conviene”, pero creo que, si bien dejarían su cinismo, se
convertirían en hipócritas.
Cuba, siendo un estado que acepta la diversidad sexual, apoyó
ante las Naciones Unidas, el derecho de los países musulmanes a
ejecutar a los homosexuales. Todo el mundo sabía que el objetivo
cubano era obtener el respaldo de Irán en sus disputas con Estados
Unidos y ante esa irrepetible oportunidad ¡qué importancia podía
tener que al otro lado del mundo, colgaran públicamente a unos
cuantos maricas! Cuando algunos gays cubanos le pidieron
explicaciones a su gobierno, el representante de éste les dijo que no
tenían nada que temer, que había sido un acto de “política” 7.
-Además, a la moción iraní seguramente la van a rechazar y eso
no depende del voto de Cuba, así que no tienen de qué preocuparse,
le faltó argumentar al encargado.
A quien quiera buscar otros ejemplos, le bastará hojear, con
ese prisma, cualquier diario.
En el campo internacional, cinismo, hipocresía y prepotencia se
confunden en un solo meta-concepto que –en lo más profundo- emana
de una causa: el chovinismo. Su símil humano es el que trata a las
demás personas como una nación trata a las demás naciones. Una
declaración de amor o amistad de ese personaje tiene el mismo valor
que las declaraciones de amistad y los pactos de no agresión entre
aquéllas. De hecho, los dogmas de Patria y Soberanía territorial han
superado al de Dios. Mientras “ateo” o “agnóstico” cobran fuerza,
significado y aceptación, “apátrida” es sinónimo de traidor. Mientras,
el principio de la “no intervención y libre determinación de los
pueblos”, es invocado por los países para desentenderse del
sufrimiento ajeno, y se considera aceptable que unos posean armas
atómicas, las santifiquen y las apunten hacia las capitales vecinas, lo
mismo es inmoral si lo intentan los que no pertenecen a esa élite.
Cuando hay litigios territoriales entre países, se encarga su
defensa a abogados que -al parecer- intentan trasladar la justicia
entre personas, al terreno de los estados, sin parar mientes en que no
7
La palabra “política” debe haber tenido alguna vez un sentido más noble que ese.
es aplicable en absoluto. Chile, por ejemplo, durante unos cinco o seis
años, en sus alegatos ante La Haya por la frontera marítima con el
Perú, adujo que lo que valía no era el principio de equidad, defendido
por éste, sino los tratados de límites.
Ignoro en qué consiste la equidad entre países y -que yo sepanadie se hizo esa pregunta. ¿Podría ser, tal vez, que el territorio de
cada uno, debe ser proporcional a la cantidad de habitantes, o que
todos deberían tener salida al mar, e igual número de yacimientos
petrolíferos? Ciertamente, es enorme la complicación que tendría
cualquier intento de acomodar el actual mapamundi a esos ideales.
Además la discusión se avivaría en cuanto los pozos de uno se
agotaran antes que los de otro.
Aún así, el hecho es que Chile -en las alegaciones- no impugnó la
existencia del principio de equidad, sino que se basó en la fuerza de
los tratados, aunque se hubieren firmado bajo el obvio desnivel de
capacidad negociadora que hay entre vencedores y vencidos. Para las
personas, los principios están antes que los tratados u otros
documentos, y si se demuestra que un contrato se firmó bajo presión
o es manifiestamente injusto, pierde su validez, sin importar los
sellos de legitimidad que ostente, ya que al firmarlo, el favorecido
cometió el delito de engaño o presión indebida. Pero ese argumento
tampoco es aplicable a los países, a menos que se pretenda atribuir
alguna traza de justicia a la primitiva ley del más fuerte.
Se discutió, pues, sobre un terreno jurídico más bien etéreo en
que todos los dictámenes posibles eran igualmente razonables e
irracionales. Lo único que podía hacer la Corte de La Haya, era
elaborar un fallo salomónico, es decir, el que hiciera menos daño,
posibilidad que Chile se apresuró a rechazar, aun sabiendo que las
únicas alternativas serían una nueva mediación 8, o el retorno a la
solución tradicional, esto es, la guerra, que -a pesar de que arrasa
8
Que otra vez carecería de base para un dictamen justo
todo a su paso y destruye la vida de miles de inocentes- fascina a
muchos, a ambos lados de la frontera.
La solución de la corte –llevar el litigio desde el litoral
sudamericano a una ubicación distante miles de kilómetros mar
adentro y tirar allí una diagonal, cuyo ángulo sigue siendo para mí un
misterio- obedece a una táctica elaborada: ambos litigantes quedaron
tan sorprendidos que, al no tener argumentos a mano, tuvieron que
aceptar.
Sospecho que, además, les entró pánico de que saliera a la luz el
impresionante gasto en abogados expertos en “justicia internacional”,
en que habían incurrido.
En las disputas entre países, los dogmas nacionalistas vuelven
irreflexivas a las personas, de modo que a los disidentes no les
queda otra que refugiarse en el silencio. En el diferendo de Chile
con Bolivia, por la salida al mar, si no fuera por el dogma del amor a
la patria, habría sido imposible que todos los habitantes de
cualquiera de ambos países sólo le hallaran la razón al suyo. Tal
polarización se encuentra fácilmente entre fanáticos religiosos pero
no en personan que razonan fríamente.
No hablo por Bolivia, pero en Chile, al menos, el circunstancial
“fervor patriótico” es tan fuerte, que si algún chileno se atreviera a
sugerir que Bolivia podría tener algo de razón, tal vez le apedrearían
la casa. Hace años yo no me habría opuesto a que lo hicieran
(mentalmente digo, porque en un sentido físico, tampoco hoy me
opondría), pero he cambiado mi manera de pensar. Estoy seguro de
que más de alguno de los políticos que formaron ese frente granítico
en defensa de la patria agredida, sabe que es una pantalla necesaria,
para protegerse. No de Bolivia, sino de una opinión pública
domesticada en el chovinismo, y que posee las herramientas para
sacarlos de sus cargos.
Como les sucede a todos, que Bolivia sea un país más débil que
el nuestro facilita el “patriotismo” y exacerba nuestra agresividad.
En la disputa con Perú las declaraciones no fueron tan tajantes ni
agresivas, y cuando, en el montaje de las uvas envenenadas con
cianuro, los americanos desplegaron parte de su prepotencia,
nuestros reclamos se fueron morigerando paulatinamente hasta su
extinción total sin pena ni gloria.
No creo que sea diferente en otros países, pero en los
desarrollados –al menos- los disidentes tienen tribuna. Hay
cantantes británicos que declaran sentirse avergonzados de las
“relaciones internacionales” de su país, por llamar de una forma
suave a la conquista a sangre y fuego con que construyeron su
imperio. Los americanos son capaces de satirizar e incluso hacer que
sus propias instituciones sean los villanos de una trama fílmica o una
novela de suspenso. Sartre no tuvo pelos en la lengua para denostar,
criticar –y algo más- a Francia y a los demás estados europeos por
las guerras genocidas que perpetraron por siglos en África. Pero
aquí seguimos hablando de la “Pacificación” de la Araucanía como si
hubiese sido una mediación para aplacar los frecuentes altercados
entre indígenas, y de la “Chilenización” del Norte como si se tratara
del envío de filósofos y profesores de cueca a los territorios
conquistados, para encantar a sus habitantes con la esencia de la
chilenidad. Sostenemos que lo que le quitamos a Bolivia fue el
resultado de una guerra justa –eso, al menos, es lo que yo creía
cuando estaba en preparatorias- y no una invasión en la que
prácticamente no encontramos resistencia. Fueron ellos los que nos
declararon la guerra –dirán- pero aprovechar esa imprudencia de
nuestros vecinos, cuando les teníamos bloqueado su puerto principal,
no da para enorgullecerse.
No estoy en contra de mi país. Todos hacen lo mismo, y no por
eso deja de ser una de las actitudes que hoy nos parecen normales y
sanas, y a las futuras generaciones, les parecerán bárbaras.
Claro que no todo es tan malo. Aunque su objetivo inicial fuese
sólo la colaboración industrial, la Unión Europea, sin ahondar en los
temas de equidad ni buscarle el lado “justo” a los tratados que
firmaron tras miles de años de violencia, ha logrado bajarle el perfil
al chovinismo y a las tensiones territoriales, que a nosotros –los
sudamericanos- nos caracterizan. Entre otras diferencias, allí las
personas atraviesan las fronteras sin que les pidan papel alguno, lo
que contribuye a que los nacionalismos a ultranza tengan una
importancia cada vez más baja. La guerra de los Balcanes fue sólo un
desgraciado paréntesis, pues, desde entonces ha imperado la paz. O
al menos, así fue hasta que Rusia empezó a encapricharse con
Ucrania. Humm… claro que Rusia no pertenece a la Unión Europea
Bueno, como sea, al observar el fanatismo de los pueblos, el de
los hinchas deportivos me parece menos descabellado.
Algunos piensan que la Economía es más importante que el
Fútbol. Craso error. Si Chile saliera campeón mundial y ese mismo
día un terremoto arrasara desde La Serena a Coyhaique, la gente
igual celebraría toda la noche en las plazas.
Comenzó como una actividad privada de unos pocos clubes, y
ahora es a la vez un gigantesco negocio y un ente que millones de
personas consideran su realización o fracaso, su escape del estrés, y
hasta su principal motivo de alegría, rabia o tristeza. Y todo eso, sin
moverse de su escritorio.
El fútbol remplaza las pasiones nacionalistas y religiosas que
antes eran monopolio de las guerras y otros espectáculos
sangrientos. Por ejemplo, cuando un jugador “fusila” al arquero
contrario, éste –si bien experimenta algún pesar por no haber
podido evitar que la pelota llegara a las mallas- no sufre la agonía de
irse para siempre de este mundo y no ver más a los suyos. Cuando un
conocido relator grita que un
jugador ¡mató!, ¡mató!, ¡mató!,
cuéntelos y va a ver que sigue habiendo 22 en la cancha.
Lo que al país le conviene es que la selección ande bien pues
cada partido que se gana incide en el bienestar de la nación.
Triunfar en uno importante debería -a nivel de gobiernoconsiderarse un objetivo estratégico por su efecto en el prestigio
exterior y en las encuestas internas, y ganar un Campeonato del
Mundo nos instalaría directamente en el Grupo de los 8, sin
necesidad de revertir índices de cultura, gastar plata en educación,
eliminar la pobreza, ni ganarle la batalla a la delincuencia. ¡Saque la
cuenta del ahorro que eso significaría! Una derrota inesperada, en
cambio, puede tener impredecibles efectos sobre la gobernabilidad.
Lo que los hinchas defienden y por lo que rasgan vestiduras no
es un plantel de jugadores, ni un entrenador, ya que -en rigor- éstos
no son parte de ningún club, sino seres que cambian de uno a otro,
según ciertas transacciones monetarias exorbitantes, de las que
algunos fanáticos se ufanan, como si la plata se la hubieran ganado
ellos. Lo que nos enfervoriza hasta el éxtasis, es la fuerza que nos
infunde una cerrada barra gritando por un nombre, que representa el
ideal que alguien nos inculcó de niños, y se nos quedó grabado a fuego.
En mi caso, a los siete años elegí al Audax, y como nadie me lo
había inculcado, no me percaté del trascendental compromiso que
estaba adquiriendo. Era un momento en que tenía que tomar
urgentemente una opción, pues la mayoría de mis compañeros de
curso ya tenían el suyo. Probablemente, durante el inconsciente
proceso de análisis, le mencioné -en algún momento- a mi hermano, mi
vaga simpatía por ese club, y una tarde que estaban trasmitiendo un
partido por radio, me dijo que estaba jugando mi equipo.
-¿Y cuál es mi equipo?- pregunté.
- El Audax, pues.
Fue el empujón que faltaba. Borges decía que los hechos más
importantes -aquellos que cambian la historia de la humanidad- no
aparecen en los diarios, y da como ejemplo al nacimiento de Cristo,
que jamás habría sido titular de prensa, ni siquiera a una columna. Del
mismo modo, los cambios trascendentales en la vida de una persona
son pequeños clicks que ocurren en el interior de la mente sin que ni
el mismo sujeto perciba su importancia.
Hersey y Blanchard, por su parte, dicen que, si en un juego de
embocar aros en una estaca, se da a los participantes la opción de
ubicarse donde quieran, las personas con espíritu de logro lo harán a
una distancia en que sus posibilidades de ganar impliquen algún
esfuerzo e incertidumbre, y no donde las cosas sean demasiado
fáciles, o tan difíciles que no haya posibilidades de éxito.
A juzgar por mi actitud, debo haber tenido, en ese tiempo, algo
de ese espíritu. El Audax, aunque rara vez salía campeón, solía
terminar entre los primeros cuatro, así que incorporé la camiseta
verde y la insignia redonda a mi identidad más profunda, y a pesar de
las malas campañas posteriores, ha seguido siendo por muchas
décadas, un valor irrenunciable. Si gana, duermo bien, y cuando está
en peligro de descender, sufro de insomnio. Deploro, eso sí, que hoy
sólo se hable de tres clubes, y los demás, Audax incluido, conformen
la eterna comparsa, o trampolín de jugadores hacia esos tres
“grandes”. Antes, no era así. Pero no hay lógica, ni razonamiento
esquemático que pueda apagar esa devoción infantil que a veces
juzgamos irracional.
Me pregunto, no obstante ¿Es menos racional esa pasión, sólo
por tener ese origen? ¿O será que las oficinas, la economía, el
trabajo, y las disputas territoriales entre países, esto es, lo que como
Homo Sapiens entendemos por realidad, no es la única, sino sólo la que
esta demente sociedad nos impuso?
Recordaré aquí un pensamiento recogido de Internet, cuyo
autor desconozco:
Todo es relativo... nada es corregible o discutible, todo es
válido, todo puede ser. La realidad es como una jalea sin forma propia
que toma la del envase/mentalidad que la contenga/observe.
A la larga, un país tampoco es mucho más que un territorio.
Todo lo aparentemente esencial, va cambiando: su gente, su
idiosincrasia, sus íconos. Tal vez dentro de un par de siglos, los
telescopios del Norte Chico serán realmente parte de Chile y no una
base que dejaron acá, civilizaciones más desarrolladas. Los
descendientes de quienes hoy los operan, y todo lo que ellos, con su
ancestral cultura, hayan creado, será tan chileno como el vino y la
cueca. Claro que eso no tiene mucho que ver con lo que hoy
entendemos por chileno, ni es una meta a que aspire un pueblo como el
nuestro, inclinado más bien al corto plazo. Es más, pienso que si se les
planteara eso como objetivo, lo interpretarían como la amenaza de
una invasión extranjera. Lo que enfervoriza a los nacionalistas es un
nombre, son las marchas militares y los coros de fanáticos. Después
de todo, el fútbol, así como el dinero, el sexo, y la Patria (dios de dos
caras) también son dioses por los que estamos dispuestos a matar y a
dar la vida.
Con todo, ¿qué es lo que al mundo le conviene?, o bien ¿tiene
algún sentido esa pregunta?
He pensado en un planeta en el que sólo existirían unos
cincuenta estados, como son los actuales Estados Unidos, es decir,
autónomos pero interdependientes. Cada uno tendría leyes propias,
pero habría también, leyes universales. Las competencias deportivas
convocarían barras numerosas y organizadas, los logros científicos y
artísticos enaltecerían al estado que los consiguiera, y las diferencias
culturales y las especialidades culinarias se valorarían. Al mismo
tiempo, un poder central afiatado y elegido popularmente, haría
inconcebible una guerra entre ellos.
Pero es sólo una utopía irresponsable, pues ¿qué nos motivaría a
seguir adelante una vez alcanzado? La existencia de tal sociedad sólo
es posible si hay un propósito que aúne a sus integrantes. En el caso
de las actuales potencias, como Estados Unidos y otras que
heroicamente han tratado de hacerle el peso, lo fue imponerse a las
demás naciones. Para el mundo globalizado, en cambio, no se ha
comprobado, por ahora, una amenaza extraterrestre. Dios parece en
franca retirada y dejando al amor cómo un don íntimo de cada ser, el
objetivo que me parece más plausible es el conocimiento del universo
y de nosotros mismos, que puede durar muchos siglos ya que -al
parecer- cada vez que la ciencia encuentra una respuesta, la
naturaleza le plantea nuevos enigmas.
Me han dicho que esa manera de pensar está muy cerca del
pensamiento religioso, y yo lo discutía. Pero ahora siento que, de algún
modo, es así.
Enero 2013
7
ROTOS, INDIOS
Y SUDAKAS
Según la definición de Wikipedia, el chovinismo “es la
creencia narcisista, próxima a la paranoia y la mitomanía, de que lo
propio del país al que uno pertenece, es lo mejor en cualquier
aspecto”. La ilusión de que el nuestro es admirado en todas partes, y
el inagotable anhelo de que sea una realidad, aparecen cuando a las
personalidades extranjeras que están de visita, se les pregunta aunque no venga al caso- qué opinan de Chile. Entonces se revela
como una relación de amor/odio con la Patria, su gente y los iconos
que la representan, como hace la mujer que, a solas, vilipendia al
marido que la maltrata, y en público se enorgullece de él.
Cuando la Patria es tocada, las oposiciones dejan de vapulear a
los gobiernos y todos, pobres o ricos, cultos o ignorantes, justifican
el proceder de los encargados de turno. Todos los gobiernos, sean de
derecha, izquierda o centro, cultivan esa adhesión incondicional para
que el recurso esté siempre disponible. Por eso, los acercamientos
entre países limítrofes, son efímeros e inconducentes: siempre se
impone el recelo y la desconfianza entre los pueblos.
Lo de más abajo -en cursiva-, es parte de la carta enviada por
Alejandro Eguren a sus compatriotas peruanos de todo el mundo y
que hallé por casualidad en Internet. La publico sin pedirle permiso a
su autor, pues del texto se desprende que no me lo habría dado 9.
Quisiera remitirle -a cambio- mi admiración. No es el discurso de un
chovinista sino el reto de un líder a su grupo. Y el hecho de que lo
haya escrito un peruano, habla bien del Perú: dudo de que en Chile
haya muchos que se atrevan a formular una posición semejante, pero
sí, millones dispuestos a exaltar lo grandioso de la Patria, para
compensar su total desprecio hacia ella.
Lo que tenemos que hacer es dejarnos de tanta lamentación
antichilena. ¿Sabemos por qué hoy día “LAN" es dueña y señora de
nuestros cielos? Porque nos hemos encargado de destruir a
"Aerolíneas Peruanas", "Aeroperu", a la legendaria "Faucett", y hemos
permitido que exista "Aerocontinente". Cuando los chilenos largaron a
esa línea de Chile -aduciendo que Zevallos era traficante de drogasprotestamos de un millón de maneras y nos dimos por injuriados hasta
en lo más profundo de nuestra peruanidad, pero resultó ser
bochornosamente cierto. Dejémonos, pues, de falsos patriotismos
zambocavéricos, dejémonos de "unida la costa, unida la sierra, unidos
el norte el centro y el sur", ¡porque es mentira! Dejémonos de “daré
la vida, por ti, Perú".
A veces el chovinismo deriva en xenofobia. En Chile, cuando un
lector planteó la urgencia de tener un camino continuo “que no
dependa de los avatares del clima ni de caprichos de ningún otro país
ni de ningún extranjero asentado en Chile” entendí porqué
pertenecemos al tercer mundo. Cada uno de nuestros países es una
isla que desconfía de las influencias foráneas y de sus vecinos y trata
de tener la menor relación posible con ellos. Sinceramente no creo
9
Reconozco que me estoy poniendo algo cínico.
que tengamos un tesoro tan valioso que cuidar (ni en lo social, ni en lo
político ni en lo cultural) como para exhibir ese chovinismo a todo
trance. Me parece estúpido encerrarnos en nuestras fronteras, e
invertir enormes sumas en proyectos nacionalistas. Lo inteligente es
establecer con nuestros vecinos y con los inversionistas extranjeros
un clima de confianza, colaboración y mutua dependencia.
Pero tal vez la parte más odiosa del chovinismo es su rechazo a
lo autóctono y a lo que proviene de sectores marginales, y que acá
comenzó cuando le cambiamos el nombre al cerro Welén por Santa
Lucía y al barrio La Chimba por Recoleta, cuando Andrés Bello declaró
que era peligroso educar demasiado al pueblo, pero inició una campaña
para erradicar los vulgarismos chilenos, entre ellos, el voseo
(mientras, el argentino era elevado por ellos mismos, al rango de bien
cultural de la Nación) para mejorar nuestro español.
Sé que está bien hablar en un lenguaje que fomente el
pensamiento, cosa que la mayoría de los chilenismos no hace, y es más,
reconociendo que lo mío debe ser una idealización de la mujer, con
ocultos componentes psicosexuales y machistas, añoro la época en que
ellas no decían palabras soeces, y nosotros frente a ellas, las
callábamos. Ahora, claro, mi aserto anterior suena anquilosado. Los
garabatos son impublicables, pero no tanto por soeces sino por ser
chilenismos. De hecho, sus equivalentes extranjeros se aceptan sin
objeciones. En las publicaciones deportivas, por ejemplo, los
futbolistas y los boxeadores tienen “huevos” (sin importarles que
éstos sean adminículos propios de las hembras) mientras el chilenismo
“huevas” sigue siendo impúdico. Las parejas “follan” (hay una película
que lleva ese nombre) pero ponerlo en chileno sería un escándalo.
Ya no se trata, pues, de la expresión, sino de su origen.
No en todas partes ha sido así: “descamisado” surgió en el
centro de Buenos Aires en el verano de 1945, cuando unos
manifestantes políticos –debido al agobiante calor- se quitaron las
camisas. Fue acuñado como término despectivo por los opositores,
pero los aludidos respondieron ungiéndolo como estandarte y consigna
nacional. Sans-culottes, significa sin calzones, una prenda habitual
entre los aristócratas de la Revolución Francesa, mientras que el
pueblo vestía sólo pantalones. El mote fue utilizado por la clase alta
para despreciar al estado llano, pero después engendró un personaje
que es hijo glorioso de la sang impure y de la revolution, e insignia de
una heroica categoría social.
Lo mismo podría haber ocurrido con “roto”, “indio” o “sudaka”
(dudo que
con “flaite”, término peyorativo de nacimiento), pero
hemos preferido renegar de ellos. En Chile, los rotos formaron la
montonera que derrotó a los españoles y nos dio la independencia, la
que se celebra con dos días feriados irrenunciables, además del
infaltable sándwich, en que las radios ponen cuecas y se instalan
fondas donde predominan los asados y la cumbia, nuestro segundo
baile nacional. Pero el dieciocho huele a cebolla, orina de borracho, y
vino litreado. Como en las ciudades existen poblaciones marginales y
guetos en los que prima el hacinamiento y la miseria y se llaman 18 de
Septiembre, a ningún alcalde decente se le ocurriría llamar así a un
bien de su comuna.
Roto es el participio de “romper” o “jugársela”. Es lo que queda
de uno, tras el intento –exitoso o no- de alcanzar lo imposible o
vencer a la historia. Así llamaron a los que volvieron al Perú con sus
vestimentas hechas jirones después de descubrir y recorrer Chile.
Son los batallones diezmados que regresaron a Santiago tras
romperse en la batalla de Yungay. Más tarde, Edwards Bello escribió
una novela clásica sobre ellos, y se les erigió varios monumentos, uno
está en la plaza Yungay y otro cerca de la cuesta Chacabuco.
Entonces, el vocablo, indirectamente glorificado en el Himno de
Yungay, pareció la consolidación de la nacionalidad chilena.
Pero –al parecer- eran vanos intentos de paliar el creciente
desprecio que inspiraban, y que explotó al apagarse los vítores del fin
de campaña. Prácticamente no existe quien se diga “roto” con orgullo,
ni quien deje de ofenderse si otro lo llama de ese modo. Hasta el
"roto encachao" perdió su antigua vigencia, y hoy, lo que se diga o
haga a su favor, como sinónimo de chileno, se estrella con el
generalizado desprecio hacia un vocablo al que hemos despojado de
toda su gloria, y convertido en insullto. Hablamos de nuestra falta de
identidad. Ojalá que -en algún discurso- alguien dijera “somos rotos” o
somos el “pueblo roto”, pero ¿qué autoridad cree que eso sea
necesario? ¿Cuál está dispuesta a desobedecer un paradigma que ella
misma no cuestiona?
“Indio”, por su parte, lanza su desprecio a las culturas
aborígenes y a quienes llevan un apellido oriundo del Chile
prehispánico. Para ellos, en lugar del apelativo “mapuche”, que en
mapudungún significa “hombre de la tierra”, y es el que se daban y se
siguen dando, los españoles los llamaron “araucanos”, que en
mapuduñol10 significaría “hombre del agua gredosa”, gente a la que
Ercilla describió como granada y soberbia. Mapuche, en cambio, es un
araucano desmitificado, es decir, flojo, borracho, ladrón, rencoroso,
y carente de toda nobleza. Cuando los nacionalistas exigieron que los
lugares fueran rebautizados con nombres autóctonos, en vez de giros
yankis, para el “mall” de la avenida “Kennedy”, se escogió “Parque
Arauco” y no “Parque Mapuche”.
Hoy, los mapuches pueden ser médicos, abogados o ministros de
gobierno, pero su apellido les sigue penando. Tal como los habitantes
de la “La Pintana” reniegan de su domicilio, los mapuches se cambian
de apellido para eludir el escarnio. Y lo mismo sucede con los
aborígenes de nuestros países vecinos.
En Youtube existen vídeos que lo llevan a uno en un tour por
principales ciudades, mostrando –además de sus atracciones- a la
gente que se desplaza en micros, taxis tradicionales y motos taxi.
Cuando la cámara hace una toma a vuelo de pájaro, se ve cómo en un
mismo cruce principal aparecen cientos de ellas, la mayoría
ocupados. No sé si será adecuado para Santiago, pero ¿por qué ese
10
Lenguaje imaginario proveniente de la mezcla entre el mapudungún y el español.
medio de transporte ni siquiera se ha pensado en Chile? Temo que
sea porque se considera muy rasca. Así, al menos, lo deduje de los
comentarios del público en una página de propaganda de dichas
vehículos. Están bien para Lima o Bogotá, pero ¿Santiago? Bueno,
podría ser una solución para La Pintana o la Legua, pero ¿Cómo evitar
que tarde o temprano lleguen a Vitacura? ¡Es seguro que si les
prohibimos la entrada lo van a tomar por segregación!
Elegimos en cambio los buses oruga que arrastran unas 30
toneladas de fierro, que cuando se trajeron, obligaron a ampliar los
pasos bajo nivel, que -si no están en pana por falta de mantenciónpara doblar tienen que abrirse a la pista contraria, obligando a
retroceder a los que vienen por ésta, y que en las horas valle
circulan desocupados ocupando 100 m2 de pista.
Realmente no era necesario pensar en esas desventajas para
intuir que era un absurdo adquirirlos.
En otras ciudades la
movilización colectiva está a cargo de máquinas pequeñas -como las
referidas motos-taxi o las antiguas liebres que teníamos en los años
60 y 70 –época en que aún no salíamos del añorado subdesarrollo y
por lo tanto éramos menos tontos-, que tienen más frecuencia, van
más rápido y no provocan tacos. Con ellas los paraderos no se
atestaban y el público tenía que esperar mucho menos a que pasara
la siguiente. En general siempre había una a mano. Es la solución que
eligieron los bolivianos, esos indiecitos sin mar, que no impresionan
con macroproyectos sino que tratan de resolver sus problemas, y al
parecer –contra todo pronóstico- lo están consiguiendo.
“Sudaka”, cuyo parecido con “okupa” no es para nada casual, es
un personaje sudamericano que llegó a España escapando de las
dictaduras instaladas en Argentina, Chile y Uruguay. En el centro
de Madrid -en lo que llamaron la “movida sudaka”- hubo grupos
de música andina que tocaban y cantaban con charangos, y guitarras,
iniciando una moda musical que –por un lapso- desplazó de las calles a
la española. El término, seguramente migró desde el rencor al
desprecio al convertirse en una discutible generalización de unos
cuantos connacionales y vecinos que aplicaban veloces técnicas –
chilenas, en su mayoría- para ganarse la vida sin tanto sacrificio. Sólo
en 1988 un grupo de mujeres residentes en España, entre las que
estaba la escritora uruguaya/española Carmen Posadas, creó el
colectivo Sudakas Reunidas, S.A. para luchar contra la discriminación
hacia las sudamericanas.
En nuestro continente, en cambio, en un intento de evadir la
estigmatización, el antiguo Campeonato Sudamericano de Fútbol
ahora se llama Copa América y los Juegos Sudamericanos de
Atletismo pasaron a ser “suramericanos”, con ere.
Son ejemplos del lado más oscuro del chovinismo, el mismo que
compensamos frente a los extranjeros cada vez que nos parece
oportuno, en las discusiones de los foros, en las competencias o en el
folclore, a través de un extático amor a la Patria.
24 de agosto de 2014
8
DIÁLOGOS CON
LA SOCIEDAD
1
Un ciudadano se enfrenta a la sociedad, a través de las
instituciones que la representan. Los siguientes diálogos, muestran
algunas de las asimétricas reglas del juego que esta le propone.
Caso a
Sociedad: Yo cuidaré tus gallinas, para que no te las roben. Tú
sólo tendrás que traer el maíz para alimentarlas. Eso sí, me quedo
con los huevos.
Ciudadano: Interesante, ¿cómo dijiste que se llama tu
negocio?
Sociedad: Banco.
Caso b
Sociedad: Me parece que tu hija podría servirme de
secretaria. Tráemela y le enseñaré a usar el computador. ¿Qué te
parece?
Jefa de Familia: Es que ella me ayuda con la casa y los niños
más chicos, mientras yo trabajo.
Sociedad: Pero no puedes comparar el futuro que le ofrezco
con el que tú le puedes dar. Impedirle estudiar, sería un egoísmo de
tu parte. Mira qué linda es mi casa. Una vez que aprenda, tendrá
buena comida, podrá recorrer a su gusto los salones y jardines,
bañarse en la piscina y ver televisión HD. Incluso tú podrás visitarla
de vez en cuando. ¿Qué te parece?
Jefa de Familia: ¿En serio?
Sociedad: Claro que tendrás que pagarme la enseñanza. Pero
no te preocupes, te daré un crédito. Bueno, y si me doy cuenta de
que no sirve para secretaria, te la devuelvo y listo.
Jefa de Familia: ¿Y si aún te debo dinero?
Sociedad: No te preocupes por eso. Me lo pagas en cómodas
cuotas.
Esta vez, la jefa de hogar no lo pregunta, pero -como
sabemos- el negocio se llama Educación.
2
La funesta noche del 11 de septiembre de 2007 fueron
detenidas más de noventa personas que estaban promoviendo
desórdenes pero todas fueron puestas en libertad. La televisión filmó
a varios que disparaban sus armas de alto poder contra los
carabineros, pero nadie hizo esfuerzo alguno por identificarlos y
capturarlos aún teniendo la prueba fehaciente de las cámaras. Todo el
peso de la ley -CDE incluido- se centrará en uno sólo de esos
individuos, simplemente porque dio en el blanco. ¿Cuál es la señal?
Felices van a estar todos los demás que actuaron ya que nada de la ley
caerá sobre ellos, con lo cual, el riesgo que se correrá al delinquir en
la próxima ocasión será casi cero. El asunto me recuerda la manada de
bisontes que huye cuando la persiguen los leones, y se relaja al
percibir que estos ya han atrapado a uno.
En Estados Unidos, el 11 de septiembre de 2001, no se buscó un
chivo expiatorio. Pero la menor imprudencia –como mencionar la
palabra “bomba”- significaba graves problemas para el sospechoso.
Tal vez ambos caminos sean injustos, pero el segundo tiene el
atenuante de ser efectivo.
Enero 2014
9
BARRERAS A LA
CREATIVIDAD
Actualmente los tipos peculiares sólo son aceptados cuando
tienen dinero, o sea, después de haber alcanzado lo que nuestra
sociedad entiende por éxito. Pero la apertura a una sociedad menos
inclinada a la censura o -peor aún- a la autocensura, es esencial para
superar el estancamiento intelectual.
El temor al rechazo provoca que todos los individuos de un
grupo se parezcan unos a otros, se vistan iguales, empleen en su
conversación los mismos términos y otorguen a sus existencias el
mismo objetivo. El grupo, por su parte, se encarga de volver a su sitio
a quien intenta diferenciarse.
Desde el interior del grupo, cada miembro cree estar haciéndolo bien si cumple con la norma, aunque eso signifique rechazar sus
inclinaciones, ocultar sus gustos, y en fin, disfrazar su propia
personalidad, desarrollando un insidioso estado de tensión.
Las grandes ideas, sin embargo, nunca surgen de grupos
homogéneos. Los albores de la ciencia crecieron más en un puñado de
islas del Mar Egeo que en las sólidas estepas de Mesopotamia, porque
en ese archipiélago podían mantenerse en contacto -sin fundirse
entre sí- distintas visiones del universo que generaron la primera
controversia. Los grupos homogéneos, en cambio, sólo pueden
dogmatizar los aportes al pensamiento para luego -al darse cuenta de
que no lo son- desecharlos por inútiles. La sabiduría se forma en el
interior de los individuos en base a asimilar contradicciones. Las ideas
filosóficas, los conocimientos científicos, y las actitudes de un
individuo o un grupo son casi siempre contradictorias. Lo mismo
sucede con las directrices con que nos bombardea la sociedad
respecto al desarrollo industrial, el respeto por el medio ambiente, el
amor a los animales, la pobreza de espíritu y el éxito, entre una
infinidad de tópicos. Incluso en la ley es aceptable un grado de
contradicción, en la medida que el que la aplique sea poseedor de
sentido común.
Muchos empresarios, consecuentes con la baja autoestima de
los chilenos, están llanos a desechar lo propio y a aceptar sin más lo
que viene de afuera. Así, modelos de organización, como Reingeniería,
Teoría Z, Calidad Total, Excelencia, Benchmarking y otros con igual
aspecto de panaceas yankis, fueron tomados al pie de la letra, y no
tardaron en desilusionar a sus seguidores. Para quienes las estudiaron
con beneficio de inventario, en cambio, resultaron positivas.
Las ideas de Calidad Total elaboradas por W. Edwards Deming,
por ejemplo, pueden dogmatizarse hasta el absurdo. Hacer las cosas
bien a la primera podría significar que todo lo que es experimental, es
decir, falible, quedaría proscrito. Los inventores de máquinas
voladoras que cayeron desde alguna cumbre dando frenéticos aleteos,
serían ejemplos claros de lo que no debía hacerse, ya que bastaba la
física teórica para demostrar que era mucho mejor tener alas rígidas
que batientes. El dogma proscribe tanto a los hermanos Wright como
al primer aeroplano desarrollado por Santos Dumont, un armatoste de
cabrestantes y cuerdas innecesarios para volar: ellos debieron haber
investigado en duraluminio en lugar de usar telas, y en vez de la hélice
(de tan bajo rendimiento) debieron haber tentado suerte con el
motor a reacción.
Por otra parte, es cierto que se necesitan industriales que
hagan las cosas bien (aunque no sea a la primera), pero también se
necesitan viejos que salgan a la calle en vehículos estrafalarios
inventados por ellos mismos, y ministros que se pongan nerviosos con
el protocolo, se les escapen gallos en los discursos y se vean
preocupados en las fotos, en lugar de esa eterna sonrisa de
optimismo. Se necesitan especuladores que vendan joyas en la plaza y
animadores que se equivoquen ante las cámaras. Se requiere
urgentemente personas que vivan en casas en las que el papel se desprenda de las paredes por simple descuido -como eran los padres de
Stephen Hawking - y no sea eso lo que más les importe.
En una sociedad de clases, el temor -de los que están arriba- de
que sus iguales los descubran haciendo cosas propias de los de abajo,
les impide ser libres. No pueden, por ejemplo dedicarse a la artesanía
y vivir de ella. No pueden bañarse -en el verano- en un río que pasa
junto a la autopista, no puede disfrazarse de estatuas y sólo moverse
para aquéllos que les dan unas monedas. Cualquiera de esas actitudes
los haría aparecer como fracasados y no son capaces de soportar tal
humillación. Aunque posean alguna habilidad, prefieren ayunar,
endeudarse, o emplearse en un trabajo esclavizante donde les
descuentan los minutos de atraso, obedecer ciegamente a un jefe que
sólo les paga lo que les permite –temporalmente- mantener un estatus
“digno”, dormir angustiados, y despertar con ojeras, antes que
cambiarse de barrio y soportar las murmuraciones y el descrédito.
Estoy hablando en general. Donde más frecuente es ese temor,
es entre los que están sólo un poco más arriba de la pobreza. En el
nivel social más alto, aunque no trabajen, no tienen necesidad de
endeudarse ni obedecer o rendir pleitesía a nadie para permanecer y
gozar los privilegios de ese estatus.
Salvo una encomiable minoría, no sienten, pues, necesidad o no
se atreven a cambiar nada en sus vidas.
Mayo 2013
10
INTRODUCCIÓN
AL CARTUCHISMO
A algunos sólo les importa
lo que van a decir los demás. A
otros, les importa lo que van a
decir las próximas generaciones.
(Yo)
La convocatoria que desplegó el destape organizado por Tunick
en las calles de Santiago, hace unos trece años -a pesar de los cero
grados, y de la importante final que a esa hora se realizaba en Japónfue mayor que en otros sitios, debido a la larga represión anterior. En
ese caso, la minoría opositora fue la Iglesia Evangélica que primero
invocó la “ley de las buenas costumbres”, y una vez que sus recursos
fracasaron, se tapó los ojos, dejando un leve resquicio entre el dedo
anular y el medio para –según dicen- testificar más tarde sobre lo que
estaba pasando.
“Buenas costumbres”, es una frase forense que se acomoda a la
subjetividad de cualquier ciudadano, pero procura dejar fuera de la
ley a todo comportamiento erótico-sexual, incluyendo, entre otros, la
exposición del cuerpo, el lenguaje y los modales que contravengan el
recato. Desde luego, sería más sincero decir “costumbres socialmente
aceptadas” en lugar de “buenas”, sin entrar en calificativos de valor,
pues el concepto es evolutivo: las “buenas costumbres” de hace
doscientos años eran distintas a las de hace cien, y éstas, muy
distintas a las de hoy. Lo más probable, entonces, es que nuestros
descendientes nos midan con una vara diferente de aquella con la que
nosotros medimos a nuestros contemporáneos.
La influencia internacional ha hecho que en Chile la visión haya
empezado a cambiar. Al menos, en las teleseries de después de las 10
de la noche, se usa un lenguaje algo más parecido al que -gústenos o
no- se escucha a toda hora en la calle, en las casas de estudio, en el
Congreso, y en las micros que van de Plaza Italia hacia el este, y sin el
cual, toda representación dramática perdería su esencia. Por otra
parte, los gobiernos han conducido campañas -reforzadas por los
grupos afectados por la discriminación- para que se acepte la
diversidad sexual, con tibios resultados y una minoría de furibundos
opositores.
Pero se mantiene el dogma de que una película de extrema
violencia es “de aventuras” y se puede exhibir en cualquier horario,
mientras que una con sexo, debe remitirse al horario para mayores,
criterio dudoso, si tomamos en cuenta la agresividad circundante.
Connotados comentaristas se lamentan de que el recurso “piel”, venda
tanto, y culpan a la “mentalidad del chileno” del interés que concita.
Si una actriz muestra uno de sus pechos, aumenta la sintonía por la
expectativa de que en unos minutos más, muestre el otro, o los dos.
Aún hoy, el sexo explícito se auto-regula, autolimita y autocensura en
las series hechas en el país, pero -curiosamente- se acepta sin
observaciones si es extranjera. Nadie dijo una palabra en contra de la
teleserie “Spartacus”11, pero los llamados a la moralidad abundaron a
través de foros y comentarios de la prensa escrita y radial en el caso
11
Para ahorrar comentarios les diré que se puede ver por Internet.
de “Reserva de Familia”, donde las escenas sexuales y los semidesnudos femeninos asomaron tímidamente y sin ninguna
extravagancia ni elemento que pudiera calificarse de sádico o
anormal, como sí los tuvo la primera.
Pero ¿cómo querían que fuese, después de todas esas décadas
de
represión sexual? Antiguamente la palabra “pierna” era
inapropiada para referirse a las extremidades inferiores de una
mujer. El contacto de pieles era pecaminoso incluso entre esposos, y
para no afectar demasiado al imprescindible recambio generacional,
en la cama, se separaba a los cónyuges mediante una sábana con
marrueco, una especie de aduana del pecado.
La nuestra era una época en que el término sexo era tabú, de
manera que no había cómo criticar o rebelarse contra su forzada
exclusión de las conversaciones, o la imposibilidad de referirse a él,
ni siquiera en términos académicos. Recuerdo el caso de una mujer
que fue denunciada y multada porque en la refriega por bajar de una
micro repleta, se le desgarró la pechera del vestido, dejando
expuesto uno de sus senos, y también la controversia que concitó la
idea edilicia de vestir las esculturas del Teatro Municipal, que
afortunadamente, no prosperó.
La excitación pictórica a través de clandestinos Playboys y
Pingüinos, y la consecuente masturbación -una práctica vergonzanteera el único desahogo posible para quienes –por temor a pecar o
timidez- no teníamos acceso a ningún otro tipo de “sexo” y sentíamos
los efectos y la tensión de ahogar un instinto a veces irrefrenable.
Además, era perniciosa: en mi curso, el cura de religión se había dado
cuenta –seguramente a través del confesionario- de que calificarla de
pecaminosa, ya no tenía efecto a favor de la abstinencia, y su
discurso iba ahora por el lado de que el orgasmo era un cortocircuito
cerebral que mataba cada vez a millones de irremplazables neuronas,
hacía supurar la piel, acortaba la vista y nos hacía infértiles. El clero,
por suerte, ya había renunciado al argumento de la muerte horrorosa
que sufrían los pajeros, y ya no se castigaba a la eyaculación onírica,
esa involuntaria y poco higiénica liberación nocturna, conocida como
“ida de cabras”.
Crecimos, pues, con el íntimo convencimiento de que el sexo –la
relación sexual- era un acto degradante e inmundo, sobre todo para la
mujer, paradigma del cual -como ocurre hoy con la homofobia- es
difícil desprenderse. Como las mujeres nos excitan, nos excita
también degradarlas o presenciar como las degradan.
Pero el cartuchismo es mucho más que mero miedo al sexo.
Siempre hay -al menos- una minoría que viola algunas costumbres,
con el beneplácito de un grupo y el rechazo de otro, que trata de
mantener a las conductas estacionadas en un recodo del tiempo. Sin
embargo, ¿cuántos de ellos murieron o huyeron del país a
consecuencia de la Legalización del Divorcio? Ninguno, que yo sepa
(además no habría tenido adónde ir). Tampoco, cuando se abolieron
los mayorazgos, ni cuando se decretó la igualdad entre hijos
legítimos e ilegítimos, o se aprobó el voto femenino. A pesar de que
en su momento lucharon con denuedo contra esos desmadres, hoy no
existe el que sostenga que fueron errores.
Los dogmas se aceptan fácilmente pues no necesitan
argumentos para legitimarse. Basta con que alguien recuerde lo que
aquél manda, para que los demás guarden silencio. Cartuchismo es la
incapacidad de cuestionar los dogmas y paradigmas arraigados, y sus
efectos abarcan desde el uso constante de frases, eufemismos y
juicios cliché o “políticamente correctas”, hasta la elección de sólo
colores discretos y la imitación indiscriminada, y lo mismo se hace
con aquellas instituciones que fallaron o cayeron en desgracia. Las
cárceles ya no son tales, sino centros de rehabilitación, las antiguas
sirvientas se convirtieron primero en empleadas domésticas y luego
en asesoras del hogar, con la absurda pretensión de que
cambiándoles el nombre también se modificaría su esencia.
Hay paradigmas aparentemente inofensivos pero que se
mantienen incólumes al confrontarlos con la realidad, como aquél de
que los pizarrones son negros y no verdes, o el que se ha instalado
en las teleseries, de que las madres, sin importar su edad, son más
altas que sus hijas. Pero también los hay, que limitan severamente la
esencia de las personas o son sólo fieles a alguna convicción
ventajosa para quines ostentan el poder, como aquél de que el dinero
vale más que el trabajo y la dignidad.
Uno de ese estilo, que –debido a la rebelión de algunos
afectados- está empezando discutirse, es aquél de que al Congreso sitio emblema de nuestra democracia, y al que ojalá asistieran
representantes, no solo de partidos y corrientes políticas, sino de
regiones, tipos de trabajos, estratos sociales, religiones e incluso
tipos de personalidad- se debe asistir vestido formalmente. Si cada
asistente, cuando está fuera del hemiciclo, se viste de la manera
que mejor lo identifica con quienes representa, no existe razón para
que tenga que renunciar a esa identidad cuando habla por ellos. Por
el contrario, obligarlo -o inducirlo por cualquier medio- a una
vestimenta estándar, es despojarlo de parte de sus convicciones,
alejarlo de sus electores o al menos de la forma cómo lo conocieron,
y consecuentemente,
reducir su potencialidad política y
parlamentaria. Siento que así, al menos, le sucedió al dirigente
sindical de Aysén que conquistó a sus electores por la sencillez y
claridad de expresión y pensamiento, y al convertirse en diputado
optó por mimetizarse con los demás.
La apertura de mente es un producto de la voluntad y la razón,
no una derrota de ésta. Una persona o una cultura cartucha, siguen
siéndolo aun cuando, por obligación, por imitación o por falta de
energía para sostenerlas por más tiempo, flexibilicen algunos de sus
mandamientos internos. Cuestionar un dogma, aún muy arraigado, no
es cambiar sin más, el rechazo por aceptación –creo que tal cosa es
imposible- sino refrenar el impulso de rechazo poniéndolo bajo el
control de la razón. Desde luego, no es cartucho, o está, al menos,
en vías de dejar de serlo, quien –en una discusión, es capaz de
escuchar al otro, buscando interiormente, argumentos y hechos que
apoyen sus ideas, en lugar de sólo los que le sirven para rebatirlas.
Creo que tal opción es la mejor con que puede contar el que quiere
crecer y acercarse a su esencia.
2 de Mayo 2015
11
DESCONFIANZA
Nuestra idiosincrasia es la desconfianza mutua, causante de que
muchas veces seamos incapaces de colaborar unos con otros. Los
profesores la adoptamos como sistema frente a quienes -se suponedeben aprender, no sólo de lo que decimos, sino -fundamentalmentede lo que hacemos. El “Paradigma del Engaño” -así lo he llamado- es “el
alumno que puede engañar, lo hará”, y en él creen -sobre todoquienes actuaron de esa manera cuando eran estudiantes.
Pero innovar -verbo tan de moda- significa también no hacer lo
que hicieron con uno, que es lo que ocurre –además de en educaciónen diversos ámbitos de nuestra cultura, formando círculos viciosos en
todo el espectro social. La mayoría de los que se forjaron a sí mismos
luchando contra la explotación de los malos empresarios, una vez
exitosos, engrosan el rol de los explotadores. Los que de jóvenes se
rebelaron en contra de la mentalidad conservadora de sus padres, se
convierten -de adultos- en defensores del estatus. Los que
despreciaron a los viejos, una vez tales, invocan los derechos de la
tercera edad. Los empleados públicos que reclaman mayor autonomía
para sus regiones, si consiguen ser trasladados a Santiago, se vuelven
firmes partidarios del poder central.
Así, el que alguna vez fue alumno deshonesto, se erige en
implacable guardián de la “Ley de la Honestidad Universal”, mientras
sus faltas, paradójicamente, le refuerzan la fe en lo imprescindible
que es él para hacerla cumplir. Tal paradoja se transmite de
profesores a alumnos, de padres a hijos, y de éstos a la generación
siguiente, perpetuando el círculo12. Tal vez tengan razón. Al fin y al
cabo, nada mejor que un ex ladrón, para ser policía, pues se conoce al
dedillo las artimañas más socorridas de sus antiguos colegas.
Sin embargo, lo que se trata es de crear un espacio sin policías!
La honestidad no es tanto un principio que haya que inculcar,
como algo que hay que proteger mientras el niño aun es inocente. En
cualquier esquema de justicia, es imprescindible distinguir al culpable
de los inocentes en lugar de meterlos a todos en un mismo saco. El
profesor que se para frente a su curso y los advierte a todos, de que
el que copie se irá con un uno, junto con informarles del riesgo que
corren, les trasmite a aquéllos que no han pensado en copiar, que en
ese curso todos copian, lo que en la mente infantil se convierte en “yo
también tengo que hacerlo, para ser como los demás”.
Creo en la estrategia de dar por sentado que todos son
honestos, la cual se puede aplicar mejor en aquél punto crucial, en que
el niño debe captar su lado serio de las cosas sin que le resulte un
trauma demasiado fuerte. Por suerte las generaciones entrantes son
ingenuas y nos brindan la oportunidad de hacerlas mejores que
nosotros, aplicando psicología y una pizca de cinismo.
En un establecimiento que se ha ganado un nombre institucional,
en la primera prueba escrita, se le explica sucintamente a todo el
curso, lo que mide, así como la forma en que se va a corregir. Lo
esencial es dejar fuera cualquier alusión al tema de la copia, y en
12
No descalifico necesariamente a quienes así se comportaron cuando eran
estudiantes. ¿Cómo se podría culpar a alguien de actuar como lo exige la cultura
imperante?
particular, las trilladas advertencias sobre el castigo. Lo esperable es
que los que provengan de un ambiente en que tal práctica es habitual,
al ver que el mensaje del profesor no hace alusión alguna al tema,
sientan que se rompe su esquema y tal vez, que ahora el desafío no es
copiar, sino adaptarse al nuevo escenario. El profesor observa a sus
alumnos para resolver dudas de enunciado, y ayudar a los que han
olvidado la materia o están confundidos, sin hacerlos sentir que su
presencia significa vigilancia. Si ve a alguien haciendo trampa se
limita a tomar nota mental (o anotarlo discretamente), y en el
momento de devolverles la prueba con su nota, lo cita a conversar con
él a su oficina. Allí le dice –con una mezcla de sorpresa, y
preocupación- que le parece que copió, cosa que a él, como profesor
de esa institución en que están ahora, nunca antes le había sucedido 13.
El objetivo es hacer pensar al alumno que él es el único o, al menos,
uno de los pocos que lo hizo, y al sentirse al borde de la ignominia, tal
vez aprenda la lección.
Tratándose de la educación superior, en la vida real no suele
ocurrir que un profesional trabaje aislado pues lo que se busca en las
empresas es eficiencia y creación grupal. El sentido de que los
alumnos lo hagan así en las pruebas, reside en evaluar el desempeño y
los conocimientos individuales. Pero presenta cuatro inconvenientes
graves:
1º Es muy ineficiente: se pierden muchas horas que podrían ser
de aprendizaje, en evaluar el desempeño de una persona.
2º Se hace en un ambiente tenso, que nunca se le presentará
cuando trabaje.
3º Se centra en reprimir malas prácticas, no en fomentar las
buenas.
13
Es importante que el alumno sienta que está en un ambiente (la institución) distinto a
ese del que provenía.
4º No permite evaluar -entre otros aspectos- la capacidad de
integrarse o de liderar un equipo, ni proponer ideas o escuchar las de
otros.
Se me consultó, en cierta ocasión, qué método de evaluación
propondría para reemplazar al actual trabajo individual vigilado. Es
sólo un principio, pero formar grupos rotativos permitiría identificar
-mediante un algoritmo bastante simple- a quienes potencian y a
quienes devalúan los grupos a que les toca pertenecer. Tal vez, en los
trabajos, se debería identificar al integrante que aportó cada idea,
como se hace en las memorias al citar la bibliografía, o bien, que -tras
una etapa de discusión- cada uno escriba o exponga una parte.
No me cabe duda de que existen proposiciones mejores.
Un tercer factor (de perpetuación de la desconfianza a través
de la educación), es la política de exigir una justificación a las
ausencias, emitida por un externo. Si alguien falta a una prueba o a un
examen, la casa de estudio -para cerciorarse de que no estuvo
ausente por simple desidia o porque no había estudiado- le exige que
presente un justificativo médico.
Pero es injurioso
decirle a alguien que recién se está
conociendo “para que yo crea lo que Ud. me dice, debe traerme un
papel firmado por alguien digno de confianza”. ¿Qué me mueve a
sospechar de él y confiar ciegamente en alguien a quien no he visto
nunca? Está demás decirlo, pero el título de médico no es garantía de
probidad.
Al margen de que algunos faltan por razones de trabajo o
simplemente porque estaban resfriados -lo cual no ameritaba llamar
al doctor-, exigir ese documento, produce el efecto contrario al
pretendido: los que no tienen escrúpulos, se consiguen el certificado
con un médico amigo de la familia, mientras los demás, tratan de
explicarle al profesor por qué no vinieron. Ante la incomprensión de
éste -impuesta, a veces, por reglamento-, tal vez reclamen un poco,
pero al final aceptan el uno en la prueba.
También es posible que el profesor, para desembarazarse del
problema, los derive a la Oficina de Administración, donde –con un
sorprendente concepto acerca de lo que es ético y lo que no- se les
recomienda que se consigan un certificado. Con un médico conocido,
se entiende. Al final, los alumnos honestos tendrán que enfrentarse a
la disyuntiva de perder el año o pasar por encima de sus valores.
¿Qué cree Ud. que elegirán?
Y si es así, ¿por qué tenemos que obligarlos a decidir entre
obedecer a sus valores o falsear documentos?
Hay profesores que hacen caso omiso de la norma: si un alumno
falta y le dice que estuvo resfriado, o que no pudo venir por un
problema laboral o por cualquier otra causa, le creen y le dan una
segunda oportunidad. En la práctica, ésta existe aunque el afectado ni
siquiera la solicite, pero lleva implícita la advertencia de que esta vez
no valdrán las excusas ni aunque traiga una carta firmada por el Papa.
Ni el sistema educacional ni él, tienen recursos para terceras
oportunidades.
Lamentablemente, en algunas universidades, el mecanismo hoy
vigente, coarta la voluntad del propio profesor. Al alumno le basta con
presentar un justificativo en la Oficina de Administración para eludir
la sanción prometida.
No soy un asiduo de los recuerdos. Por el contrario, me parece
que la mayor parte de las cosas –incluso la ética y el respeto por las
normas de convivencia- se han ido perfeccionando, pero cuando yo
estudié en la universidad, era simple: existían pruebas parciales y
pruebas semestrales. Las parciales tenían coeficiente uno, mientras
que la semestral valía por sí misma y por todas las parciales no
rendidas. Al alumno ni siquiera se le preguntaba porqué había faltado
a ellas, ni se exigía certificados de nada. Desde luego, la semestral
era más difícil, y faltar a una parcial no era negocio.
El método actual está inspirado en la legalidad chilena –y tal vez
de todo el mundo- que difunde un código subterráneo de antiética y
perpetúa esa forma de vivir que, simultáneamente, vilipendiamos y
practicamos en todos los ámbitos: la del estado policial, con la ley
estricta, moral y justiciera, pero puesta allí sólo para tranquilizar la
conciencia, y al final, muerta, por inaplicable o contraproducente.
Creo que no enseñamos a ser honestos, sino a cumplir los reglamentos
para simular que lo somos.
Hay que reemplazar el miedo por la motivación. Dudar
sistemáticamente de la probidad de los alumnos es peor que creer
sistemáticamente en ella. Desconfiar de alguien que carece de malicia
es una manera de inculcársela. Si uno, en cambio, les entrega la
confianza a todos, se las podrá retirar a los que abusen de ella.
Lo planteado sugiere un cambio en las prioridades. Es más
trascendental que introducir nuevas materias o elaborar nuevas
mallas. No está afecto a los cambios tecnológicos ni por los métodos
de enseñanza. ¿Su costo? Es muy probable que, al menos al principio,
algunos se aprovechen y obtengan un título sin merecerlo, lo cual -por
lo demás- ocurre profusamente en las actuales condiciones. Es parte
del precio que debemos asumir por lograr un cambio positivo en
nuestra idiosincrasia.
Abril de 2013
12
LA UNIVERSIDAD
ACTUAL EN CHILE
Antes de la irrupción de las universidades privadas, el sistema de
educación superior adolecía de los problemas de ineficiencia,
burocracia y falta de recursos que tradicionalmente caracterizan al
estado, como aquél de que los funcionarios eran dueños de sus cargos
o la imposibilidad de incorporar capitales privados. Por otra parte, si
bien el sistema admitía alumnos provenientes de estratos socioeconómicos inferiores, la cantidad limitada de vacantes inhibía
cualquier intención de paliar -mediante educación- las marcadísimas
diferencias sociales. Otra causa de lo mismo era que los que
ascendían, se incorporaban a la elite y se hacían partidarios del orden
imperante.
Pero, dejando de lado las deficiencias anteriores, cuando las
universidades no eran más de diez, podían referirse con cierta
propiedad a “su cuerpo docente”. De hecho –salvo excepciones- un
profesor pertenecía a sólo una de ellas, postulaba, elegía a las
autoridades y participaba a través de éstas, en la creación de los
planes y políticas de su casa de estudios, con la cual se sentía
comprometido, incluso más allá de lo laboral. Había, en consecuencia,
en cada una, un sello institucional que no era impuesto por la fuerza ni
adoctrinamiento, sino por la natural identificación de los miembros,
con el medio que los formó. Algunos estaban a jornada completa y
otros compartían la jornada docente con el trabajo profesional. Los
primeros, en sus horas no docentes, actualizaban sus conocimientos,
preparaban sus clases, corregían pruebas, atendían a los alumnos y aunque con discutibles resultados- practicaban la investigación.
Tal como ocurre en cualquier conglomerado humano, cada maestro
tenía características propias, que el sistema respetaba. El modo de
enseñar, lejos de ser único, era, en importante medida, prerrogativa
del profesor, y casi independiente de los administradores y
directores. Se consideraba beneficioso que aplicaran su criterio y su
experiencia, eligieran sus libros y se movieran con cierto grado de
libertad en el contenido de su curso, en tanto éste contemplara un
conjunto esencial de materias.
En el escenario actual, las universidades tratan de proyectar la
imagen de focos de discusión y saber, pero son empresas, y como
tales, su objetivo esencial es la rentabilidad. Lo anterior no es una
descalificación, sino -simplemente- una asunción de cómo son en
realidad las cosas. Como se verá, el problema no es el libre mercado,
sino un conjunto de irracionalidades que parten con la identificación
del cliente.
Las empresas son, tradicionalmente, entidades que agregan valor
a cierta materia prima, convirtiéndola en un producto comercializable.
Para ello, cuentan con proveedores externos, de quienes adquieren la
materia prima, la transforman en producto mediante cierta
infraestructura que incluye instalaciones y recursos humanos, y lo
venden a clientes externos.
Al establecer una analogía entre universidad y empresa, algo que
se escucha en el ambiente académico, es que “la materia prima de la
educación, en cada uno de sus ciclos, la constituyen los alumnos que
ingresan, y el producto son los egresados”. El cliente de todo el
proceso sería, entonces, la sociedad en su conjunto, representada por
sus instituciones, empresas y aparato estatal, en tanto que la
infraestructura serían los profesores e instalaciones.
Dicho esquema –a no ser por ciertos aspectos incontrolables- se
ajustaría muy bien al funcionamiento de un país y sus necesidades de
desarrollo: las casas de estudio deberían, pues, pagar a las familias,
ya que son estas las que producen a los jóvenes que ingresan, y a su
vez, las empresas e instituciones -como clientes directos del sistemadeberían pagar a la universidad por cada profesional que contratan.
Pero está claro que nada de eso ocurre en el ámbito académico, ya
que, en el hecho, son los alumnos, sus familias, y el estado, quienes
solventan el costo de la educación superior. Desde luego, tampoco las
empresas compensan a las casas de estudio, sino que las ven como
proveedores gratuitos.
Actualmente existe indefinición respecto a quién es el cliente del
sistema educativo superior: dependiendo de la circunstancia, las
autoridades universitarias consideran a sus alumnos como clientes y a
sus profesores como proveedores, o bien, como materia prima a los
primeros y “cuerpo docente” a los segundos. La realidad, no obstante,
sólo calza con la primera definición. Los profesores que no están
contratados a jornada -esto es, más de la mitad- conforman de
hecho, una masa flotante de “profesores-taxi”, y “profesores–moto”14
que entre clase y clase deben desplazarse raudos por la ciudad para
cumplir medianamente sus horarios en diversas casas de estudio.
Cobran mediante boletas de servicio, por hora dictada, y su
compromiso mutuo con cada una de ellas, más allá de lo estrictamente
docente, no existe15. Por cierto, ocurre lo mismo con los que tienen un
contrato de plazo indefinido: si bien -por el tipo de éste- se
14
Yo era de los segundos.
Las casas de estudio –en rigor- son nuestros clientes, pero somos pocos los que así lo
entendemos.
15
consideran estadísticamente como de planta, son pagados según las
horas de docencia que les asignan y -en las restantes- enseñan en
otros sitios.
En el hecho, independiente del tipo de remuneración que reciban,
los maestros no son parte de la casa de estudio, sino sus proveedores
externos esenciales. Para la universidad actual, la materia prima es la
actividad docente y el conocimiento que ellos aportan. Los clientes
son, obviamente, los alumnos y sus familias. El producto es el servicio
de formación o potenciación que entregan, y el valor que agregan es,
básicamente, su prestigio y su infraestructura física, que incluye,
salas, laboratorios, equipos y bibliotecas.
En ese escenario, por cierto, la pretensión de cada universidad,
de poseer, un sello, o una “manera propia” de enseñar, así como la
existencia de un cuerpo docente, son falacias. Además, corresponde a
un enclave social muy reducido, que no alcanza a trascender a las
empresas ni a otras instituciones receptoras, sino que limita a la
universidad, al rol de intermediario o facilitador entre sus
proveedores, esto es, los profesores, y sus clientes, los alumnos. De
hecho, la universidad y las empresas -salvo en algunos trabajos de
titulación- casi no colaboran entre sí y no existe sinergia entre ellas.
Por otra parte, dado que pueden hacer clases de un mismo ramo
en diversos sitios, muchos profesores tienen a la docencia como única
fuente de ingresos y carecen de experiencia laboral en empresas u
otras instituciones, o han perdido contacto con ellas, convirtiéndose de hecho- en meros vectores entre los libros y sus alumnos.
Hay, también, principios educacionales que se ven distorsionados
como consecuencia de que el alumno es el cliente y no la materia
prima. Además de mermar la autoridad del profesor, las casas de
estudio se ven favorecidas si los alumnos pasan de curso y egresan,
aún con preparación deficiente, y si -en caso de tener que
pronunciarse ante un conflicto con el profesor- optan por aquéllos. No
estoy afirmando que lo hagan, sólo que el sistema contiene ese
incentivo perverso.
Por razones de marketing, las autoridades universitarias tratan
también de mantener viva la ilusión de pertenencia de su “cuerpo
docente”, y suelen convocar a unas reuniones de intercambio que, por
cierto, complican a los profesores taxi, pero rara vez son algo más
que informativas. Su objetivo real, es crear un espejismo de
participación que cae, previsiblemente en el vacío. La relación entre
autoridades y profesores, se acerca más a la de jefe-empleado -es
decir, basada en autoridad y mando vertical- que a la de clienteproveedor, cuyo principio activo es la negociación igualitaria. Los
organigramas son verticales y las comunicaciones fluyen
exclusivamente en el sentido de la gravedad, esto es, de arriba hacia
abajo.
Dos consecuencias de la indefinición, son que la discusión y la
controversia, inherentes al concepto de universidad, han
desaparecido por completo, y que la autoridad administrativa ostenta
predominio absoluto sobre la académica. Entrambas han desdibujado
a la educación superior en general.
Digamos, por último, que el esquema contribuye a la polarización
del poder económico, al proyectarse idéntico hacia la educación extra
o postuniversitaria, en que a las PYMES les es imposible capitalizar
las habilidades a las que -a través de ellas- acceden sus trabajadores:
cualquier mejoramiento curricular, ya sea financiando posgrados u
otra capacitación formal, o el aprendizaje a través de la práctica, los
convierte en mejores presas para las empresas grandes. Al irse un
empleado con años de servicio, es probable que éste alcance una
mejor remuneración y estatus, pero la pequeña empresa, que ayudó a
su formación, no recibe ninguna compensación por dicha pérdida.
Diciembre 2014
13
UN IDEAL PARA
LA EDUCACIÓN
Tal vez estoy equivocado en mi
Ideal,
pero
no
en
que
necesitamos uno.
La Utopía es la isla de Ningún Lugar, creada por Tomás Moro y
anticipada por Platón, que cobijaría a una sociedad feliz y completa.
Tiene una connotación holística, como el paraíso de las religiones
medio-orientales o el socialismo perfecto de Marx. Ambos sugieren
una estabilidad deprimente, pues en ellos, lo que hay es inmejorable.
En Utopía no existen anhelos, ni dolor, ni temor a la muerte. Y la
felicidad es una sustancia viscosa que todo lo envuelve, inhibiendo
cualquier emprendimiento. Me pregunto ¿cómo podría un utopeño
despertar cada igual mañana lleno de la alegría de estar vivo, y saltar
del lecho para insuflar el aire siempre prístino sin jamás aburrirse de
los colores del paisaje ni de las iguales caminatas al atardecer? La
sola idea me induce a devolver lo comido.
Un Ideal, en cambio, es un modelo dialéctico relativo sólo a un
proyecto, y su sentido es netamente práctico: ayudarnos a escoger
una ruta para perfeccionar o construir algo que deseamos. Si es
colectivo, es producto de una elaboración de principios o hipótesis
esenciales, que se discuten hasta llegar a un consenso o a un acuerdo
mayoritario. Un ideal es un faro que cambia, se aleja, y por instantes
se apaga, pero –superada la confusión- vuelve a encenderse. Si bien
se puede no estar de acuerdo con él, no tiene mucho sentido
impugnarlo por su transitoria inviabilidad ni por los riesgos que implica
dar cada paso. De hecho, éstos requieren un análisis de oportunidad, y
puede debatirse o remplazarse la manera de darlos, pero la ausencia
de ellos conduce a la indefinición y la vacilación frente a cada
disyuntiva.
Creo que en el actual debate educacional, dicha discusión se ha
omitido, y mi intención en este ensayo, es proponer algunos
principios en los que creo, y esbozar un modelo coherente con ellos.
I Introducción
La causa fundamental de la desigualdad social y de oportunidades
entre las personas, es la diferencia en el entorno en que nacen y se
crían, incluyendo el nivel cultural de las familias, el acceso a servicios
esenciales, el vecindario, la calidad de vida, la alimentación y otras
causales. Dicho escenario no se puede cambiar sólo con educación,
sino con ésta, más una política de largo plazo, con medidas de
acercamiento como la integración territorial, el acceso a servicios
como jardines infantiles, vigilancia, farmacias y lugares de
esparcimiento, la eliminación de guetos y la mejora de los salarios,
entre otras. Es más, dado que –debido a lo mismo- un alto porcentaje
de los niños de Chile, y –en general- del tercer mundo, sufre un atraso
en su desarrollo biológico e intelectual, centrar los esfuerzos sólo en
lo educacional, sería inútil.
Pero la esencia de un país es su gente, no sus riquezas naturales, y
para proyectar su capital humano necesita acercarse cuanto sea
posible al ideal de igualdad de oportunidades al nacer. Una política de
crecimiento económico que no incorpora a las personas como factor y
objetivo primordiales, sólo conduce a un espejismo de desarrollo que
durará mientras sus recursos físicos no se agoten o pierdan
relevancia comercial.
Sin embargo, el modelo socio-económico en que nos basamos
considera a las personas de escasos recursos, como un lastre de la
sociedad, y no como un activo potencial. El combate a la desigualdad y
a la pobreza, se basa en bonos de auxilio, caridad y solidaridad, idea
que se sustenta en el pensamiento y la moral cristiana, pero que sólo
logra perpetuar el statu quo. La educación no se ve como una inversión
imprescindible para el desarrollo, sino sólo como un derecho u
oportunidad que se les brinda a los alumnos, para ascender en la
inamovible escala social. Desde esa perspectiva, es natural que toda
inversión mayor en ella, parezca un gasto superfluo o derechamente
un despilfarro.
Ahora bien, en la discusión social, suele haber una visión
contingente, que antepone el crecimiento económico a cualquier otra
necesidad, y está referida -entre otros tópicos- a la situación
internacional, la política o los planes de gobierno, y otra, cuyos
argumentos –basados en principios- pueden parecer, a primera vista,
demasiado obvios.
Con la visión histórica que hoy tenemos, si el tema fuese la
abolición de la esclavitud, no sería aceptable el argumento de que
aquélla traería aparejada una crisis económica ni el de que los
esclavos no tendrían dónde ir. Se buscaría la forma de paliar ambos
efectos. Si lo fuese la implantación del voto femenino, su argumento
sería que las mujeres son seres humanos y que la sociedad no puede
prescindir de su opinión, aunque las estadísticas indicaran que el
ochenta por ciento no tiene interés en la política, o que lo que hay que
gastar en implementarlo no redituaría beneficios monetarios.
II Postulados básicos
1- La educación no es un bien de consumo, sino una obligación que
la sociedad impone a sus individuos, y un derecho de éstos a exigir
que sea de calidad. Si fuese un bien de consumo, la sociedad
obtendría sólo dinero a cambio, pero lo que recibe es un retorno a
mediano plazo -no sólo en bienes sino en desarrollo de las personaspor su esfuerzo educativo. Para alcanzar ese objetivo, es una
necesidad esencial que el educando también se desarrolle.
2- Estudiar y trabajar son obligaciones similares, en cuanto
ambas demandan el esfuerzo de quienes la acatan y que de ambas, la
sociedad en su conjunto obtiene beneficios. Pero actualmente,
mientras la segunda no sólo es gratuita, sino remunerada, estudiar
requiere un esfuerzo económico y endeudarse o convertirse durante
varios años en una carga para la familia, sin tener seguridad respecto
al logro.
3- Para reducir la desigualdad, sólo es efectivo generar instancias
igualitarias. Las medidas que, para paliar las diferencias, crean nuevas
desigualdades en sentido inverso -como cobrar menos a los más
pobres por un mismo servicio-, legitiman a las primeras y perpetúan
la segregación.
Lo anterior implica que, si bien pueden coexistir colegios y
universidades que –aunque normados en las materias esencialestengan diferente orientación religiosa o a-religiosa, de género, con
énfasis en los deportes o las artes, o con diversos criterios
educativos, y hasta colegios y universidades buenos y menos buenos,
no puede haberlos para pobres y para ricos. Tampoco es coherente
con dicho principio, que en un mismo establecimiento, algunos alumnos
paguen y otros no.
En ese sentido, el Servicio Militar, más allá de sus defectos, es un
laboratorio de igualdad e integración: además de preparar a los
conscriptos para la defensa del país, los capacita en un oficio y los
remunera, propiciando un ambiente de camaradería entre personas de
estratos y niveles culturales muy diferentes. Sería impensable que
alguno -cualquiera sea su procedencia social- tuviera que pagar por
rendirlo o que el sueldo lo recibieran sólo los de estratos más bajos.
4- En el caso de la Educación Superior, el costo de educarse
sumado al de renunciar a un eventual empleo remunerado, hace que el
obstáculo sea insalvable para un amplio sector, y la única opción
coherente con el objetivo de equidad es remunerar por igual a todos,
según la carrera, pero independiente de su estrato social.
Lo anterior se justifica no sólo por razones económicas: desde un
punto de vista psicológico, para todos, incluidos los que provienen de
familias de ingresos altos, la remuneración genera un fuerte
compromiso con la actividad. Además les otorga un primer nivel de
independencia de sus padres, favoreciendo la autoestima, y es
coherente con el principio educativo de que entregar la confianza a
todos y quitársela a quienes abusen de ella, es mejor que desconfiar
de todos por principio. En todo caso, el ingreso a las carreras
remuneradas debería condicionarse a una evaluación vocacional
positiva. En las actuales circunstancias, tal prioridad la ostentarían
las carreras de pedagogía. El monto de la remuneración podría ser el
equivalente al promedio de lo que aportan a sus familias los que
actualmente trabajan, o bien, variable según sea la necesidad de
profesionales de cada especialidad.
5- Los alumnos que entran son la materia prima, y los que egresan,
el producto del sistema educativo, pero en el actual modelo, son
quienes lo financian, es decir, sus clientes. Además de la distorsión
que ello trae consigo en la relación maestro/alumno, se está cargando
sólo en ellos, el costo de preparar el recambio generacional, esto es,
un bien del cual la sociedad en su conjunto no puede prescindir sin
arriesgar su propia subsistencia. Si bien, actualmente, ambos
métodos de financiamiento son imperfectos, el costo social es el
mismo si la educación la pagan directamente sólo los alumnos cuyos
padres pueden hacerlo o si se distribuye a través de impuestos, según
la capacidad económica de todos los entes sociales.
6- Los riesgos de una calidad defectuosa, los deberían correr
fundamentalmente los que educan, pero en el modelo actual, lo hacen
quienes –anticipadamente- pagan por ella, esto es, los alumnos, sus
familias, o el estado y, en muy menor medida, la casa de estudio. Como
los pagos del arancel son anteriores al proceso mismo y a cualquier
evaluación de su resultado, su rentabilidad sólo depende de cuántos
alumnos logren matricular y no de la calidad de los que egresan. Los
controles de acreditación no garantizan dicha calidad, pues no miden
resultados, sino que califican procedimientos e infraestructura,
suponiendo una relación causa-efecto que no se puede -o al menos- no
se ha podido verificar.
7- Suponer que el libre mercado es el principal causante de los
defectos de la educación, es como culpar a la democracia de los
fraudes electorales. Independiente de las actuales deficiencias del
modelo económico, una rentabilidad razonable de la inversión, es el
motor de este, y si a una actividad se la priva de ella, generalmente
se detiene. Un aspecto fundamental del modelo que se propone, es
alinear las leyes y controles del Libre Mercado con los ideales de
calidad. En él no existe aporte fiscal ni subsidio a la matrícula, sino
una retribución al éxito formativo de las casas de estudio. Dicho
estipendio –condicionado al resultado- es una de las palancas que
generan la calidad de la educación, que –por lo demás- no es un tema
del estado ni del gobierno de turno, sino un desafío permanente de
los educadores. Los gobiernos no pueden definir métodos de
enseñanza ni establecer requisitos previos, sino fijar reglas del
juego basadas en resultados mínimos.
III Protocolo
La siguiente es una sucinta reseña del procedimiento y las
condiciones en que fincaría el sistema.
1- Los establecimientos educativos serán financiados por el
estado según los resultados que obtengan. Habrá en cada ciclo un
examen nacional u otro mecanismo que califique a los egresados, cuyo
contenido y evaluación no dependerá de los establecimientos sino del
estado, y habilitaría al alumno para pasar al ciclo siguiente o ejercer
la profesión, según el caso.
2- Durante el proceso, el fisco pagaría a los establecimientos una
parte de los costos de cada carrera o ciclo, en tanto el aporte
correspondiente a la utilidad se haría efectivo cuando un alumno rinda
satisfactoriamente el examen nacional. Bajo estas reglas -para
cuidar su inversión- las casas de estudio seleccionarían a sus
profesores exigiendo mejores estándares de calidad y entregarían a
sus alumnos una enseñanza más personalizada, propiciando el
mejoramiento continuo de sus métodos educativos.
3- En los ciclos preescolar, básico y medio, la educación, sería
gratuita para los alumnos.
4- En la superior, además de gratuita, según la carrera, el estado
remuneraría por igual a todos, en un monto mensual equivalente al
promedio de lo que aportan a sus familias, quienes actualmente lo
hacen.
5- Los métodos de enseñanza no son prerrogativa del estado, sino
de los educadores, esto es, las casas de estudio, sus profesores y
quienes las dirigen. Dado que son ellos quienes correrán los riesgos de
una educación defectuosa, deberían tener libertad para desarrollar,
escoger y perfeccionar dichos métodos. Sin desmedro de eventuales
auditorías de avance, la principal herramienta de control por parte
del estado es el examen nacional.
Se observa que sólo se especifican grandes lineamientos. Entre
otros aspectos, es necesaria la confección de un mecanismo legal que
regule objetivamente la necesaria atribución de las casas de estudio,
de exonerar a aquéllos estudiantes que no satisfagan los requisitos
mínimos de rendimiento.
IV Efectos Socioeconómicos
El examen nacional determinaría la eficiencia de cada
establecimiento según la cantidad de alumnos que logren aprobarlo, y
reemplazaría a los controles de acreditación, como instrumento del
estado para establecer una orientación básica de contenidos y niveles
exigidos, eliminando la verificación de condiciones previas. En los
niveles básico y medio, esto redunda en que la mejor educación ya no
será la más exigente o tecnificada, sino aquélla que permita a las
casas de estudio admitir -y lograr que aprueben el examen nacionalincluso alumnos que no sean los más capaces. Con dicho objetivo, los
establecimientos -o los profesores- que lo desarrollen y/o apliquen
correctamente podrán ampliar su mercado. Si lo hacen -en cambioaquéllas que no posean la infraestructura o método apropiado,
probablemente incurrirán en infructuosos costos de operación. Tal
mecanismo -regido en esencia por el mercado- hace menos relevante
la fijación y el monitoreo estatal sobre métodos e infraestructura y
la intervención o clausura de un establecimiento por calidad
insuficiente.
En el terreno económico, se abandona la visión cortoplacista, tan
criticada y tan propia de nuestra cultura. Es esperable que la
inversión requerida por el cambio de paradigma, implique -a corto
plazo- una caída de los índices de crecimiento económico, pero
también, una robusta recuperación basada en el mayor
profesionalismo y justicia social.
Noviembre, 2014
14
DOS INTENTOS
DE HUMANIZAR
EL MERCADO
1 Alianza Estratégica
Hay personas que se sienten bien cuando se les rinde pleitesía,
pero otras -ante las frases recitadas, con que se cierran las
conversaciones de tipo comercial- terminan por hacerse insensibles
a ellas. A otros, simplemente les desagradan.
La viga maestra del éxito comercial es el marketing, y sobre él
se ha escrito infinidad de libros. El cliente es la persona más
importante que está en la tienda, hay que conocer sus costumbres y
–por supuesto- tenerlo siempre satisfecho, para lo cual, difunde
técnicas de seducción, como concursos, ofertas, puntos canjeables,
sorteos, y otros que van apareciendo a medida que evoluciona la
tecnología. Muchos derivan, por supuesto, en una flagrante violación
a nuestra privacidad.
El que considero más molesto, es el trato
vasallesco, o
falsamente afectuoso, que tiene su origen en la maquiavélica
sentencia de que “el cliente siempre tiene la razón”, a menos, como
he notado, que se pueda evitar. La atención a las consultas y
reclamos telefónicos de los clientes, parte con un desbordante
discurso sobre la importancia que para ellos tiene nuestra llamada, y
una súplica de permanecer en línea. Entrambas consiguen elevarnos
la autoestima hasta el fin del primer entremés musical. Para una
persona pacífica, el entusiasmo empieza a decaer a la cuarta o
quinta repetición del discurso y toca fondo entre la octava y la
décima, cuando cuelga con evidente descortesía hacia la grabadora.
Para que le quede claro lo que uno piensa de ella.
Por suerte, la exageración de ofertones, descuentos
preferenciales, liquidaciones, suscripciones o ventas con tarjeta,
cuyo objetivo primordial es seducir y cautivar al cliente, han puesto
en alerta a los ciudadanos comunes. Entre otras revelaciones, se
han dado cuenta de que las empresas son –a su vez- clientes de sus
proveedores pero tratan a éstos de manera muy distinta a como les
gustaría a ellas ser tratadas por los suyos. Por el contrario, cuando
encuentran una oferta mejor que las de su proveedor habitual, lo
cortan sin explicación de ningún tipo. Así, en el ámbito comercial la
cadena de doble estándar –dependiendo del sentido en que viaje el
dinero- se acepta como una manera legítima de operar.
Centros de poder como empresas importantes, supermercados
y universidades establecen con sus proveedores (vgr. contratistas,
productores o profesores), relaciones asimétricas en que se da
alguna o varias de las siguientes actitudes:
-
Se los descontinúa sin aviso ni expresión de causa
Los pagos se difieren varios meses
-
Les pagan un día fijo de la semana y por un par de horas
(por ejemplo, los miércoles de 3 a 5)
Se les rechazan partidas completas
Se les anulan unilateralmente órdenes de compra
Etc.
Proliferan los libros de marketing con triunfadoras recetas para
obtener máximo beneficio de los clientes (todas dentro de la ley,
por supuesto), y que a algunos les parecen sólo compendios de
técnicas para engatusar al prójimo.
Pero también han aparecido recomendaciones –mucho más
tímidas y sensatas- para obtener mejores resultados del trato con
los proveedores.
Aparte de cierto profesionalismo cada vez más heroico, lo que
generalmente motiva a éstos a entregar productos o servicios de
buena calidad, no es la posibilidad de obtener grandes ganancias,
sino la de alcanzar una relación estable basada en la confianza y no
en un contrato o una letra chica. Según Edwards Deming, el
ambiente más motivador se alcanza cuando establecen una alianza
estratégica, que no favorece a uno sino a ambos, lo cual –por lo
demás- es la única forma no estúpida de transacción que se puede
esperar entre seres humanos. No se refiere sólo al trato entre una
empresa y sus proveedores sino a cualquier acuerdo de dar y recibir
entre dos entes o grupos de ellos, e incluye desde las de la dueña de
casa con su casero de la feria hasta las que a veces se dan entre
empresas transnacionales. En ellas, en lugar de clientes y
proveedores se trata de “socios comerciales”.
La actitud se podría definir como de una confianza no ciega y
se alcanza sin necesidad de levantar un perfil psicológico ni firmar
escrito alguno. La dueña de casa no establece suscripciones con su
casero, no le paga por adelantado los víveres del mes siguiente ni le
ofrece una fidelidad incondicional. Tampoco deja de recorrer los
demás locales para comparar precios y calidades. Si encuentra
condiciones mejores, se las hace presentes a su proveedor habitual
y tal vez consiga que las iguale. También tiene con él, la confianza
necesaria como para hacerle encargos especiales y hasta obtener
consejos (lo que entre empresas del esquema tradicional sería
asesoría pagada) que le son brindadas gustosamente. No se trata,
pues, de aprender los puntos débiles del rival, sino los fuertes del
aliado.
Se comprende que un elemento esencial de ese trato es su
carácter implícito y no oficial. Al contravenir ese punto, la alianza
podría deja de existir, pues desaparecen los incentivos para que
ambos ganen y –al mismo tiempo- miren otras alternativas.
El único cliente con el cual no es posible establecer tal relación
es, lamentablemente, el Estado, dado que para éste cualquier
adquisición cuya conveniencia no se pueda demostrar en cifras, es
sospechosa de corrupción y puede exponerlo a la denuncia de los
partidos contrarios al gobierno de turno. En aras de la
transparencia, el Estado está obligado a llamar a licitación pública
cada vez que tiene que hacer una compra mayor a cierto monto. En
ésta, los proveedores saben que no se valora la confianza ni la
calidad sino el precio16, de modo que el fisco termina eligiendo la
oferta más barata y de peor calidad.
Hay empleados públicos –sobre todo, personas jóvenes- que
quieren ser eficientes. Pero a veces es la ley quien se los impide. Si
quieren elegir a un determinado proveedor o contratista porque le
tienen confianza, para salvar los aspectos reglamentarios y ponerse
a salvo de las indagaciones, le piden que –además de su cotizaciónles haga llegar otras dos, de empresas del mismo rubro, con precios
más altos.
Pero en la administración pública no existe incentivo ni
felicitación para los funcionarios que logran un contrato ventajoso
para el fisco. Por otra parte, los funcionarios que ya están
16
El fisco supone erróneamente que si todos los oponentes se atienen a las bases de
licitación no hay razón para no elegir la más barata.
corrompidos hacen lo mismo, pero con motivaciones muy diferentes
a la eficiencia común, y por ello, relajar la atención o las
reglamentaciones estatales sería negativo. Es difícil que el estado
pueda actuar de una forma distinta a como lo hace: si se admitiera
sin más el argumento de la confianza en el proveedor, los casos de
real corrupción proliferarían, con el consecuente desprestigio
gubernamental.
Una penosa conclusión es que la corrupción de algunos es capaz
de atemorizar y obnubilar la racionalidad de todos. Pero –en bien de
la propia transparencia- es bueno admitir que hasta los asuntos de
probidad tienen matices.
2 Responsabilidad Social Empresarial
Si todos estuvieran dispuestos a darlo todo por los demás,
nuestro mundo sería un aburrido paraíso sin intrigas, competencia ni
imponderables. Aún sin que eso ocurra, los conceptos de solidaridad
y caridad que poseen algunos pueblos, sugieren -de vez en cuandosu lado menos bueno.
En una situación de normalidad las personas compran
productos o servicios a empresas y personas con experiencia en
cada rubro. Como se sabe, la estrategia para cautivar un mercado,
consiste en venderlos a precios inferiores a lo razonable para
eliminar a la competencia. Los consumidores se ven favorecidos por
un tiempo, pero una vez alcanzada la meta, lo que queda es un
monopolio que maneja los precios a su arbitrio. Además, ha
desaparecido una cantidad de puestos de trabajo con el
consecuente desempleo y miseria.
Pues bien, si la intención de quien regala o vende a precios
inferiores al costo, no es maliciosa, sino que obedece a un impulso
altruista, el efecto social es el mismo: se produce una recesión
temporal del mercado, que puede tener un efecto irreversible para
los más vulnerables. De hecho, desempeñar gratuitamente la
actividad que a otros les permite vivir con dignidad, o regalar lo
mismo que otros venden es, para éstos, una violencia que genera
miseria.
Por supuesto, toda esa ayuda no es gratuita, sino que tiene un
costo social importante. En el incendio de Valparaíso, el efecto del
llamado a la solidaridad a una población previamente concientizada,
por decirlo de algún modo, fue que gran parte de los víveres,
medicamentos y ropa regalados haya ido a parar a los botaderos, y
que los voluntarios -a quienes, además, había que alojar y alimentarse estorbaran unos a otros en los senderos de las quebradas. Todo
eso, sin contar el trabajo o estudios que tuvieron que dejar de lado.
En teoría, al menos, si en una catástrofe, los que desean
colaborar, en lugar de bienes específicos, dieran dinero a los
damnificados, el efecto sería el inverso: la actividad económica
experimentaría un repunte pues los proveedores verían
incrementada su demanda y contratarían más personal. Pero tal vez,
esa ayuda no rendiría los efectos esperados, ya que parte de los
receptores, la emplearían en otras cosas como, por ejemplo, saldar
sus cuentas con los siempre atentos acreedores. En todo caso, si en
lugar de solicitar voluntarios gratuitos e inexpertos, el estado
contratara albañiles, ingenieros, conductores, colchoneros,
cocineros, etc., pagándole a cada uno lo que corresponde, el efecto
sería positivo. Creo, por último, que también lo sería si al menos –
previa selección- a los actuales voluntarios o a los damnificados que
quieran reconstruir sus propias casas, se les remunerara su trabajo.
Además, en todos esos casos, la calidad sería mejor, o al menos se
podría controlar.
Ya que un objetivo de los impuestos que pagan los ciudadanos,
es mantener un fondo de catástrofes, si se recurriera a él siguiendo
un plan preconcebido de emergencia, la solicitud de donantes y
colaboradores voluntarios, difícilmente se justificaría.
Pero en Chile es costumbre tener en cada casa una bodega -o
pieza de guardar- saturada de cosas inútiles para sus dueños,
húmeda en invierno y llena de polvo en verano, en la que pululan los
ratones y acechan las arañas de rincón, así que desastres como el de
Valparaíso -además de demostrar solidaridad- sirven para limpiar
conciencias y bodegas.
La solidaridad, aunque muy bien intencionada, puede
convertirse también en un arma de la codicia. Reconociendo el
aporte social de la Teletón, es injusto juzgarla sólo desde su lado
bueno, sin mencionar a los médicos y paramédicos especialistas en
minusválidos, que quedaron sin trabajo por su causa. Además,
¿cuántos le donaron dinero sólo para mejorar su imagen o legitimar
sus negocios y prácticas deshonestas? Sin ir más lejos, ¿cuántas
donaciones hizo La Polar mientras secretamente saqueaba a sus
clientes?
Según Wikipedia “Responsabilidad social empresarial (RSE) es
una forma de gestión que se define por la relación ética de la
empresa con los accionistas, y por el establecimiento de metas
empresariales compatibles con el desarrollo sostenible de la
sociedad; preservando recursos ambientales y culturales para las
generaciones futuras, respetando la diversidad y promoviendo la
reducción de las desigualdades sociales”.
La definición no corresponde exactamente a lo que yo
entiendo por RSE. Puedo estar equivocado pero mi idea se podría
explicar con la siguiente parábola.
Cuando un pobre le pide algo para comer, la actitud caritativa
es regalarle comida, por ejemplo, un jurel frito. Aunque la Caridad,
es una virtud teologal mucho más amplia, lo anterior es lo que la
mayoría entiende por ella. En todo caso, la acción, tal como está
señalada, sólo conduce a mantener el statu quo: mañana el hombre
se aparecerá a pedirle más comida.
Una manera práctica de librarse de él -en vez de regalarle el
jurel- es enseñarle a pescar. Claro que tendrá que regalarle también
un bote y una caña, lo cual sube los costos.
Pero hay otra opción: pasarle el bote y la caña,
comprometiéndolo a que le dé el 20% de los jureles que saque. Si él
acepta, Ud. instala una pescadería y con la plata que gana, contrata
instructores de pesca y compra más botes y cañas. Luego le ofrece
el mismo trato a todos los que llegan a pedirle comida.
La pescadería crece y es probable que Ud. también gane. La
empresa es viable mientras no estén en peligro los jureles como
especie, y pescar con caña, está muy lejos de constituir tal peligro.
En un sentido figurado, lo que se hace nuestro país es proveer
a los pobres de pescado frito gratis, capturado y cocinado por
voluntarios ad honorem de las instituciones filantrópicas. El gas y el
aceite se compran con fondos recogidos mediante colectas públicas.
El mar, en tanto, se entrega a empresas que -mediante una técnica
llamada “de arrastre”- capturan el grueso de los jureles, los muelen
y secan para que sirvan de alimento para pollos, y éstos se venden al
público - incluidos pobres y ex pescadores artesanales - a un precio
por proteína, 10 veces mayor que el de los jureles. Un problema,
claro, es que éstos se van a acabar pronto.
Es sólo una parábola. Pero creo que se entiende lo que
pretendo decir.
No me convence la solidaridad masiva y al bulto, que aflora
sólo en los desastres, y a la que se aferran las conciencias
intranquilas, básicamente, porque no forma parte del natural
humano, sino que es inculcada y -como tal- propensa a una temprana
deserción. Creo que la verdadera, es una disposición -permanente, y
capaz de superar decepciones- a entregarse uno mismo, al
semejante cercano que lo necesite.
Mayo de 2014
15
EL RENUNCIO
CATÓLICO
Desde la atracción natural hacia los niños –que en las
personas normales tiene una componente sexual muy amortiguadahasta la pederastia, hay un largo gradiente. Existen personas, en las
que dicha componente es algo mayor pero la controlan sin ningún
esfuerzo. También existen los que para contenerla recurren
inconscientemente a la cultura, y los que, además de eso, deben
extremar su voluntad para hacerle frente. Para algunos, la lucha
consigo mismos, llega a un extremo que los induce a consultar
especialistas.
La sociedad no tiene derecho a juzgar a ninguno de ellos ya
que los pensamientos, las emociones y los impulsos que no se
transforman en acción son un territorio exclusivo de quienes los
elaboran o experimentan. De otro modo, la vida sería una maldición.
De hecho, cuando la homosexualidad, otra supuesta aberración, era
condenada, el término se refería, no a aquéllos que la reprimían,
sino a los que la practicaban.
Pues bien, a los que -para no abusar de los niños- confiesan su
tendencia como un problema, o buscan ayuda médica, la ciencia les
ha puesto un nombre: pedófilos.
El problema es que por degradación del lenguaje, el término
se ha convertido en sinónimo de pederasta, es decir de aquéllos que
abusan físicamente de aquéllos. Entre éstos, algunos aún luchan y
sólo incurren en el aberrante delito cuando les resulta imposible
contenerlo. Los hay que no ofrecen resistencia al impulso y lo
liberan cuando se les presenta la ocasión. Están los que han
convertido a la pederastia en práctica normal y no sólo aprovechan
oportunidades, sino que buscan sus objetos de placer, y –por últimolos que montan organizaciones cuyo objetivo -encubierto o no- es
asegurarse la satisfacción.
Pero no sé si –fuera de la lealtad hacia los demás y hacia uno
mismo- habrá algún principio ético que no esté en permanente
revisión. Los demás, incluida la demonización y el rechazo a la
pedofilia, evolucionan. Tal vez, una criatura inocente que sea víctima
de la pederastia no quedaría tan traumada si no fuese porque la
sociedad de los mayores, le ha trasmitido que las actitudes
sexuales “contra natura” como la sodomía, el lesbianismo, la
masturbación o el incesto, son pecaminosas y vergonzantes.
Durante siglos prevaleció el dogma de que la homosexualidad
era un pecado mortal. Muchos crecieron con esa convicción y sólo
cuando llegaron a la pubertad se dieron cuenta de que se sentían
atraídos por los de su mismo sexo. Vaya dilema. O bien ¡vaya agonía!,
¿Dónde encontrar refugio? Conjeturo que tenían 3 opciones
principales:
la
muerte,
vivir
odiándose
o
practicando
clandestinamente la promiscuidad de su acosado submundo, o entrar
a la Iglesia Católica, cuyos miembros se consagran a Cristo para la
otra vida, mientras en ésta –cobijados en el grupo- consiguen
bajarle drásticamente el perfil a esa -para ellos- inadmisible
contradicción entre cuerpo y espíritu. La Iglesia Católica, como
todas las organizaciones, necesita asegurar su subsistencia y en tal
propósito, la homosexualidad juega un rol esencial. Para mantener
un flujo suficiente de almas es necesario condenarla puertas
afuera y aceptarla puertas adentro.
En cuanto a la pederastia, hace poco que dejó de ser un
secreto a voces, para convertirse en una práctica diabólica. Antes,
ser tocado por la mano de Dios o de sus representantes en la
Tierra, se consideraba una bendición, y hasta los más suspicaces
relegaban sus aprensiones a un lugar de la mente, donde “no
molestaran”, alentados por una comunidad de creyentes que hacía lo
mismo.
Sin duda que hay curas que desprecian el púrpura y los lujos,
prefieren el terreno al púlpito y hasta cuestionan esa caridad
hurtadiana de dar hasta que duela, sin esperar nada a cambio. El
padre Felipe Berríos, por ejemplo, sabe que la caridad no es dar
sino darse, y dedica su vida a liderar y organizar comunidades, es
decir, a crear la única herramienta capaz de devolverles la dignidad.
Para ello le sobra una cualidad que a los demás nos falta: la
humildad.
Pero gran parte de los restantes han sido desde siempre
pedófilos, y un tercio de estos, pederastas. Claro que eso –por sí
sólo- no significa que la Iglesia sea algo detestable, ni reside en
eso su renuncio, sino en su hipocresía, en su doble estándar, en
predicar algo y practicar lo contrario, y en el encubrimiento, si
ponerse duro amenaza su imagen de santidad.
Octubre 2013
16
RELIGIONES
No pretendo tomar partido por una corriente de pensamiento,
sino cuestionar un debate al que le falta definir nada menos que el
objeto de la discusión. Que aquél continúe sin necesidad de aclarar
ese punto, sólo se explica porque la palabra Dios es demasiado
inmensa, demasiado trascendental, como para que la conmuevan las
incongruencias terrenas. Curiosamente –aunque las guerras religiosas
han abundado en la historia- nunca han sido consecuencia del abismo
conceptual entre los litigantes, sino todo lo contrario: su cercanía.
Los súbditos de Alá y Jehová han tratado de exterminarse
mutuamente desde siempre, lo mismo que sunitas y chiítas o católicos
y ortodoxos, mientras ateos y creyentes no se maldicen ni
desenvainan sables: se lanzan ironías y se miran con cierta curiosidad,
como lo harían los habitantes de planetas lejanos. Tal vez están
demasiado lejanos como para discutir. Tal vez saben íntimamente que
poseen un espacio común o que evolucionan hacia él.
Entre una religión y otra hay diferencias, como los
mandamientos, los ritos, y las personalidades de sus mesías. También
en el interior de cada una, hay parcelas horizontales que tienen el
mismo dios y el mismo mesías, pero usan libros sagrados algo distintos
y se niegan enfáticamente unas a otras y, del mismo modo, en un
sentido vertical, en cada religión existen estratos horizontales con el
mismo dios y el mismo libro, pero en cuya letra algunos creen y otros
–sin desconocerlo- le dan a éstas diversos sentidos.
Las religiones medio-orientales, sean la cristiana, la judía o la
musulmana, consideran a Dios, un ser antropomorfo, misericordioso y
omnipotente que creó al universo, que nos manda adorarlo, y según el
grado con que nos hayamos atenido a las normas del libro
correspondiente, nos envía por toda la eternidad al paraíso o al
infierno.
Si por ejemplo, a un grupo de católicos se les recuerda lo que
describe la Biblia acerca de los castigos que impone Dios, algunos
declaran que en efecto así es Dios, y otros morigeran su adhesión. Lo
que pasa –dicen- es que la Biblia es metafórica y por lo tanto hay que
interpretarla sagazmente para acceder a su sabiduría. Lo que existe
es un ser supremo, esto es, “una inteligencia que habita en una
dimensión que los católicos llamamos Cielo”. Así lo de la forma humana
de Dios, es una parábola, y el infierno y los ángeles, alegorías. Hay
otras interpretaciones que extienden ese oscuro lenguaje a la ética
(me pregunto, si Dios quería que entendiéramos su palabra, ¿para qué
tantas parábolas, abstracciones y misterios?), a los milagros, a las
vírgenes y a los santos, estableciendo para cada uno, una especialidad,
y para cada pecado una pena terrenal (por ejemplo, ahorcar al vecino
si se lo sorprende trabajando un Sábado 17). Otros niegan al infierno
por obsoleto, pero envían a todos los pecadores al purgatorio para que
recapaciten, y también los hay que recogen las normas de conducta,
pero no premian ni castigan. Son formas distintas de pensar y aunque
deriven en resultados y conductas que a primera vista parecieran
17
Decir que tal párrafo es una parábola, parece la única forma de hacerla compatible
con culturas que evolucionan velozmente. Hoy –como sabemos- ni el judaísmo ni el
cristianismo aceptan que la gente haga justicia por mano propia. En ese sentido, al
menos, el Islam es menos estricto.
opuestos, todos son católicos, apostólicos y romanos. En su interior
las diferencias respecto a la estrategia de Dios, en tanto no empiecen
a llamarlo de otro modo, tampoco generarán conflictos.
Algunos creen en algún ser supremo más compatible con la
ciencia, que -de hecho- está detrás de ella y al que también llaman
dios. Para algunos, tal ser no tiene características conocidas. Otros
se reconocen incapaces de explicar nada que exceda nuestra limitada
capacidad intelectual. Lo que no es explicable (“llámelo como quiera,
incluso dios, si así le parece”), si llegara a dilucidarse, en el mejor de
los casos será accesible para la mente matemática de unos cuantos
genios.
Están, por último, los ateos duros. Algunos creen en un dios
llamado Átomo o en una partícula de éste. Otros niegan la existencia
de dioses de ningún tipo y, por lo tanto –infiero- de todo lo que no se
puede explicar por la ciencia.
Creo que me sentiría más cómodo en el grupo de los que se
declaran incapaces de resolver el enigma que en el de los que esperan
que algún día la ciencia se los desvele.
Pues bien, creer en Dios, no es un acto voluntario, pero no
creer, nos hace -a ojos de los creyentes- dignos de compasión, como
descubrí cuando quería enviar algunas tarjetas de navidad a mis
amigos.
-Estoy buscando tarjetas con motivos como paisajes o escenas
familiares. No quiero santos, porque no creo en Dios, le dije a la joven
que atendía, como quien le informa a un vendedor de zapatos, el
número que calza.
-Tengo sólo las que ve, respondió. Pero lo compadezco. Usted
debe ser muy desgraciado.
Fue una sorpresa. Siendo así, ¿qué consejo -además del suicidio
y aceptar su compasión- pueden ofrecer a quienes no podemos creer?
Algunos -es cierto- recomiendan “hacer las cosas sin fe (en su
dios)”, pero eso contradice la esencia de una religión fundada en el
dogma de que nada se logra sin aquélla.
Aunque aceptara como cierto que al que cree en Dios, se le hace
más sencillo soportar las penas de esta vida, no estoy de acuerdo en
que los que no creen, estén impedidos de apañárselas. Es más,
conozco a algunos que respetan la naturaleza, aman, son leales y hasta
felices, aún rechazando las ideas de otra vida y de un ser
todopoderoso.
Siento que hay otros caminos para vivir. No tengo dios pero
tampoco infierno. Tal vez la no creencia en ese prevenido ser, me
permite desarrollar una defensa psicológica ante la inevitabilidad de
la muerte, de la que los creyentes comunes carecen, pues el miedo
inconsciente limita y retarda el desarrollo emocional. Así –según
entiendo- le ocurre a un niño que le teme a un padre castigador, y de
quien, sin embargo, seguirá seguramente los pasos.
Uno que conozco, es tener una pasión que trascienda la
existencia personal, y por la cual algunos -incluidos religiosos y
santos- estarían dispuestos a entregar sus vidas, como el amor a los
animales, a los niños, a los pobres o a los moribundos. Yo no la tengo,
pero estoy muy cerca de quien sí, y en vez de miedo, transmite paz.
Alicia, mi pareja, tiene en su casa catorce perros, todos
salvados de las calles, y cada un es un motivo para seguir viva. Para
alguien acostumbrado sólo a lo convencional, es inviable ese escenario.
Dos o tres veces al año tiene que “hacer dormir” a alguno que ya no es
capaz de habitar su propio cuerpo. Lo acaricia y se le humedecen los
ojos mientras la ponzoña lo adormece llevándolo por hambres, peleas,
regresos de su ama, y demás acontecimientos que gobernaron su
breve existencia.
Después, ella misma hace el hoyo en un sector del patio. La
tristeza le dura algún tiempo, pero se le nota sólo por unas horas.
Tras el dogma religioso, de que todo es creación de un ser
divino que ha existido desde siempre, no caben más preguntas. Pero
¿por qué, entonces, existe una masa de seres que compatibilizan la
religión y la ciencia? De hecho, las universidades católicas, judías y
musulmanas poseen departamentos que estudian y comentan
postulados y conclusiones científicas que la Biblia, el Torá y el Corán
niegan de plano. ¿Es que el temor obliga a soslayar al absurdo?
Si los que no creen en su libro sagrado, dejaran de llamarse
creyentes, en la religión quedarían sólo aquéllos capaces de rehusar la
medicina moderna y los avances tecnológicos, y -como algunas sectas
que merecen todo mi respeto- se abstendrían de estudiar la evolución
de las especies o la teoría de la relatividad y se recluirían a un
territorio sin luz eléctrica, agua en cañerías, ni señal de cable, con
coches tirados por caballos donde los deberes diarios –además de las
devotas misas- serían arar, sembrar, cosechar y amarse los unos a los
otros. Un sector seguiría en manos de un ente sin forma ni
sentimientos conocidos, actitud que –en su efecto- se aproxima
bastante al agnosticismo. Me parece que a los restantes, nunca les ha
importado la fe, y siguen la corriente por costumbre o por estrategia
terrenal. Aparte de no estar dispuestos a renunciar a la tecnología ni
a la ciencia, al producirse la escisión, desaparecería el incentivo social
para decirse creyentes. Hoy, no obstante, pretenden que asimilemos
su temerario desafío a la lógica, y acatemos la moral y las limitaciones
al pensamiento que imponen a través del Estado18.
Si existiera un dios creador, me preguntaría qué lo creó a él. Y
si no, nos debería hermanar el misterio de poseer una identidad en el
fascinante escenario del universo. Aunque tengo la impresión de que
la ciencia no va a develar el misterio de la vida, prefiero
sorprenderme en aquella zona del pensamiento en que ya no es
aplicable la lógica mundana, sino algo cuya esencia no alcanzo a
18
Por ejemplo la proscripción del aborto terapéutico, la homosexualidad, y el divorcio,
entre muchísimas otras.
entender. De hecho, los fenómenos físicos y evolutivos son lógicos, y
la ciencia -tal como la vemos- no puede explicar el origen de la lógica.
Creo que deberíamos estar sorprendidos de todo. No sabemos
qué somos, hacia dónde vamos, ni porqué estamos aquí, pero sí
podemos comunicarnos y empatizar unos con otros, en torno al
misterio, en lugar de someternos a una solución de las religiones
tradicionales. Tal vez, el momento en que el hombre más amó a sus
semejantes, fue aquel breve lapso en que –a pesar de su incipiente
inteligencia- aún no había inventado a Dios, y no tenía nada en qué
apoyarse, excepto el prójimo.
Por la ventana de la micro, sin embargo, veo pasar autos,
fuentes de soda y bancos para financiar más autos y más fuentes de
soda. En Chile, la investigación y la cultura científicas, prácticamente
no existen. La gente -sin darse cuenta- está perdiendo la fe y no sabe
aún con qué reemplazarla. Pero no he visto un lugar donde compartir
mi sorpresa.
Agosto 2014
17
EL ABORTO
Antes, una aclaración semántica. La fecundación del óvulo no es
el inicio de la vida -de hecho, el espermio y el óvulo estaban vivos
antes de que ocurriera su unión-, sino de la identidad, pues se crea lo
que -para la naturaleza- es algo irrepetible: el código genético. Antes
de ella, el nacimiento de ese individuo era una probabilidad
infinitesimal. Después, ya es un plan en ejecución.
Lo que se discute es si ese plan constituye un mandato que
todos debemos acatar y apoyar hasta el fin, como dicta la fe católica.
Al respecto, hay, claramente, dos posiciones:

La religiosa, que considera al óvulo fecundado, como un ser
humano con todos sus derechos, por lo que su eliminación
voluntaria sería un asesinato. A ella adhieren también,
personas que no creen en Dios, pero crecieron en un
ambiente
que
acepta
la
moral
cristiana
sin
cuestionamientos, y

La disidente, para la cual, el óvulo fecundado y el ser
humano son dos cosas tan distintas como una semilla y un
árbol a pleno follaje. Por alguna razón, al botar el árbol,
experimentamos sensaciones que nos obligan a cavilar, lo
cual muy rara vez ocurre en el caso de la semilla.
Personalmente, adhiero a la segunda posición, al menos por 8
razones:
1. Lógica.
Nuestra Lógica no se puede aplicar al misterio de la identidad.
La pregunta “¿quién habría nacido si el espermio que me creó hubiese
llegado tarde al óvulo?” no tiene sentido. Eso no ocurrió y, aunque la
ciencia pudiera determinar con exactitud cuál iba a ser su código
genético, no hay nadie odiándonos por haber ocupado su lugar o
lamentándose por no haberse apurado un poco más. En otras palabras,
no llevo el estigma de haber impedido que alguien distinto a mí
naciera. Tampoco tiene sentido sorprenderse de la suerte (buena o
mala) de haber nacido, aunque un segundo antes de la fecundación la
probabilidad de que eso ocurriera era de una en millones, y una
semana antes, tan pequeña que los ceros antes del primer dígito
significativo podrían llenar varios cuadernos. Cualquiera que hubiese
ocupado mi lugar, se podría sentir igual de maravillado.
Pero tenemos que vivir acorde a nuestra lógica y nuestra
inteligencia, ambas muy limitadas: un hecho es algo que ocurrió y los
otros -los que no ocurrieron- no están acusándonos desde un limbo.
Podemos emplear nuestras facultades en recorrer el camino que
cause menos dolor o humillación a los que sufren. No me refiero, pues,
a un grupo de células sin pensamientos, sentimientos ni pasado,
incapaz de sentir miedo ni dolor, sino a la aterrada mujer que lo
alberga.
2. La civilización
Convengamos en que las acciones del hombre jamás han
pretendido salvaguardar los designios –todos probabilísticos- de la
naturaleza. Por el contrario, su razón de ser es pragmática a sus
intereses, y -gústenos o no- de otra forma, nuestra civilización no
existiría. ¿cómo podemos oponernos a lo que nos ha permitido estar
vivos?
No entiendo el sentido de detenerse ante un designio que sólo
se suma a los miles que ya han sido violados, desde que la primera
chispa de inteligencia apareció en nuestros ancestros primates- como
es la determinación del genoma. Hemos hecho cosas que destruyen no
sólo árboles, sino especies enteras y nos preparamos para seguirlo
haciendo, ¿porqué, entonces, ese miedo frente a la posibilidad de una
intervención perfectamente inocua en un sentido global, y sin la cual
continuaríamos oprimiendo y tratando a la mitad de la población
humana, como personas de segunda categoría?
La respuesta está en el castigo que la religión inflige a los
apóstatas. Frente a él, el pensamiento disidente propone que el
derecho del óvulo fecundado, a convertirse en persona, es el que le
otorga su madre cuando se compromete a cuidarlo para que así sea,
afirmación que, en la época en que se escribió, sólo habría cosechado
rechazo. No por el individuo que no va a nacer, sino por el impensable
de entregar un derecho tan trascendental a la mujer. La pregunta es
¿Cuántas leyes abortivas habrían sido promulgadas sin objeciones, si
los preñados fuesen los hombres y no ellas?
3. La mujer y el hombre tiene iguales derechos.
Muchas mujeres y agrupaciones femeninas están cansadas de
su rol de reproductoras exclusivas 19. Han echado al mundo, criado y
socializado a siete mil millones de seres. Quieren ahora, que se las
reconozca -como individuos- esto es, con el derecho de decidir ellas
mismas lo que hacer con su cuerpo. Y en Chile, al menos, lo están
haciendo: a pesar de las leyes que lo proscriben, ocurren al menos
30.000 abortos cada año. Pienso que concederle a la mujer un lapso
19
Es obvio que sólo algunas adhieren a esa idea. Las mujeres -subyugadas por el
hombre durante milenios- aceptan su condición como lo haría cualquier ser en ese
escenario.
para contraer o no dicho compromiso es lo más acorde a nuestra era y
menos injusto para ellas. Esto sería, al menos, transar con la
realidad.
4. Leyes hipócritas.
Se insiste en gobernar mediante leyes que no se fiscalizan, y
dejan el problema en un punto de la zona gris, donde -por una parteel supuesto crimen no se sanciona ni persigue, y por otra, se hace la
vista gorda a la proliferación de clínicas clandestinas carentes de
recursos e higiene, lo cual es, por lo demás, el efecto típico de las
leyes que sólo se dictan para tranquilizar la conciencia.
Víctimas de la angustia ante la perspectiva de sostener a otro
vástago, y carentes de todo apoyo sistémico, las mujeres de bajos
ingresos acuden a ellas, pues ante la ética oficial, les son más
comprensivas y acogedoras que las legalmente establecidas, mientras
las que poseen recursos, toman un avión y abortan en una clínica de
lujo de cualquier país extranjero. Lo anterior hace que negar a las
mujeres el derecho a decidir sobre su cuerpo, sea, de todos los
dogmas que propician nuestra abrumadora desigualdad social, el más
infamante.
5. Libertad de Culto.
Nuestra Constitución consagra que cada religión puede tener
sus propias convicciones morales, pero no pueden imponerlas a nadie.
El más grave castigo que pueden aplicar a sus fieles, si no las acatan,
es la expulsión.
No tengo objeciones a que los católicos se prohíban el aborto a
sí mismos. Un prisma esencialmente laico lo haría parecer una
curiosidad como la circuncisión, o un rito inhumano, como la ablación
genital a la que algunas sectas musulmanas someten a sus mujeres.
Pero el Catolicismo, no sólo suscribe el discutido principio, sino que lo
impone a través del Estado -supuesto garante de la libertad religiosa
o laica- a todos los habitantes del territorio.
6.- Argumentos falaces
Los que se oponen a legislar sobre el aborto suelen esgrimir
razones contrarias a lo que ellos mismos defienden, haciéndolas pasar
por argumentos a su favor. Para ello, ponen –indirectamente- en boca
de sus adversarios, intenciones y argumentos que éstos nunca han
suscrito, basándose en que, a la entrada del inconsciente de sus
auditores, la razón ha dispuesto muy pocos filtros. Las mujeres que
deciden parir y criar a un hijo, a pesar de haberlo concebido por una
violación, pueden ser ejemplos heroicos del respeto a la vida humana y
del instinto de madre, pero al esgrimirlo como argumento en contra
de la legalización del aborto, invitan a inferir que los partidarios de
ésta se oponen a dicho opción. Al publicar una entrevista en que una
mujer –engendrada por violación y actualmente profesora de danzasostiene que “ella debería estar muerta”, transmiten al inconsciente
de sus desprevenidos auditores, la idea de que si el aborto fuese
legal, esa sería su actual situación. La entrevistada no declara
derechamente que -de haber podido- su madre la habría abortado,
pues en el contexto del relato, esa afirmación se caería por su propio
peso.
Tal estilo de argumentación es semejante a la del fiscal que -para
convencer al juez de la culpabilidad de un acusado- se centra en
relatar lo horroroso del crimen en lugar de presentar pruebas.
7.- El instinto maternal
La defensa natural de un embrión en desarrollo no es tarea de la
justicia humana sino del instinto maternal que poseen las hembras de
todas las especies superiores, y su derecho a convertirse en
individuo, es el que la madre le otorga al acatar ese mandato. Si éste
no existiera, tal vez se justificaría la prohibición del aborto, como
única manera de posibilitar la supervivencia de la especie, pero el
hecho de que sí exista no puede esgrimirse como argumento en favor
de tal prohibición, sino al contrario. En nuestra civilización, todos los
instintos compiten con factores racionales, lo cual es parte esencial
de la condición humana, y tratándose de la disyuntiva entre echar o
no un hijo al mundo, esos factores pueden ser -entre muchos otros- la
imposibilidad de alimentarlo o educarlo, las opciones que la misma
sociedad le cierra, incluida la de desarrollarse como persona, o
emocionales, como el miedo a odiar al hijo de quien la ultrajó, o de
revivir todos los días ese trauma.
8.- Motivos
Los mal llamados “abortistas” no somos partidarios de que haya
más abortos. Al contrario, lo somos, de que se les dé a las mujeres
motivos reales -y no sólo dogmas religiosos- para no abortar. Lo que
defendemos es su derecho a decidir sobre algo que les atañe sólo a
ellas. Si la sociedad no quiere que aborten, debería proveer un nivel
de vida aceptable a todas las madres, abrirles opciones de desarrollo
independientes del estrato social, terminar con la segregación por
género, la estigmatización de las menos agraciadas, la cosificación y
la explotación sexual, y asumir –como hace José María Vargas Vila en
sus Reflexiones sobre la Crianza- que dicha tarea es la más
trascendental de cada especie. Se sabe que para que las personas
hagan algo que se considera necesario, las ordenanzas y las leyes son
un mal sustituto de la motivación o de neutralizar lo que las
desmotiva. Es más, si eso se lograra, las leyes y ordenanzas serían
innecesarias.
Pero la sociedad, en cien mil años no lo ha hecho y –debido al
incesante crecimiento de la complejidad de la vida- es obvio que hoy
menos que nunca lo hará. Les cierra –en cambio- la única vía de
escape, mediante una ley que prohíbe y desampara, con la absurda
pretensión de forzarlas a comportarse como seres irracionales.
Enero de 2015
18
LENGUAS
MESTIZAS
El mismo orgullo que sintió Omar Gadaffi al augurar el
predominio de los musulmanes sobre los cristianos -ya que, gracias a
su fertilidad, el Islam se apoderaría de Europa sin derramar una
gota de la sangre de sus fieles-, lo sienten los españoles por la
preeminencia del castellano sobre el inglés en cuanto a cantidad de
hablantes. Un regalo que les cayó del cielo y que –obviamente- no se
debe a los méritos de aquél, ni a la cantidad de científicos o
literatos que lo emplean como primera lengua, sino, simplemente, a
que los hispanoparlantes procreamos más hijos que los
angloparlantes.
La estrategia de la RAE20 para consolidar ese predominio,
consiste en cerrar las puertas al spanglish y a la incorporación de
palabras extranjeras a las conversaciones y a los escritos en español.
Así, en lugar de “clikear” deberíamos “oprimir la tecla izquierda del
ratón” y en vez de “hardware” deberíamos decir “ferretería”.
20
Real Academia Española de la Lengua
Yo no creo que las palabras extranjeras atenten contra un
idioma, sino lo contrario, esto es, que lo enriquecen. Particularmente,
tratar de castellanizar la jerga técnica creada por los anglosajones,
me suena como una insinuación de que también participamos en esos
inventos. Pero más azoramiento me causan las películas dobladas del
inglés al castellano, donde forzamos a los actores a decir “español”
para referirse al idioma que están hablando. ¿Cómo se las arreglarán
cuando en el film aparezca un profesor de gramática inglesa dictando
una clase magistral?
El inglés, por tener palabras cortas, obliga a pensar rápido, lo
que incide en múltiples aspectos de su cultura. Se adapta en forma
pragmática a las circunstancias. En los textos técnicos -por ejemplo se suelen encontrar términos como sort, prompt, zoom, click,
etcétera, en general sustantivos onomatopéyicos y formas verbales
que derivan de sustantivos u onomatopeyas, y que no siempre aparecen en el diccionario. Gracias a la flexibilidad de sus reglas, en inglés
el término nace junto con el concepto, se acepta de inmediato y tiene
un grado de precisión inalcanzable por nuestro etimológico español,
que arrastra el peso de su rigidez normativa.
Por otra parte, los idiomas han sido siempre dinámicos. El
español, el francés y el inglés llegaron a ser idiomas, en parte, como
resultado de las formas que fueron adoptando los vocablos latinos en
las distintas regiones. Tal como hoy a los latinoamericanos, los
estadounidenses nos producen sentimientos encontrados, los
habitantes locales admiraban y denostaban a los romanos, pero –tal
vez para simular cultura ante sus coterráneos- trataban de hilvanar
frases en latín, que –supongo- les deben haber salido atarzanadas.
Tal vez, igual que en nuestros días, ese esnobismo fue parodiado por
los que sí lo hablaban, pero se fueron quedando y -tras una larga
evolución que incluye, seguramente, un sostenido esfuerzo por
capturar la estructura idiomática del latín- dieron origen a las lenguas
romances.
No faltan quienes defienden la pureza netamente formal del
español. Un columnista, por ejemplo, sostiene que es un error escribir
las iniciales mayúsculas sin acento, pues la RAE no lo ha establecido
así, aunque no creo que a ésta le preocupe demasiado el tema. La RAE
dice normar el significado de las palabras pero incorpora a su
diccionario aquéllas expresiones o acepciones que el uso acredite, lo
cual es –desde ya- un contrasentido: si el criterio para aceptar como
legítimo a un vocablo es cuán generalizado sea su uso, entonces las
normas las establece el pueblo y no la academia. La lógica me dice que
salvo cuando se distorsiona un significado, es falso que no hablar o
escribir acorde a lo que dicta la RAE o cualquier otra entidad
suprema, constituya un error. Si fuera así, no existiría ninguna lengua
de las actuales. Lo que la gente habla y escribe no es lo que dicta la
RAE, sino más bien al revés, y al recoger expresiones de hecho, la
propia academia reconoce que en este tema no rige la ley ni la
etimología, sino la práctica. En otras palabras, si las personas hablan y
escriben como lo hacen, y los demás les entienden, significa que se
puede hacer.
Por lo mismo, no podría restringirse la potestad de cualquier
ciudadano, de inventar palabras, o modificar su pronunciación o su
ortografía y escribirlas tal como las pronunciamos, por ejemplo,
“pallá” en vez de “para allá” y “cuaenno” por “cuaderno”. De hecho el
que manda es el idioma hablado, no el escrito.
¿Qué avala, entonces, el Diccionario de la RAE?
Durante miles de años el lenguaje escrito se ha utilizado para
enviar mensajes, de los que no siempre se espera respuesta. Un
libro, por ejemplo, es un mensaje al futuro, cuyos lectores, tal vez,
no habían nacido cuando fue escrito, y cuyo remitente, al momento
de la recepción, ya no existe. La actividad de escribir admite
múltiples interrupciones temporales que pueden incluso demorar
años, además de lapsos vacíos, reordenamientos y reescrituras para
llegar, finalmente, a un producto duro, destinado a permanecer en el
tiempo y -generalmente- sin sufrir nuevas modificaciones. En él,
todo, incluidas las emociones, está expresado en el lenguaje de las
palabras escritas. Las ideas que se escriben, pueden provenir de
alguna reflexión anterior, o ser producto del permanente diálogo
entre el escritor y su texto. Estimo que la proporción entre unas y
otras es, más o menos, de 1 a 8.
La conversación, por su parte, es una colaboración presencial,
también basada en el intercambio de emociones e ideas. Pero en ella,
las primeras pueden traducirse a palabras o comunicarse mediante
ademanes, gestos faciales o corporales, y tonos de voz, que no están
necesariamente gobernados por la voluntad ni la razón. Unas y otras
pueden ser preconcebidas o consecuenciales al intercambio entre
los partícipes, y la mayor cohesión entre éstos, se alcanza al
proponer las que recién ingresan al borrador de la mente, es decir,
al pensar en voz alta, pues en ese momento el hablante tiene
parecida afinidad con sus interlocutores y con sus pensamientos
incipientes, y está abierto a escuchar, perfeccionar, corregir y
desechar.
Siendo, esencialmente, un intercambio activo y con escasas
pausas, la conversación requiere de una cierta continuidad.
Comparados con los de la escritura, los tiempos de respuesta son
exiguos, y las elaboraciones, más superficiales. La horizontalidad -o
cantidad de ideas- es mayor en una reunión de diez personas, donde
hay muchas ideas tratadas superficialmente, y donde es frecuente
la disputa por la palabra, que en un diálogo, donde hay menos
conceptos pero mayor profundidad. Así, en una discusión -esto es,
una conversación en que los participantes esperan llegar a una
conclusión común- la cantidad óptima depende de la dificultad del
tema y de la etapa en que se halla. La inicial, puede ser una tormenta
de ideas o “brainstorming”, y funciona mejor con muchas personas,
pero la de definición se logra mejor con pocas. A veces, no obstante,
se supone erróneamente, que 30 horas/hombre dan lo mismo si son
el producto de 3 horas por diez hombres o el de 15 horas por dos
hombres.
Para conversar, la herramienta tradicional ha sido desde
siempre el método presencial y –desde hace menos de un siglo- por
teléfono, pero -con el advenimiento de las comunicaciones vía webha tomado cuerpo la conversación tipo escritura-lectura, que
combina defectos y virtudes de la tradicional carta y el mensaje
oral, y en la que ha surgido en forma casi espontánea, un lenguaje
más eficiente -que algunos llaman “Twiter"- que reduce los vocablos
largos a sólo unos 3 símbolos, por ejemplo, “nos” por “nosotros”,
“K” por “que”, “to2” por “todos” o “llmm” por llámame. El Twiter ha
incorporado los emoticones o dibujos faciales que llenan -aunque
modestamente- un vacío. Antes, la escritura, con excepción de las
antiguas historietas y los actuales comics, parecía ser territorio
exclusivo de la racionalidad. Ahora, emoticones como ,  y xD,
permiten enviar, mediante el teclado, una sonrisa, una pena o un
guiño de complicidad, e incluso, que dicha emoción presida el
mensaje, si se le agranda el tamaño y se inserta lo en el sitio
adecuado21:

Hay profesores y hombres de letras, que resisten esa
drástica transformación visual de las palabras porque los alumnos de
colegio trasladan al papel las pronunciaciones orales, como es el caso
de “to2” o “5mentarios” y usan abreviaciones incomprensibles para
quien no está habituado, como “tb” por “también” y “k” por “que” 22.
21
Todos los emoticones tienen un trasfondo alegre y es probable que quien esté
desesperado por una tragedia se abstenga de usarlos. El emoticón  implica
transitoriedad y capacidad de reírse de sí mismo. No se puede, con estas figuras,
trasmitir desesperación, y creo que eso es bueno.
22
El filólogo argentino José Luis Moure, deplora el hecho de que se pase por alto todo
elemento de corrección gramatical y ortográfica, como acentos y mayúsculas, tan sólo
Es claro que las abreviaciones sólo sirven si se sabe de cuál palabra
completa provienen, y ello limita los conceptos a sólo los más
frecuentes. Si alguien por ejemplo, para referirse al sufrimiento,
usa la abreviación “sfto”, los que saben algo de química tal vez
entiendan “sulfato”, con la consecuente perplejidad.
No creo, sin embargo, que la degradación del pensamiento
provenga de esa brutal poda de letras, sino de la degradación del
lenguaje por esnobismo o siutiquez, o por vulgarización. .
El objetivo de la siutiquería verbal es obtener superioridad y
liderazgo sobre quien esté escuchando, y consiste en reemplazar
unos términos por otros –que no siempre vienen al caso- a fin de
obligarlo a un esfuerzo mental y al razonamiento inconsciente: “a mí
me costó y a él no”. Las nuevas acepciones de vocablos antiguos, se
expanden como regueros de pólvora, son adoptadas por los medios y
-una vez generalizado su uso-, oficializadas por la RAE. A veces
pierden sus acepciones originales, y con ello desaparecen conceptos
del lenguaje, e ideas de las mentes. Tal es el caso de “metodología”,
hoy “conjunto de métodos” y no “estudio de los métodos”, que fue
como partió con Descartes. O bien confunden al lector, como el
término “cancelar”, que antes era “anular” pero ahora se usa como
eufemismo de “pagar”. Ahora, si a un alumno le cancelan la
matrícula, ¿es que se la pagan o que lo echan de la escuela?
Cuando un médico usa su jerga profesional, establece, un
filtro sobre las recomendaciones que le pudieran llegar al paciente
desde fuentes “no médicas”, lo cual es -en principio- positivo para su
salud. Se produce un problema, claro, si alguien se aprende dicha
jerga y la emplea para hacerse pasar por facultativo, por lo que,
para prevenir una eventual falsificación, si un término perteneciente
a una jerga profesional, se generaliza, es rápidamente dado de baja
en la propia jerga. Pero antes de que eso ocurra, los giros técnicos
porque molestan y demoran. A mí me cuesta imaginar razones más contundentes que
esas.
pueden operar como poderosos placebos. Algunos enfermos, de
hecho, sanan al sólo conocer su diagnóstico.
- Me duele la cabeza
- Te he estado observando, y creo que tienes una cefalea
psicogénica
En algunos casos, los efectos benéficos se notarán tras el
lapso que requiere el enfermo para asumir el rol de paciente. Los
que lo emplean, saben que si el dictamen es pronunciado sin denotar
emoción y mirándolo a los ojos, el efecto será mayor.
En realidad, para darse importancia no es imprescindible
recurrir a términos técnicos. Si alguien pretende que su opinión
pese entre personas comunes, debe reemplazar las palabras
comunes por otras, que pueden también serlo, siempre que la
acepción que le está atribuyendo les sea desconocida a los oyentes.
Al despedirse de los pasajeros, en lugar de “recojan sus cosas”, el
sobrecargo del avión dice “recojan sus efectos personales”, cuya
sinonimia con la primera, no es fácil de detectar. Quien hoy lo
escucha, ya sabe lo que es, pero los que lo oyeron por primera vez,
tuvieron que esforzarse, aplaudirse a sí mismos por haberlo
logrado, y luego al hablante, para que los demás se enteraran de su
cultura.
La palabra “consecutivo” a todas luces significaba “a
consecuencia de” y no, “seguido” o “a continuación de”, hasta que
alguien, tal vez al encontrar que, en esas expresiones, la idea de
secuencia era demasiado obvia, puso en su lugar a “consecutivo” ,
conquistando la admiración de sus seguidores. Pero si un equipo
obtiene dos empates, uno tras otro, es temerario afirmar, sin tener
pruebas que lo demuestren, que el segundo haya sido consecuencia
del primero y no de la simple casualidad. Ahora –incluso para la RAE“consecutivo” y “seguido” significan lo mismo 23.
23
Curiosamente no ocurre eso con secuencia y consecuencia.
Para expresar consecuencia he usado el término
“consecuencial”, que no sé si existe, con la ilusoria esperanza de que
se generalice y la RAE lo valide. Si tal cosa llega a ocurrir, pueda ser
que se mantenga, al menos por un par de décadas.
La vulgarización, por su parte, es el uso de palabras genéricas
como “cuestión” o “asunto” (y otras mucho más vulgares), que no
tienen una idea asociada, y pueden referirse a cualquier cosa, como
un resfrío, un cheque protestado o un fósil del precámbrico.
Obviamente si todo se expresara con vocablos genéricos, nuestro
intelecto disminuiría por la cantidad de conceptos a los que no les
quedaría otra que desaparecer.
El lenguaje soez se compone de garabatos, esto es, alusiones
verbales a cosas que no se deberían nombrar, pues evocan verdades
repugnantes, inaceptadas, dolorosas o sacrílegas. Pero (¿quién lo
podría negar?) su empleo relaja el cuerpo por la vía de traspasar el
control mental al inconsciente, con grandes beneficios para la salud.
Por algo, cada cultura tiene sus propios garabatos.
De observar los que se utilizan en Chile, se concluye que no
hay nada más grotesco que el aparato reproductor femenino,
cualidad que lo hace óptimo para librar tensiones ante una
amenaza, frustración, o dolor físico. Además, es versátil y tiene
incontables derivados. No en vano se lo denomina “La Madre de
Todos los Garabatos”. Se lo suele invocar como simple desahogo, o
bien como injurioso misil, asociándolo a la anatomía de la progenitora
del aludido, para recordarle de dónde proviene, y su efecto anímico
es equivalente al de acertar un uppercout a la mandíbula de este.
(Advertencia: dependiendo de su PFA24, puede ser aconsejable
establecer antes, alguna distancia con él).
El más común de sus derivados es el acto sexual, símbolo
liberador por derecho propio. Sin importar su género, quien haya
24
Potencia Física Aparente
participado en él como ente receptor, se hace acreedor a cierto
estigma, equivalente a “fecundado(a)” o “penetrado(a)”, asunto, al
parecer, indecoroso y -que de ser efectivo- se debería mantener
celosamente oculto. No me queda claro cómo -a pesar del escarnio
que implica- algunas embarazadas circulan tranquilamente por la vía
pública, y no faltan, incluso, las que, con total impudicia, ¡van al
parque con sus hijos!
Claramente, participar en dicho acto como parte emisora
(dominante), es decir, como “fecundador” o “penetrador”, no sólo no
estigmatiza, sino que da prestigio, de modo que no se le asocia
ningún improperio liberador.
Respecto al aparato reproductor masculino, como se sabe,
consta de dos piezas con connotaciones soeces distintas. La superior
-dependiendo de sus dimensiones- es un icono nacional al que se
rinde devota pleitesía mural, en imagen y texto, aunque también es
objeto de humillación, si no alcanza cierto mínimo en centímetros, o
si no reacciona al estímulo erótico o bucal. Cuando eso sucede, se la
compara sarcásticamente con su equivalente en los gatos o con el
asa de un paraguas.
En cuanto al artefacto inferior o “pendular”, sus eventuales
mayor tamaño y peso, no son motivo de orgullo, pero como tal
condición es una característica nacional, se usa en modo aumentativo
como apelativo corriente de hombres, mujeres y transexuales.
Digamos que la garabatología es, en realidad, una ciencia muy
amplia. Espero que este barniz le sirva a quien por ella se interese.
Septiembre 2014
19
ESCUCHAR Y
SINTETIZAR
Pongámonos serios. Raramente los atributos de comunicación se
han considerado importantes en la selección de personas que deben
liderar grupos. De hecho, para elegir o promover a un Jefe de
Departamento, se exige sólo experiencia en el uso de herramientas
operacionales, con lo cual se favorece el primer principio de Peters
(precursor de nuestro conocido Murphy), es decir que todo cargo
tiende a ser ocupado por un empleado que no es idóneo para él. Dicho
de otro modo, un empleado asciende en la escala jerárquica de su
compañía hasta llegar al puesto donde menos rinde, y allí se queda
pues no es capaz de hacer suficientes méritos. Por lo mismo, si bien
los conocimientos técnicos son importantes, carecen de valor si no se
cuenta con los primeros.
Las siguientes son algunas de las competencias conductuales que
se debería exigir a un jefe de Departamento. En la descripción de
cada una se ha puesto en cursiva los atributos de comunicación.
Actualización Continua de Conocimientos
Es la capacidad de informarse a través de publicaciones,
participación en foros y consultas a personas idóneas, acerca del
estado actual del arte en su materia, y evaluar la conveniencia de
recoger ejemplos, introducir avances para resolver problemas
técnicos puntuales o mejorar los productos finales.
Comunicación y Discusión de Objetivos
Es la capacidad de transmitir al personal a su cargo, los objetivos
a alcanzar y los métodos para lograrlos, escuchar e internalizar
sugerencias u opiniones diversas u opuestas, y admitir, e incluso,
buscar argumentos a favor de estas, para cotejarlos con los propios.
Planificación
Es la capacidad de elaborar, proponer y discutir planes realistas,
incluyendo recursos técnicos, humanos, de infraestructura y de
tiempo, y evaluar y dar a conocer los riesgos que dichos planes
conllevan.
Control
Es la capacidad de elaborar y aplicar pruebas que verifiquen la
calidad de los productos intermedios o finales y –eventualmenteproponer y discutir acciones remediales.
Nichols y Stevens en “Listening to People” (Harvard Bussines
Review, 1957) plantean que la mayoría de las personas,
inmediatamente después de escuchar a alguien sólo recuerdan entre
un 60 y un 50 por ciento de lo que dijo. Ello, independiente de lo
cuidadoso que cree haber sido el auditor. Es más, la pérdida de
información durante las ocho primeras horas es mayor que la que
ocurre en los ocho meses siguientes.
Sabemos, por otra parte, que no existe ninguna enseñanza formal
relativa al arte de escuchar, excepto los consabidos consejosreprimendas como ¡Abre los oídos! o ¡Presta atención!
Otras consideraciones de los autores son:
-Que el nivel intelectual del auditor es importante, pero no
determinante: muchas personas inteligentes no saben escuchar.
-Que escuchar es una actividad distinta de leer. Si bien algunas
habilidades se aplican a una y otra, saber leer no garantiza saber
escuchar.
-Que escuchar es una habilidad que se puede enseñar, no una
vocación innata del individuo.
Hablar es mucho más lento que pensar: en inglés se habla a
aproximadamente 125 palabras por minuto (en español, según mi
observación, a sólo 85) y se piensa a una velocidad 10 veces mayor. La
persona que escucha, por lo tanto, se ve obligada a aplicar un sistema
de interrupciones, como el de los computadores, entre las palabras
que oye y sus propios pensamientos. Lamentablemente, no es fácil
adaptar nuestros procesos mentales al ritmo del hablante, de modo
que los malos escuchas (la gran mayoría de nosotros) formamos
pensamientos tales como juicios de valor, ideas propias, conclusiones
prematuras, búsqueda de intenciones como disculpas o amenazas, y
otras.
Los principales distractores del auditor común, son, pues, sus
propias ideas, que pueden estar en concordancia o en desacuerdo con
lo que se está diciendo, pero abren un sendero de elaboración que
termina por aplacar lo que proviene del hablante. Cuando se retoma, el
auditor ha quedado varias unidades (palabras) atrás 25.
Agravan la incomunicación la tendencia a capturar hechos o
descripciones detalladas en lugar de ideas, y los filtros emocionales,
esto es, el rechazo o la empatía a ciertos temas que se están
25
Algo semejante ocurre cuando al leer por primera vez un informe cuyo contenido no
conocemos, desviamos nuestra atención para marcar o corregir errores de tipeo.
tratando. La primera desconoce que los hechos generalmente están
puestos allí para reforzar, a través de ejemplos, las ideas de
trasfondo, por lo que su exactitud no es un factor relevante. Así, no
tiene sentido interrumpir el desarrollo de un tema, o apartarse de
éste, con el exclusivo propósito de precisar un ejemplo, pero solemos
hacerlo. En cuanto a los filtros emocionales, puede ser que la mera
mención de una palabra, en determinadas circunstancias, cierre las
puertas de la comunicación26.
Los buenos auditores dedican la mayor parte de sus pensamientos
a lo que están escuchando, a través de 4 actividades mentales:
1 Tratar de prever la meta. Ello implica ir por delante del
discurso del hablante.
2 Sopesar la validez y completitud de las evidencias aportadas
por el hablante.
3 Resumir mentalmente el contenido del discurso, y
4 Leer entre líneas expresiones no explícitas.
Pero lo más importante: cuando escuchamos algo que entra en
conflicto con nuestras convicciones, tendemos a buscar evidencias
que favorezcan lo nuestro a fin de –llegado el momento- rebatir al
interlocutor. Con lo cual la conversación se convierte en un debate,
como el de los políticos en televisión 27. Por el contrario, lo que hace el
buen auditor es buscar evidencias que refuercen los argumentos que
escucha, aún cuando contradigan las convicciones propias. No hace
gestos de desaprobación ni rebate lo que está escuchando. Sólo
26
Es posible que ocurra eso, por ejemplo, si en una reunión con el gerente de una
empresa que tiene dificultades financieras, lo primero que mencione el contador sean
las facturas por pagar.
27
Al menos ellos –los políticos- saben que los debates no son para llegar a acuerdo, sino
más bien una manera ordenada de destruirse mutuamente y así ganar las simpatías del
público, pero en la empresa o en cualquier grupo que persiga un objetivo común, esa
modalidad no conduce a nada.
interviene para pedir aclaraciones sobre las ideas expuestas. Ya
tendrá ocasión de cotejar y afirmar o cambiar su opinión.
No es difícil –a partir del análisis de Nichols y Stevens- inferir la
otra cara de la moneda, esto es, el rol del nivel de síntesis de los
comunicadores, sobre el desarrollo de un diálogo o una relación de
grupo.
Una síntesis es la versión abreviada de cierto texto del cual sólo
se presenta la información más importante. Sintetizar consiste, pues,
en eliminar de un relato o de una película, todo aquello que el
espectador o el lector pueda inferir de lo ya dicho o mostrado, y –por
lo tanto- no es necesario explicitarlo. Si el lector o auditor se ocupa
de extraer desde su cerebro e incorporar a lo que está leyendo o
escuchando aquello que le da sentido, entonces no desarrolla
pensamientos que lo alejen de la exposición, es decir, se mantiene
atento.
El cine moderno, de hecho, basa su poder de entretención –entre
otras cosas- en su capacidad de síntesis. Como ejemplo, la película
Mar Adentro, que relata el caso de una pareja de turistas
abandonada -por un error de conteo- en un océano infestado de
tiburones, centrada casi exclusivamente en el drama de los
protagonistas, dedica tres escenas a la operación de rescate. En la
primera se ve a un tripulante descubrir en un rincón del yate -ya
amarrado y vacío- las prendas de vestir de las víctimas. La segunda
muestra la mano de un botones de hotel golpeando la puerta de una
habitación, y la tercera, una cantidad de embarcaciones que se
internan en el océano. En total, no más de un minuto, en el que los
espectadores –inconscientemente- hilan ideas a gran velocidad.
Otro ejemplo lo da el libro Historias de Amor de Totó Romero
(escritora con gran poder de síntesis). Al relatar la de Pedro de
Valdivia e Inés de Suárez, éstos sostienen en Lima el siguiente
diálogo:
Pedro de Valdivia: Me voy a conquistar Chile.
Inés de Suárez: Voy contigo
Pedro de Valdivia: Esta campaña no es para mujeres.
Inés de Suárez: O voy contigo, o no vas a ninguna parte.
En la siguiente escena ya se preparan a fundar Santiago.
Así como en el cine, el hablante o el escritor que explica lo que
sus auditores o lectores son capaces de deducir por sí solos,
generalmente rompe la comunicación por aburrimiento. Una forma de
evitar dicho efecto es exponer sólo hitos entre los que el escucha
debe construir puentes mentales. En ese sentido, las escrituras
públicas son ejemplos de la no-síntesis, y a algunos nos es difícil leer
una completa. En ellas, sin embargo, el lenguaje explícito tiene su
razón práctica de ser: habiendo compromisos y dinero de por medio,
no pueden dejar espacio a interpretaciones que podrían -más
adelante- ser aprovechadas por alguno de los suscritos o de sus
descendientes. Pero esa condición, el arte, incluyendo al cine, la
literatura, la poesía y la conversación, no tienen por qué cumplirla.
En Chile subsisten comunicadores cotidianos, escritores y
conversadores de los que a veces es imposible escapar, y que
desprecian la capacidad de razonamiento de sus auditores. En París
los conductores del metro, igual que en Santiago, se dan el trabajo
de anunciar las estaciones. Pero entre los de una y otra ciudad hay
dos diferencias: allá se anuncian todas, acá sólo algunas. Por otra
parte, mientras los conductores franceses mencionan dos veces -y
quedamente- sólo el nombre de la estación (dicen, por ejemplo
“Republique” y luego de un segundo, nuevamente “Republique”) los de
acá agregan bastante información. Dicen “Señores pasajeros, próxima
parada, Estación Los Héroes, lugar de combinación a Línea dos”, luego
“Deje bajar antes de abordar el tren” y por último -poco antes de que
suene el timbre anunciando que se van a cerrar las puertas“Precaución, comienza el cierre de puertas”, la que suelen repetir
varias veces. Me parece que si los parisinos se encontraran un día con
esa cantinela se extrañarían muchísimo.
Esa forma de instruir es la aceptada por nuestra cultura. ¿Existe
una relación entre ella y el hecho de que a algunos empleados que
acceden a un cargo con poder, lo más innovador que se le ocurre no
sean estrategias, simplificaciones, formas de motivar u otras cosas
útiles, sino sólo formularios y controles?
Marzo 2009
20
VIOLENCIAS
Galtung: “Estamos educados en una cultura de violencia, donde
no se nos enseña, ni se nos permite ver alternativas a ésta. En las
escuelas y los demás medios de transmisión y reproducción de la
cultura, nos han enseñado la historia como una sucesión de guerras.
Nos han inculcado que los conflictos se reprimen, que la autoridad
paterna es incuestionable, que el macho tiene autoridad sobre la
hembra”. Agregaría la violencia moral-religiosa que nos hace creer
que el sexo es inmundo, y algo que dicta la actual cultura: que el
dinero está por encima de la dignidad humana, la justicia y la
preservación del planeta. Por ella, la mayoría ejerce -sin enterarse- la
más común de las violencias: la de la desatención, el desamor y la
sordera, que deja abandonados a seres con expectativas que se van
apagando de a poco. Por ejemplo, a los inocentes que están en la
cárcel, cuyo clamor, nos parece la confirmación de su culpa, ya que
todos los presos dicen serlo; a las familias erradicadas por la
construcción de una represa, de las cuales nadie se ocupó y que ni
siquiera tuvieron el beneficio de la gradualidad, pues su entorno
físico y humano desapareció bajo el agua, de pronto y para siempre; a
las víctimas del canto de sirena de la sociedad de consumo, que al fin
renuncian a deshipotecar sus vidas, y también a las mujeres
cosificadas como artefactos sexuales o incubadoras humanas.
El problema con las violencias culturales no es que las víctimas
se rebelen, sino lo contrario: que se sienten merecedores de ella, y
sólo despiertan cuando agitadores profesionales o curas disidentes
los remecen, propiciando la –generalmente desbocada- violencia
reactiva. A ésta las autoridades oponen el cliché “nada se logra con la
violencia, excepto más violencia” (algunos agregan “para reclamar
están los canales regulares”), pero los hechos sugieren que es la única
forma de llamar la atención y vencer, al menos, al olvido. Entre los
cultos (por ejemplo, pobladores que hacen barricadas en un camino,
para protestar por la contaminación a que están sometidos), dicha
violencia asocia una petición definida, pero en los incultos proviene de
un sentimiento vago, que no pueden expresar en palabras.
Se dice, al respecto, que las "justas" marchas estudiantiles han
sido empañadas por el lumpen. Pero creo que no son lumpen, sino
postergados carentes de autoestima, que en tiempos de paz trabajan
en sus empleos y colaboran sumisamente con la sociedad. El lumpen
es el sector al que la única puerta que se les abrió fue la de la
delincuencia, y no recibieron ni siquiera la educación de nuestros mal
educados escolares. Me parece que ellos están bastante conformes
con las cosas, así como están.
En todo caso, a la violencia -sea espontánea o catalizada por
agitadores- que surge de las masas, la historia la suele reivindicar
como una gesta heroica, y atribuir a una causa justa. La crueldad de
Revolución Francesa que en su tiempo dejó atónito al resto del mundo,
fue un desahogo de los ignorantes oprimidos contra la opulenta corte,
y hoy se la reivindica por sus legados a la humanidad. Las dirigidas por
el poder, en cambio, no tiene esa suerte: el intento americano de
presentar a las bombas de Hiroshima y Nagasaki como necesarias
para impedir la matanza de más soldados, sólo logró ahogar la
vergüenza de un pueblo.
El que mata para robar, desprecia la vida de su víctima frente al
beneficio material, y lo mismo –aunque menos sofisticado- hace un
animal para saciar su hambre. El que mata por celos o por venganza es
la proyección del animal furioso, y el que lo hace por deporte, es el
gato bien alimentado que atrapa y mata a un pájaro. Pero no hay
animales que practiquen el sadismo, esto es, que destruyan a otro sin
odio personal ni para comer, sino para solazarse en su agonía. Los
sádicos son seres hipersensibles, que infligen pavor, dolor y
humillación a una víctima por la cual no sienten animadversión, pero
calculando que esta comenzará a crecer con el progreso del suplicio
hasta convertirse en frenesí y luego en orgasmo. El sadismo es una
bestia que despierta cuando el sufrimiento ajeno le toca por primera
vez la cuerda del placer. Al que lo practica, se le hace realidad el
sueño de un poder omnímodo, que lo excita y lo vuelve adicto.
En la última estación están los que invocan el conservacionismo
para justificar su adicción al dolor ajeno. Si se proscribiera la
tauromaquia, dicen, se extinguiría también la raza de los toros de
lidia. Pero crear y preservar una raza para proveerse de individuos a
quienes torturar y destruir, es más diabólico que dejarla extinguirse.
El sadismo es intrínseco al ser humano. Todos lo tienen y
algunos lo dominan. No somos buenos o malos, sino buenos y malos al
mismo tiempo. De hecho, la mayoría de los grandes héroes tienen un
lado oscuro del cual poco se sabe, gracias, en parte, a sus propios
cuidados. Se dice que la policía política de O’Higgins habría hecho
parecer a la DINA de Pinochet como un centro de madres, tal vez
algo estricto. Como dicen Cristián Guerrero y Ulises Cárcamo “Se
relega al olvido una situación esencial: el héroe fue un ser humano y,
como tal, estuvo expuesto a las pasiones, a los odios; tuvo virtudes y
méritos, pero también pecados y deméritos. Como cualquier persona,
los héroes también se enamoraban, sufrían, odiaban, defecaban y
cometían errores”. Incluso -agregaría yo- se masturbaban, robaban
de las arcas públicas, abusaban de los débiles, y algunos traicionaban
a sus amigos para salvar sus propios pellejos. ¿En cuantos casos la
historia le ha robado el nombre a un truhán para dárselo a un héroe
tan perfecto como imaginario?
A pesar de todo, quien impugne los avances en libertad, justicia
y derechos no hace sino rendir tributo a la comprensible nostalgia de
la infancia. Paradójicamente, es ese crisol de ambigüedad e hipocresía
lo que le da al mundo la energía que necesita para avanzar. Tal vez no
existe una lucha entre el bien y el mal sino que ambos son partes
esenciales de un sistema que aceleradamente evoluciona.
Hace sesenta, años los norteamericanos linchaban impunemente
a los negros “por sospecha” y hacían junto a los cadáveres que
colgaban de los árboles un picnic en el que participaban niños y
abuelitas. En Chile, de 100 niños nacidos vivos, morían 7. La
depredación del hombre hacia la naturaleza no generaba ningún cargo
de conciencia, la tortura se practicaba abiertamente. ¿Tienen esos
hábitos del pasado algún punto de comparación con lo que hoy nos
escandaliza?
Me pregunto qué ha hecho posible –dentro de ese panorama tan
oscuro- que estemos considerando a los animales como nuestros
hermanos y nos hayamos hechos sensibles a su dolor, y que hayamos
llegado no sólo a comprender nuestro universo sino a intuir la
existencia de once dimensiones que nos acercan a la esencia del
saber. Dentro de este ecosistema que llamamos humanidad, no hay
grupos a eliminar. Los hipócritas, por ejemplo, difunden los principios
éticos y frente a ese hecho es secundario que ellos mismos no los
respeten. Sin ellos no tendríamos normas de convivencia. Sin el mal
no sería posible el heroísmo, y sin la hipocresía, no sería la honestidad
una virtud.
Enero 2010
21
LOS VIEJOS
Estamos tan imbuidos del tiempo, que si imaginamos algo más allá
de la muerte, es un mundo en que sigue imperando lo temporal. No
concebimos lo atemporal, del mismo modo que los antiguos no concebían
la ausencia de la gravedad. Pensamos en el futuro como algo que aún no
existe y en el pasado, como algo que ya dejó de existir, y de lo cual
queda sólo una huella, cuyo sabor indescriptible se extinguirá junto con
los dueños de esos recuerdos. El presente es un proceso de
cristalización, que va convirtiendo futuro aún incierto, en un pasado
que nos parece inamovible.
Pero el tiempo es un asunto más psicológico que físico. Uno podría
estar consciente y -por alguna razón- inmóvil, contemplando una escena
donde no ocurre cambio alguno y, de todas maneras, del interior de su
cuerpo, percibiría ciertos eventos, como los latidos de su corazón, la
respiración o el hambre. Incluso si todos esos mensajes estuviesen
inhibidos por alguna droga, elaboraría pensamientos y emociones
posibles de predecir y recordar.
Hay, desde luego, características del tiempo psicológico, más
difíciles de representar. El pasado, por ejemplo, es, para las personas
comunes, conocido, familiar y limitado, y el futuro, desconocido y
lejano. ¡Qué cerca nos parece “hace diez años”, y qué lejos, “dentro de
diez”!
Tal vez por esa sensación, seguimos presos de un ciclo primitivo
y letal. No vemos en los viejos un espejo de nuestro futuro. Cuando
nos toca serlo, sufrimos una metamorfosis como la de la pupa que se
devora a sí misma antes de abandonar la crisálida y -sin nada que
discutirle a la naturaleza- se hace cargo de su nueva esencia,
olvidándose por completo de la anterior.
Lo que nos aterroriza de la vejez es que cuando jóvenes
despreciamos a los viejos. Los hicimos nuestros guías y confidentes
en momentos de desorientación, fuimos amables con ellos, les cedimos
los mejores asientos del living, les hablamos fuerte para que nos
oyeran, y les sonreímos. Pero interiormente los veíamos como seres
out, que se acostaban temprano, para encerrarse en si mismos, con
vagos conocimientos de fútbol, pero sin interés por la sensualidad, la
tecnología, el jolgorio colectivo ni las demás cosas que motivan al
resto. Para qué hablar del sexo. Sólo querían ser reconocidos y
moverse lo menos posible.
Aún cuando todos somos niños, jóvenes, adultos y ancianos al
mismo tiempo, el rótulo -para la mayoría de la gente- es peyorativo y
casi excluyente. Quien lo ostenta, puede ser, también, introvertido,
cínico, estúpido, deportista, astuto, cariñoso o poseer cualesquiera
otros atributos humanos, pero todos en un distante segundo plano.
Al envejecer, algunos están preparados y siguen la ruta que la
tradición les hizo dar por sentada Van comprándose autos cada vez
más grandes, ascienden en su carrera, se vuelven conservadores en
sus costumbres, exigen la preferencia en las esquinas, acuden a los
gimnasios, hacen paseos a Europa, y poseen casas con piscina que
después -al irse los hijos- permutan por departamentos más
centrales.
Otros, para darse cuenta de que lo son, necesitan mirarse al
espejo cada cierto tiempo, aunque la conciencia de sus años les dura
poco. La señora Nancy, por ejemplo, que trabajó como contadora
independiente hasta después de haber cumplido los 90, salía de su
casa a las nueve de la mañana a ver a sus clientes, se desplazaba con
su portafolio en micro, y aunque no siempre le ofrecían el asiento, eso
no la incomodaba. Un día entró a un local de Sencillito a pagar una
cuenta atrasada. Había cola, y cuando el funcionario de la ventanilla
se percató de su presencia, dijo en voz alta:
-Por favor, cedan su lugar a la señora de tercera edad que está
al fondo.
Todos se dieron vuelta, y la señora Nancy… también.
Algunos requerimos protagonizar unos cuantos episodios de ese
tipo. En mi caso, me subí a una micro llena, y un señor -que supuse de
mi edad- encaró a un par de escolares que iban sentados:
-¡Ustedes! ¡Cédanle el asiento al caballero!
Y con un tono bastante más cordial.
-Pase, caballero, pase, que aquí tiene asiento.
El incidente fue tan sorpresivo que sólo atiné a levantar las
cejas y apuntar el índice hacia mi cuello como preguntando ¿Yo?,
mientras sentía converger hacia mí las miradas,
Algún tiempo después fui con Alicia al cine, y al final de la fila
de las entradas, la empleada me ofreció las de tercera edad.
Afortunadamente, gracias al primer episodio, me había puesto en
guardia, así que le pregunté tranquilamente si ya habían terminado los
“agregados”.
Me miró como si le hubiera hablado en gaélico, y un caballero
que estaba detrás, con un gesto que oscilaba entre risa y sonrisa, me
dijo en vos baja:
-Ahora se llaman trailers.
Igual que les sucede a los de cualquier edad, los viejos
estamos aprendiendo a
serlo. Para ello, tenemos que ir
desenmascarando y -eventualmente- reemplazando creencias acerca
de nosotros mismos, que ahora tienen poca base, como:
- Que mañana sí tendremos la voluntad para hacer cierta tarea.
- Que cierta actividad que alguna vez nos trajo satisfacción o
placer, debería volver a traérnoslo28.
- Que entenderemos rápidamente el manual de instrucciones de
la cámara fotográfica digital que acabamos de adquirir.
Lo cierto es que cada cual mantiene su propio set de falacias,
pues los ejemplos anteriores sólo corresponden a mi caso. Lo que sí es
general, es que hay que saber dónde le está empezando a apretar al
zapato a uno. Hay algunos que se ponen intolerantes y no controlan
sus enojos ni su tristeza, y otros a quienes los atormenta una culpa,
casi siempre injustificada.
Al envejecer, algunos siguen siendo lo que siempre han sido,
mientras que otros, cambian drásticamente de ubicación. Seguir tal
cual, es desconocer que somos dueños de sólo un ciclo vital. Tal vez
deberíamos desprendernos de ese temor al futuro que sólo antes
podía justificarse. Pero muchos, al sentir que si renunciaran a sus
antiguas costumbres, no les quedaría nada que los ligue al mundo, se
aferran a ellas y las exacerban. Si antes cuidaban la plata, ahora se
vuelven avaros, si tenían miedo de ser asaltados, duplican sus medidas
de seguridad y si desconfiaban de los desconocidos, ahora también
rehúyen de sus relaciones.
La mayoría se sumerge en ese mar de recuerdos que les copa
casi todas las conversaciones, y cuyo sabor inefable -por lo íntimolos liga a un entorno ya acabado, como el de la leche Delicias que
repartían casa por casa, en botellas de vidrio con tapas de cartón,
28
Una vez, conservé un melón hasta mediados de mayo, pero comerlo no me
devolvió el verano recién pasado, ni ningún otro, sino un gusto extraño y frío con la
llovizna pegada a las ventanas.
de cuya cara interna lamíamos la crema y volvíamos a tapar
despreciando toda norma de higiene, o la fruta de esos años, que no
se exportaba como ahora.
A ningún viejo le he escuchado decir algo como “gracias a la
ingeniería genética, las manzanas de ahora son mucho más dulces y
jugosas que las de cuando era niño”, salvo, claro, que sea dueño de
alguna patente del rubro.
Respecto de los que cambian, una parte de ellos sigue la
corriente de su malestar. Los que -al ir parados en el bus- renegaban
de los que iban sentados y -cuando se sentaban- reclamaban por los
bultos de los que aun estaban de pie, son los mismos que de jóvenes
despreciaban a los viejos y ahora, denuestan a los jóvenes. En todo
caso, esa opción parece mejor que la de seguir despreciando a los
viejos cuando ya se es uno de ellos.
La otra parte, piensa que cada edad tiene un rol social,
establecido por cierta ley divina: la época de ser socialistas es la
juventud, y la madurez, la de defender el estatus. Yo pensé que mis
amigos se librarían de esos dogmas, pero no ha sido así.
Al enfrentar nuestro pasado, lo que observamos es una serie
de escenarios, cada uno con un sabor indescriptible que alguna vez lo
llenó todo, y ya no existe. Tal vez cada cambio fue un pequeño
duelo. No lo sabemos con certeza, porque el tiempo va borrando
selectivamente las penas, excepto las más agobiantes. Requiere un
esfuerzo replicarlas, pero al hacerlo, tenemos a mano la
reconfortante conciencia de que las superamos.
Algunos, igual que los jóvenes, aun se emocionan con el paso
del cometa Halley que ya no se verá sino hasta dentro de 200 años.
Otros, somos más románticos, y nos ensoñamos con una época
pasada y relativamente incierta, en que las cosas ocurrían de una
manera menos cómoda. Para nosotros, cuando estábamos en
Magallanes, una carta de Santiago demoraba muchos días, y viajar a
la capital era una agitada travesía en el DC-3 de LAN, cuyo
despegue no tenía fecha fija y, debido al mal tiempo o a fallas
mecánicas, solía quedar varado por varios días en alguna de sus
escalas. Una vez, por ejemplo, lo que falló fue el motor de partida y
aún veo al piloto, gritando instrucciones a los pasajeros que tiraban
de una cuerda atada a las aspas de una de las hélices, como si fuera
un Fiat 600 en pana de batería. Cuando, finalmente, el avión
despegó, nadie cuestionó la seguridad del procedimiento.
Los románticos actuales no imaginan que más adelante, alguien
se ensoñará de la misma forma, con el Sistema Operativo Android,
la norma ISO-9000, el juego de playstation, en que se ganan puntos
atropellando a peatones virtuales, o una hamburguesa de 185 gramos
exactos. Esos –suponen- no serán nunca objetos románticos.
Pero cada época asocia una más romántica, que se remonta a
unos cincuenta años antes, cuando el dueño de esos recuerdos era
joven. Las cosas que dejan de usarse, si bien pasan por un lapso
demodé en que son despreciadas, después despiertan convertidas en
reliquias. Los cables de la luz que hoy nos parece que sólo afean el
paisaje, renacerán algún tiempo después de que desaparezcan de
las conversaciones cotidianas, como las cuerdas de los barcos a vela
y las locomotoras a vapor.
Hace poco más de un siglo, la minería del oro generó grandes
expectativas en Magallanes. Tal como lo hizo la fiebre californiana,
movilizó capitales e ilusiones por miles. Alrededor de 10 compañías
holandesas y estadounidenses trajeron desde Europa, enormes
dragas, que se trasladaron por piezas desde Porvenir hasta las
orillas del mítico Río del Oro, en diversos puntos de Tierra del
Fuego. Una de ellas, que se subió en carretas al cordón Baquedano,
hasta no hace mucho se divisaba desde el camino. Si uno bajaba
hasta la estructura, empuñaba los oxidados comandos que se usaron
por años hasta que -después de una larga agonía económica y legallos inversionistas se rindieron a la evidencia de que el negocio no
iba a ser rentable, entonces era capaz de imaginar el instante
preciso en que se detuvo para siempre.
¿Sería así? Esa mañana, ya todos sabían que era el último día.
Trabajaron callados y nadie dijo nada cuando acabó la jornada y
volvió el silencio, esta vez, para quedarse. En unos segundos se
disipó el último vapor. En unos minutos se enfrió la caldera, y en
unos días, la cubrió el óxido. En un par de años, el río borró su última
huella sobre el lecho, y en los siguientes, improvisados comerciantes
de fierro la fueron desguazando plancha por plancha, hasta dejar
entre los cerros sólo el majestuoso esqueleto, donde durante
setenta años, en los veranos silbaba el viento y en primavera
anidaban las bandurrias.
Hoy, de lo que hacía esa draga, apenas debe quedar un
recuerdo infantil en los más viejos.
En cuanto al presente, al parecer, hay sólo dos formas de
captar su lado romántico.
Una es recordar la forma como imaginábamos lo que entonces
era el enigma del futuro, por ejemplo, si dos amantes confiesan sus
sentimientos mutuos en esa etapa del inicio, cuando su relación era
apenas circunstancial.
La otra, es adivinar lo que recordaremos más adelante,
ejercicio que nos obliga a volver a esos escenarios que ya se fueron,
y a aceptar -dolorosamente- que el actual no puede ser sino sólo
uno más de la serie, y que inevitablemente también se nos irá entre
los dedos. Para sobrevivir a ese pronóstico inevitable, la única opción
es el amor, al que sentimos imperecedero y atemporal.
En todo caso la paz interior -y con los demás- se podría
retomar si en vez de maldecir el entorno, nos preguntamos qué nos
está pasando, como si fuéramos espectadores de nosotros mismos,
para la cual es válida casi cualquier respuesta en la que uno crea, por
ejemplo, “estoy envejeciendo como todos” o incluso “lo que me pasa
es que no sé qué me pasa”. Luego hay dos opciones: esforzarse hasta
lograr que esas creencias juveniles resulten más verdaderas, o bien,
buscar nuevas aptitudes. Recomiendo la segunda.
De niño solía ir a un lugar que había bautizado el “Barrio
Bichento”, una zona de edificios demolidas y abandonadas donde
buscaba insectos que después vendía a mi hermano, para su insectario
del colegio. Cerca de allí vivía un viejo que parecía disfrutar
recogiendo objetos de la vía publica, y con el que siempre nos
saludábamos con una sonrisa. A veces me mostraba sus humildes
hallazgos, como un raro clavo oxidado o un colgador de ropa labrado
en bronce y, como un niño, revivía la emoción de haberlos descubierto
y tenido en sus manos. Años más tarde, los objetivos sociales me
llevaron a sentir cierto rechazo por él y su infantilismo carente de
propósito. Pero eso fue en una época en que nuestras rutas iban en
sentidos opuestos. Al llegarme el feliz momento de desaprenderlos,
las rutas han vuelto, de algún modo, a correr paralelas.
Cuando somos niños no sabemos que la muerte existe. La
primera noción de su inevitabilidad, no proviene de sufrir el fin de
alguien cercano, pues tampoco supimos que un día íbamos a ser
adultos, hasta que alguien nos dio oralmente la impactante noticia.
Creo, no obstante, que aún si no existiese esa transferencia
cultural, en algún punto de nuestro crecimiento pensaríamos: “Mis
manos son muy parecidas a las manos de los demás. Los demás
mueren. Luego, yo también moriré”.
Los viejos toleramos mejor las penas, y no porque sepamos
manejarlas, sino porque sabemos que no las cargaremos mucho tiempo.
Cuando la vida sea para siempre29, también lo serán aquéllas. Y lo que
sentimos al escuchar de nuevo las canciones que eran populares en
nuestra juventud, es lo que preveíamos. Nos lo anticiparon nuestros
viejos con su serena nostalgia, pareciendo decirnos “era bonito
entonces, pero también lo es ahora”.
Como todo el mundo, a veces nos sentimos como partículas
solitarias en el tiempo. Pero, de mirar más a menudo la cinta del
29
Idea que tiene muchísimos adeptos, y en consecuencia, un gran mercado.
devenir, podemos configurar e identificarnos con una trayectoria que
se aparta del plano, y ver ya no sólo lo que en un instante creemos
ser, sino lo que -a través de los años- hemos sentido que somos. Así,
empezamos a aprender a ser pacientes con nosotros mismos y con los
demás, dominar el resentimiento, esa pócima venenosa compuesta de
amor, odio y manipulación, en partes iguales, y de vez en cuando,
como Violeta, darle gracias a la vida por habernos traído hasta donde
estamos.
Octubre 2014
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