Continuismo, reforma, ruptura

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VII. CONTINUISMO, REFORMA, RUPTURA, 1976-1977
La transición española de la dictadura franquista a un régimen democrático ha sido estudiada con
especial atención desde distintas ciencias sociales y, más tardÃ−amente aunque de manera creciente, por la
historiografÃ−a. Pero algunas de las explicaciones del cambio polÃ−tico que vivió España en la segunda
mitad de la década de los años setenta se han caracterizado por su extrema simplicidad, o por
reduccionismos incapaces de explicarlo satisfactoriamente. AsÃ−, la transición ha sido presentada con
frecuencia como la materialización de un proyecto de cambio elaborado y dirigido desde las instituciones
polÃ−ticas, con el rey Juan Carlos y los reformistas del franquismo como principales actores, con un papel
especialmente destacado de Adolfo Suárez y Torcuato Fernández Miranda, y con la sociedad española
como mera espectadora. Se trata de una interesada explicación de la transición que proyecta
retrospectivamente los resultados de un proceso -valorado positivamente por la sociedad española-,
convirtiéndolos en los objetivos de un hipotético proyecto cuyo éxito puede ser capitalizado por sus
supuestos autores.
Mucho más sólida es la interpretación que resalta la extraordinaria relevancia de los cambios
socioeconómicos experimentados por la sociedad española desde el inicio de la década de los años
sesenta para explicar la transición. Sin embargo, presentar el cambio polÃ−tico como la consecuencia
mecánica e inevitable de la modernización económica y social implica minimizar hasta extremos
excesivos el papel de los diversos actores, polÃ−ticos y sociales, que intervinieron decisivamente en la
tran−sición.
La explicación de la transición española contenida en las pági−nas siguientes se sitúa en el marco
interpretativo, ampliamente asentado en la historiografÃ−a, que considera la transición como un proceso. Un
proceso condicionado por factores de carácter diverso, evidentemente por los cambios económicos y
sociales anteriores y sus efectos sociopolÃ−ticos, pero de incierto resultado cuando se inició. Un proceso en
el que tuvieron un papel muy rele−vante la corona y una parte del personal polÃ−tico franquista, pero
también los movimientos sociales y la oposición democrática. Un proceso abierto, en el que los
escenarios iniciales en disputa se sintetizaban en los conceptos de continuismo, reforma y ruptura.
¿Franquismo sin Franco?
Juan Carlos de Borbón, sucesor de Franco a «tÃ−tulo de rey», se convirtió en el nuevo jefe del Estado
español el 22 de noviem−bre de 1975 pero, a pesar de las expectativas generadas por el dis−curso de la
coronación entre una parte de la población, durante los meses siguientes no se produjeron cambios
significativos en el sis−tema polÃ−tico y las pugnas en el seno de las instituciones franquistas se decantaron
inicialmente a favor de los partidarios de un conti−nuismo matizado con algunas reformas. AsÃ−, Carlos
Arias Nava−rro continuó al frente del Ejecutivo aunque, en contrapartida, tuvo que formar un nuevo
gobierno en el que su margen de maniobra era escaso. Ciertamente, la composición del nuevo gabinete,
for−mado el 4 de diciembre, era heterogénea, aunque formalmente no rompÃ−a con el pasado, dado que
sus miembros o bien procedÃ−an directamente del Movimiento, o bien habÃ−an ocupado distintos car−gos
polÃ−ticos tanto en el ámbito nacional como en el internacio−nal.
José SolÃ−s, que ocupó la cartera de Trabajo, aparecÃ−a como la máxima representación del
Movimiento, de donde también pro−cedÃ−an, entre otros, Adolfo Suárez -nuevo ministro secretario
gene−ral del Movimiento- y Rodolfo MartÃ−n Villa -ministro de Rela−ciones Sindicales- que habÃ−a
dirigido en los años anteriores el gobierno civil de Barcelona. Sin embargo, no fueron éstos los ministros
más destacados del nuevo gobierno. A su lado desco−llaban figuras que se habÃ−an autoatribuido un
protagonismo este−lar en el que consideraban necesario proceso de reformas polÃ−−ticas. Manuel Fraga,
aunque vio frustradas sus expectativas de ser designado para conducir esas reformas, consiguió imponer su
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presencia en la cartera de Gobernación a Arias Navarro, y ade−más desempeñó la vicepresidencia para
Asuntos PolÃ−ticos, una (le las tres creadas, junto a las de Defensa y EconomÃ−a y Hacienda. La otra figura
emergente fue la de José MarÃ−a de Areilza, un personaje con una larga vida polÃ−tica que ya habÃ−a
ocupado cargos destacados en el aparato polÃ−tico franquista desde 1939. La trayectoria de Areilza habÃ−a
sido más cambiante que la de Fraga; pero desde hacÃ−a tiempo habÃ−a optado por la monar−quÃ−a como
alternativa al franquismo y, tras la coronación de Juan Carlos, consideraba indispensable dotar a la
institución de una nueva legitimidad que sólo podÃ−a obtener si impulsaba un cam−bio polÃ−tico de signo
democratizador. Areilza desde la cartera de Asuntos Exteriores hizo un esfuerzo extraordinario para
«ven−der» a las cancillerÃ−as occidentales la voluntad «democratiza−dora» del gobierno -«una
mercancÃ−a que aún no existe», según aceptó el mismo ministro-, asÃ− como el control gubernamental
del proceso polÃ−tico. Areilza, como Fraga, pugnaba por conse−guir un mayor protagonismo. Junto a ambos
destacaban las figu−ras del liberal Antonio Garrigues DÃ−az-Cañabate -ministro de Justicia- y el
propagandista católico Alfonso Osorio -Ministe−rio de la Presidencia- también alejados y crÃ−ticos con
la presi−dencia de Arias Navarro. Entre los ministros militares sobresa−lÃ−a el general Fernando De Santiago
que ocupó la cartera de Defensa, desde la cual se opuso a cualquier tipo de reforma sig−nificativa. Juan
Villar Mir ocupó la cartera de Hacienda y la vice−presidencia para Asuntos Económicos, y Leopoldo Calvo
Sotelo la de Comercio.
El primer gobierno de la monarquÃ−a, como en poco tiempo se demostró, difÃ−cilmente podÃ−a durar. En
primer lugar, no cons−tituÃ−a un equipo de gobierno unificado en su dirección. Varios de sus miembros
tenian sus propias ideas sobre cómo conducir el proceso de reforma, que no eran coincidentes con las de sus
compañeros de gabinete, aunque la mayorÃ−a concurrÃ−an en su dis−crepancia y falta de respeto
polÃ−tico en relación a su jefe, el pre−sidente del gobierno. Las discrepancias y la falta de dirección
unÃ−voca paralizaron la acción de gobierno y facilitaron la acción de la oposición. En segundo lugar,
dado que ni el presidente ni ninguno de los miembros destacados del gabinete -excepto Areilza y GarriguespretendÃ−an en aquel momento avanzar rápi−damente hacia un régimen democrático, aquellos sectores
de la sociedad española que en los últimos años del franquismo habÃ−an luchado y conseguido un
creciente apoyo en la extensión de las reivindicaciones democráticas se vieron reforzados en sus
posi−ciones e hicieron todo lo posible para convertir en inviable cual−quier proceso de pseudorreforma.
Carlos Arias Navarro habÃ−a sido siempre tina figura de escasa proyección polÃ−tica que debÃ−a su cargo
de presidente de gobierno desde enero de 1974 a la voluntad de buena parte del aparato fran−quista -incluidos
la mayor parte de los mandos del ejército y los cÃ−rculos familiares de Franco- de mantener el edificio
franquista a cualquier precio, voluntad paralela al miedo que les provoca−ban las posibles consecuencias que
podrÃ−a tener la pérdida del poder polÃ−tico. Si en 1974 Arias Navarro intentó formular algu−nas
promesas reformistas para frenar la crisis del régimen, en 1976 se convirtió en el albacea de Franco; sus
discursos insis−tÃ−an en salvar la herencia de Franco, las esencias del régimen, incluso hacÃ−an
referencia a 1936, a un paso casi de afirmar -como hizo José Antonio Girón- que no permitirÃ−a que les
arrebatasen la victoria. En las alocuciones de Arias Navarro apenas habÃ−a pro−puestas de futuro y la figura
del monarca aparecÃ−a como secun−daria. Actuaba como si no fuera consciente de cuál era la reali−dad
social española, o que -desagradándole- quisiera ignorarla.
El 28 de enero Carlos Arias expuso ante las Cortes el pro−grama del nuevo gobierno, que contenÃ−a una
propuesta de reforma polÃ−tica que tenÃ−a como referencia fundamental el «espÃ−ritu del 12 de
febrero» de 1974 y que era tan vaga como aquél. Las pro−puestas de reformas eran indefinidas, pero
Arias fue explÃ−cito al formular toda una serie de prevenciones y negaciones paralelas a la voluntad de
reforma, con lo que el presidente del gobierno despertó el entusiasmo de los procuradores franquistas, el
desá−nimo de los sectores reformistas y la reafirmación de los secto−res antifranquistas. Arias empezó y
acabó su discurso haciendo referencia a Franco; poco después de iniciarlo afirmó que Fran−cisco Franco
era «Caudillo indiscutido e indiscutible de nuestro pueblo», de manera que los procuradores no debÃ−an
permitir que se intentara «hacer olvidar nuestra más reciente historia» tal como estaba sucediendo.
Acabó diciendo: «Señores procurado−res, como integrantes de la última legislatura de Franco habéis
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recibido el alto honor de ser los albaceas de su memoria y el excepcional privilegio de hacer operativo el
mandato expresado en su último mensaje de forma que no pueda perderse en el recuerdo sino que
permanezca vivo en nuestro pueblo». Y tanto o más significativo que el recuerdo de Franco fue que el
presi−dente del gobierno igualmente previno contra unas reformas que él acababa de afirmar que
impulsarÃ−a: «Democracia, sÃ−. Pero ¿,para quién?, y ¿,para qué?», a partir de lo cual todos los
demo−nios familiares del franquismo salieron a colación: «Ni los que usan la violencia terrorista para
promover su causa, ni los que promueven la disolución social en todas las formas del anar−quismo, ni los
que atentan a la sagrada unidad de la patria, en una u otra forma de separatismo, ni aquellos que aspiran con la
ayuda exterior y con métodos sin escrúpulos a establecer el comunismo totalitario y la dictadura de un
partido, cualquiera que sea la careta con la que se presenten, pueden esperar que se les deje usar de las mismas
libertades que ellos desean destruir para siempre».
Si aquéllos eran los presupuestos polÃ−ticos del presidente del gobierno, ninguna reforma podrÃ−a ser
llevada a cabo. No tan sólo eso; aquel discurso era el propio del «búnker», de manera que no dejaba
margen ni al mÃ−nimo juego posibilista para desespe−ración de aquellos otros que, sin tener muy bien
perfilado un programa de actuación, o teniéndolo -sin que éste comportara la ins−tauración de una
verdadera democracia-, consideraban que era imprescindible hacer cambios significativos. Ã ste era el caso
de Manuel Fraga, que desde hacÃ−a algún tiempo venÃ−a elaborando un plan de reforma polÃ−tica
orientada a conservar la estructura jurÃ−dico-polÃ−tica del régimen franquista aunque ampliando los
cauces de participación, el espectro polÃ−tico y la libertad de expre−sión. Fraga proponÃ−a una estructura
bicameral en la que el Con−greso, con 300 miembros, serÃ−a elegido por sufragio universal en
representación de «las familias»; por otro lado, el Senado ten−drÃ−a una composición mixta: los
representantes de las provincias serÃ−an elegidos, pero no asÃ− una parte de los senadores que serÃ−an de
designación real, ni los representantes de los sindicatos ni los designados por el rey a propuesta del Consejo
del Reino. La trilogÃ−a franquista: familia, municipio, sindicato, continuaba siendo válida para Fraga.
Asumida por el gobierno, la propuesta de Fraga fue some−tida a discusión en las instituciones franquistas
con notables rece−los. Para evitar un previsible impasse legislativo Adolfo Suárez, ministro secretario
general del Movimiento, propuso resucitar la Comisión Mixta Gobierno- Consejo Nacional del Movimiento
creada a finales de 1972, que se reunió desde el mes de febrero con el objetivo de discutir y modificar las
propuestas de Fraga. Sin embargo, las discusiones se eternizaban, tanto por las dife−rencias entre sus
miembros como por la voluntad de algunos de ellos de paralizar las reformas. AsÃ−, en los meses siguientes
tan sólo se aprobaron las muy restrictivas leyes reguladoras del Dere−cho de Reunión y del Derecho de
Asociación -26 de mayo y 9 de junio respectivamente-. La aplicación de esta última requerÃ−a, sin
embargo, la reforma del Código Penal en aquellos artÃ−culos que tipificaban como delito la afiliación a los
partidos polÃ−ticos, lo que fue impedido por una mayorÃ−a de procuradores que recha−zaron, en junio, la
modificación del Código, forzando la devo−lución del texto a la Comisión de Justicia de las Cortes.
A aquellas alturas del año estaba claro que Carlos Arias tenÃ−a que ser sustituido porque la capacidad de
dirección de las refor−mas desde las instituciones podÃ−a ponerse gravemente en peli−gro. Si desde el
inicio de los años setenta el personal polÃ−tico fran−quista fue perdiendo la iniciativa polÃ−tica como
consecuencia de la extensión del rechazo al régimen -lo que al mismo tiempo agu−dizó sus tensiones
internas-, durante los primeros meses de 1976 la movilización polÃ−tica y social creció
extraordinariamente como resultado, tanto del esfuerzo organizativo realizado por los gru−pos antifranquistas
como por la propia disponibilidad para la movilización que generaban las expectativas de cambio polÃ−tico.
La presión social «desde abajo»
Desde principios de año se produjo una alteración continuada del orden público que era fruto tanto de los
conflictos laborales como de las reivindicaciones polÃ−ticas, que a su vez se radicali−zaban por la dureza
represiva. Las cifras reflejan la magnitud de la conflictividad laboral: si en 1975 fueron algo más de medio
millón los trabajadores implicados en conflictos y algo más de 10 millones las horas de trabajo perdidas, en
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1976 esas cifras se multiplicaron por siete y por 11: más de 3.600.000 huelguistas y 110 millones de horas
no trabajadas, según las cifras de la Orga−nización Sindical Española.
El 5 de enero se declararon en huelga los trabajadores del Metro de Madrid, lo que tuvo una gran importancia
para la dina−mización de otros conflictos y una gran resonancia polÃ−tica, por cuanto las huelgas en los
servicios públicos son un gran esca−parate para el movimiento obrero y tienen siempre un gran impacto en
la vida ciudadana. Como en otros conflictos poste−riores -Renfe, Correos- el gobierno decretó la
militarización. Pero no sólo los servicios públicos se vieron afectados por la con−flictividad laboral.
Madrid vivió en 1976 -especialmente en los primeros meses- una explosión de conflictos, que afectaron a
más de 500.000 trabajadores en prácticamente todos los sectores pro−ductivos; la protesta tuvo el impacto
añadido de su proximidad al centro del poder polÃ−tico. Y no fue en Madrid donde la con−flictividad fue
más elevada. Sólo en Barcelona en 1976 hubo más trabajadores en conflicto y horas no trabajadas que en
el con−junto de España en cualquier otro año anterior. Como en el resto de las provincias, en Barcelona
los conflictos estuvieron origi~ nados por reivindicaciones laborales con frecuencia vinculadas a la
negociación colectiva, aunque la explosión de protestas se explica porque, en muchas ocasiones por
primera vez, amplios sectores de trabajadores de pequeñas empresas y de ramas pro−ductivas poco
conflictivas se sumaron a la movilización. Por su trascendencia polÃ−tica cabe destacar las huelgas
generales de la segunda quincena de enero en el Bajo Llobregat y la de final de febrero en Sabadell,
desencadenada por la brutal acción repre−siva de la policÃ−a contra una concentración de trabajadores de
la enseñanza, padres y escolares que se habÃ−a desarrollado en un clima de confluencia de conflictos
laborales y vecinales. Si buena parte de los municipios del Bajo Llobregat era predominante−mente obrera,
Sabadell era una ciudad relativamente heterogé−nea socialmente y aquella movilización no se explica sin
la exten−sión de una nueva cultura cÃ−vica articulada por el antifranquismo. Con la exageración que le
caracterizaba, Manuel Fraga llegó a afirmar que la huelga general sabadellense habÃ−a sido «una
ocu−pación de la ciudad como la de Petrogrado en 1917». Con esa percepción de la realidad
sociopolÃ−tica era difÃ−cil que el gobierno fuera capaz de estabilizar la situación
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A pesar de la contundencia represiva con que el gobierno actuó en prácticamente todos los conflictos, la
imagen represiva del primer gobierno de la monarquÃ−a quedó fijada en las muer−tes de Vitoria. El PaÃ−s
Vasco fue, a lo largo de 1976, un foco per−manente de tensión laboral y polÃ−tica, porque se agudizó el
fenó−meno general de respuesta a la represión policial que era allÃ− especialmente intensa. Siendo como
en el resto de España los conflictos laborales continuados, en el PaÃ−s Vasco además se produjeron entre
enero de 1976 y mayo de 1977 trece huelgas generales de carácter antirrepresivo; la primera en marzo de
1976 a raÃ−z de la muerte de tres trabajadores, a los que se añadieron en los dÃ−as sucesivos dos más,
por disparos de la poli−cÃ−a, asÃ− como casi un centenar de heridos al disolver las fuerzas de orden público
una asamblea obrera celebrada en la iglesia de San Francisco de Vitoria. En el PaÃ−s Vasco, como en todos
los centros industriales del paÃ−s, las asambleas se habÃ−an convertido en la plataforma básica de
decisión obrera, y esas asambleas se tenÃ−an que celebrar habitualmente al margen de la Organización
Sindical, siendo las iglesias los espacios más accesibles a los tra−bajadores. La huelga general posterior a la
represión policial en Vitoria no quedó reducida al PaÃ−s Vasco, donde obtuvo un eco extraordinario, sino
que provocó numerosas protestas en toda España.
Barcelona, Madrid y el PaÃ−s Vasco no fueron los únicos focos de conflictividad laboral; tan destacable
como la intensa movi−lización obrera en las concentraciones industriales tradicional~ mente más
conflictivas fue la extensión de la conflictividad labo−ral por buena parte de la geografÃ−a española,
destacando en este sentido la movilización producida en el PaÃ−s Valenciano, Nava−rra y Sevilla. Por otro
lado las protestas de los trabajadores plan−teaban tanto exigencias laborales como de carácter directa o
indi−rectamente polÃ−tico, como la libertad sindical, el reconocimiento del derecho de huelga y la amnistÃ−a
laboral. Las actuaciones represivas, tanto de los años anteriores como las que continua−damente se
produjeron en 1976 para frenar la movilización obrera, contribuyeron a la radicalización de las actitudes de
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un segmento creciente de los trabajadores, a la extensión de la soli−daridad y al apoyo a reivindicaciones
democráticas.
Durante los primeros meses de 1976 las manifestaciones estrictamente polÃ−ticas se extendieron por la
mayor parte de las grandes ciudades, reclamando amnistÃ−a y libertad; las más impor−tantes se produjeron
en Barcelona en febrero de 1976 convoca−(las por la Asamblea de Cataluña. Desde 1971 la Asamblea se
habÃ−a convertido en un organismo unitario de influencia cre−ciente, capaz de articular las reivindicaciones
polÃ−ticas y socia−les del amplio y diverso espectro del antifranquismo catalán. Como una muestra de su
fortaleza y capacidad de iniciativa, en enero de 1976, una comisión -en representación de 150
perso−nalidades muy conocidas pertenecientes a ámbitos sociales y polÃ−ticos muy diversos- se entrevistó
con el gobernador civil de Barcelona solicitando autorización para manifestarse en el cen−tro de la ciudad.
Evidentemente la manifestación del 1 de febrero no fue autorizada, pero miles de personas -más de 30.000
según el informe policial enviado al gobernador civil Salvador Sánchez− Terán- ocuparon literalmente las
calles exigiendo «llibertat, aninistia, estatut d'aiitononiia», y una semana después tuvo lugar otra
masiva manifestación convocada directamente por la Asam−blea de Cataluña. El impacto de aquellas
manifestaciones fue importantÃ−simo tanto en el gobierno como en la propia oposición. En la prensa
internacional se habló del «desafÃ−o catalán».
La presión polÃ−tica a favor de la amnistÃ−a sin embargo fue mucho más amplia y estuvo presente en la
vida pública española a lo largo de todo el semestre. Fueron continuadas las decla−raciones no tan sólo
de partidos y organizaciones sindicales, ¡legales en aquel momento, sino también, y quizá más
impor−tantes, de entidades civiles, desde colegios profesionales a aso−ciaciones culturales, en las que se
reclamaba la amnistÃ−a y no el indulto como el primer sÃ−mbolo polÃ−tico de inicio de una etapa nueva.
Para la oposición democrática y para una parte muy amplia de la sociedad española la amnistÃ−a era una
primera medida de justicia con todas las vÃ−ctimas de la represión fran−quista, e implicaba la libertad
inmediata de los presos polÃ−ticos, la anulación de los procesos abiertos y el libre retorno de los exi−liados;
pero su concesión era también un reconocimiento del carácter ¡legÃ−timo de la legalidad franquista, lo
que obligaba a su inmediata derogación. Por eso mismo, la reacción de Manuel Fraga era de negación
rotunda ante tal reivindicación. En el PaÃ−s Vasco, en particular, la demanda de amnistÃ−a aglutinaba en
buena medida la movilización general por cuanto la represión, fre−cuentemente indiscriminada, habÃ−a
llevado a las cárceles a muchos jóvenes, y era altÃ−simo el número de familias que directa o
indirectamente sentÃ−an la reivindicación de la amnistÃ−a como algo propio.
Tampoco es posible evaluar la extensión de la contestación a la acción gubernamental sin hacer referencia
al papel activo de los medios de comunicación escritos, que actuaban como caja de resonancia de los
argumentos de los sectores antifranquistas, asÃ− como la amplÃ−sima disponibilidad de intelectuales y
perso−nalidades diversas vinculadas a la cultura para la participación en actos públicos -desde recitales a
conferencias- que reclama−ban una democracia real. No se puede olvidar en otro orden, aun−que
concurrÃ−an en la misma voluntad, las movilizaciones veci−nales contra los ayuntamientos franquistas y en
reivindicación de ayuntamientos democráticos para resolver los graves proble−mas de las ciudades. Las
asociaciones de vecinos, que crecieron durante los años setenta con el objetivo de resolver los proble−mas
comunes existentes en los barrios, se fueron convirtiendo en núcleos de movilización polÃ−tica porque la
resistencia fran−quista a las reivindicaciones populares las llevó al enfrentamiento con el poder local,
poniendo en evidencia la relación existente entre dictadura polÃ−tica y ausencia de instrumentos para
resol−ver los problemas urbanos.
Esa amplia movilización, en el corazón de la cual estaban los militantes antifranquistas, los más
numerosos los comunistas, aunque cada vez más acompañados de activistas de distintas ideologÃ−as,
impulsó el acuerdo polÃ−tico entre los distintos grupos y organizaciones que reclamaban la democracia
plena. El 26 de marzo de 1976 se produjo la unificación en Coordinación Demo−crática de las dos
plataformas unitarias creadas en 1974: la Junta Democrática de España, liderada por el PCE, y en la que
esta−ban CC.OO., PSP, PTE, el Partido Carlista, asÃ− como personali−dades independientes, y, la Plataforma
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de Convergencia Demo−crática, formada por el PSOE, el PNV, los demócrata-cristianos de Izquierda
Democrática y otros grupos menores. El PCE aceptó romper su esquema unitario caracterizado por la
amalgama de organizaciones y personalidades -lo que al menos formalmente les daba un carácter
asambleario- para introducir la fórmula defendida por los socialistas, basada en la representación de las
organizaciones polÃ−ticas. En su primera declaración Coordina−ción Democrática propugnó la
propuesta de «ruptura o alterna−1 ¡va democrática mediante la apertura de un perÃ−odo constituyente
que conduzca a través de tina consulta popular, basada en el sufra−,jio universal, a tina decisión sobre la
forma del Estado y del Gobierno, asÃ− como la defensa de las libertades y derechos polÃ−−ticos durante este
perÃ−odo». Igualmente, Coordinación Demo−crática expresó su voluntad de conseguir la amnistÃ−a
general, el retorno de los exiliados, el ejercicio pleno de las libertades polÃ−−ticas y sindicales -con la
consiguiente desaparición del Sindi−cato Vertical- y el ejercicio efectivo «de los derechos y de las
libertades polÃ−ticas de las distintas nacionalidades y regiones del Estado español».
La creación de Coordinación Democrática, popularmente conocida como Platajunta, irritó al gobierno y
especialmente a Manuel Fraga, que querÃ−a evitar que los sectores moderados de la oposición se
comprometieran en la acción unitaria. Hasta aquel momento no habÃ−a sido posible crear un único
organismo repre−sentativo de toda la oposición, a excepción de Cataluña, lo que debilitaba su imagen
entre los sectores menos politizados de la población. La colaboración con el Partido Comunista aparecÃ−a
como la dificultad fundamental. Sin embargo, la unidad era imprescindible, y ¿,cómo dejar fuera del juego
polÃ−tico al Partido Comunista si lo que se propugnaba era una verdadera democra−cia y los militantes
comunistas constituÃ−an la parte más nume−rosa y activa del antifranquismo, con una solidÃ−sima
presencia en todos los movimientos sociales -obrero, estudiantil, vecina]−y nada desdeñable en entidades y
cÃ−rculos profesionales y cul−turales? Desde el momento en que se formó Coordinación Demo−crática
la discriminación represiva que en aquellos meses ordenó el ministro del Interior se hizo esperpéntica:
por participar en un mismo acto los representantes comunistas eran encarcelados mientras que otros eran
dejados en libertad. Cada nuevo acto ponÃ−a en entredicho la voluntad democratizadora incluso de aque−llos
que aparecÃ−an como reformistas dentro del gobierno.
Si la unidad de la oposición democrática se consolidó, la coor−dinación de las organizaciones sindicales
fue mucho más difÃ−−cil. Si bien éstas fueron capaces de impedir que el gobierno pudiera imponer su
opción continuista en el ámbito sindical, la unidad sindical -que teóricamente todos reclamaban- se vio
rápidamente truncada. En enero de 1976 el ministro de Relaciones Sindicales, Rodolfo MartÃ−n Villa, quiso
tirar adelante una limi−tada reforma, pero se encontró con una contestación obrera tan contundente que el
proyecto tuvo que ser abandonado. Esta reforma, como casi todas las propuestas por el gobierno, no afec−taba
a la esencia de la estructura verticalista y, evidentemente, contemplaba la conservación de la OSE.
La presión de la movilización obrera también fue esencial para que en abril de 1976 el entonces ministro
de Trabajo, José SolÃ−s, consiguiera que se aprobara la Ley de Relaciones Labo−rales, que sustituÃ−a a la
Ley de Contrato de Trabajo de 1944 y que consagraba un conjunto de mejoras en las condiciones de trabajo
-jornada laboral de cuarenta y cuatro horas semanales, veintiún dÃ−as de vacaciones- y, especialmente,
ampliaba las garan−tÃ−as frente a la arbitrariedad patronal; asÃ−, por ejemplo, se esta−blecÃ−a que, en caso
de despido declarado improcedente serÃ−a el trabajador -y no el empresario como hasta entonces- quien
podrÃ−a optar por la reincorporación o por una indemnización. José SolÃ−s continuaba aplicando de
esta manera el mismo esquema que lo habÃ−a guiado durante décadas: disposición para la ampliación de
los derechos laborales obreros y negación de cualquier derecho polÃ−tico o asociativo. La ley contó con la
oposición acérrima de los empresarios, aunque al mismo tiempo, dada la crisis econó−mica, la
movilización social y la incertidumbre del futuro, una parte de los representantes empresariales ya habÃ−a
aceptado y defendido la necesidad de llegar a algún tipo de pacto social. En EconomÃ−a, la revista de
Fomento del Trabajo Nacional, se escri−bÃ−a en octubre de 1975 que «es indudable que el anterior modelo
o patrón de estructura económica debe ser objeto de una profunda revisión. [ ... ] Un pacto social serÃ−a
una especie de contrato por el cual las clases favorecidas hasta el presente, abdicaran cons−cientemente de
algunos de sus privilegios y cedieran en sus posi−ciones de ventaja, para ser compartidos por las clases
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trabaja−doras: éstas a su vez considerarÃ−an el modelo neocapitalista como campo de juego válido y
aceptable, y se mantendrÃ−an práctica−mente dentro de él».
AsÃ−, la presión obrera estaba ejerciendo una gran influencia en los acontecimientos del momento; pero esa
capacidad movi−lizadora no pudo ser trasladada al terreno organizativo. Comi−siones Obreras habÃ−a
contestado el proyecto oficial de MartÃ−n Villa con una propuesta de unidad sindical, inspirada en la
experiencia italiana de los consejos de empresa y en el modelo reciente de unidad sindical portugués. Pero a
esta propuesta se opuso la Unión General de Trabajadores. La UGT rechazaba un proyecto constituyente de
unidad sindical porque, a diferencia de Comisiones Obreras, apenas tenÃ−a estructura organizativa y, sobre
todo, apenas tenÃ−a experiencia sindical en las empresas. Esa realidad llevaba a la organización ugetista a
considerar que sólo podrÃ−a ocupar un espacio subordinado a CC.OO., de manera que rechazó la
propuesta de unidad sindical y defendió su modelo tradicional de organización sindical con estructura
centralizada y rasgos ideológicos bien definidos.
En ese contexto CC.OO. no pudo hacer nada para evitar la división sindical. En primer lugar porque, para
aquel objetivo de diferenciación, la UGT contó con aliados estratégicos y coyun−turales muy poderosos,
entre estos últimos el propio gobierno. Tanto el gobierno Arias como después el gobierno Suárez
per−cibieron rápidamente que podÃ−an debilitar el movimiento sindi−cal, en aquel momento representado
por CC.OO., utilizando la necesidad ugetista de crearse un espacio propio. El gobierno con−tinuó
persiguiendo y encarcelando a los dirigentes de Comisio−nes mientras aceptaba de hecho a la UGT al
autorizar su XXX Congreso en abril de 1976. Y si del gobierno recibió un apoyo instrumental, a la UGT le
llegó desde el extranjero un apoyo eco−nómico y un respaldo polÃ−tico de capital importancia.
CC.OO. además de no poder asentar su proyecto de sindi−cato unitario, tuvo que realizar un esfuerzo
adicional para adap−tar su organización a una estructura sindical institucionalizada. Comisiones Obreras se
habÃ−a definido desde sus orÃ−genes como movimiento sociopolÃ−tico, no como sindicato con una
estructura organizativa bien perfilada; la base de actuación era la empresa y la asamblea era el elemento de
referencia, de manera que la participación de los trabajadores era esencial. Durante años ese modelo
habÃ−a permitido esquivar parcialmente la represión fran−quista y superar la desconfianza de buena parte
de los trabaja−dores hacia cualquier organización partidista clandestina, pero al mismo tiempo ese modelo
habÃ−a comportado que la estruc−tura organizativa fuese escasa; es decir que aunque CC.OO. habÃ−a tenido
el apoyo de sectores amplios de trabajadores, que valo−raban el compromiso de sus activistas con las
reivindicaciones obreras, no existÃ−an vÃ−nculos organizativos. De manera que desde julio de 1976 CC.OO.
aceptó en la práctica la división sindical e inició su proceso de transfoririaci0n en sindicato.
Desde mitad de 1976 lit división sindical ya era un hecho, pero ello no fue obstáculo para que se
produjeran distintas acciones sindicales unitarias y un intento de coordinación permanente a nivel general,
siguiendo los pasos de experiencias desarrolladas en distintos territorios; en septiembre de 1976 se creó la
Coor−dinadora de Organizaciones Sindicales (COS) que convocó la huelga general del 12 de noviembre.
La crisis del gobierno Arias
Para que la imagen represiva del gobierno tuviese tintes dra−máticos sólo faltaban expresiones como la de
Manuel Fraga «la calle es mÃ−a» y, 10 que fue mucho más grave, la iinpasibilidad policial en
Montejurra (mayo de 1976) ante las agresiones de la extrema derecha carlista a la corriente socialista del
carlisnio, seguidora de Carlos Hugo. Toda la literatura existente afirma que el monarca, al igual cine algunos
sectores reformistas pero que carecÃ−an de capacidad de decisión en aquel momento, veÃ−a la necesidad de
sustituir al presidente del gobierno. El inmovilismo de Carlos Arias y su renuencia a cualquier tipo tic reforma
ale−jada de las Leyes Fundamentales franquistas podÃ−a poner en peli−gro la propia supervivencia de la
monarquÃ−a. Según Pedro Sainz RodrÃ−guez, en el mes de marzo don Juan de Borbón habÃ−a visi−tado
a su hijo y le habÃ−a insistido en que «O liquidas a Arias o esto se acaba». Las experiencias griega y
portuguesa eran muy recientes y pesaban en la urgencia de las decisiones. Juan Car−los de Borbón actuó en
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distintos frentes para contrarrestar la ima−gen de parálisis e inmovilismo que desprendÃ−a el gobierno. Por
un lado proyectó su compromiso de cambio democratizador espe−cialmente en el ámbito internacional,
aunque la trascendencia interna de sus palabras fue grande. En este sentido, en abril con−cedió una entrevista
a la revista norteamericana Newsweek a par−tir de la cual el periodista elaboró un reportaje sobre la
situación polÃ−tica en España. Según el cronista, Juan Carlos consideraba que Arias era «un desastre
sin paliativos», y se habÃ−a convertido en el abanderado del sector más inmovilista, el «búnker». En
el mes de junio el monarca visitó Washington y en su discurso en el Capitolio declaró su firme apuesta por
la democracia.
En aquel marco de crisis larvada entre la jefatura del Estado y la del gobierno se reveló de gran importancia
la figura de Tor−cuato Fernández Miranda, que habÃ−a sido en vida de Franco un firme apoyo del futuro
monarca. En el momento de su corona−ción Juan Carlos de Borbón fue consciente de la relevancia del
cargo de presidente de las Cortes y del Consejo del Reino para impulsar cualquier tipo de reforma, por lo que
se implicó de forma decidida en evitar que Alejandro RodrÃ−guez de Valcárcel -figura que aparecÃ−a
como garante del continuismo polÃ−tico− renovara su cargo. Por el contrario, el monarca querÃ−a nombrar
como presidente de las Cortes a Fernández Miranda, que como experto conocedor de las leyes franquistas,
podrÃ−a encontrar los mecanismos legales para canalizar las reformas necesarias. Todo parece indicar que
Juan Carlos, ante la imposibilidad de nom−brar dos personas de su confianza en la presidencia del gobierno y
en la de las Cortes, decidió renovar la confianza en Carlos Arias para que éste, en contrapartida, te
asegurara los apoyos para la candidatura de Fernández Miranda.
La capacidad de maniobra de Fernández Miranda fue deci−siva en julio de 1976. Una vez Juan Carlos se
hubo decidido a prescindir de Arias Navarro era fundamental asegurar la elección de un presidente de
gobierno que estuviera dispuesto a impul−sar las reformas ineludibles para asegurar el control de la situa−ci0n
polÃ−tica. El 1 de julio Juan Carlos de Borbón convocó al jefe de gobierno y éste, ante la solicitud de
renuncia, se vio forzado a dimitir. Torcuato Fernández Miranda maniobró en el Consejo del Reino de
manera que en la terna que presentarÃ−a al rey para relevar a Arias estuviera el nombre de Adolfo Suárez,
cuya can−didatura fue acompañada por la de Federico Silva Muñoz y Gre−gorio López Bravo. El
ministro secretario general del Movi−miento respondÃ−a al perfil deseado por el monarca; a lo largo de los
últimos seis meses, en sus intervenciones en las Cortes y como sustituto del ministro de la Gobernación en
las ausencias de Manuel Fraga, habÃ−a demostrado capacidad e inteligencia polÃ−−tica, asÃ− como una
voluntad reformista sintetizada en aquella frase del discurso de presentación de la Ley de Asociación en
que afirmaba que «vamos a elevar a la categorÃ−a polÃ−tica de normal lo que a nivel de calle es
simplemente normal. Vamos a sentar las bases de un entendimiento duradero bajo el imperio de la ley».
Suárez era además un polÃ−tico joven que, dada su trayectoria polÃ−−tica, no despertaba hostilidad en las
filas franquistas. Torcuato Fernández Miranda pudo asÃ− afirmar que «estoy en condiciones de ofrecer al
Rey lo que me ha pedido».
El gobierno de «penenes» y la Ley para la Reforma PolÃ−tica
Adolfo Suárez fue designado presidente del gobierno el 3 de julio, ante la incredulidad y sorpresa de propios
y extraños. Si el gobierno Arias habÃ−a caÃ−do por su incapacidad para conducir las reformas, ¿cómo
es que se encargaba la modificación del ordenamiento polÃ−tico franquista precisamente al secretario
gene−ral del Movimiento? Observada retrospectivamente es fácil ver la coherencia de la operación, pero en
su momento fue una apuesta arriesgada porque el rechazo inicial fue muy amplio. Sólo Juan Carlos de
Borbón y Torcuato Fernández Miranda conocÃ−an las verdaderas caracterÃ−sticas del nuevo jefe de
gobierno y su dis−ponibilidad para conducir el tránsito hacia un nuevo régimen, que en aquel momento no
tenÃ−a un perfil definido. Esa opacidad fue a la larga una ventaja extraordinaria porque aquel proceso
habÃ−a de ser rápido y para el nuevo gobierno lo más urgente era anu−lar la influencia de los sectores
inmovilistas.
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El gabinete se constituyó el 8 de julio y supuso una nueva sorpresa por su aparente inconsistencia. Fue
calificado de gobierno de «penenes», en referencia a la figura de profesor no numera−rio universitario en
situación precaria. En él no aparecÃ−an las dos figuras centrales del reformismo franquista que habÃ−an
sostenido el pulso con Carlos Arias -Manuel Fraga y José MarÃ−a de Areilza-. Ambos, como Garrigues,
hicieron saber su negativa a formar parte del nuevo gobierno, en el caso de Fraga por el con−vencimiento de
su propia superioridad y del fracaso que cose−charÃ−a Suárez en la tentativa. La desaparición de los pesos
pesa−dos del anterior gabinete facilitó la renovación gubernamental, que fue ostensible tanto por el
número -diez de los veinte minis−tros- como por el relevo generacional que plasmaba -la edad media no
alcanzaba los cuarenta y cinco años-. Al margen de los ministros militares, procedentes del gabinete de
Arias, entre los ministros que continuaban en el gobierno destacaban Leopoldo Calvo Sotelo, Rodolfo
MartÃ−n Villa y Alfonso Osorio. Este último fue en realidad quien proporcionó al presidente una parte
con−siderable de los nuevos ministros que debÃ−an ejecutar la polÃ−tica por él diseñada; entre ellos
destacarÃ−an Marcelino Oreja y Lan−delino Lavilla procedentes, como otros, de la ACNP. La
com−penetración inicial entre Suárez y Osorio y el perfil de buena parte de los nuevos ministros hicieron
que el nuevo gobierno actuara a lo largo de su año de vida con una coherencia y una eficacia remarcable.
Suárez tenÃ−a claro que para su estrategia reformista era imprescindible, por un lado, anular
polÃ−ticamente la resistencia de los continuistas en las instituciones del Estado, y por otro, tenÃ−a que ser
capaz de atraer buena parte de la oposición anti−franquista, para lo cual, a su vez, era necesario ganarse la
opi−nión pública, aumentando el margen de confianza y generando expectativas posibilistas. Por eso, antes
incluso de formar gobierno, efectuó una declaración ante las cámaras de televisión, que realizó desde el
ambiente distendido de su domicilio para romper con la rigidez formal franquista. En la declaración
des−tacó su voluntad democratizadora: «[ ... ] el gobierno que voy a presidir no representa opciones de
partido sino que se constituirá en gestor legÃ−timo para establecer un juego polÃ−tico abierto a todos. La
meta última es muy concreta: que los gobiernos del futuro sean el resultado de la libre voluntad de la
mayorÃ−a de los españoles, y para ello solicito la colaboración de todas las fuer−zas sociales del
paÃ−s».
Desde el convencimiento de la necesidad de la democratiza−ción de la vida polÃ−tica y con el objetivo de
desactivar el apoyo a las propuestas de las organizaciones antifranquistas, Suárez se fue apropiando de buena
parte de las reivindicaciones de la opo−sición, obviando las que desde su perspectiva eran inconve−nientes,
y por tanto reservando al poder polÃ−tico establecido el control y el protagonismo del tránsito de la
dictadura al nuevo régimen. En la semana del 5 al 12 de julio, inmediatamente después del
nombramiento de Suárez como presidente del gobierno, Coordinación Democrática convocó
movilizaciones en toda España reivindicando la amnistÃ−a, que sacaron de nuevo a la calle a miles de
personas; la movilización más importante tuvo lugar en Bilbao, con más de cien mil personas
reivindicando la liber−tad de los presos polÃ−ticos. En ese contexto, el 30 de julio el gobierno decretó una
amnistÃ−a «aplicable a delitos y faltas de motivación polÃ−tica o de opinión tipificados en el Código
Penal», aunque no se aplicaba a los condenados por delitos de sangre. Igualmente desde el mismo verano
Suárez inició contactos con la oposición polÃ−tica.
Pero desde la perspectiva de los impulsores de las reformas desde la legalidad franquista -y por tanto bajo su
control-, en lo que restaba de 1976 el reto más importante lo constituÃ−a ase−gurar que se eliminarÃ−an los
obstáculos legales para iniciar el pro−ceso de cambio polÃ−tico. Torcuato Fernández Miranda utilizó sus
atribuciones como presidente de las Cortes para aplicar el pro−cedimiento de urgencia a los proyectos de
Reforma PolÃ−tica del gobierno, con lo cual anulaba en parte la táctica dilatoria que uti−lizaban los
procuradores contrarios a la reforma. Ante los rece−los y desacuerdos de una parte de la Cámara,
Fernández Miranda defendió que sólo era improcedente el procedimiento de urgen−cia si se negaba la
necesidad o la conveniencia de la reforma. Los procuradores estaban desarmados. El 14 de julio, seis dÃ−as
des−pués de su formación, el gobierno presentó nuevamente ante las Cortes la reforma de varios
artÃ−culos del Código Pena], entre ellos el 172, que tenÃ−a que permitir la legalización de las
asociacio−nes polÃ−ticas. A pesar de la firme voluntad del gabinete de tirar adelante la modificación, y la
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afirmación de su carácter restric−tivo, los procuradores más inmovilistas consiguieron 175 votos contra la
reforma, aunque en este caso 245 votaron a favor, de manera que aquel obstáculo fundamental fue
eliminado.
Siguiendo los consejos de Fernández Miranda, el presidente del gobierno optó por concentrar la opción
reformista del gabi−nete en una sola ley -la Ley para la Reforma PolÃ−tica- que modi−ficaba la
composición de las Cortes y convocaba unas eleccio−nes formalmente libres. El primer anteproyecto fue
presentado al Consejo de Ministros el 10 de agosto de 1976 y fue aprobado definitivamente un mes más
tarde y enviado a las Cortes. Desde septiembre y hasta el 18 de noviembre de 1976, fecha en que se aprobó
el texto de la ley, la actividad de Adolfo Suárez y sus cola−boradores fue frenética, tanto en el contacto
con dos institucio−nes fundamentales -el ejército y la Iglesia- y sobre todo con los procuradores que
tenÃ−an que aprobar en las Cortes el proyecto de reforma, como en relación con buena parte de la
oposición. El 8 de septiembre Adolfo Suárez se reunió con los mas importantes mandos superiores del
ejército para desactivar su probable oposición a la reforma, asegurándoles que controlaba el proceso y
tranquilizándolos ante su temor a que el PCE pudiera ser legalizado. Sin embargo, fue el teniente general De
Santiago, vicepresidente primero del gobierno, el que provocó el conflicto más importante sufrido por el
gobierno de Suárez en el año 1976. El ministro de Relaciones Sindicales, Enrique de la Mata, estaba
estableciendo contacto con las organizaciones sindicales todavÃ−a ilegales -incluidas las CC.OO.- de cara a
un futuro proceso (le reforma sindical; ante esa evidencia, y utilizando el discurso clásico del peligro
subversivo, De Santiago presentó la dimisión, que le fue aceptada. No obstante, De Santiago pretendÃ−a
que su salida de escena tuviera consecuencias polÃ−ticas y, después de presentar su renuncia, escribió una
carta a los mandos militares en la que anunciaba su dimisión dado que el gobierno estaba pro−yectando
autorizar «la libertad sindical», de lo cual «ni mi con−ciencia ni mi honor me permiten
responsabilizarme y aún menos responsabilizar a nuestras Fuerzas Armadas por la representati−vidad que
me atribuyen». La carta se hizo pública, la prensa del Movimiento le apoyó y el general Iniesta Cano
manifestó su soli−daridad, dado que «continuar hubiera sido incompatible con la seria promesa y el
sagrado juramento que prestaste». Era todo un reto, ante el que el gobierno decidió pasar a la reserva a
ambos generales el 1 de octubre, aunque después tuvo que paralizar la medida por problemas formales.
Pero la decisión tuvo su efecto porque puso en evidencia la firmeza del gobierno y la incapaci−dad y la falta
de voluntad de los militares para oponerse frontalmente a él. Para sustituir a De Santiago fue nombrado el
teniente general Manuel Gutiérrez Mellado, jefe del Estado Mayor del ejército desde julio de 1976, un
militar que se ubi−caba en el sector más «profesional», es decir menos identificado con el anterior
régimen, de las Fuerzas Armadas.
La batalla decisiva para la polÃ−tica reformista de Suárez fue la aprobación de la Ley para la Reforma
PolÃ−tica en las Cortes franquistas. El debate fue tenso y los detractores del proyecto explicitaron claramente
las consecuencias de su aprobación. El ultraderechista Blas Piñar defendió una enmienda a la totalidad
argumentando que la reforma «¡no es de verdad una reforma!, ¡es una ruptura, aunque la ruptura quiera
perfilarse sin violencia y desde la legalidad!». Lo que se pretendÃ−a era «la sustitución del Estado
nacional por el Estado liberal; la liquidación de la obra de Franco». Según han testimoniado los
impulsores de la reforma, el gobierno no estaba preocupado por intervenciones como las de Blas Piñar, no
porque buena parte de los miembros de las Cor−tes no pensaran como él, sino porque durante dos meses
habÃ−an minado la capacidad de resistencia de los procuradores contra−rios a la reforma. Suárez y sus
colaboradores conocÃ−an de pri−mera mano la falta de articulación y de lÃ−deres que caracteriza ba a los
sectores más inmovilistas; al mismo tiempo les argumen−taron la inevitabilidad de la reforma y lo
contraproducente de la oposición, que podÃ−a comportar abrir el paso a la ruptura; igual−mente les
garantizaron su posición personal -muchos de ellos ocupaban cargos en las administraciones públicas- y el
control del proceso por los dirigentes del régimen si la reforma era apro−bada. Más preocupante que los
discursos franquistas fue la maniobra de última hora de varios de los procuradores pertene−cientes a Alianza
Popular, recientemente creada en torno a Manuel Fraga. Este grupo consiguió que se explicitara en la ley la
limitación de la proporcionalidad en la elección de diputados, factor que consideraban imprescindible para
conseguir buenos resultados electorales.
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La votación, que fue nominal, reflejó la incapacidad de los sectores inmovilistas para oponerse a la
reforma. Los votos a favor fueron 425, los contrarios 59 -significativamente entre ellos la mayor parte de los
procuradores militares- y hubo 13 abs−tenciones. Ciertamente, el resultado de la votación de la Ley para la
Reforma PolÃ−tica reflejaba no la voluntad de los procurado−res franquistas de transitar hacia un régimen
democrático, sino la incapacidad de esa clase polÃ−tica -gris, acomodaticia y de edad media avanzada- para
oponerse a las reivindicaciones demo−cráticas de sectores sociales amplios, reivindicaciones que sÃ−
habÃ−an condicionado -al margen de que pudiera existir coinci−dencia con la actitud personal- la opción
democrática de buena parte de las clases dirigentes, entre la que se contaba una por−ción de la cúpula del
Estado y en especial el rey Juan Carlos.
El texto aprobado era muy breve: constaba de un preámbulo, cinco artÃ−culos, tres disposiciones
transitorias y una disposición final. Su objetivo era establecer una legitimidad democrática a tra−vés del
reconocimiento del principio de la soberanÃ−a popular y de la elección de unas Cortes que podrÃ−an
modificar las Leyes Fundamentales franquistas. Se establecÃ−a que las Cortes serÃ−an bica−merales: el
Congreso de Diputados y el Senado serÃ−an elegidos por sufragio universal, el Senado serÃ−a al mismo
tiempo representa−ción de las entidades territoriales, y un máximo del 20 por 100 de los senadores
podrÃ−an ser designados por el rey. La ley otorgaba la capacidad de iniciativa para la reforma de las leyes
fundamen−tales al gobierno y al Congreso de los Diputados, y determinaba que el rey deberÃ−a someter a
referéndum las iniciativas de reforma aprobadas por las Cortes. En las disposiciones transitorias se
esta−blecÃ−a que la regulación de las primeras elecciones generales corresponderÃ−a al gobierno, y que el
Congreso constarÃ−a de 350 diputados elegidos por circunscripciones provinciales. Dado que la ley
modificaba la Ley de Cortes -Ley Fundamental- forzosa−mente debÃ−a tener ese mismo rango de Ley
Fundamental.
Pero, ciertamente, como afirmaba Blas Piñar, el proyecto del gobierno de Suárez comportaba una ruptura
con el régimen fran−quista, aunque quien posibilitaba que ese proceso se realizara sin romper
aparentemente con la legalidad fueran los propios pro−curadores que habÃ−an jurado que los Principios del
Movimiento Nacional eran permanentes e inalterables. En la práctica Suárez estaba impulsando desde el
gobierno las propuestas que la opo−sición estaba planteado como exigencias mÃ−nimas democráticas,
pero bajo su control y sin permitir ningún tipo de protagonismo a las organizaciones antifranquistas, aunque
también sin pres−cindir de ellas, pues eran imprescindibles para la legitimación del cambio polÃ−tico.
Hacia unas elecciones democráticas
Aunque algunos partidos de la oposición mantuvieron con−tactos particulares con el gobierno Suárez,
Coordinación Demo−crática mantuvo su estrategia movilizadora para obligar al eje−cutivo a negociar; el
objetivo continuaba siendo conseguir una ruptura, que ya habÃ−an aceptado que tendrÃ−a que ser pactada,
por lo que la propuesta de gobierno provisional era sustituida por la más ambigua de gobierno de consenso
democrático. Por otro lado, la unidad de acción entre organizaciones que revindicaban una verdadera
democracia cada vez era más amplia; asÃ− el 23 de octubre se formó la Plataforma de Organismos
Democráticos integrada por Coordinación Democrática, la Asamblea de Cata−luña, los organismos
unitarios creados previamente en el PaÃ−s Valenciano, Islas Baleares, Galicia y Canarias, y grupos meno−res
de tendencia liberal o socialdemócrata que hasta aquel momento se habÃ−an mantenido al margen de la
acción unitaria antifranquista. Pero la misma amplitud, que podÃ−a ser presentada como sÃ−mbolo de la
extensión de la reivindicación democrática, tenÃ−a como contrapartida la exigencia de alcanzar actierdos
entre formaciones polÃ−ticas, cada vez más heterogéneas, lo que tendió a debilitar las posiciones de los
sectores procedentes del anti−franquismo más combativo.
Un mes antes de constituirse la Plataforma de Organismos Democráticos, la Assemblea de Catalunya
habÃ−a protagonizado una gran movilización el 11 de septiembre en la localidad bar−celonesa de Sant Boi.
Después de una laboriosa negociación entre representantes del Consell de Forces PolÃ−tiques de
Catalunya y el gobernador civil, Sánchez Terán, se llegó al acuerdo de que la oposición podrÃ−a
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conmemorar legalmente 1'Onze de Setenibre -la Diada Nacional de Catalunya- aunque lejos de la capital.
Más de cincuenta mil personas se desplazaron y abarrotaron Sant Boi, lo que fue interpretado como un signo
claro del manteni−miento de la capacidad movilizadora de la oposición catalana.
Por otro lado la Coordinadora de Organizaciones Sindicales (COS) convocó para el 12 de noviembre una
jornada de huelga general contra la polÃ−tica económica del gobierno y en reivindi−cación de las
libertades. El gobierno otorgó especial relevancia a aquella convocatoria y se impuso como objetivo impedir
su éxito a toda costa, tanto para frustrar el reforzamiento de la oposición como para mantener la imagen de
control sobre la situa−ción polÃ−tica, imprescindible incluso a muy corto plazo, a cua−tro dÃ−as del debate
en las Cortes sobre la Ley de Reforma PolÃ−tica. El ministro del Interior, Rodolfo MartÃ−n Villa, ha
explicado en sus memorias la preparación minuciosa que se hizo en el minis−terio para hacer fracasar la
huelga, o al menos que asÃ− lo pare−ciera. Se formó el equivalente a un gabinete de crisis en el que estaban
representados todos los departamentos ministeriales y otras entidades, desde Correos a TVE. Esta última
resultaba par−ticularmente importante: el mismo MartÃ−n Villa habÃ−a afirmado que lo que era
imprescindible era que el Metro funcionase, por−que del resto se ocuparÃ−a la televisión.
El gobierno afirmó que la huelga habÃ−a fracasado. La reali−dad fue más compleja porque si ciertamente
los sindicatos, y con ellos los partidos antifranquistas, no consiguieron que la huelga tuviera la magnitud
pretendida, los participantes han sido eva−luados en aproximadamente un millón, una cifra indudablemente
muy importante. El hecho de que los paros afectasen sobre todo a la industria y mucho menos a los servicios
facilitó la labor minimizadora del gobierno, pero éste era consciente de la importan−cia de la huelga y de
la necesidad de mantener una relación dia−léctica con la oposición.
Desde mediados de noviembre y hasta el 15 de diciembre, ¡echa fijada para la celebración del
referéndum sobre la Ley par a la Reforma PolÃ−tica, la actividad polÃ−tica fue frenética, tanto para el
gobierno como para la oposición. El PSOE habÃ−a obtenido autorizacion para celebrar su congreso en los
primeros dÃ−as de diciembre y esta resolución decidió al PCE a acentuar su pre−sencia pública. El 21 de
noviembre el PCE entregó públicamente carnets a sus militantes y, tres dÃ−as después las televisiones
fran−cesa y sueca mostraron a su secretario general, Santiago Carri−llo, paseando en coche por las calles de
Madrid; en realidad vivÃ−a clandestinamente en España desde el mes de febrero. Unas sema−nas
después, el 10 de diciembre, Carrillo celebró una rueda de prensa ante una cincuentena de periodistas, los
cuales además de confirmar su presencia en España recogieron sus manifesta−ciones en las que afirmaba
tanto la voluntad de negociación del PCE como su firme propósito de no ser ninguneado. Al gobierno se le
planteó un nuevo problema porque necesitaba demostrar autoridad y eficacia -y por tanto detener al dirigente
comunista-, pero al mismo tiempo tenÃ−a que decidir rápidamente qué hacer con él -encarcelarlo y
evidenciar la ausencia de libertad, o dejarlo en libertad y con ello otorgarle legalidad- Hasta el 22 de
diciem−bre Santiago Carrillo no pudo ser detenido y el dÃ−a 30 consiguió la libertad y con ella una
situación de legalidad.
El PSOE celebró su XXVII Congreso desde el 5 de diciem−bre, aunque todavÃ−a en situación de
¡legalidad. La celebración del congreso permitÃ−a a los socialistas presentarse a la sociedad española y
fijar una imagen de respetabilidad internacional. En efecto, la Internacional Socialista apostó claramente a
favor del PSOE en detrimento de otras organizaciones socialistas que, aun−que minoritarias, habÃ−an tenido
mayor presencia en España en la década anterior. La presencia de dirigentes europeos como Willy
Brandt, Olof Palme, François Mitterrand o Pietro Nenni significaba para el partido un espaldarazo de
primera magnitud. En el congreso las resoluciones se caracterizaron por la afirma−ción de un discurso
radical en el que se reafirmó el carácter mar−xista y obrero del partido; en las sesiones se homenajeó
también la bandera republicana, pero al mismo tiempo, como fue habi−tual durante toda la transición,
Felipe González hizo un discurso muy moderado que dejaba ver claramente su voluntad de que el PSOE
participara en el proceso polÃ−tico que estaba conduciendo el gobierno.
Pero en el mes de diciembre tanto gobierno como oposición estaban pendientes del resultado del
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referéndum convocado para el dÃ−a 15, porque influirÃ−a decisivamente en el marco de las rela−ciones
entre gobierno y oposición. Desde la administración del Estado la movilización de recursos para asegurar
la participación y el voto afirmativo en el referéndum fue extraordinaria; por el contrario las posibilidades
de la oposición de hacer campaña pública y legal a favor de su propuesta de abstención fueron nulas, a
lo que se añadió el hecho que sólo el PCE y los partidos situa−dos a su izquierda hicieron un esfuerzo
propagandÃ−stico a favor de la abstención. Estas condiciones influyeron en el resultado del referéndum,
que fue muy favorable para el gobierno. La parti−cipación fue superior al 77 por 100 y el 94 por 100 de los
votan−tes optaron por el sÃ−, un 2 por 100 por el no y el 3 por 100 fue−ron papeletas en blanco. El porcentaje
más bajo de participación se produjo en el PaÃ−s Vasco (53 por 100), seguido a bastante dis−tancia por
Galicia (69 por 100), mientras que en Cataluña la par−ticipación se situó en el 74 por 100. La
proporción de votos afir−mativos superó el 90 por 100 en todos los territorios.
El resultado del referéndum reforzó ampliamente la posición de Adolfo Suárez entre los sectores
reformistas y en las institu−ciones. Sin embargo, el presidente del gobierno era consciente de que cabÃ−a
interpretarlo como un apoyo a la reforma demo−crática, pero no como un apoyo incondicional al gobierno.
Suá−rez se veÃ−a obligado a negociar con la oposición su participación en las elecciones convocadas en
junio, sin la cual éstas carece−rÃ−an de legitimidad.
A principios de diciembre las distintas fuerzas polÃ−ticas inte−gradas en la POD habÃ−an constituido una
Comisión representativa para negociar con el gobierno. Estaba formada por nueve miembros, entre los que
se encontraban el liberal JoaquÃ−n Satrús−tegui, el demócrata-cristiano Antón Cañellas, el
socialdemócrata Francisco Fernández Ordoñez, los nacionalistas Jordi Pujol, Julio Jáuregui y
ValentÃ−n Paz Andrade, los socialistas Enrique Tierno Galván y Felipe González y el comunista Santiago
Carrillo, que al hallarse en la clandestinidad fue sustituido por Simón Sánchez Montero. La Comisión
habÃ−a redactado un programa mÃ−nimo que se concretaba en siete plintos: reconocimiento de todos los
par−tidos y organizaciones sindicales asÃ− como de las garantÃ−as demo−cráticas básicas; disolución
del aparato del Movimiento; amnis−tÃ−a; acceso a los medios de comunicación monopolizados por el
gobierno; negociación de las condiciones en que se celebrarÃ−an las elecciones; y reconocimiento de las
distintas nacionalidades del Estado español.
Después del referéndum la oposición consideraba que las cuestiones decisivas de todo el proceso de
transición eran el des−mantelamiento de las instituciones franquistas más emblemáti−cas y las
condiciones de participación en las elecciones previs−tas, unas condiciones que debÃ−an asegurar que los
resultados expresasen la voluntad popular. En este sentido planteaban dos exigencias básicas: la
legalización de todos los partidos polÃ−ti−cos, sin exclusiones, y unas normas electorales mÃ−nimamente
aceptables. Dado que para el Senado los procuradores afines a Alianza Popular habÃ−an impuesto un sistema
mayoritario, cua−tro senadores por provincia al margen de su número de habi−tantes, la negociación
electoral se centró en la elección del Con−greso de Diputados. El sistema finalmente adoptado previó que
cada candidatura -en lista cerrada- debÃ−a obtener como mÃ−nimo un 3 por 100 de los votos totales para
participar en la distribución de los escaños asignados a la circunscripción provincial. A cada una de
éstas le corresponderÃ−a un mÃ−nimo de dos diputados y un escaño por cada 144.500 habitantes o
fracción de 70.000. El sis−tema aparecÃ−a como altamente favorable para las provincias menos pobladas
que era previsible que fueran las más conservadoras.
Pero si sobre las normas electorales el acuerdo no fue dema−siado difÃ−cil, el gran reto de la primera mitad
de 1977 fue la lega−lización de todos los partidos polÃ−ticos, reto que se resumÃ−a en la legalización del
Partido Comunista, medida que era impres−cindible para la oposición pero que al mismo tiempo contaba con
el rechazo radical de todos los sectores franquistas y de algunos reformistas, asÃ− como de las Fuerzas
Armadas. La negociación abierta con la oposición se inició el 11 de enero, cuando Adolfo Suárez
recibió a la «Comisión de los Nueve». Ante la negativa de la oposición a aceptar las condiciones de
inscripción de los partidos, el gobierno se vio forzado a modificarlas, y a partir de un decreto del 8 de febrero
la legalización de buena parte de los grupos polÃ−ticos un hecho. No asÃ− la del PCE, que tuvo que
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continuar con la táctica de presión y hechos consumados para forzar su legalización.
Si la oposición se movilizaba para forzar la democratización, paralelamente, se produjeron un conjunto de
acciones violentas de sentido dispar. Por un lado, sectores de la ultraderecha se lan−zaron a una campaña de
violencia con la que querÃ−an evitar la desaparición del régimen franquista; por otro, irrumpió el
terro−rismo de los GRAPO (Grupos de Resistencia Antifascista Pri−mero de Octubre). El dÃ−a 23 de enero
de 1977 el estudiante Arturo Ruiz, que participaba en una manifestación en pro de la amnis−tÃ−a, murió
como consecuencia de los disparos de un militante de la organización ultraderechista Guerrilleros de Cristo
Rey; al dÃ−a siguiente murió la también estudiante MarÃ−a Luz Nájera al impac−tarle un bote de humo
de la policÃ−a que reprimÃ−a la manifesta−ción de protesta por la muerte de Arturo Ruiz. Ese mismo dÃ−a
fue secuestrado por los GRAPO el teniente general Emilio Villa−escusa, presidente del Consejo Superior de
Justicia Militar, que se sumaba a Antonio MarÃ−a de Oriol, presidente del Consejo de Estado, secuestrado
también por los GRAPO un mes antes. Los GRAPO constituÃ−an un grupo marginal que, bajo una
retórica revolucionaria y sin programa definido, asesinó a miembros de los cuerpos policiales y con su
actuación alimentó una «estrate−gia de tensión» propiciada por los. sectores franquistas que
recha−zaban el desmantelamiento de la dictadura.
En ese contexto se produjo la matanza de Atocha; cinco abo−gados laboralistas de CC.OO., conocidos
militantes del PCE, fue−ron asesinados por pistoleros de la extrema derecha. Para la opo−sición en su
conjunto y para el PCE en particular, estaba claro que era imprescindible mantener la firmeza de sus
reivindica−ciones al tiempo que mostrar serenidad para desactivar la espi−ral de la violencia; en este sentido y
ante el asesinato de cinco de sus militantes el PCE exigió que el sepelio desfilara libremente por las calles de
Madrid. El gobierno accedió parcialmente a la demanda. La manifestación de decenas de miles de personas
en absoluto silencio fue una muestra de fuerza que impresionó viva−mente a los dirigentes polÃ−ticos y en
buena medida a la socie−dad en su con junto.
En los dos meses siguientes la legalización del PCE fue el problema central de la agenda polÃ−tica aunque
la mayorÃ−a de las organizaciones, y en especial el PSOE, no estaba dispuesta a con−dicionar todo el proceso
a dicha cuestión. A finales de febrero se produjo el primer encuentro entre Santiago Carrillo y Adolfo
Suárez, y unos cuantos dÃ−as después, el 2 de marzo, se produjo en Madrid lo que se denominó
«Cumbre Eurocomunista», en la que participaron Enrico Berlinguer y Georges Marchais, los dos
máximos dirigentes de los dos grandes partidos comunistas de la Europa Occidental, el italiano y el
francés, que se trasladaron a Madrid para apoyar a los comunistas españoles. El PCE estaba movilizando
todos sus recursos organizativos y su capacidad de influencia para evitar que llegara la fecha de las elecciones
sin que se hubiera producido la legalización del partido. Los comu−nistas no estaban dispuestos a acudir a
las elecciones de junio bajo unas siglas que no fueran las propias, lo que los situarÃ−a en inferioridad de
condiciones en el nuevo sistema polÃ−tico. AsÃ− que mostraron continuadamente tanto su capacidad de
negociación, como de influencia y presión. Finalmente la legalización del PCE se produjo el 9 de abril,
Sábado Santo. El dÃ−a 1 el Tribunal Supremo se habÃ−a inhibido de la decisión, y nuevamente era el
gobierno el que tenÃ−a que decidir; Adolfo Suárez estaba con−vencido de la necesidad de la legalización
del PCE, pero nece−sitaba algún argumento jurÃ−dico en el que apoyarse. La solución se canalizó a
través de una resolución de la Junta de Fiscales, la cual se reunió urgentemente el dÃ−a 9 para
dictaminar sobre la lici−tud o ¡licitud penal del PCE. La resolución señalaba que de la documentación
«no se desprende ningún dato que determine de modo directo la incriminación del expresado partido en
cual−quiera de las formas de asociación ilÃ−cita que define y castiga el artÃ−culo 172».
La fecha de legalización del PCE no fue casual. Adolfo Suá−rez era consciente tanto de la necesidad y la
urgencia de la deci−sión como del rechazo que despertarÃ−a en los sectores más con−servadores de la
sociedad española y particularmente en las Fuerzas Armadas. La dispersión geográfica propia de las
vaca−ciones de Semana Santa dificultarÃ−a cualquier reacción contra−ria. Aun asÃ−, la legalización del
PCE provocó la crisis del gobierno; el ministro de Marina, almirante Pita da Veiga presentó la dimisión y
aunque fue sustituido rápidamente por un almirante de gran prestigio militar, Pascual Pery Junquera, éste
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tuvo que ser buscado en la reserva, dada la hostilidad que los militares en activo aptos para el cargo tenÃ−an
hacia la polÃ−tica gubernamen−tal. El rechazo militar quedó plasmado igualmente en un comu−nicado del
Consejo Superior del Ejército que recogÃ−a la repulsa militar a la legalización del PCE y advertÃ−a que
defenderÃ−a «la unidad de la Patria, su bandera, la integridad de las institucio−nes monárquicas y el buen
nombre de las Fuerzas Armadas», estableciendo una hipotética relación entre ambas cuestiones.
Superado aquel escollo se concretó la fecha de convocatoria de las primeras elecciones, el 15 de junio. En
los meses anteriores se produjo, a un ritmo constante pero discreto y utilizando como instrumento
fundamental el decreto-ley, el desmantelamiento de algunas instituciones franquistas muy significativas,
medida imprescindible para asegurar la imagen democratizadora del gobierno, tanto internacional mente como
internamente, de cara a las elecciones convocadas. Ya el 30 de diciembre de 1976 el consejo de ministros
habÃ−a aprobado la supresión del Tribunal de Orden Público encargado desde 1963 de buena parte de la
represión polÃ−tica. El 4 de marzo el gobierno reguló el derecho de huelga y el dÃ−a 30 se aprobó la Ley
Sindical que legalizaba las organizaciones sindicales, a lo que el 2 de junio se añadió la supresión de la
sindicación obligatoria y la cuota sindical, con lo cual la Organización Sindical Española. Por otro lado,
el 1 de abril, 38 años después de la victoria franquista en la Guerra Civil, se disolvió el Movimiento
Nacional. También en aquella pri−mavera se produjo una ampliación del decreto de amnistÃ−a, que
permitió obtener la libertad a muchos presos etarras, y la ratifi−cación por el Estado español de un
conjunto de pactos interna−cionales de respeto a los derechos civiles, polÃ−ticos y sindicales.
En definitiva se habÃ−a iniciado una ruptura democrática. En la práctica una parte destacada de las
grandes reivindicaciones de la oposición antifranquista se habÃ−an convertido en realidad; se habÃ−a
iniciado el desmantelamiento la estructura polÃ−tica fran−quista, se habÃ−a establecido la libertad polÃ−tica
y sindical y se habÃ−an convocado elecciones libres. HabÃ−a ocurrido, sin embargo, que esas propuestas las
implementó un gobierno nombrado en el marco del poder constituido y sin una negociación formal entre
poder y oposición. También es cierto que se produjeron renun−cias importantes de los grupos
antifranquistas, y significativa−mente de aquellos que habÃ−an soportado el mayor peso en la lucha contra la
dictadura y en la extensión de las reivindicaciones democráticas; inicialmente para muchos comunistas la
aceptación de la monarquÃ−a y de la bandera roja y gualda -identificada con el franquismo- tuvo un efecto
simbólico desalentador.
Para el futuro resultarÃ−a crucial el resultado de las eleccio−nes. A principios de mayo todavÃ−a restaba por
resolver la forma en que Adolfo Suárez y sus colaboradores participarÃ−an en la con−tienda electoral, dado
que el presidente del gobierno no tenÃ−a par−tido propio. Hasta el 3 de mayo no se formalizó la Unión del
Cen−tro Democrático, una coalición que habÃ−a empezado a rodar en los meses anteriores, liderada entre
otros por José MarÃ−a de Areilza. Por imposición de Suárez y con el beneplácito del resto de los
dirigentes de los grupos que se integraron en la coalición y que aspiraban a ocupar los altos cargos que les
proporciona−rÃ−an el apoyo del jefe de gobierno, Areilza fue excluido del pro−ceso, quedando Unión de
Centro Democrático como plataforma polÃ−tica de quien se convertirÃ−a en el primer jefe de gobierno
democrático del posfranquismo.
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