NOTAS BIBLIOGRÁFICAS

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NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
Reproducimos esta nota por tratarse de un tema de elevado interés actual
De la insuficiencia del testimonio único, con especial referencia al abuso sexual. 26/3/2013
Sancinetti, Marcelo A., Legis S.A., Revista Internacional Derecho Penal Contemporáneo Nº 41,
Oct.-Dic. 2012, págs. 215/32
“... Una conjunción de factores han puesto a la persona que se diga “víctima” en juez de su
propio caso…”
Desde hace unos diez o quince años, en forma cada vez más creciente, son hallables en casi
todas las jurisdicciones del país decenas de condenas penales —si no centenares— por hechos
graves y oprobiosos —aludo especialmente al caso de abusos sexuales intrafamiliares o bien a
abusos denunciados contra educadores en general, pero también a cualquier otra clase de
delito— que se tienen por probados no solo por la mera palabra de una sola persona
(testimonium unius non valet), sino además por la de aquella misma persona que se dice víctima
del hecho (nemo testis in propria causa), la cual, en caso de que sea creída su palabra, frente a
la férrea y persistente negativa del acusado, adquirirá con la sentencia el derecho a un
resarcimiento patrimonial, que hallará base mediata justamente en su propia palabra, y nada
más. Esta situación es producto de la conjunción de un cúmulo de factores.
Por un lado, el tránsito de las “pruebas legales” a la así llamada “libre valoración de la prueba”
... Hoy se percibe cierta reacción contra la “libre valoración de la prueba”, al menos en esa
versión “intimista”: habría obligación de fundamentar por qué la decisión del juez debería ser
tomada en serio por terceros, como algo fundamentado racionalmente y, por tanto, vinculante,
lo que conduciría a la posibilidad de controlar la determinación de los hechos —al menos en
caso de sentencia condenatoria— en instancias judiciales ulteriores; así como también se oye
decir que habría que recuperar aquellas máximas antiguas como “pruebas legales negativas”, es
decir, en el sentido de que no sea posible condenar, si no se cumple cierto estándar probatorio,
que en parte podría estar configurado también por “reglas fijas”. Uno podría convertir así —en
generosa extensión de lo que se dice en ciernes y aisladamente— cualquier exigencia probatoria
de la época de las “pruebas legales” en “máximas de experiencia” a las que deba atenerse el juez
para que su razonamiento pueda ser vinculante.
Por otro lado, padecemos aún hoy los costes de la entronización de la víctima que llegó a
nuestro ámbito cultural a mediados de los años ochenta del siglo pasado y que por desgracia se
enquistó en el centro de la escena del proceso penal; esto se fortaleció aun más con la
consagración por tribunales internacionales de jurisprudencias “pro-víctima” que llegan a lo
“atroz y aberrante”. Y de esa constante se derivó hacia algo así como un derecho inalienable de
la (presunta) “víctima” a ser parte en el proceso penal, a que sea ella misma la principal titular,
prácticamente, de la acción pública. Este cuadro es errado. Respecto de lo primero, si la víctima
está en el centro —así fuese solo respecto de ciertos delitos—, será consecuencia inevitable que
las garantías del acusado pasen a la periferia, porque “ambas cosas” no pueden estar en el centro
-con el efecto propio de que desaparezca también, de hecho, “la presunción de inocencia” (pues
habría que presumir que “la víctima” tenga razón)-. Respecto de lo segundo, lo esencial de la
pena estatal es que esta atañe a una cosa pública, no está en interés del conflicto particular, sino
en pro de estabilizar expectativas de conducta, válidas en general para el contacto social, por lo
que es el interés público, y no el privado, el que debe interesarle al sistema punitivo. En el mejor
de los casos, la víctima puede ser un representante fiel del interés público en la persecución de
un delito realmente cometido, aunque solo si en efecto ella puede llegar a serlo. Pero, ¿puede
llegar a serlo? Pues, como pretendida víctima, le faltará la objetividad y el equilibrio que
debería regir la acción del Estado.
El hecho de que el carácter de pretendida “víctima” pueda viciar la objetividad de la declaración
de un testigo cae de maduro, al menos con el mismo peso con el que se desconfía de la palabra
del acusado que se dice inocente. Pero, al menos, este tiene de su lado la presunción de
inocencia. ¿Qué fueros tiene, a cambio, la víctima, para exhibir, como para que su palabra valga
más que la de la persona a la que aquella acusa?
Ciertamente, en el caso de víctimas que son menores de muy corta edad —p. ej., de menos de 6
años—, se podría poner en duda que ellos sean capaces de hacer “cálculos especulativos” sobre
indemnizaciones civiles a derivarse del hecho de que se tenga por dato cierto todo el contenido
de su palabra. Como contrapartida, empero, los menores de corta edad —especialmente en caso
de conflicto entre los padres— son objetos pasibles de influencias. Las investigaciones más
recientes sobre memoria y sugestión demuestran que también los adultos están expuestos a que
sean creados en sus mentes, y hasta fácilmente, los más diversos “recuerdos falsos”.
En cualquier caso, los expertos en estudios sobre detección de mentiras afirman que la mayoría
de los mentirosos pueden engañar a sus interlocutores con éxito la mayor parte de las veces, así
como también que los niños pueden mentir desde edad muy temprana.
A ello se une aunque los medios de comunicación difunden en el hombre de la calle que no
habría nada mejor que un sistema penal que le sustrajese toda garantía al acusado; que la
“víctima” debe triunfar, y que dudar de ella sería “re-victimizarla”, con una petitio principii
propia de manuales básicos de Lógica. Solo cuando, una vez, fue puesta en prisión la propietaria
de un medio de información de enormes dimensiones, todos los medios se alinearon en pro de
las garantías del imputado ...”.
CUSA Guillermo. Criminalidad. El sujeto y su desafío a las normas.Ed.Dunken. Bs.As.
2013. Prólogo del Prof. Mariano N. Castex. El nuevo libro de Guillermo Cusa, colega en
UBA, especialista en derecho penal, presentada con éxito en la reciente Feria del Libro
de la ciudad de Buenos Aires es una concisa e ilustrativa incursión en la cuestión de la
Criminalidad enfocada en el “sujeto y su desafío a las norma”. El prologuista, Dr.
Mariano N. Castex, considera de importancia, desde el inicio mismo del proemio,
recordar una frase que surge en una obra previa del autor: La dignidad es un valor que
califica. Pues bien, la frase, en esta nueva producción del autor, adquiere renovado valor
y significado si, inspirados en el criminólogo noruego, Niels Christie, citado con acierto
en el capítulo VIII destinado al abolicionismo, y reforzados por el cúmulo de
documentos internacionales que bullen en nuestra Carta Magna, se recuerda que todo
criminal por aborrecible que pudiera ser su crimen, es persona humana y por ende
posee esa dignidad, valor del que no se le puede despojar, por dura que sea la cuota de
dolor que la sociedad quiera imponerle por el ilícito que eventualmente cometiera. En
otras palabras, la imposición de una cuota de dolor debe estar acotada y limitada sí o sí,
por la dignidad inherente a cada ser humano. De no estarlo, la imposición de pena
(cuota de dolor) sería absolutamente ilegítima y gravemente inmoral, si bien la ley
positiva podría sostener su validez mediante el recurso a sofismas y alambicadas
declaraciones, en las que desgraciadamente –en tiempos actuales- suele ser maestra. La
postura en defensa de lo inajenable de la dignidad como nota constitutiva esencial del
ser humano, es la que me guiara al prologuista cuando al referirse por ejemplo, a la
“capacidad para estar en juicio” sostuvo que la coerción legítima penal se tornaba en
coerción ilegítima, cuando se persistía en mantener en juicio a costa del daño grave a la
salud –derecho protegido por nuestra Carta Magna- a enfermos o deteriorados graves.
Al acaecer esto último, la Justicia queda mancillada y las Erinnis pasan a sustituir a
Temis. Este mismo pensamiento es el que trasmite Cusa en su libro. Ello ocurre además
a diario en nombre de un Derecho Penal esquizofrenizado por completo, en cuyos
estratos algunos pocos pensadores, tenidos como locos por sus colegas más maduros –al
menos así se creen-, claman por la recivilización de aquél. Forzoso es admitir que si
bien la civilización de los dos últimos siglos ha logrado recubrir con pátina de
“civilización” al Poder Penal y sus disciplinas afines erigiéndose esencialmente desde
su pertinente tablado de emisión como voz tranquilizadora dirigida al reclamo
societario inquieto ante el supuesto o real incremento de la inseguridad. Imposible
mayor hipocresía. Así ha logrado configurarse en un tótum revolútum en donde los
proclamantes y sus estratos afines de Poder, aislados de las crudas realidades que
evidencia una sociedad victimizada desde los más diversos ángulos. En este magma
bullente pululan y conviven marginales, estigmatizados y carenciados, enriquecido a la
vez --cada día en mayor proporción- por aluviones de pauperizados de las clases medias
y profesionales, esclavizados y esquilmados por los poderes económicos de turno y de
cualquier signo, quienes vehiculizan en sus discursos una estéril indignación. Estéril,
porque poco le interesa a la Violencia del Poder propugnar otra cosa que no sea su
continuo auge y expansión y esto lo hace, como señalaba un prestigioso pensador
italiano, a través del estímulo de la tríada conformada por Poder Penal y sus hermanas:
el Poder de Retribución y el Poder acondicionador. El segundo ejemplificado en la
expansión de la corrupción y el tercero reducido a lo que puede llamarse la progresiva
brutificación de los estratos del no-poder (explotación y victimización desde la
violencia de los Poderes Económicos, y/o manipulación, deseducación y explotación
por engaño y prebenda permanente desde la violencia de los Poderes demagógicos). No
hay duda alguna que el Poder Penal es a la vez y paradojalmente títere de la violencia
del poder que la manipula y explota y a la vez es forzosamente victimizadora societaria
de los estratos del no poder en su lucha por la supervivencia. No en vano suelo
denunciar con angustia en mis clases la locura del derecho penal encerrada en sí misma
en un círculo de fuego áulico, impermeable en gran parte a los avances de las inter
ciencias -sean éstas biológicas o sociales- y cuyos logros por lo general rechazan desde
parapetos y esquemas tan arcaicos que se asemejan al Quijote embistiendo los gigantes
en vez de libar –como lo harían los dioses- de la ambrosía que brinda el avance del
conocimiento, para re encausarse sobre los cimientos del pasado, en la dura realidad del
hoy, proyectándose hacia un futuro societario mejor (lo que incluye al hombre como
persona, en sociedad y en su medio ecológico). El esfuerzo de Cusa, brinda en apretado
esbozo una síntesis de la polifacética amalgama que rodea el análisis del ser humano en
conflicto con la ley. Creo que este es el mérito de los capítulos del libro. Ofrecer una
rampa de lanzamiento para que los insatisfechos naveguen en los mares de una crítica
original y creativa. El autor de este ensayo, incentiva tal conducta y si bien se puede
estar o no de acuerdo con sus conclusiones, logra invitar a la reflexión crítica partiendo
de una serie ordenada de datos básicos, abriendo así la puerta a un diálogo fructuoso,
siempre y cuando se logre esquivar la fanática devoción por el monólogo que orna a los
poseedores contemporáneos de la violencia del poder. La responsabilidad de la sociedad
en la creación de causales de la mayoría de los delitos es innegable ya que tolera y hasta
se despreocupa de la realidad socioeconómica de sus iguales menos favorecidos. Le
incumbe por lo tanto participar activa y responsablemente cuando de la aplicación de la
cuota de dolor por parte de la Justicia se trata. Hasta ahora la civilización no ofrece más
que enunciados bonitos que se dan por cumplidos al solo emitirlos, pero sabiendo –ya
que ello es inocultable- que nada es verdad y todo es mentira como canta el tango. Por
ello los esfuerzos garantistas y morigeradores de pena no deberían ser considerados
utópicos y hacia ellos deberían tender los esfuerzos ciudadanos, pero procurando a la
vez educar al soberano sacándolo del estrato romano de vulgus, para introducirlo en el
de cives. Cuando no exista más una Justicia al servicio de la estigmatización en los
márgenes societarios y no tan marginales, cuando el Poder procure motivar, capacitar
técnicamente y brindar los satisfactorios básicos a toda la población, con inclusión y sin
exclusión alguna, lo que supone techo, salud, sólida educación y trabajo digno –y esto
vale para los autores de los crímenes más aberrantes- y a la vez con erradicación
realística de los flagelos como la corrupción y el mundo narco, se esfuerze por brindar
un ejemplo de civilidad, es indudable que habrá cambios en la sociedad y la aplicación
social de cuotas de dolor disminuirá. Se dirá que todo ello es utópico. Sin duda alguna
puede serlo si desde arriba se insiste en la desculturalización y con el empecinamiento
en brindar en forma creciente un deplorable ejemplo. En síntesis: un libro en donde el
prologuista encuadra al pensamiento del autor –distinguido discípulo de este en
postgrado UBA- y ambos invitan a una crítica y madura reflexión, tan necesaria hoy en
día. B.H.
CASCIO Alejandro. Las circunstancias extraordinarias de atenuación en el
homicidio calificado por el vínculo. Ad-Hoc, Bs.As., 2012, pp.112 Prólogo del Prof.
Jorge A. Celesia. Temática de actualidad por excelencia, en palabras del autor, pocos
elementos en la codificación argentina penal abren un espacio tan amplio de reflexión
como el que aborda el libro. En sus páginas se brinda una afinada distinción entre las
circunstancias atenuantes específicas que disminuyen la pena en los arts.80 in fine, 81,
82 y 93. Así, partiendo del inciso 1° del art. 80 que refiere a quien mata a su
ascendiente, descendiente o cónyuge, sabiendo que lo son, conduce al lector a analizar
los criterios de atenuación, siendo el primero de ellos el previsto en el art. 82 CP cuando
se trata el homicidio cometido en estado de emoción violenta (art. 81, inc. 1°, apart. a,
CP), pasa el autor de inmediato al análisis del segundo de estos criterios de atenuación,
esto es, la existencia de circunstancias extraordinarias. Para el autor, estas circunstancias
constituyen una norma fundamental, con serias repercusiones jurídicas y prácticas y por
ello señala que resulta imprescindible establecer de manera más precisa el alcance que
debe otorgársele en pos de la racionalidad y objetividad a la que debe atender la
aplicación del derecho, sobre todo, el derecho penal. El trabajo del autor, tiende a partir
de la premisa previa, a aportar conceptos, reglas y criterios, que permitan delimitar
parámetros para la utilización de la norma, especialmente en la operatoria forense. Así,
en un primer capítulo conduce de la mano al lector desde el nomen iuris a la ratio iuris
de la calificación del homicidio por el vínculo entre los sujetos, para, en un segundo,
analizar los antecedentes legislativos de la figura, desembocando luego en el tercero y
cuarto, en la interpretación doctrinaria y jurisprudencial. En un quinto apartado y previo
a las consideraciones finales, el autor analiza con claridad la función de las
circunstancia extraordinarias de atenuación en la imputación penal exponiendo un
intento de ubicación sistemática y dedicando párrafos de profunda reflexión crítica a la
graduación de la pena y la cláusula de reducción, así como a la justificación dogmática
de las circunstancias extraordinarias de atenuación. Cabe destacar en las conclusiones –
que merecen ser analizadas y sopesadas cuidadosamente- la novena y la décima, en
donde se dice: La ley no excluye la aplicación de las circunstancias extraordinarias de
atenuación en el caso del homicidio agravado por el vínculo cometido en un estado de
emoción violenta. Se trata de atenuantes diferentes, una contempla la menor
culpabilidad del autor en virtud de un particular estado afectivo padecido en el
momento del hecho y justificado por las circunstancias que lo provocaron. La otra
resulta mucho más amplia, ya que atenúa la sanción por la menor culpabilidad del
autor en virtud de situaciones extraordinarias que lo impulsaron al crimen. En cuanto a
la décima y última conclusión, esta sostiene que admitida la analogía in bonam partem,
las circunstancias extraordinarias de atenuación pueden ser aplicadas también en el
caso del parricidio preterintencional. El libro merece ser recomendado. La experiencia
forense indica que si la fictio iuris del llamado estado de emoción violenta, es mal
conocida y en consecuencia peor interpretada, las previsiones del art. 41 CP son
raramente aplicadas perdiéndose no pocos de los magistrados en un tembladeral, para
peor conducidos de la mano por peritos forenses por demás ignorantes en materia
médico legal, pero que paradojalmente se consideran ilustrados. Es hora pues que se
imponga el conocimientos de estas diferencias para bien de la Justicia. MNC y DHS
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