POR UNA ÉTICA DE LA GESTIÓN CULTURAL

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POR UNA ÉTICA DE LA GESTIÓN CULTURAL
Otro fantasma recorre el mundo: la sacralización de la gestión
cultural. No, por supuesto, la noble profesión que, por fin, fue
reconocida no hace tantos años, sino una especie de moda que ha hecho
de “determinados” gestores una especie de mandarines o ayatolás,
como ya anuncié en un artículo que publiqué a finales del siglo pasado.
En esta especie tan extendida -(muchas veces son programadores de
grandes Centros Culturales, Festivales, Bienales, Muestras, Ferias,
Espacios Escénicos, Centros de Artes Contemporáneas, etc.)- se ha
establecido el criterio de qué la creación existe, prácticamente, sólo
gracias a ellos, relegando al auténtico creador a una especie de
marioneta necesaria, pero también prescindible y, sobre todo,
intercambiable por otra y sustituida en el momento en que esta ya no
sirva para sus intereses. Sin duda se ha creado una ideología que hace
que el verdadero poder fáctico en el mundo del Arte y la Cultura esté
en manos exclusivas de gestores públicos o privados que se vanaglorian
de su poder decisivo a la hora de “elegir” lo que hay hacer, ver, leer o
escuchar. Estos pueden ser los curadores de Exposiciones o Bienales,
los Directores de Festivales Internacionales de Artes Escénicas, los
programadores de grandes Teatros Dramáticos o de Ópera o los
diversos gurús de variados eventos multiculturales. Ya sé que
cualquier generalización excluye aquellas líneas de trabajo que no
caigan en esas exageraciones, pero lo que quiero analizar es
precisamente los síntomas de algo que se viene incrementando en los
últimos años de una manera preocupante.
Para que nuevamente todo quede claro soy un ferviente defensor
del oficio del gestor cultural. Llevo años reivindicando que debería ser
ya una carrera universitaria y no estar relegada al ámbito de los
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master y postgrados. También pienso que la tarea de la gestión es tan
importante como la tarea de la creación, simplemente una ocupa un
espacio y la otra, otro diferente. Cierto que hasta ahora no hay una
codificación analítica de lo que ha supuesto la incorporación de los
gestores a la Historia de las Artes y la Cultura desde comienzos del
siglo XX donde pueden aparecer los primeros balbuceos y, por tanto,
los primeros pioneros de esta específica profesión. Se podrá afirmar
que siempre ha habido mecenas y que luego los propios Estados han
creado formas y modos de apoyar a los artistas, pero el trabajo del
gestor ya en el final del siglo pasado y, mucho más en este, tiene unas
características propias que hace que su perfil de formación y posterior
desarrollo de sus tareas deba acometerse con rasgos específicos.
Lógicamente en el terreno de la gestión cultural aparecen dos
escenarios bien diferenciados. La esfera de lo que se refiere a la gestión
cuando se manejan presupuestos públicos, de aquella que emerge del
manejo de fondos privados. Es posible que parte de la confusión que
reina en la actualidad sea motivada por esa frontera difusa entre lo
público y lo privado, y más en un momento en que muchos proyectos
culturales deben configurarse con una economía mixta. Mientras que
se manejen fondos privados creo que es totalmente lícito que un gestor
atienda a sus gustos personales, o la de aquellos a los que sirve,
mientras que cuando se gestionen fondos públicos se debe tener un
especial cuidado en la forma en que democráticamente se distribuyen.
Y me refiero a la hora de atender a las diferentes sensibilidades que la
ciudadanía tiene de entender, comprender y necesitar del arte y la
cultura. Se podría alegar que el perfil de un gestor tiene mucho más
que ver con lo público, pues de alguna manera en lo privado se
bordearía la faceta del empresario, pero en un mundo como el actual
las fronteras se diluyen en muchas ocasiones y por ello todo adquiere
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una mayor complejidad. Pensemos por ejemplo en las grandes
Fundaciones Privadas que, sin embargo, afrontan algunos programas
mucho más audaces e, incluso mucho más interesantes que los
emanados de instancias gubernativas.
Un tema fundamental es el de la formación y preparación que debe
alcanzar en la actualidad un gestor cultural. ¿Por qué vía optar? ¿Por
la formación generalista o por la especializada? ¿Es lo mismo gestionar
un Centro de Arte Contemporáneo que un Teatro de Ópera? ¿Y una
compañía de ballet que una Casa de Cultura de una población media?.
Hasta ahora no ha habido mucha reflexión profunda a este respecto.
Cierto que cada vez más los “master” se suelen especializar en áreas
concretas, pero se tiene a veces la impresión que el gestor cultural es
alguien que pica en muchos terrenos pero que profundiza poco en
alguno concreto. Como esa generalización tampoco es cierta, ya que
existen mujeres y hombres muy preparados en un tema cultural
concreto y, sin embargo tienen amplios conocimientos de otros muchos
sectores. Y eso teniendo en cuenta que ya el perfil del oficio del gestor
es complejísimo y si atendiéramos a todo lo que debe conocer sería una
especie de superdotado, ya que para nada le pueden ser ajenas
materias tales como la economía, la Historia del Arte y la Cultura, la
sicología, la sociología, la complejidad de construcción de un
repertorio, las teorías del marketing y la promoción, el uso de nuevas
tecnologías, el conocimiento de idiomas....en fin alguien capaz de
comprender el mundo desde un conocimiento general para luego
trasladarlo a un discurso específico en su terreno. De ahí que crea que
es muy importante aplicar un plan de estudios amplio y de
conocimiento general, es decir asignaturas troncales, para luego pasar
a un estudio riguroso del área cultural o artística elegida.
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Y aquí vuelve a aparecer el tema de la ética. No es posible pensar
en la asepsia de este oficio. No es posible predicar que la gestión no
tiene opciones políticas o sociales. Lo que no debe tener en un gestor
independiente es color de partido político, es decir la servidumbre a
unas siglas, pero sí unas formas y maneras que preserven su trabajo de
las presiones que, cada día más, pueden estar presentes en nuestras
realidades. Y eso es porque también se ha consolidado un modelo
híbrido de gestor que tiene un pié en la actividad directa de un partido
y que a la vez ejerce funciones de programador de distintas actividades
culturales. ¿Eso es lícito o ilícito? Para mí dependerá de cómo se
ejerza ese cargo, por lo tanto en principio no niego la honorabilidad ni
la posibilidad de que un político profesional sea un buen gestor, incluso
conozco a varios que lo han sido y otros que lo siguen siendo, pero soy
de los que creo firmemente en la cultura como “bien público” y por
ello creo que el papel de esos cargos públicos (Ministros, Consejeros,
Concejales, Diputados de Cultura, etc.), es establecer los marcos
legales y conseguir que la cultura se mueva en libertad e igualdad de
oportunidades y no tanto en programar directamente cualquier
espacio artístico o cultural. Lo ideal sería la formación de equipos que
incluyeran a esos políticos sensibles e inteligentes con gestores solventes
y comprometidos con la tarea de llevar a la práctica los planes
generales establecidos en un programa determinado. Todo ello, insisto,
sin ingerencias en lo cotidiano y fomentando programas a evaluar en
un espacio de tiempo razonable y no, como muchas veces sucede, con la
premura del “inmediatismo resultista” (y ya sé que estas dos palabras
deben ser incorrectas, pero me parecen esclarecedoras de las premuras
con las que se somete a tantos gestores independientes en función de
posiciones, por ejemplo, electoralistas. Todo proyecto cultural que no
se planifique y espere un resultado en diferentes etapas (corto, medio y
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largo plazo), suele estar condenado a morir de éxito o a fracasar.
Evidentemente si lo que se quiere conseguir es el fulgor de los fuegos
artificiales es obvio que la apuesta por un proyecto en el que prime la
brillantez de lo inmediato tendrá unas estrategias de gestión muy
diferentes a una propuesta que cale en un imaginario de futuro. Al
menos lo que sí se le debe demandar a las Instituciones Políticas es que
no sean ambiguas en sus discursos de objetivos y, por tanto que
trasladen a los ciudadanos en sus programas políticos qué, para qué,
por qué y para quienes quieren desarrollar sus planes de política de
gestión cultural. Por desgracia, si analizamos en profundidad los
programas con los que los partidos se suelen presentar a las elecciones
generales, autonómicas o municipales observaremos las carencias que
contienen, pues no ocupan más que un pequeño espacio y, además,
plagado de obviedades.
Tal vez no se ha analizado en profundidad los volúmenes
económicos que en la sociedad contemporánea mueve la cultura,
aunque esta, en muchas ocasiones esté asociada al ocio o al turismo,
alternativas estas muy dignas de ser estudiadas y desarrolladas como
se merecen. Recordemos, a modo de ejemplo, la crisis social y
económica que la suspensión del Festival de Avignon y otros eventos
franceses produjo en el año 2003, debido a la huelga de los
trabajadores intermitentes.
Cuando desde sectores neoliberales se critican ácidamente las
ayudas y subvenciones que el Estado, bajo sus diferentes instancias,
concede a la cultura, lo hacen desde un discurso simplista en el que no
llegan a apreciar el calado que tienen esos subsidios que, sin embargo,
ven lógicos cuando se aplican a sectores como el algodón, el acero o la
pesca. Precisamente si entrara en crisis la producción de arte y cultura,
muchos sectores subsidiarios y que viven de aquello que los artistas
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crean, entrarían en una recesión económica de gran magnitud. De
alguna manera un Festival Cultural está ayudando directamente a
sectores como la hostelería, la restauración, el pequeño comercio y
otros negocios de las ciudades donde se celebran estos acontecimientos.
Del teatro, la ópera o la danza (más allá de sus directos trabajadores)
dependen muchos otros artesanados y empresas que quebrarían
inmediatamente sin los encargos pertinentes para la construcción de
escenografías, vestuario, iluminación, trasportes específicos, imprentas
especializadas, etcétera.....ya que la lista sería larga y compleja.
No podemos pensar en la gestión de la cultura como si de una isla se
tratara.
Nos
encontramos
ante
un
continente
con
múltiples
bifurcaciones en el modo de entender y atender las necesidades que
cada caso produce. Por ello insisto en que no bastan muchos
conocimientos técnicos y formulas teóricas, ya que lo que funciona en
un país puede que no lo haga en otro, ya que incluso llega a pasar que
lo que funciona en una ciudad de un mismo país no lo hace en otra
vecina.
Me
preocupa
mucho
el
dogmatismo
(e
incluso
fundamentalismo) que escucho en algunos gestores culturales cuyo
proyecto funciona de maravilla en su entorno cree que es exportable
de un modo mimético a otro espacio, a otra sociedad. He visto copiar
muchos modelos que al ser trasladados a realidades socio-culturales
diferentes han fracasado estrepitosamente. De ahí que el análisis
profundo del espacio donde se va a desarrollar un proyecto cultural
sea tan importante para definir los parámetros sobre los que iremos
edificando el proyecto. Y aquí la ética vuelve a aparecer como
elemento importante para evitar engaños o desengaños.
Un gestor cultural del sector público debe tener una profunda
convicción democrática. Debe saber que “su gusto” es sólo un elemento
más de los varios que debe manejar a la hora de confeccionar una
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programación ya que, en la actualidad, las tendencias en las prácticas
culturales son tan amplias y variadas como los diferentes segmentos de
espectadores (por tanto ciudadanos cualificados) que potencialmente
existen a la hora de querer elegir no una sola línea de trabajo artístico,
sino varias posibilidades para ir luego definiendo una elección precisa
a partir de lo que se ve, se oye, se escucha o se lee. Esto por una parte,
pero por otra hay que tener en cuenta que ya se trabaja en sociedades
multiétnicas, en núcleos de edades muy variados, en capas económicas
de distintas posibilidades, en formaciones de cultura general muy
variopintas,
en
tendencias
políticas,
religiosas
e
ideológicas
diferenciadas, en suma una diversidad de gustos para las que
normalmente tendremos que optar, o bien por la especialización, o
bien por la pluralidad. A modo de ejemplos, tan lícito es un Centro de
Arte Contemporáneo especializado en las vanguardias, como un Museo
generalista, un Centro Dramático de Repertorio como un Laboratorio
de Investigación Escénica, un espacio para la Ópera tradicional que un
Centro de Búsquedas de Nuevas Músicas. Es desde la convicción del
programa que se quiere desarrollar desde donde el gestor debe
desarrollar sus elecciones. En una Biblioteca Pública no sería de recibo
la exclusión de la Literatura del Siglo de Oro o de la generación del 27,
pero en una Biblioteca que se especializara en Literatura de la Grecia
Clásica sería absurdo tener libros sobre técnicas marciales de los
japoneses en la II Guerra Mundial. Del mismo modo pienso que es
absolutamente excluyente la concepción sesgada, por parte de muchos
gestores, de la exclusión de TODO tipo de teatro y danza del segmento
de la investigación, la búsqueda o lo que solemos llamar “lo
contemporáneo” en un Teatro Público, sostenido por los impuestos de
todos los ciudadanos de esa localidad, y que sólo puedan acceder a un
tipo de expresión escénica, precisamente la del gusto del gestor que
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dirige ese espacio, generalmente atendiendo sólo a cuestiones de
mercado y de cantidad de espectadores a presentar en unas estadísticas
puramente numéricas. Por ética se debería respetar a las minorías y
sus gustos que, normalmente, puede que estén alejados de los grandes
números en taquilla, pero no por ello la calidad y dignidad de sus
espectáculos es menor de los avalados por los éxitos mediáticos. Por
ética se debería respetar la inteligencia de los espectadores y no
suplantar sus decisiones, aduciendo cuestiones ajenas a la específica
creación, para de ese modo excluir espectáculos polémicos por su
forma o por su contenido. Por ética deberíamos comprender que el
trabajo de gestor es de mero intermediario entre los creadores y los
espectadores, y no el protagonista del evento. Por ética deberíamos
convencer a los poderes políticos que su labor consiste en ser
totalmente imparciales a la hora de apoyar proyectos culturales. Por
ética deberíamos estar vacunados de las críticas interesadas en hacer
fracasar propuestas que no están santificadas por el mercado. Por
ética, los gestores, no deberíamos caer en la tentación del fácil halago
cuando se cumplen los objetivos para los que hemos estado trabajando.
Por ética deberíamos desterrar cualquier atisbo de soberbia a la hora
de hacer balance a la conclusión de un proyecto. Por ética deberíamos
estar continuamente preparándonos, estudiando y reflexionando para
asumir nuevos retos. Por ética deberíamos comprometernos, sin
paternalismos ni exclusiones, con los artistas y creadores que aporten
una mirada abierta sobre los múltiples leguajes que cualquier práctica
artística nos ofrece en un presente tan cambiante en el que muchas
veces es difícil discernir que es moda, de autentica búsqueda y
consolidación de un proyecto.
Cada vez más las fronteras de lo que en otro tiempo se entendió
como CULTURA, se entremezclan, se difuminan o, incluso, se
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pervierten, vendiendo productos más cercanos al puro entretenimiento
mercantilista que a ese concepto humanista que debería impregnar
cualquier práctica cultural. No estoy en contra de popularizar la
cultura, todo lo contrario, pero si de bastardearla con propuestas más
propias de atracciones de feria que de cualquier valor vinculado a la
sensibilidad, el placer de la búsqueda y el encuentro o la percepción de
calidad de vida que debería acompañar hoy a cualquier programa de
política cultural. Porque cada vez está más claro que, o bien los
gobiernos en el poder rectifican el mercado o si no la quincalla
mercantil devorará nuestras industrias o artesanados culturales. Una
película, una exposición de Artes plásticas, un espectáculo de teatro,
danza o de ópera, un concierto de cualquier clase de música, un
libro....pueden y tienen todo el derecho a ser absolutamente masivos,
pero sin sacralizar ese término, ya que no todo lo que se vende mucho
tiene un auténtico valor cultural. Aunque también es cierto que en el
otro lado muchas prácticas culturales cercanas al onanismo sólo sirvan
para regodeo de unos cuantos que se consideran privilegiados por el
simple hecho de dedicarse a la práctica artística.
Libertad de expresión, pero dudo si cabe una defensa ciega de la
absoluta libertad del mercado. Puede que sea buena para algunos
productos, pero no para aquellos que tienen que ver con la pervivencia
de la tradición o el fomento de la investigación. Por eso, sin duda, estoy
a favor de la “excepción cultural”, como muy bien defiende la sociedad
francesa, sin caer en el infantilismo de pensar que esa es la panacea.
Ayudar a la Cultura desde el Estado es una obligación civil de las
democracias, amamantarlas sin poner unas reglas es, simplemente, un
acto de caridad y, en algunos casos, de intentar controlar a toda costa
la libre expresión de los agentes culturales.
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Y esos agentes culturales son tanto los creadores y artistas como los
gestores culturales. Analizando en profundidad muchas de las
aventuras artísticas de los grandes creadores de los últimos años,
podríamos comprobar como detrás de cada uno de ellos existe un
gestor, gestora o equipo de gestión que ha conseguido desligar a ese
artista de las tareas que no son las propias que le corresponden. La
dialéctica creación/ producción es básica a la hora de encarar
cualquier proyecto solvente que no se base en la moda efímera, sino en
un discurso de futuro.
Cambiar
la
dinámica
perversa
que
se
ha
establecido
dominantemente en los últimos tiempos, confundiendo consumidores
con ciudadanos sería otro de los aspectos que una ética de la gestión
cultural debería asumir como eje de su pensamiento. Si no se forman
núcleos estables de población que asistan a los eventos culturales como
forma de placer, de sensibilidad, de formación, de calidad de vida, de
entretenimiento pero no de banalidad, de libertad de opinión, de
intercambio de expresiones, en suma, de civilización, estaremos
sirviendo solamente a objetivos puramente lucrativos, populistas o
partidistas. Y basta para darnos cuenta de cómo ha aumentado esta
cuota en los últimos años con hacer un análisis de las últimas
tendencias en los mercados culturales de todo el mundo.
Estoy seguro que para una parte de los gestores que hoy desarrollan
su labor bajo diferentes formas de entender su práctica estas
reflexiones serán un puro discurso moralista. No me importa que lo
piensen. Si hace años para Godard la práctica de un travelling en una
película era una cuestión de moral, para mí cualquier estrategia de
gestión cultural es hoy también una cuestión de moral.
GUILLERMO HERAS
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