TOLKIEN, PARA TODO TIPO DE PERSONAS

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Tolkien: para todo tipo de personas
Es sabido que muchos no son capaces de soportar la cantidad de fantasía que contiene la
obra del famoso inglés, autor del libro más vendido del siglo XX: El señor de los anillos. Y para
quienes hemos gozado y nos hemos sentido inmensamente enriquecidos con su lectura resulta
sumamente curioso que eso ocurra. ¿Qué les pasa? ¿De dónde tanto pre-juicio? ¿O será que
nosotros somos especiales y nos gusta algo de veras raro, poco valioso, algo que produce un
encantamiento casi maligno? Yo no lo creo. Luego de estudiar y de pensar y de leer y de hablar
con mucha gente he llegado a la conclusión de que quien no es capaz de la obra de Tolkien es
como quien se pierde el gozo de las aceitunas (yo, entre ellos). Pero ¿dónde está la causa de ese
“mal”, de esa incapacidad? Además, ¿merece la pena hacer algún esfuerzo para disfrutar de la
riqueza que nosotros afirmamos encontrar en esas obra?; y ¿qué tipo de esfuerzo? Este ensayo
pretende responder a estas preguntas.
John Ronald Reuel Tolkien nació en Sudáfrica en 1892 y murió en Inglaterra en 1973. Fue
un profesor brillante de lengua inglesa de la Universidad de Oxford, pero no por esa razón
consiguió fama. Si al morir ya era conocido por millones de personas de muchísimos países se
debe al hecho de haber escrito uno de los libros más vendidos de toda la historia: El Señor de los
Anillos, que para 1996 ya había logrado una tirada de sesenta millones de ejemplares en más de
20 lenguas. Será difícil, para cualquier autor, lograr algo similar. Entre otras cosas porque tal
hazaña fue lograda en poco más de 40 años: la primera edición data de 1954.
La afirmación de mi título no es gratuita. He conocido gente de todas las edades (por
supuesto que no incluyo menores de 10 años) a quienes los libros escritos por J. R. R. Tolkien
les resultan maravillosos. Conozco incluso a una persona que ha leído ocho veces las 1500
páginas de El Señor de los Anillos. Y tengo un amigo que cuando tenía 13 ó 14 años lo leyó
completo en un fin de semana (y no hace mucho una niña bella y valiosa leyó el tercer tomo
¡en una noche!; y lo leyó bien). Universitarios y bachilleres, empresarios y profesores
universitarios, amas de casa, gente de diversísimas profesiones y procedencias se han sentido
literalmente fascinados por la magia que brota de las páginas de sus libros; sólo así se explica
una venta de tal magnitud, venta que nos hace suponer que son muchos más de 60 millones de
personas los que han leído la sorprendente obra. Los clubes de aficionados de todo el mundo,
las reuniones internacionales, las cenas hobbit (así llaman esos admiradores a ciertas comidas
hechas al estilo de un hobbit, que es un ser “inventado” por Tolkien y protagonista de sus obras
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más famosas), el deseo de imitar a los personajes y de adoptar sus costumbres, o de usar sus
nombres: todo eso dice algo del poder de encantamiento de la escritura de este autor.
Así como lo dice la enorme cantidad de libros sobre sus libros, los trece volúmenes
comentados por el tercer hijo de J. R. R., las muchas ilustraciones sobre tantos pasajes de sus
historias, los libros explicativos, los manuales y las guías de lectura, y ahora las ya famosas
películas. Y hay que mencionar, aunque me parezcan lamentables, todos esos juegos y toda la
actual literatura fantástica de corte heroico que son, sin duda, hijos del apetito por lo lejano y
misterioso y poderoso que despertó Tolkien en tantos de nosotros (en la medida en que
conozco al personaje, creo que negaría que tales fueran hijos suyos), pero que, en tanto de
Tolkien solo captan lo exterior pueden ser dejados de lado sin ningún tipo de pérdida.
A pesar de toda su fama es real en muchas personas una dificultad, un desprecio o un
rechazo casi enfermizo ante sus obras. Las causas de tal rechazo o dificultad prejuiciosa es
múltiple, y sin dudarlo puedo afirmar que en buena medida el amor que despiertan en tantos,
tan arrebatador, hace sospechosa su belleza; pero también creo que puede anidar en un defecto
nuestro, en un mal de nuestra cultura. Quizás somos adultos en el sentido en que lo decía el
autor de El Principito. Ser “adulto” es haber crecido y haberse endurecido por dentro; es haber
adoptado cierto rechazo a todo aquello que no muestren directamente los sentidos; es desechar
toda fantasía como algo infantil, pueril, vano; es exigir a quienes nos cuentan cuentos (a
cualquier director de cine, a cualquier escritor de ficción, a cualquier dramaturgo) que nos
hablen de cosas interesantes, de cuestiones “serias”, de asuntos que traten del mundo y que se
parezcan al mundo: que sean “aterrizados”. Ser adulto es haber perdido la capacidad de
asombro, no ser capaz de ser sorprendido por algo, estar de vuelta de la vida: es algo así como
haber muerto pero pareciendo vivo. Insisto en el quizás: quizás hay personas maravillosas que
no padecen de estos defectos ni han perdido el encanto ante la vida y que sin embargo no
pueden con Tolkien y sus cuentos. Tal vez no lo han intentado y tiene el prejuicio de la locura
que despierta en tantas partes. O quizás estén afectados por algunos aspectos de esa madurez,
y el rechazo a Tolkien —o a lo que para ellos, que no lo conocen, significa— es un síntoma de
esa “madurez”.
Pero hay que decir sin ambages que el encanto que produce Tolkien no es gratuito. Escribió
El Hobbit (su primera obra impresa) sin pensar siquiera en publicarlo, y ante la insistencia de
sus editores para que escribiera una segunda parte, y tras 17 años de mucho trabajo, hecho con
una perfección casi patológica, llena de esa realidad asombrosa para un mundo totalmente
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imaginado y pleno de ese sabor propio de lo que está de verdad vivo, pletórico de sentido, El
Señor de los Anillos salió a la luz cautivando un público que después de 45 años no deja de
crecer. No podía ser de otra manera: Tolkien era un hombre impresionante, muy sabio,
trabajador infatigable, dotado de un buen sentido poco común. Era un amante de la palabra, y
con ella dio a luz toda una mitología; todo término que él usaba tenía un sentido pleno, era
usado con plena conciencia: era un objeto de amor.
Además era un padre de familia llamativamente entregado, uno de esos católicos que
demuestran con su vida que esa doctrina produce buenos frutos. Hombre de amplia formación
teológica, buen amigo, buen esposo, buen ciudadano. Uno de aquellos con quienes uno quiere
conversar, de quien quiere aprender. Un hombre así, buen narrador, trabajador serio y con
mucho que decir sobre el mundo debe resultar todo un artista.
Permita el lector que le enumere, sin explicarle, algunas de las grandes cosas que me ha
dado Tolkien, lo que hago como urgido por esa pregunta de tantos: “¿qué le ves a eso?” Pues
he aquí algo de lo que veo: Una mirada renovada y renovadora del mundo, del planeta tierra.
Las glorias heroicas de los hombres: sus enormes potencias, sus impresionantes capacidades,
su majestad en el gozo y en el sufrimiento, su capacidad de llevar a cabo empresas de verdad
grandes; y su encantadora, deliciosa y divertida pequeñez (y el consecuente gozo de pertenecer
a esta especie). Todo tipo de aventuras entretenidas, de episodios emocionantes, de
sentimientos muy variados, de hechos inauditos y estupendos, todo descrito con una precisión
asombrosa. El prodigio de la diversidad de los tipos de amor, de las clases de hombres y de las
posibilidades en las relaciones personales. La presencia real de los muertos. Los diversos tipos
de verdadera sabiduría hecha vida. La guerra entre el bien y el mal tanto en campo abierto
como en el corazón del hombre. La codicia como fuente de desgracia y de autodestrucción. La
podredumbre de la corrupción humana, que conduce al ser humano a la condición de guiñapo.
La fidelidad encarnada y la traición infame como tales. La armonía del hombre con los
animales, las plantas, los árboles. El gozo del mal en la destrucción. El heroísmo y la nobleza
de la guerra antigua. La inmensa importancia del cumplimiento del papel que cada uno tiene en
el conjunto de la comunidad humana. La alegría, transida de tristeza, del final del tiempo: de la
muerte, en definitiva (o del cambio y la renovación, de los nuevos comienzos). El deseo
humano de participar en los grandes asuntos que a todos atañen. El esplendor y la maravilla de
las artes y de los oficios, del llamado de cada uno a expresar su propia voz en el despliegue de
los talentos personales. La dicha de saberse pertenecer a una tradición, de tener historia, de ser
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continuación de un pasado, de ser parte de una larga narración que comenzó en el principio y
terminará en el final. La grandeza de lo pequeño y menudo y la insignificancia de tanta cosa
grande, y el papel y trascendencia de cualquier evento en el desarrollo de la historia humana…
Claro que no se trata de esto en sus libros. No se puede responder, afortunadamente, que
sus libros sean sobre eso. De hecho, para mi consternación, cuando se le preguntaba a Tolkien
mismo de qué trataban respondía que de la inmortalidad y del ennoblecimiento de los
pequeños. Yo no termino de entender esa respuesta si es que la daba pensando en El Señor de
los Anillos. A mí me parecen sus escritos como historias apasionantes nacidas de toda la pureza
del arte: en ellas la historia se cuenta por el deseo, la necesidad y el gozo de contar, de inventar,
de dar vida a algo imaginario. Allí no hay moralejas, moralina disfrazada, un mensaje, cosas
“interesantes”, una idea que se quiere compartir… (¡qué horrible palabra para referirse a
realidades espirituales!) Es su fuente, según me parece, un amor desinteresado y puro al arte tal
y como debieran practicarlo los artistas.
Gozo también, y mucho (no puedo dejar de decir que El Señor de los Anillos es el único libro
que puedo leer en cualquier momento, siempre con placer, sea cual sea la página que abra,
incluso en el cansancio del insomnio), con la capacidad narrativa del autor, con su imaginación,
con su inventiva, con su poder organizativo, con su poderoso realismo aplicado en medio de
ese mundo creado por él (no sobra contar que Tolkien empezó por inventar dos lenguajes
completos, con alfabeto, y que sus personajes son, en buena medida, seres pensados para
hablarlos).
Y aún debe haber mucho más en la obra de Tolkien que me ha hecho gozar, que he visto,
que me ha hecho crecer sin yo notarlo; pero o no soy consciente aún de ello (sólo somos
conscientes de lo que tiene nombre), o me falta pensarlo más, o simplemente no soy capaz de
decirlo. Hace falta mucha perspicacia para poder percibir toda la riqueza del lenguaje, y más
aún la gran potencia de una gran obra de arte narrativa como esa portentosa obra maestra del
siglo veinte. Además de que hace falta no poca capacidad para lograr transmitir el
enriquecimiento que nos ofrece aquello que amamos. El lector de estas líneas es consciente de
que no lo he hecho: me he limitado a enumerar algo de lo que he visto gracias a Tolkien y sin
detenerme a explicarlo. Al contrario de lo que ocurre con un helado, del que se come menos
cuando es compartido, este inmenso bien espiritual que me ha ofrecido Tolkien (como
cualquier otro bien espiritual) se incrementa cada vez que lo puedo gozar con alguien. No
deseo otra cosa con estas palabras que animar a algunos a detenerse ante la belleza de la
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creación de ese gran hombre. Ojalá fueran muchos para que mi placer se incrementara con el
enriquecimiento placentero de todos ellos.
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