ÍNDICE: La Constitución de 1978..................... Pag.3 a la Pag.8.

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ÍNDICE:
La Constitución de 1978..................... Pag.3 a la Pag.8.
El Nacionalismo.................................. Pag.9 a la Pag.14
Bibliografía......................................... Pag.15
La constitución de 1978:
La elaboración de este texto en el seno de la comisión designada para ello, y que presidía Emilio Attard, fue
fruto de un prolijo trabajo de confrontación y transacción que había tropezado con su primera dificultad
esencial en el empe-ño socialista de salvar una postura republicana, en contraste con la actitud realista del
P.C.E., expresada en la frase de Solé Tura: «La monarquía está ahí. Lo que hay que hacer es recortar los
poderes del rey.» En todo caso, el pragma-tismo de Felipe González y otros dirigentes del P.S.O.E. se abrió
camino en la reunión de los mandos del partido en Sigúenza (11 de agosto), en la que se decidió no cuestionar
la monarquía, si bien se defendería «simbólicamente» la república, utilizando el tema como baza de
negociación, para arrancar otras ventajas de plenitud democrática.
Constituida la comisión Constitucional y de Libertades Públicas, el día 1 de agosto, había designado una
ponencia de siete miembros cuya misión era redactar un anteproyecto que luego habría de ser discutido a dos
niveles sucesivos, el de la comisión y el del pleno. La ponencia celebró su primera reunión el 22 de agosto,
todavía bajo la presidencia de Emilio Attard; en esta reunión, los ponentes se comprometieron a mantener
silencio absoluto respecto a la evolu-ción de sus trabajos, que registraron un primer atasco en las fechas
finales de octubre, a propósito de la definición o configuración de lo que luego se entende-ría como «estado
de las autonomías». El 17 de noviembre quedó finalizado el primer borrador del anteproyecto; cinco días
después, una filtración permitió a la revista Cuadernos para el Diálogo la publicación de los 39 primeros
artículos de aquél. La ponencia volvió a reunirse: tras una segunda lectura, el texto era entregado a la
comisión el 23 de diciembre, y el 5 de enero de 1978 se publicaba finalmente en el B.O. de las cortes, junto
con los 18 votos particulares presentados por los propios ponentes sobre temas capitales: problemas
auto-nómicos, forma del régimen, educación, abolición de la pena de muerte, divor-cio, aborto... Los grupos
parlamentarios añadirían enmiendas en número de 3200. La ponencia llevó a cabo una labor de reajuste que
redujo este número a más de un millar. Hasta el 10 de abril no se produciría la firma del proyecto
constitucional reajustado por la ponencia, de la que se había retirado Peces Barba debido a discrepancias
insalvables en la cuestión religiosa, pero que a última hora sumó su rúbrica a la de sus colegas. Y el 5 de mayo
se iniciaron los debates públicos del texto, en la comisión presidida por Emilio Attard. Con alternativas, se
volvió siempre sobre el procedimiento del consenso, es decir, del consenso dentro del consenso: la
negociación en petit comité, respaldada luego en el seno de la comisión, salvando momentos de crispación
que produjeron amagos de ruptura. El 20 de junio quedó finalizado este primer
tramo de debates, reducidos a la comisión; el 4 de julio comenzaron los plenos en el congreso de los
diputados. Allí, y el día 18, surgió de nuevo la dificultad, planteada por los diputados del P.N.V., que exigían
la aceptación de sus reivindi-caciones históricas forales en su totalidad, y que, consecuentes con la decisión
que habían anunciado, se retiraron en bloque del salón de sesiones (21 de julio): el texto dictaminado de la
constitución que ellos cuestionaban fue aprobado con sólo dos votos en contra. Y de nuevo se produjo una
ruptura del consenso entre la U.C.D. y el P.S.O.E. cuando los centristas presentaron enmiendas sobre la
libertad de enseñanza.
En la comisión senatorial que paralelamente analizó las 1 254 enmiendas presentadas, se «retomarían» los
contenciosos. El pacto U.C.D.−P.S.O.E. quedó restablecido mediante el mantenimiento del texto sobre
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educación. La minoría vasca, por su parte, obtuvo sorpresivamente un éxito inesperado frente a U.C.D.,
polarizando el apoyo de todos los grupos restantes, incluido el de los «senadores reales» Pedrol Rius, Sánchez
Agesta y Carlos Ollero, a favor de los derechos históricos de los territorios forales (14 de septiembre). Pero
ese acuerdo no prevalecería luego en las reuniones del pleno del senado, iniciadas el 25 de septiembre: la
cuestión vasca quedaría en los términos que había aprobado el congreso.
Finalmente, el 31 de octubre, y en sesiones plenarias simultáneas de cada una de las cámaras, el texto
constitucional obtuvo su definitivo refrendo, a falta de un acuerdo satisfactorio sobre la cuestión vasca. Las
cortes de 1977 habían culminado su misión.
El profesor Martínez Cuadrado ha señalado tres corrientes como configura-doras de la estructura política
española en los dos últimos siglos: una primera corriente, que desemboca en las constituciones programáticas,
con tres mode-los ejemplares: la que cristaliza la revolución liberal, en 1812; la que es expre-sión de la
«revolución gloriosa», en 1868; la que plasma la Segunda república, en 1931; una segunda corriente, que se
canaliza en modelos autoritarios, desde el estatuto de Bayona a los diversos tipos de leyes fundamentales
anticonstitucionales. Y en fin, una tercera corriente, «que marca con sello característico la casuística más
propia y original de la historia constitucional española», y que «corresponde precisamente a los pactos o
transacciones de amplia convergen-cia doctrinal y política, expresados en un texto constitucional, concebidos,
en tiempos de crisis, a la salida corta o larga de un intenso periodo de guerra civil. Los dos modelos históricos
relevantes son, precisamente, las constituciones pactadas de 1837 y de 1876. La constitución de 1978
pertenece precisamente a esta corriente». Martínez Cuadrado establece también un paralelo entre el
comportamiento de las fuerzas políticas españolas, decisivas antes y después de 1977, y el de las cámaras y
asambleas elegidas en la mayor parte de los países
europeo−occidentales durante el periodo 1945−1949, que diseñaron nuevos textos constitucionales en virtud
de un pacto parlamentario, reflejo de las fuerzas políticas que a su vez representaban, por mayoría cualificada,
el arco real del país. Efectivamente, en el caso español no se trata simplemente de una transacción
circunstancial, el consenso, sino de la «aceptación y puesta al día» de una tradición política y jurídica del
pasado: «neodoctrinarismo o equilibrio que habría de ser, al mismo tiempo, ideológico, político, jurídico e
institucional; de pragmatismo más bien en el sentido anglosajón de la expresión que en el del espíritu latino»
(Martínez Cuadrado).
Desde el punto de vista formal, la constitución de 1978 es, por su extensión, el texto más largo de nuestra
historia constitucional, tras la de Cádiz (1812): si ésta se despliega en 348 artículos, la de 1978 nos ofrece 169
(pero conviene recordar que la primera incluye lo que podemos llamar una ley o reglamento electoral, muy
complicado). «Por tratarse de un texto constitucional y no mera-mente de una descripción institucional
dictada, la constitución de 1978 debiera haber ocupado menos extensión formal», reconoce Martínez
Cuadrado. A fuer-za de querer dejarlo todo «atado y bien atado», de procurar evitar el deslizamien-to hacia
interpretaciones desvirtuadoras, este articulado resulta a veces dema-siado prolijo y reiterativo. Sin embargo,
como ha advertido uno de sus más eficaces configuradores, Landelino Lavilla, «la parte dogmática de la
constitu-ción (la tabla de libertades, derechos y deberes), pese a su extensión, que... era excesiva e innecesaria
dadas las declaraciones y convenios internacionales, merecía una valoración global muy positiva por su
potencialidad de progreso y su capacidad para la proyección histórica hacia el mejor futuro del pueblo
español, aunque las dificultades de la situación condicionarían y limitarían el cabal y rápido desenvolvimiento
de sus previsiones». Y Felipe González, por su parte, ha opinado: «Salió una constitución excesivamente
larga, farragosa para algunos, quizá la más audaz del mundo democrático, inconcreta en algunos aspectos,
cosa que no me parece mal, como se ha visto en este tiempo de rodaje que ya ha transcurrido, en el que se ha
visto que es útil para trabajar...» «En la constitución se producía la fusión entre dos ópticas distintas: la de la
reforma y la de la ruptura. Eso permitió que todos nos sintiéramos satisfechos, pensando cada uno que había
ganado su respectiva tesis...»
Por lo demás, en el conjunto de preceptos abarcados por la constitución hasta el título VIII, no ofrece aquélla
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grandes novedades: lleva más bien a su plenitud niveles ya definidos anteriormente. Los derechos del hombre,
la demo-cracia política en toda su extensión, con una ampliación del derecho de sufragio a partir de los 18
años, el control democrático de los poderes públicos están en la línea ya marcada por la constitución de 1931.
Los derechos sociales van en cambio más lejos de lo establecido por ésta, incluyendo como tales la autonomía
de los municipios y regiones, renovando a la par «las técnicas de defensa, protección y desarrollo de tales
derechos».
El texto define a España como «un estado social y democrático de derecho», cuya forma política es la
monarquía parlamentaria. El artículo 2 supone una concepción totalmente nueva de la estructura del estado,
cuya rigidez centra-lista el cuño liberal, pero rígidamente acentuada por el autoritarismo franquis-ta− da paso
a un sistema de autonomías para las «nacionalidades» y «regiones» españolas. Respaldados
constitucionalmente partidos y sindicatos (arts. 6 y 7), se garantizan todas las libertades fundamentales −
expresión, manifestación, residencia libre, reunión, huelga, asociación...−. Se fija la mayoría de edad en los
dieciocho años, y queda abolida la pena de muerte. El artículo 16 rehúye la confesionalidad del estado;
proclama que ninguna religión será estatal, si bien el estado tendrá en cuenta la religiosidad de los españoles y
el significado de la Iglesia católica en España. Se reconoce la libertad de enseñanza, lo que implica que, por
una parte, la educación no será nacionalizada, y, por otra, que los colegios religiosos podrán seguir ejerciendo
su actividad sin trabas. El artículo 38 reco-noce la libertad de empresa y la economía de mercado.
El papel del rey queda reducido a los límites estrictos de un eje supremo («moderador») en la balanza política,
aunque, de hecho, carece de medios para ejercer esa «moderación». Nombra al primer ministro, pero previa
consulta a los líderes políticos, y sólo después de que el congreso ha respaldado con su confianza al candidato
propuesto. Todos los actos del rey deben ser refrenda-dos por el primer ministro o por los ministros
correspondientes.
El parlamento se distribuye en dos cámaras: congreso y senado. El primero, elegido por sufragio universal y
con arreglo a un sistema de representación proporcional; el segundo, integrado por senadores a razón de
cuatro por provincia. La duración del mandato de unos y otros es de cuatro años. Para soslayar la inestabilidad
de los gobiernos, de temer cuando no existen mayorías absolutas en las cámaras, el artículo 113 establece que
toda moción de censura habrá de ser propuesta al menos por la décima parte de los diputados del congreso, y
deberá incluir un candidato a la presidencia del gobierno; si la moción es rechazada, los firmantes no podrán
presentar otra hasta la siguiente legislatura. «La pretensión radica en asegurar la estabilidad del poder
ejecutivo y conseguir que en la autoridad del estado no se produzcan discontinuidades, en todo caso
discontinuidad relevante, durante un período de tiempo que pudiera perturbar el equilibrio constitucional. El
recuerdo de la inestabilidad de la Segunda república y de otras experiencias de poder autónomo de las
asambleas parlamentarias, actuó de freno y promovió este acusado constitucional básico» (Martínez
Cuadrado).
La mayor originalidad del texto constitucional español radica en la nueva concepción del estado, que − señala
M. Cuadrado− se aproxima mucho a una fórmula federal, mediante la sutileza semántica de la distinción entre
los
términos «nación» y «nacionalidad», y articulando el estado español en una zona intermedia entre el modelo
de estado regional italiano y del estado federal
alemán. El propósito expreso del constituyente español de 1978 fue aquí, una vez más, conciliar tradición y
modernización, arcaísmo y vanguardismo, atribuyendo un papel diferente al estado, con el reconocimiento de
las comunidades regionales autónomas.
De hecho, la constitución democrática española de 1978 «permite al ciuda-dano español sentirse a la vez parte
de cuatro realidades comunitarias estrecha-mente interdependientes: la de su estado nacional, la de su
municipio o vecin-dad, la de su comunidad autónoma y la de la comunidad europea, a todas las cuales
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pertenece. Por todo ello, la constitución española de 1978 es al propio tiempo tradicional y renovadora del
modelo europeo dominante hasta 1976» (Martínez Cuadrado).
Sin duda − insistimos −, esta nueva concepción del estado, que va a pasar de un modelo rígidamente
centralizado a una articulación casi federal, es la gran aportación, la aportación históricamente revolucionaria,
de la constitución española de 1978. En seguida prestaremos atención especial al tema−planteamien-to,
proyecto, constitución− del «estado de las autonomías». Este problema seria, junto con la doble presencia, en
el terrorismo y en la «nostalgia golpista», de los viejos reductos de la guerra civil, la gran cuestión abierta a
partir de 1979. En buena parte, iba a representar un factor fundamental en la crisis del «suarismo» y de la
U.C.D., constituyendo una de las claves desencadenantes del gravísimo reto de 1981.
Pero por lo pronto, los españoles tenían de nuevo la sensación, como en los meses finales de 1975, como en
las fechas del referéndum de 1976, como a raíz de las elecciones de 1977, de estar inaugurando,
definitivamente, su mayoría de edad democrática. Ratificado el texto constitucional en referéndum nacional (6
de diciembre), el día 27 era sancionado por el rey en sesión conjunta de ambas cámaras. Publicado dos días
después (29 de diciembre) en el B.O.E., entraba en vigor en esa misma fecha.
En un plazo de tres años, tras la muerte de Franco, el estado autocrático que él encarnó daba paso a un estado
de derecho: se había cerrado un largo paréntesis de cuarenta años. El rey, verdadero «motor del cambio»,
había supe-rado la hazaña histórica de «devolver España a los españoles».
Que esto era así, lo pone de relieve, de forma más evidente que cualquier otra cosa, el colofón sangriento con
que E.T.A. cerró el proceso constituyente. Antes nos referimos a la escalada de violencia que acompañó toda
esta etapa. El 13 de octubre, ya próxima la ratificación parlamentaria, fue atacado un jeep de la policía en
Basauri (Vizcaya): murieron dos agentes, y quedó gravemente herido un tercero (los funerales serían, a su
vez, ocasión para un amago de tumulto de
los policías contra las autoridades concurrentes). Preston entiende en este clima la abstención de los
nacionalistas vascos en la votación final del pleno conjunto de las cortes: «Como ya ocurriera en otras
ocasiones anteriores, el P.N.V. desarrollaba un juego ambiguo. No había la menor duda de que la mayoría de
sus dirigentes aprobaban la constitución. Sin embargo, en el clima febril propiciado por los extremistas
abertzales, el P.N.V. no se atrevió a mani-festar su conformidad con el gobierno. Por consiguiente, llamó a la
abstención en el referéndum constitucional.» E.T.A. hizo lo posible por aplastar la campaña en torno a éste,
recrudeciendo aún más su violencia: trece víctimas en octubre, otras trece en noviembre: «Sería difícil servir a
los intereses de la ultraderecha con tanta efectividad como lo hizo aquella espiral de violencia» (Preston).
El Nacionalismo:
Doctrina ideológica que considera la creación de un Estado nacional condición indispensable para realizar las
aspiraciones sociales, económicas y culturales de un pueblo. El nacionalismo se caracteriza ante todo por el
sentimiento de comunidad de una nación, derivado de unos orígenes, religión, lengua e intereses comunes.
Antes del siglo XVIII, momento de surgimiento de la idea de Estado nacional moderno, las entidades políticas
estaban basadas en vínculos religiosos o dinásticos: los ciudadanos debían lealtad a la Iglesia o a la familia
gobernante. Inmersos en el ámbito del clan, la tribu, el pueblo o la provincia, la población extendía en raras
ocasiones sus intereses al espacio que comprendían las fronteras estatales.
Desde el punto de vista histórico, las reivindicaciones nacionalistas se generaron a raíz de diversos avances
tecnológicos, culturales, políticos y económicos. Las mejoras en las comunicaciones permitieron extender los
contactos culturales más allá del ámbito del pueblo o la provincia. La generalización de la educación en
lenguas vernáculas a los grupos menos favorecidos les permitió a éstos conocer sus particularidades y sentirse
miembros de una herencia cultural común que compartían con sus vecinos, y empezaron así a identificarse
con la continuidad histórica de su comunidad. La introducción de constituciones nacionales y la lucha por
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conseguir derechos políticos otorgaron a los pueblos la conciencia de intentar determinar su destino como
nación. Al mismo tiempo, el crecimiento del comercio y de la industria preparó el camino para la formación
de unidades económicas mayores que las ciudades o provincias tradicionales.
La mayor parte de las naciones modernas se han desarrollado de modo gradual sobre la base de unos vínculos
compartidos, tales como la historia, la religión y la lengua. Sin embargo, existen algunas excepciones muy
llamativas como Suiza, Estados Unidos, Israel y la India.
Suiza es un Estado donde no se llegó a producir nunca una comunidad lingüística o religiosa. Entre los
helvéticos se encuentran católicos y protestantes; tampoco poseen un misma lengua, ya que se habla francés,
alemán, rético o italiano según el cantón de que se trate. El nacionalismo suizo surgió por su aislamiento
geográfico en una región montañosa y por el deseo de mantener su independencia política frente a otros
estados que pretendían conquistarla.
Estados Unidos se configuró como Estado nacional a través de la colaboración de inmigrantes de diferentes
religiones y procedencias, que sólo compartían un mismo deseo de libertad religiosa, económica y política.
Aunque sólo se hablaba una lengua, el nacionalismo estadounidense se basó ante todo en un compromiso con
la idea de la libertad individual y de la existencia de un gobierno representativo, según la tradición británica.
Lo que en Gran Bretaña se consideraba el derecho por nacimiento de los británicos, en Estados Unidos se
convirtió, gracias a la influencia del Siglo de las Luces, en el derecho natural de cualquier persona. La
Declaración de Independencia culminó esta ética de las libertades.
Israel se constituyó como Estado a partir de la inmigración de diferentes grupos nacionales de judíos que
compartían un ideal común basado en un nacionalismo de origen religioso que se remontaba a casi 2.000
años. Como resultado del genocidio cometido por la Alemania nacionalsocialista antes y durante la II Guerra
Mundial, la reivindicación de un Estado por parte de los judíos cobró de pronto una importante fuerza. Más de
un millón de refugiados procedentes de muchos países emigraron a Palestina. Aprendieron hebreo, el
recuperado idioma nacional, e implantaron un nuevo Estado que proclamó el judaísmo como religión oficial.
Sin embargo, la mayoría de la población judía que vive en la diáspora sigue siendo un grupo religioso
minoritario en los países en que reside.
La India es un Estado en el que el hinduismo actuó tradicionalmente como elemento de cohesión entre los
heterogéneos pueblos de distintas lenguas, religiones y etnias que en ella habitaban. La India alcanzó la
unidad nacional a través de la influencia de ideas occidentales, y sobre todo durante su lucha contra la
dominación británica.
Un ejemplo claro de nacionalismos en España es la banda armada ETA :
− El Desarrollo de ETA. y La radicalización del nacionalismo
El nacionalismo histórico vasco surge a raíz del final de la última guerra carlista (1876), en simultaneidad al
proceso de industrialización de Vizcaya. El nacionalismo vasco fue la expresión de la crisis de identidad de
parte de la sociedad ante la pérdida del orden tradicional, basado en una comunidad rural con vínculos de
parentesco y una idiosincrasia apoyada en la lengua y la etnia. En este sentido, como ha interpretado Fusi, el
nacionalismo es un fenómeno histórico contradictorio y ambiguo: unas veces liberador y progresista y otras
reaccionario y opresor. Dicho autor mantiene la tesis de que la idea de nacionalidad vasca tuvo una
formulación tardía y una aceptación lenta y limitada. Hasta 1918, el nacionalismo vasco fue un hecho
vizcaíno; hasta 1937, vizcaíno y guipuzcoano, y sólo puede hablarse de hegemonía nacionalista a partir de
1975. Lo cual no quiere decir que los vascos no hayan tenido conciencia de su identidad desde mucho antes,
pero no la interpretaron en términos de nacionali-dad hasta el siglo xx.
La ambigüedad del nacionalismo vasco está ligada a la mantenida por su fundador, Sabino de Arana Goiri.
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Tradicionalmente los sentimientos nacionalistas se identificaban con actitudes moderadas y concepciones
profundamente religiosas. El eje ideológico fundamental de la ideología nacionalista de Arana pasa por la
consideración de Euskadi como país ocupado. Sin embargo, la «evolución españolista» de Sabino de Arana
produce en el seno del partido Nacio-nalista Vasco (P.N.V.) una situación de permanente ambigüedad
ideológica. Dos corrientes muestran esta realidad: la nacionalista intransigente −enarbolada por la pequeña
burguesía−, asimilada al sentimiento de Euskadi como país ocupado, y la moderada defendida por la
burguesía nacionalista−, que aboga por el entendimiento entre el ente autónomo y el estado español. Esta
última será la tendencia mayoritaria hasta la aparición de E.T.A., organización que asimilará de forma distinta
el nacionalismo histórico en su conjunto para adscri-birse al nacionalismo intransigente.
Varias razones contribuyen a la progresiva radicalización nacionalista, pero la fundamental se encuentra en la
dura represión ejercida por el régimen fran-quista en el País Vasco. Durante la República, se había mostrado
poco operati-va la política autonomista del P.N.V., plagada de contradicciones, especialmente en la gestión
económica. A su vez, la desconfianza de los dirigentes políticos republicanos hacia el gobierno provisional
vasco durante la guerra fue creciendo: las negociaciones anteriores al pacto de Santoña concretan estas
reservas mutuas.
La primera actuación del gobierno franquista fue la derogación de los conciertos económicos de Guipúzcoa y
Vizcaya −«las provincias traidoras» frente a la fiel Alava, para la que seguían vigentes− por el decreto−ley de
23 de junio de 1937. La actitud de la gran burguesía vasca no fue de inhibición:
una fuerte política inversora del capitalismo vasco será un instrumento propagandístico de guerra en favor del
gobierno de Franco.
La negación del pluralismo idiomático español pronto fue expresada en un ordenamiento jurídico represor de
las manifestaciones lingüísticas que no fue-ran castellanas. El castellano era la lengua del imperio y para
salvaguardaría se prohibiría el uso del euskera, catalán y gallego. La condena de estos idiomas llegó a
plasmarse en la reprobación, mediante decreto de mayo de 1938, de los nombres que no fueran castellanos, no
permitiendo su imposición en el momento del bautismo y mucho menos en el Registro Civil.
No satisfecho el legislador con la represión de la lengua euskera, ampliaba la coerción a los usos y costumbres
en el País Vasco (orden ministerial de 16 de mayo de 1940). Era consciente el gobierno de que no podía
controlar el ámbito doméstico, escenario único para la utilización de la lengua, pero silos usos y costumbres,
manifestaciones públicas de la cultura e idiosincrasia vascas, o como el texto denominaba− «elementos
exóticos que interesa eliminar».
La legislación vigente entre 1939 y 1975 no reconocía la personalidad histórica del pueblo vasco y este
desconocimiento contribuiría a la crisis que el sentimiento nacional vasco sufriría desde la instalación del
nuevo estado, acelerada por la desordenada pero espectacular industrialización que experimentó el País Vasco
desde 1950. Precisamente serán las nuevas generaciones, cada vez más ajenas a los valores tradicionales de la
sociedad vasca, las que protagoniza-rán el renacimiento del nacionalismo vasco en su explicitación más
radical.
Aparición y desarrollo de E.T.A.
En 1959, el grupo escindido del P.N.V., E.K.I.N., decide crear una nueva organización con el nombre de
Euskadi ta Askatasuna (E.T.A.), en castellano «Euskadi y Libertad». Los sectores juveniles del vasquismo
reaccionaban de esta forma contra la que consideraban crisis del nacionalismo histórico, pasivo e inoperante
tanto en el interior como en el exterior, a través del gobierno autónomo en el exilio. La nueva generación
asumirá el nacionalismo intransigente como la ideología central que impulsará su acción posterior.
Según la tesis de Gurutz Jáuregui, «el fenómeno de E.T.A. es el resultado de la composición o interacción de
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dos factores: la ideología nacionalista sabiniana y el franquismo». La consideración de Euskadi como país
ocupado ciertamente fue una realidad en el franquismo, a consecuencia del terror generalizado por él
impuesto.
En sus comienzos, E.T.A. se definía como organización patriótica, democrá-tica y laica, pero pronto, por
influencia de las luchas nacionales de liberación de Cuba, Argelia y Vietnam, su ideología evolucionó hacia la
izquierda marxista revolucionaria como medio de liberación del País Vasco. E.T.A. entrañó una ruptura
radical con el nacionalismo histórico, basado en la idea étnica y lingüística de la nacionalidad, en
concepciones democráticas y cristianas de la vida y sociedad representadas por el P.N.V., frente a la que
tratarían de oponer una ideología propia.
Desde los primeros momentos, E.T.A. trata de presentarse como opción alternativa al P.N.V., fortaleciendo
para ello las bases ideológicas que le permitan consolidarse como organización autónoma. Muy pocas serán
las aportacio-nes originales, a pesar de la intensa labor de estudio desarrollada en estos años. Las referencias
informativas parten casi en exclusiva del nacionalismo vasco histórico y la limitación de las fuentes
bibliográficas no producen resultados notables. Entre las nuevas propuestas destacan: el rechazo de la raza
como factor esencial de la nación vasca, el mantenimiento de una actitud aconfesional y, sobre todo, el
activismo. Es necesario aclarar que, en esta primera fase, el activismo no es sinónimo de lucha armada, si bien
ésta es un medio de expresión de aquél. La evolución posterior estará caracterizada por la sublimación de la
acción y por el abandono progresivo de los planteamientos teóricos.
A partir de su 1 Asamblea, E.T.A. va a dejar de practicar análisis políticos sobre cuestiones tan importantes
como el estado, partidos políticos, institucio-nes, etc. La represión de la dictadura condiciona la ausencia de
este tipo de reflexiones para dirigir las energías hacia una acción contra el «ocupante». Asimismo, los
principios ideológico−políticos elaborados en esta I Asamblea son anacrónicos, ya que se ajustan más a las
condiciones de posguerra que a la nueva realidad vasca de los años sesenta.
En el desarrollo de los elementos más originales de E.T.A. −la existencia de una etnia poseedora de su propia
lengua y la necesaria aplicación de la lucha armada− tiene mucho que ver el libro Vasconra, de Federico
Krutvig, quien lo escribe desde el exilio pensando en dotar a E.T.A. de una estructura teórica básica para
imprimir dinamismo al nacionalismo clásico. Pretende la construcción de una Euskadi moderna, capaz de
insertarse en la Europa desarrollada y, paradójicamente, formula una estrategia revolucionaria propia de los
países precapitalistas.
Éste será −en consideración de Jáuregui− el «gran drama» de E.T.A.: una estrategia revolucionaria
tercermundista en un país desarrollado. El sentimiento anticolonialista, extendido por todo el mundo a partir
de la década de los sesenta, prende en el sustrato anticolonialista del nacionalismo tradicional, asumido por la
interpretación nacionalista más radical que valora Euskadi como una colonia de España y Francia.
Sin embargo, más que una teoría sobre el colonialismo se formula una teoria de la guerra revolucionaria, que
aparece expresada en el folleto La insurrección en Euskadi. Toda una mística guerrillera queda explícita para
concluir en un mesianismo e iluminismo revolucionario que dificultarán en el futuro la separación entre fines
y medios utilizados por la organización.
A lo largo de 1963 se observa un cambio de actitud respecto a la problemá-tica de la clase obrera, que deja de
ser el eje de la radicalización de la lucha. Se pretenderá unir la lucha de la clase obrera y la de E.T.A., en pro
de unos objetivos comunes.
En una Canta a los intelectuales vascos están implícitas las distintas tenden-cias que coexisten en el seno de la
organización. En la IV Asamblea se dictan las bases para adaptar la estrategia guerrillera a las circunstancias
concretas del País Vasco, por medio del principio acción−represión−acción.
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La aplicación de los acuerdos se retrasa ante la emergencia de tres corrien-tes de E.T.A.: la tendencia
obrerista; la nacionalista intransigente, defendida por un grupo pequeño−burgués convencido de la superación
nacionalista de los conflictos de clase, y la tercera, que mantiene la tesis de la ocupación y de la vía
revolucionaria tercermundista para rechazar la ocupación. Si bien esta última no es un conjunto ideológico
homogéneo, será la tendencia hegemónica en la organización a partir de 1967. E.T.A. se autodefinía, en esta
fecha, como «movi-miento socialista vasco de liberación nacional», denominación definitiva que no se verá
afectada por las futuras escisiones de 1970 y 1974.
En la V Asamblea −en la primavera de 1967− se aborda la urgente cone-xión entre la opresión nacional y la
lucha de clases, acuerdo que no tiene concreción práctica, pues tanto la concepción etnicista de la nación
vasca como el mantenimiento de la estrategia de guerra de liberación impiden situar en el centro de la
identidad vasca a la clase trabajadora de Euskadi.
Así pues, la espiral acción−represión−acción se pone en marcha al concluir la V Asamblea1 pero la respuesta
del régimen es tan contundente que, práctica-mente, consigue desarticular la organización en 1969. En efecto,
dos períodos se observan: el primero, de intensa actividad política y armada, comprende los años 1967 y
principios de 1969; el segundo, los meses siguientes de 1969 y parte de 1970, está presidido por numerosas
detenciones y exilio de los líderes.
El 7 de junio de 1968 se produjo el primer muerto de E.T.A., Etxebarrieta, y el primer juicio con condena a la
última pena. A continuación E.T.A. llevó a cabo el primer atentado mortal: el 2 de agosto de 1968 moría el
comisario Melitón Manzanas, jefe de la Brigada Político−Social de Guipúzcoa. Muchas detenciones y la
organización del juicio de Burgos contra 16 dirigentes y militantes fueron las consecuencias derivadas de esta
acción.
La dirección salida de la V Asamblea quería dotar a la organización de una política obrera. Por su parte, los
grupos del exilio trabajaban sobre la aplicación del marxismo a la realidad vasca, creándose las llamadas
«Células Rojas». Mien-tras, otro grupo que no acepta la dirección inicia, desde la primavera de 1970, una
serie de acciones armadas, consistentes, en la mayoría de los casos, en atracos bancarios.
En el verano de 1970, la convocatoria de la VI Asamblea muestra cuatro tendencias bastante perfiladas: a) las
Células Rojas, opuestas a la ideología nacionalista; b) la dirección de E.T.A., que tiene como objetivo la
constitución de un partido de la clase trabajadora que dirija la revolución vasca; esta dirección y los militantes
que la siguen serán expulsados, pasando a denominarse E.T.A. VI Asamblea, que pronto se fusionará a la Liga
Comunista Revolucionaria; c) los defensores de las tesis colonialistas, aglutinados por Beltzam Krutvig y
Madaria-ga; de los «milis», dirigidos por Juan J. Echave, partidarios de la lucha armada y contrarios a las
disquisiciones teóricas.
A ellos hay que añadir: el grupo Branka, ideológicamente alineado al grupo de los «milis», imbuido del
purismo «abertzale»; y la Asociación Anai−Artea, dedicada a la ayuda a los refugiados vascos, y presidida por
Telesforo Monzón.
Bibliografía:
Enciclopedia Encarta 98
Historia de España: Tomo 12 (El régimen de Franco y la transición a la democracia (de 1939 a hoy)).
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