Cuando los adultos

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Cuando los adultos
claudican
María Ángela Cánepa
Desde la experiencia con jóvenes, en grupos, en barrios populares, del 80 al 96, con
interrupción en la época del terrorismo, compartimos el desconcierto frente a algunos
fenómenos que nos interpelan a todos, pero creemos que algunas cosas, obvias a veces, son
las claves de una interpretación. Recordemos cómo los años de violencia desactivaron las
organizaciones y las posibilidades de reunión y confianza... lo que fue una interrupción de
nuestro trabajo, fue para las organizaciones y grupos de jóvenes un precedente del “riesgo”
del juntarse, experiencia emocional que ha sido capitalizada por los interesados en
desmovilizar las acciones y silenciar las voces de los sectores populares organizados,
asombrosa intersección entre una meta del terrorismo y de las opciones represivas y
antidemocráticas de la sociedad... En términos de la historia de los barrios que conocimos,
fue una discontinuidad de una de las estrategias de estabilización y trabajo.
Los años previos fueron para nosotros un aprendizaje del valor que los grupos de pares, las
organizaciones juveniles, los espacios de encuentro tienen para los jóvenes populares,
especialmente como experiencia primera de afiliación, pertenencia, proveerse de objetos
varios de identificación como espacio para la ilusión y para el realismo, como experiencia
de búsqueda de sentido, como ensayo de actuaciones, talentos... y también como prótesis
frente a las carencias de la familia (incompleta, exhausta, inconsistente, violenta, vacía…) o
frente a las de la sociedad, cerrada para acoger articuladamente a las nuevas generaciones.
Resaltamos en esos tiempos la impronta del mensaje que los chicos recibían: «no hay
vacantes», y su consiguiente rango de «excedentes».
Por otro lado, nos parecía inevitable pensarlos como expresión de su medio, de las
búsquedas y movimientos de cierto sector social que va alimentándose de la vivencia
generalizada de no tener lugar, en el abismo inminente de lo marginal, lo excluido, de
quienes en una edad difícil tienen que sobreadaptarse y sobreexigirse para vivir, poniendo
en peligro el potencial de cambio, mutación, creación...
Por esto nos llama la atención la mirada a lo juvenil como fenómeno aislado y
generacional, porque ni es independiente ni se representa a sí mismo solamente, ni se puede
hablar en general, como si fuera una población uniforme. Es tal vez la mejor prueba de
conexiones entre lo social y lo personal, entre las condiciones socioeconómicas y el
desarrollo de nuevas subjetividades, entre pasado y futuro, entre las distintas generaciones.
Peter Hunnerman1 describe a los jóvenes como productos y productores de cultura y
cambios. Es importante repetir que hablamos de pluralidades y que hay sectores diversos en
la juventud, marcados no solamente por las diferencias socieconómicas sino también por
las particulares maneras de insertarse en la vida en el momento de transición que viven,
sobre todo si acogemos la idea de que es una fase de mutaciones, no sólo personales sino en
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el devenir colectivo, y que los jóvenes, como dice Mario Erdheim2, usando la imagen de
Block, son la vanguardia de los cambios en la humanidad. Por esto es importante señalar
las múltiples direcciones a las que estos cambios apuntan.
Frente a las múltiples cuestiones que el trabajo con jóvenes plantea, dos nos llaman en este
momento la atención: la ausencia de credibilidad llevada a su extremo, y que sustenta
procesos de desafiliación y de desasimiento afectivo, que sabemos que son producto de
experiencias devastadoras en la infancia y a veces continuadas en el presente; por otro lado,
la dificultad en algunos sectores de plantearse ideales y usar los pocos soportes que se les
presentan para sostenerse y para proyectarse imaginativamente al futuro. Estos rasgos están
recogidos por expresiones culturales y plásticas y fueron tratados por Silva Santisteban3 .
Cuando desde un acercamiento nos ceñimos a lo vincular, vemos repetirse la impulsividad
sin frenos, el ataque a lo bueno recibido, la aceptación de lo maligno en los otros hacia ellos
y, subterráneamente, las fantasías de muerte, destrucción, catástrofe final, por fin, cerrando
una línea de traiciones y desencuentros. La apelación al vacío para describir su sentir, y en
algunos casos el anhelo de “nada” para neutralizar la intensidad de las vivencias, es
recurrente.
No es suficiente pensar este problema en términos de familias disfuncionales, atípicas o
patológicas. La extensión de una problemática en que los hijos no sólo son maltratados sino
privados de toda estructura identificatoria nos plantea nuevos quehaceres y presencias (en
nuestro medio, por ejemplo, la del IES en El Agustino, o la de la Casa de la Familia en el
Rímac, o los esfuerzos del CEDAPP en Balconcillo y de CEAPAZ con jóvenes de diversas
zonas).
La incapacidad de padres y adultos de funcionar como referentes, como cuidadores, como
continentes, como espacio, como hábitat.... tiene matices distintos, pero es muy recurrente.
Es una experiencia de los hijos que comienza en la familia y se extiende a todas las
instituciones de las que los jóvenes dan cuenta: colegio, trabajo, universidad, imagen de lo
policial, lo eclesial, el Estado... Su experiencia de “los grandes” nos presenta como adultos
inconsistentes, cuya ausencia de autoconciencia es marcada, así como su impulsividad y
comportamiento arbitrario, absurdo, que produce en los jóvenes la idea de que todo y todos
funcionan así. Nos impresionó siempre la comparación que hacen de las injusticias en su
familia y la continuidad con las mismas en un plano macro. Siendo ésa la imagen de vida,
de sociedad y de relaciones, es comprensible entonces de qué son eco. Otro aspecto que
señalan es el ver en los adultos un afán destructivo de sí y de la propia prolecontinuidad de
sí mismos. Luego, la propia pobreza afectiva en los mayores y, por tanto, su actitud
indiferente, abortiva para con los hijos.
Recordamos un joven de un grupo juvenil que, ante el oasis que le representaba la nueva
experiencia de grupo y que lo llevaba a la pasividad admirativa en un primer período,
expresaba: “Yo no opino sobre las actividades que debemos hacer, yo sigo viniendo porque
me sana sentir un poco de bondad...”.
Los adultos desertan de sus roles paternos, tomados por sus propias dificultades van
haciendo de la incapacidad de cuidar de otros un síntoma común en las familias actuales.
Algunos esgrimen, como argumento para esta retirada, un discurso “democrático” por el
que justifican una temprana exigencia de madurez a sus hijos y una precoz ausencia de
ellos en la crianza y dirección de sus vidas. Donald Meltzer hace una interesante reflexión:
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“Un borrarse sistemático de los adultos está destinado a disipar en los chicos cualquier
noción de que los padres poseen conocimiento y poderes misteriosos que los ubicarían
como objetos adecuados para la transferencia de figuras de la realidad psíquica”4.
En otros casos, el adulto usa a los jóvenes como instrumentos de salida a su impotencia y
hace de ellos el blanco único de ejercicio de su poder. Se recicla así una cadena de estilo de
relación que atraviesa las generaciones.
En un contexto de sociedades que desertan de sus funciones solidarias y protectoras para
quienes están haciéndose con precariedad, los adultos que los jóvenes describen son, pues,
ausentes, violentos en extremo, desgraciados en sus vidas, prepotentes o excesivamente
frágiles y susceptibles de ser devorados por los propios hijos5.
Desde este marco se entienden, entonces, las múltiples estrategias de desafiliación6, de
hijos que huyen de sus padres, física o simbólicamente, o que evitan toda relación o que
militan en una identificación con lo contrario a lo vivido en familia, descubriendo luego
con sorpresa la repetición a la que tienden, más allá de su voluntad. El terror de algunos
chicos a lo que los habita, a sus propios temores y violencia, su necesidad de seguridad y
ternura... los hace a veces cultivar el vacío, tratar de no sentir ni pensar ni ser... y parece
que una manera habitual es haciendo cosas sin mayor hondura. La hondura es peligrosa, y
el diálogo también, es la inminencia de descubrimiento del no vacío, y revela la riqueza de
un espacio habitado y latiendo dentro de sí. Para que esta desafiliación sea creativa y los
lleve a construir algo nuevo en sus intercambios, requieren, transitoriamente, de espacios de
sentido, de refundación de la confianza y de la posibilidad de relación.
Esto subyace tanto en jóvenes que están robando en las calles y no paran de correr como en
otros que están en la esquina, congelados por años, contemplando sin ver, y en otros que
trabajan con niños o con otros jóvenes en una necesidad de ayudar, dar, hacer, que sabe a
urgencia de reparar reparándose...
Creemos indispensable abordar las reflexiones sobre “la juventud” atendiendo al problema
intergeneracional, buscando la perspectiva más amplia en la que estos chicos son
emergentes de una situación crítica más amplia, y señalando lo obvio: no nos debería
asombrar su violencia si vemos cómo son socializados, abandonados, entrenados en la
reacción refleja sin mediaciones.
CINCEL Y MARTILLO
«El ideal del Yo cultural ofrece caminos alternativos a la exigencia pulsional, caminos
alternativos que lo ayudan a desprenderse de los objetos incestuosos. Pero si la sociedad no
sostiene esos caminos, el adolescente queda apresado en los deseos incestuosos o en el
rechazo a todo deseo”7 .
Hace tres años8 tuvimos el privilegio, aterrorizado por momentos, conmovido en otros, de
compartir un espacio grupal con algunos de estos jóvenes, espacio para pensarse, para
conocerse y, curiosamente, espacio escaso, corto, breve, insuficiente... Curiosamente
porque, repetimos, en nuestro encuadre estaba la escasez de lo necesario-bueno-propiciador
en la vida de ellos... Ahora lo sabemos. Tal vez, en el fondo, por lo intolerable que por
momentos nos resultaba este diálogo, por el dolor compartido en una magnitud
devastadora, y por nuestros propios limites para ser «los grandes» en este encuentro. Nos
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impresionó, para comenzar, la importancia que había cobrado la actuación pura, sin pasaje,
sin mediación, sin la experiencia de una posibilidad simbólica, creando una impresión de
condena a lo recurrente y sin salida... La narrativa de estas experiencias se llevó a la sesión
esperando ser descodificada, nombrada, descifrada, esperando tal vez crear el espacio
mental para darle otro sentido, pero la densidad de estas narraciones nos lleva a escenas
difíciles: una niñita colgada de una viga por las trenzas, en manos de la hermana mayor que
tenía que cuidarla mientras la madre no estaba; una joven ofreciéndose a un médico mayor
para mantener una relación sexual significativamente sin rostro y sin “presencia”. Ambas
bromean sobre lo que creen que se necesitará para una relación futura: «Conmigo
necesitarán cincel y martillo», «conmigo un taladro» (ríen…). Se trata de lo petrificado, lo
prematuramente calcificado. La penetración -contacto indeseado y violento- se convierte en
la imagen que representa no lo temido por venir, sino lo ya vivido en las relaciones como
encuentro que despedaza. Sus compañeros varones escuchan asustados estas imágenes, y a
veces identificados con ellas.
Los temas de muerte, mutilación, asesinato... los planes para vengarse de los padres y
hermanos abusadores... la sutileza de las informaciones sobre el dónde dar un golpe para
que sea mortal, qué veneno funciona mejor... son fantasías recurrentes.
“El dolor carcome y vacía el yo. En su esfuerzo por resistir, el aparato psíquico trata de
concentrar su energía sobre el punto doloroso, ya que con el dolor sobreviene una suerte de
“hemorragia” y de parálisis psíquica. El dolor es una genuina reacción frente a lo no
simbolizado. Por eso, cuando llega el momento del desasimiento de los padres, cuando se
revelan las faltas o fallas de las relaciones del sujeto con sus objetos, el dolor se presenta
como una respuesta. Y entonces, en lugar de construir una fantasía (como la novela
familiar, entre otras), que es una forma de mantener una relación erótica, se produce en
algunos un vacío que lleva a la búsqueda inmediata de algo que lo llene”9.
Sólo parece posible entrar a este tema del vacío y del temor a llenarlo, tanto como de la
compulsión a hacerlo, atendiendo el hecho de la falta, la ausencia o el tipo de presencias
que subyacen en este vacío. Algunas imágenes que los jóvenes dibujan: «Mi sensación de
paz es un desierto de pasto, sin padres, sin gente»; «no le encuentro sabor a las cosas que
hago, a las personas, todo me da igual, todo se resbala al gran hueco que soy adentro», «me
fijo a la tele para llenarme», «los malandros son nuestros padres, no nosotros, si no somos
iguales somos monses, maricones, tá mal por todos lados”.
Los antecedentes de relaciones tortuosas implican para algunos la renuncia a toda relación
y la consecuente manera de toparse o rozar o chocar con los otros. Para otros la compulsión
a dar, ayudar, apoyar, como un vaciamiento de sí con que quieren conjurar sus vivencias
de agresión, rabia, deprivación; para otros, ejercer poder a como de lugar, con cualquiera
que sea el otro, si es más débil, mejor.
Así pues, descifrar el sentido del vacío y crear espacios para que habitarlo pueda no ser
amenazante son pistas pendientes aún.
1 P. Hunnerman y M. Eckholt (Edts.), Los jóvenes latinoamericanos frente a los procesos de globalización,
Flacso, Buenos Aires, 1997.
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2 M. Erdheim, Conferencias en el Instituto Goethe, Lima, 1996.
3 R. Silva Santisteban, «En el caos no hay error», en Historia, memoria y ficción, Biblioteca Peruana de
Psicoanálisis y SIDEA, Lima, 1996.
4 D. Meltzer, Narcisismo y violencia en los adolescentes (1989).
5 Rafael Paz, “El padre desocupado se convierte en un déspota residual”, Conferencia en Lima, 1997.
6 Término usado por Robert Castel, que nos parece pertinente en este caso.
7 Janín, Beatriz, «Patologias graves en la adolescencia. Los que desertan», en Actualidad psicológica, marzo
1997, Buenos Aires.
8 En el contexto de una investigación sobre los valores juveniles financiada por Stipendienwerk y auspiciada
por el Instituto Bartolomé de Las Casas. Publicada en parte en Los jóvenes latinoamericanos frente a los
procesos de globalización (trabajo realizado con Rosa Ruiz Secada).
9 Osvaldo Frizzera, en Actualidad Psicológica, n. 24, marzo 1997, Buenos Aires.
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